domingo, 17 de marzo de 2013
Divina Comedia 1-9
Divina Comedia
Dante Alighieri
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INFIERNO
CANTO I
A mitad del camino de la vida, en una selva oscura me encontraba porque mi ruta había extraviado.
¡Cuán dura cosa es decir cuál era esta salvaje selva, áspera y fuerte que me vuelve el temor al
pensamiento! Es tan amarga casi cual la muerte; mas por tratar del bien que allí encontré, de otras
cosas diré que me ocurrieron.
Yo no sé repetir cómo entré en ella pues tan dormido me hallaba en el punto que abandoné la senda
verdadera.
Mas cuando hube llegado al pie de un monte, allí donde aquel valle terminaba que el corazón
habíame aterrado, hacia lo alto miré, y vi que su cima ya vestían los rayos del planeta que lleva recto
por cualquier camino.
Entonces se calmó aquel miedo un poco, que en el lago del alma había entrado la noche que pasé
con tanta angustia.
Y como quien con aliento anhelante, ya salido del piélago a la orilla, se vuelve y mira al agua
peligrosa, tal mi ánimo, huyendo todavía, se volvió por mirar de nuevo el sitio que a los que viven
traspasar no deja.
Repuesto un poco el cuerpo fatigado, seguí el camino por la yerma loma, siempre afirmando el pie de
más abajo.
Y vi, casi al principio de la cuesta, una onza ligera y muy veloz, que de una piel con pintas se
cubría; y de delante no se me apartaba, mas de tal modo me cortaba el paso, que muchas veces
quise dar la vuelta.
Entonces comenzaba un nuevo día, y el sol se alzaba al par que las estrellas que junto a él el gran
amor divino sus bellezas movió por vez primera; así es que no auguraba nada malo de aquella fiera
de la piel manchada la hora del día y la dulce estación; mas no tal que terror no produjese la imagen
de un león que luego vi.
Me pareció que contra mí venía, con la cabeza erguida y hambre fiera, y hasta temerle parecia el
aire.
Y una loba que todo el apetito parecía cargar en su flaqueza, que ha hecho vivir a muchos en
desgracia.
Tantos pesares ésta me produjo, con el pavor que verla me causaba que perdí la esperanza de la
cumbre.
Y como aquel que alegre se hace rico y llega luego un tiempo en que se arruina, y en todo
pensamiento sufre y llora: tal la bestia me hacía sin dar tregua, pues, viniendo hacia mí muy
lentamente, me empujaba hacia allí donde el sol calla.
Mientras que yo bajaba por la cuesta, se me mostró delante de los ojos alguien que, en su silencio,
creí mudo.
Cuando vi a aquel en ese gran desierto «Apiádate de mi -yo le grité-, seas quien seas, sombra a
hombre vivo.» Me dijo: «Hombre no soy, mas hombre fui, y a mis padres dio cuna Lombardía pues
Mantua fue la patria de los dos.
Nací sub julio César, aunque tarde, y viví en Roma bajo el buen Augusto: tiempos de falsos dioses
mentirosos.
Poeta fui, y canté de aquel justo hijo de Anquises que vino de Troya, cuando Ilión la soberbia fue
abrasada.
¿Por qué retornas a tan grande pena, y no subes al monte deleitoso que es principio y razón de toda
dicha?» « ¿Eres Virgilio, pues, y aquella fuente de quien mana tal río de elocuencia? -respondí yo
con frente avergonzada-.
Oh luz y honor de todos los poetas, válgame el gran amor y el gran trabajo que me han hecho
estudiar tu gran volumen.
Eres tú mi modelo y mi maestro; el único eres tú de quien tomé el bello estilo que me ha dado honra.
Mira la bestia por la cual me he vuelto: sabio famoso, de ella ponme a salvo, pues hace que me
tiemblen pulso y venas. » «Es menester que sigas otra ruta -me repuso después que vio mi llanto-, si
quieres irte del lugar salvaje; pues esta bestia, que gritar te hace, no deja a nadie andar por su
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camino, mas tanto se lo impide que los mata; y es su instinto tan cruel y tan malvado, que nunca
sacia su ansia codiciosa y después de comer más hambre aún tiene.
Con muchos animales se amanceba, y serán muchos más hasta que venga el Lebrel que la hará
morir con duelo.
Éste no comerá tierra ni peltre, sino virtud, amor, sabiduría, y su cuna estará entre Fieltro y Fieltro.
Ha de salvar a aquella humilde Italia por quien murió Camila, la doncella, Turno, Euríalo y Niso con
heridas.
Éste la arrojará de pueblo en pueblo, hasta que dé con ella en el abismo, del que la hizo salir el
Envidioso.
Por lo que, por tu bien, pienso y decido que vengas tras de mí, y seré tu guía, y he de llevarte por
lugar eterno, donde oirás el aullar desesperado, verás, dolientes, las antiguas sombras, gritando
todas la segunda muerte; y podrás ver a aquellas que contenta el fuego, pues confían en llegar a
bienaventuras cualquier día; y si ascender deseas junto a éstas, más digna que la mía allí hay un
alma: te dejaré con ella cuando marche; que aquel Emperador que arriba reina, puesto que yo a sus
leyes fui rebelde, no quiere que por mí a su reino subas.
En toda parte impera y allí rige; allí está su ciudad y su alto trono.
iCuán feliz es quien él allí destina!» Yo contesté: «Poeta, te requiero por aquel Dios que tú no
conociste, para huir de éste o de otro mal más grande, que me lleves allí donde me has dicho, y
pueda ver la puerta de San Pedro y aquellos infelices de que me hablas. » Entonces se echó a
andar, y yo tras él.
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CANTO II
El día se marchaba, el aire oscuro a los seres que habitan en la tierra quitaba sus fatigas; y yo sólo
me disponía a sostener la guerra, contra el camino y contra el sufrimiento que sin errar evocará mi
mente.
¡Oh musas! ¡Oh alto ingenio, sostenedme! ¡Memoria que escribiste lo que vi, aquí se advertirá tu
gran nobleza! Yo comencé: «Poeta que me guías, mira si mi virtud es suficiente antes de comenzar
tan ardua empresa.
Tú nos contaste que el padre de Silvio, sin estar aún corrupto, al inmortal reino llegó, y lo hizo en
cuerpo y alma.
Pero si el adversario del pecado le hizo el favor, pensando el gran efecto que de aquello saldría, el
qué y el cuál, no le parece indigno al hombre sabio; pues fue de la alma Roma y de su imperio
escogido por padre en el Empíreo.
La cual y el cual, a decir la verdad, como el lugar sagrado fue elegida, que habita el sucesor del
mayor Pedro.
En el viaje por el cual le alabas escuchó cosas que fueron motivo de su triunfo y del manto de los
papas.
Alli fue luego el Vaso de Elección, para llevar conforto a aquella fe que de la salvación es el
principio.
Mas yo, ¿por qué he de ir? ¿quién me lo otorga? Yo no soy Pablo ni tampoco Eneas: y ni yo ni los
otros me creen digno.
Pues temo, si me entrego a ese viaje, que ese camino sea una locura; eres sabio; ya entiendes lo
que callo. » Y cual quien ya no quiere lo que quiso cambiando el parecer por otro nuevo, y deja a un
lado aquello que ha empezado, así hice yo en aquella cuesta oscura: porque, al pensarlo, abandoné
la empresa que tan aprisa había comenzado.
«Si he comprendido bien lo que me has dicho -respondió del magnánimo la sombra la cobardía te
ha atacado el alma; la cual estorba al hombre muchas veces, y de empresas honradas le desvía,
cual reses que ven cosas en la sombra.
A fin de que te libres de este miedo, te diré por qué vine y qué entendí desde el punto en que lástima
te tuve.
Me hallaba entre las almas suspendidas y me llamó una dama santa y bella, de forma que a sus
órdenes me puse.
Brillaban sus pupilas más que estrellas; y a hablarme comenzó, clara y suave, angélica voz, en este
modo: “Alma cortés de Mantua, de la cual aún en el mundo dura la memoria, y ha de durar a lo largo
del tiempo: mi amigo, pero no de la ventura, tal obstáculo encuentra en su camino por la montaña,
que asustado vuelve: y temo que se encuentre tan perdido que tarde me haya dispuesto al socorro,
según lo que escuché de él en el cielo.
Ve pues, y con palabras elocuentes, y cuanto en su remedio necesite, ayúdale, y consuélame con
ello.
Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar; vengo del sitio al que volver deseo; amor me mueve, amor
me lleva a hablarte.
Cuando vuelva a presencia de mi Dueño le hablaré bien de ti frecuentemente.
” Entonces se calló y yo le repuse: “Oh dama de virtud por quien supera tan sólo el hombre cuanto se
contiene con bajo el cielo de esfera más pequeña, de tal modo me agrada lo que mandas, que
obedecer, si fuera ya, es ya tarde; no tienes más que abrirme tu deseo.
Mas dime la razón que no te impide descender aquí abajo y a este centro, desde el lugar al que
volver ansías.
” “ Lo que quieres saber tan por entero, te diré brevemente --me repuso por qué razón no temo haber
bajado.
Temer se debe sólo a aquellas cosas que pueden causar algún tipo de daño; mas a las otras no,
pues mal no hacen.
Dios con su gracia me ha hecho de tal modo que la miseria vuestra no me toca, ni llama de este
incendio me consume.
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Una dama gentil hay en el cielo que compadece a aquel a quien te envío, mitigando allí arriba el
duro juicio.
Ésta llamó a Lucía a su presencia; y dijo: «necesita tu devoto ahora de ti, y yo a ti te lo
encomiendo».
Lucía, que aborrece el sufrimiento, se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba, sentada al par de
la antigua Raquel.
Dijo: “Beatriz, de Dios vera alabanza, cómo no ayudas a quien te amó tanto, y por ti se apartó de los
vulgares? ¿Es que no escuchas su llanto doliente? ¿no ves la muerte que ahora le amenaza en el
torrente al que el mar no supera?” No hubo en el mundo nadie tan ligero, buscando el bien o
huyendo del peligro, como yo al escuchar esas palabras.
“Acá bajé desde mi dulce escaño, confiando en tu discurso virtuoso que te honra a ti y aquellos que
lo oyeron.
” Después de que dijera estas palabras volvió llorando los lucientes ojos, haciéndome venir aún más
aprisa; y vine a ti como ella lo quería; te aparté de delante de la fiera, que alcanzar te impedía el
monte bello.
¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué vacilas? ¿por qué tal cobardía hay en tu pecho? ¿por qué no
tienes audacia ni arrojo? Si en la corte del cielo te apadrinan tres mujeres tan bienaventuradas, y mis
palabras tanto bien prometen. » Cual florecillas, que el nocturno hielo abate y cierra, luego se
levantan, y se abren cuando el sol las ilumina, así hice yo con mi valor cansado; y tanto se encendió
mi corazón, que comencé como alguien valeroso: «!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda! y tú,
cortés, que pronto obedeciste a quien dijo palabras verdaderas.
El corazón me has puesto tan ansioso de echar a andar con eso que me has dicho que he vuelto ya
al propósito primero.
Vamos, que mi deseo es como el tuyo.
Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro. » Asi le dije, y luego que echó a andar, entré por el camino arduo
y silvestre.
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CANTO III
POR MÍ SE VA HASTA LA CIUDAD DOLIENTE, POR MÍ SE VA AL ETERNO SUFRIMIENTO, POR
MÍ SE VA A LA GENTE CONDENADA.
LA JUSTICIA MOVIÓ A MI ALTO ARQUITECTO.
HÍZOME LA DIVINA POTESTAD, EL SABER SUMO Y EL AMOR PRIMERO.
ANTES DE MÍ NO FUE COSA CREADA SINO LO ETERNO Y DURO ETERNAMENTE.
DEJAD, LOS QUE AQUÍ ENTRÁIS, TODA ESPERANZA.
Estas palabras de color oscuro vi escritas en lo alto de una puerta; y yo: «Maestro, es grave su
sentido. » Y, cual persona cauta, él me repuso: «Debes aquí dejar todo recelo; debes dar muerte
aquí a tu cobardía.
Hemos llegado al sitio que te he dicho en que verás las gentes doloridas, que perdieron el bien del
intelecto. » Luego tomó mi mano con la suya con gesto alegre, que me confortó, y en las cosas
secretas me introdujo.
Allí suspiros, llantos y altos ayes resonaban al aiire sin estrellas, y yo me eché a llorar al escucharlo.
Diversas lenguas, hórridas blasfemias, palabras de dolor, acentos de ira, roncos gritos al son de
manotazos, un tumulto formaban, el cual gira siempre en el aiire eternamente oscuro, como arena al
soplar el torbellino.
Con el terror ciñendo mi cabeza dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho, y quién son éstos que el
dolor abate?» Y él me repuso: «Esta mísera suerte tienen las tristes almas de esas gentes que
vivieron sin gloria y sin infamia.
Están mezcladas con el coro infame de ángeles que no se rebelaron, no por lealtad a Dios, sino a
ellos mismos.
Los echa el cielo, porque menos bello no sea, y el infierno los rechaza, pues podrían dar gloria a los
caídos. » Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto y provoca lamentos tan amargos?» Respondió:
«Brevemente he de decirlo.
No tienen éstos de muerte esperanza, y su vida obcecada es tan rastrera, que envidiosos están de
cualquier suerte.
Ya no tiene memoria el mundo de ellos, compasión y justicia les desdeña; de ellos no hablemos,
sino mira y pasa. » Y entonces pude ver un estandarte, que corría girando tan ligero, que parecía
indigno de reposo.
Y venía detrás tan larga fila de gente, que creído nunca hubiera que hubiese a tantos la muerte
deshecho.
Y tras haber reconocido a alguno, vi y conocí la sombra del que hizo por cobardía aquella gran
renuncia.
Al punto comprendí, y estuve cierto, que ésta era la secta de los reos a Dios y a sus contrarios
displacientes.
Los desgraciados, que nunca vivieron, iban desnudos y azuzados siempre de moscones y avispas
que allí había.
Éstos de sangre el rostro les bañaban, que, mezclada con llanto, repugnantes gusanos a sus pies la
recogían.
Y luego que a mirar me puse a otros, vi gentes en la orilla de un gran río y yo dije: «Maestro, te
suplico que me digas quién son, y qué designio les hace tan ansiosos de cruzar como discierno entre
la luz escasa. » Y él repuso: «La cosa he de contarte cuando hayamos parado nuestros pasos en la
triste ribera de Aqueronte. » Con los ojos ya bajos de vergüenza, temiendo molestarle con preguntas
dejé de hablar hasta llegar al río.
Y he aquí que viene en bote hacia nosotros un viejo cano de cabello antiguo, gritando: «¡Ay de
vosotras, almas pravas! No esperéis nunca contemplar el cielo; vengo a llevaros hasta la otra orilla, a
la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.
Y tú que aquí te encuentras, alma viva, aparta de éstos otros ya difuntos. » Pero viendo que yo no
me marchaba, dijo: «Por otra via y otros puertos a la playa has de ir, no por aquí; más leve leño
tendrá que llevarte».
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Y el guía a él: «Caronte, no te irrites: así se quiere allí donde se puede lo que se quiere, y más no
me preguntes. » Las peludas mejillas del barquero del lívido pantano, cuyos ojos rodeaban las
llamas, se calmaron.
Mas las almas desnudas y contritas, cambiaron el color y rechinaban, cuando escucharon las
palabras crudas.
Blasfemaban de Dios y de sus padres, del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente que los sembrara,
y de su nacimiento.
Luego se recogieron todas juntas, llorando fuerte en la orilla malvada que aguarda a todos los que a
Dios no temen.
Carón, demonio, con ojos de fuego, llamándolos a todos recogía; da con el remo si alguno se atrasa.
Como en otoño se vuelan las hojas unas tras otras, hasta que la rama ve ya en la tierra todos sus
despojos, de este modo de Adán las malas siembras.
se arrojan de la orilla de una en una, a la señal, cual pájaro al reclamo.
Así se fueron por el agua oscura, y aún antes de que hubieran descendido ya un nuevo grupo se
había formado.
«Hijo mío -cortés dijo el maestro los que en ira de Dios hallan la muerte llegan aquí de todos los
países: y están ansiosos de cruzar el río, pues la justicia santa les empuja, y así el temor se
transforma en deseo.
Aquí no cruza nunca un alma justa, por lo cual si Carón de ti se enoja, comprenderás qué cosa
significa. » Y dicho esto, la región oscura tembló con fuerza tal, que del espanto la frente de sudor
aún se me baña.
La tierra lagrimosa lanzó un viento que hizo brillar un relámpago rojo y, venciéndome todos los
sentidos, me caí como el hombre que se duerme.
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CANTO IV
Rompió el profundo sueño de mi mente un gran trueno, de modo que cual hombre que a la fuerza
despierta, me repuse; la vista recobrada volví en torno ya puesto en pie, mirando fijamente, pues
quería saber en dónde estaba.
En verdad que me hallaba justo al borde del valle del abismo doloroso, que atronaba con ayes
infinitos.
Oscuro y hondo era y nebuloso, de modo que, aun mirando fijo al fondo, no distinguía allí cosa
ninguna.
«Descendamos ahora al ciego mundo --dijo el poeta todo amortecido -: yo iré primero y tú vendrás
detrás. » Y al darme cuenta yo de su color, dije: « ¿Cómo he de ir si tú te asustas, y tú a mis dudas
sueles dar consuelo?» Y me dijo: «La angustia de las gentes que están aquí en el rostro me ha
pintado la lástima que tú piensas que es miedo.
Vamos, que larga ruta nos espera. » Así me dijo, y así me hizo entrar al primer cerco que el abismo
ciñe.
Allí, según lo que escuchar yo pude, llanto no había, mas suspiros sólo, que al aire eterno le hacían
temblar.
Lo causaba la pena sin tormento que sufría una grande muchedumbre de mujeres, de niños y de
hombres.
El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas qué espíritus son estos que estás viendo? Quiero que
sepas, antes de seguir, que no pecaron: y aunque tengan méritos, no basta, pues están sin el
bautismo, donde la fe en que crees principio tiene.
Al cristianismo fueron anteriores, y a Dios debidamente no adoraron: a éstos tales yo mismo
pertenezco.
Por tal defecto, no por otra culpa, perdidos somos, y es nuestra condena vivir sin esperanza en el
deseo. » Sentí en el corazón una gran pena, puesto que gentes de mucho valor vi que en el limbo
estaba suspendidos.
«Dime, maestro, dime, mi señor -yo comencé por querer estar cierto de aquella fe que vence la
ignorancia- : ¿salió alguno de aquí, que por sus méritos o los de otro, se hiciera luego santo?» Y
éste, que comprendió mi hablar cubierto, respondió: «Yo era nuevo en este estado, cuando vi aquí
bajar a un poderoso, coronado con signos de victoria.
Sacó la sombra del padre primero, y las de Abel, su hijo, y de Noé, del legista Moisés, el obediente;
del patriarca Abraham, del rey David, a Israel con sus hijos y su padre, y con Raquel, por la que tanto
hizo, y de otros muchos; y les hizo santos; y debes de saber que antes de eso, ni un esptritu humano
se salvaba. » No dejamos de andar porque él hablase, mas aún por la selva caminábamos, la selva,
digo, de almas apiñadas No estábamos aún muy alejados del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,
que al fúnebre hemisferio derrotaba.
Aún nos encontrábamos distantes, mas no tanto que en parte yo no viese cuán digna gente estaba
en aquel sitio.
«Oh tú que honoras toda ciencia y arte, éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen, que de todos los
otros les separa?» Y respondió: «Su honrosa nombradía, que allí en tu mundo sigue resonando
gracia adquiere del cielo y recompensa. » Entre tanto una voz pude escuchar: «Honremos al altísimo
poeta; vuelve su sombra, que marchado había. » Cuando estuvo la voz quieta y callada, vi cuatro
grandes sombras que venían: ni triste, ni feliz era su rostro.
El buen maestro comenzó a decirme: «Fíjate en ése con la espada en mano, que como el jefe va
delante de ellos: Es Homero, el mayor de los poetas;.
el satírico Horacio luego viene; tercero, Ovidio; y último, Lucano.
Y aunque a todos igual que a mí les cuadra el nombre que sonó en aquella voz, me hacen honor, y
con esto hacen bien. » Así reunida vi a la escuela bella de aquel señor del altísimo canto, que sobre
el resto cual águila vuela.
Después de haber hablado un rato entre ellos, con gesto favorable me miraron: y mi maestro, en
tanto, sonreía.
Y todavía aún más honor me hicieron porque me condujeron en su hilera, siendo yo el sexto entre
tan grandes sabios.
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Así anduvimos hasta aquella luz, hablando cosas que callar es bueno, tal como era el hablarlas allí
mismo.
Al pie llegamos de un castillo noble, siete veces cercado de altos muros, guardado entorno por un
bello arroyo.
Lo cruzamos igual que tierra firme; crucé por siete puertas con los sabios: hasta llegar a un prado
fresco y verde.
Gente había con ojos graves, lentos, con gran autoridad en su semblante: hablaban poco, con voces
suaves.
Nos apartamos a uno de los lados, en un claro lugar alto y abierto, tal que ver se podían todos ellos.
Erguido allí sobre el esmalte verde, las magnas sombras fuéronme mostradas, que de placer me
colma haberlas visto.
A Electra vi con muchos compañeros, y entre ellos conocí a Héctor y a Eneas, y armado a César,
con ojos grifaños.
Vi a Pantasilea y a Camila, y al rey Latino vi por la otra parte, que se sentaba con su hija Lavinia.
Vi a Bruto, aquel que destronó a Tarquino, a Cornelia, a Lucrecia, a Julia, a Marcia; y a Saladino vi,
que estaba solo; y al levantar un poco más la vista, vi al maestro de todos los que saben, sentado en
filosófica familia.
Todos le miran, todos le dan honra: y a Sócrates, que al lado de Platón, están más cerca de él que
los restantes; Demócrito, que el mundo pone en duda, Anaxágoras, Tales y Diógenes, Empédocles,
Heráclito y Zenón; y al que las plantas observó con tino, Dioscórides, digo; y via Orfeo, Tulio, Livio y
al moralista Séneca; al geómetra Euclides, Tolomeo, Hipócrates, Galeno y Avicena, y a Averroes que
hizo el «Comentario».
No puedo detallar de todos ellos, porque así me encadena el largo tema, que dicho y hecho no se
corresponden.
El grupo de los seis se partió en dos: por otra senda me llevó mi guía, de la quietud al aire temb
loroso y llegué a un sitio en donde nada luce.
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