miércoles, 20 de marzo de 2013

110-130


CANTO XXII.
Ya el ángel se quedó tras de nosotros, aquel que al sexto círculo nos trajo, una señal quitando de mi
frente; y a los que tienen ansias de justicia llamó beatos, pero sus palabras hasta el sitiunt, no más,
lo proclamaron.
Y yo más leve que en los otros pasos caminaba, tal que sin pena alguna seguía a los espíritus
veloces; cuando Virgilio comenzó: «El Amor prendido en la virtud, siempre a otro prende con tal de
que su llama manifieste; desde el punto en que vino con nosotros Juvenal hasta el limbo del infierno,
y cuánto te admiraba me dijera, yo fui contigo tan benevolente como nunca con alguien que no has
visto, y esta escalera me parece corta.
Pero dime, y perdona como amigo si excesiva confianza alarga el freno, y como amigo explícame la
causa: cómo pudo encontrar dentro de ti un sitio la avaricia, junto a tanto saber que por estudios
poseías?» A Estacio estas palabras le causaron primero una sonrisa, luego dijo: «Me prueba tu
cariño lo que dices.
En verdad muchas veces pasan cosas que dan materia falsa a nuestras dudas, porque la causa
cierta está escondida.
Tu pregunta me muestra que pensabas que en la otra vida hubiera sido avaro, acaso pues me viste
en aquel círculo.
Sabe pues que alejado de avaricia fui demasiado; y esta desmesura miles de lunas castigada ha
sido.
Y si el rumbo no hubiese enderezado, al comprender allí donde escribías, casi irritado con el ser del
hombre, «¿Por dónde no conduces tú, maldita hambre de oro, el afán de los mortales?» en los
tristes torneos diera vueltas.
Supe entonces que mucho abrir las alas puede gastar las manos, y de esa falta me arrepentí cual de
las otras.
¿Cuántos renacerán todos pelados por ignorancia, pues quien peca en esto, ni en vida, ni al
extremo se arrepiente? Y sabrás que la culpa que replica, y diametral se opone a algún pecado,
juntamente con él su verdor seca; por lo cual si con esa gente estuve que llora la avaricia, por
purgarme justo de lo contrario me encontraba. » «Cuando contaste las peleas crueles de la doble
tristeza de Yocasta -dijo el cantor de bucólicos versos- por aquello que te inspirara Clío, no parece
que fueses todavía fiel a la fe sin la que el bien no basta.
Si esto es así, ¿qué sol, qué luminarias, disipando la sombra, enderezaron detrás del pescador
luego tus velas?» Y aquél a éste: «Tú me dirigiste a beber en las grutas del Parnaso; y luego junto a
Dios me iluminaste.
Hiciste como aquél que va de noche con una luz detrás, que a él no le sirve, mas hace tras de sí a la
gente sabia, cuando dijiste: «El siglo se renueva, y el primer tiempo y la justicia vuelven, nueva
progenie de los cielos baja. » Por ti poeta fui, por ti cristiano: mas para ver mejor lo que dibujo, para
darle color la mano extiendo.
Preñado estaba el mundo todo entero de la fe verdadera, que sembraron los mensajeros del eterno
reino, y tus palabras que antes he citado con las prédicas nuevas concordaban; y tomé por
costumbre el visitarles.
Tan santos luego fueron pareciendo, que en la persecución de Domiciano, sin mis lágrimas ellos no
lloraban; y mientras que en mi mano hacerlo estuvo les ayudaba, y con sus rectas vidas me hicieron
despreciar toda otra secta.
Y antes de poetizar sobre los griegos y sobre Tebas, tuve mi bautismo; pero por miedo fui un
cristiano oculto, mostrándome pagano mucho tiempo; y esa tibieza en el recinto cuarto me recluyó
por más de cuatro siglos.
Tú pues, que ya este velo has levantado que me escondía cuanto bien he dicho, mientras que de
subir nos ocupamos, dónde está, dime, aquel Terencia antiguo, Varrón, Plauto, Cecilio, si lo sabes: y
si están condenados y en qué círculo. » Esos y Persio, y yo, y bastantes otros -le respondió- se
encuentran con el Griego a quien las musas más amamantaron, en el primer recinto de la cárcel; y
hablarnos muchas veces de aquel monte donde nuestras nodrizas se hallan siempre.
También están Simónides y Eurípides, Antifonte, Agatón y muchos otros griegos que de laureles se
coronan.
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Allí se ven aquellas gentes tuyas, Antígona, Deífile y Argía.
y así como lo fue de triste, a Ismene.
Vemos a aquella que mostró Langía, a Tetis y la hija de Tiresias, y a Deidamia con todos sus
hermanos. » Ya se callaban ambos dos poetas, de nuevo atentos a mirar en torno, ya libres de subir
y de paredes; y habían cuatro siervas ya del día atrás quedado, y al timón la quinta enderezaba a lo
alto el carro ardiente, cuando mi guía: «Creo que hacia el borde volver el hombro diestro nos
conviene, dando la vuelta al monte cual solemos.
» Así fue nuestro guía la costumbre, y emprendimos la ruta más tranquilos pues lo aprobaba aquel
alma tan digna.
Ellos iban delante, y solitario yo detrás, escuchando sus palabras, que en poetizar me daban su
intelecto.
Mas pronto rompió las dulces razones un árbol puesto en medio del camino, con manzanas de olor
bueno y suave; y así corno el abeto se adelgaza de rama en rama, aquel abajo hacía, para que
nadie, pienso, lo subiera.
Del lado en que el camino se cortaba, caía de la roca un licor claro, que se extendía por las hojas
altas.
Al árbol se acercaron los poetas; y una voz desde dentro de la fronda gritó: «Muy caro cuesta este
alimento. » «Más pensaba María en que las bodas -siguió- fueran honradas, que en su boca, esa
que ahora intercede por vosotros.
Las antiguas romanas sólo agua bebían; y Daniel, que despreciaba el alimento, conquistó la ciencia.
La edad primera, bella como el oro, hizo con hambre gustar las bellotas, y néctar con la sed cualquier
arroyo.
Miel y langostas fueron las viandas que en el yermo nutrieron al Bautista; por lo cual es tan grande y
tan glorioso como en el Evangelio se demuestra. »
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CANTO XXIII
Mientras los ojos por la verde fronda fijaba de igual modo que quien suele del pajarillo en pos perder
la vida, el más que padre me decía: «Hijo, ven pronto, pues el tiempo que nos dieron más útilmente
aprovechar se debe. » Volví el rostro y el paso sin tardarme, junto a los sabios, que en tal forma
hablaban, que me hicieron andar sin pena alguna.
Y en esto se escuchó llorar y un canto labia mea domine, en tal modo, cual si pariera gozo y
pesadumbre.
«Oh dulce padre, ¿qué es lo que ahora escucho?», yo comencé; y él: «Sombras que caminan de
sus deudas el nudo desatando. » Como los pensativos peregrinos, al encontrar extraños en su ruta,
que se vuelven a ellos sin pararse, así tras de nosotros, más aprisa, al llegar y pasamos, se
asombraba de ánimas turba tácita y devota.
Todos de ojos hundidos y apagados, de pálidos semblantes, y tan flacos que del hueso la piel
tomaba forma.
No creo que a pellejo tan extremo seco, hubiese llegado Erisitone, ni cuando fue su ayuno más
severo.
Y pensando decíame: «¡Aquí viene la gente que perdió Jerusalén, cuando María devoró a su hijo!
Parecían sus órbitas anillos sin gemas: y quien lee en la cara "omo" bien podría encontrar aquí la
eme.
¿Quién pensaría que el olor de un fruto tal hiciese, el anhelo produciendo, o el de una fuente, no
sabiendo cómo? Maravillado estaba de tal hambre, pues la razón aún no conocía de su piel
escarnada y su flaqueza, cuando de lo más hondo de su rostro fija su vista me volvió una sombra;
luego fuerte exclamó: "¿Qué gracia es ésta?" Nunca el rostro le hubiese conocido; pero en la voz se
me hizo manifiesto lo que el aspecto había deformado.
Esta chispa encendió de aquel tan otro rostro del todo mi conocimiento, y conocí la cara de Forese.
» «Ah, no te fijes en la seca roña que me destiñe -rogaba- la piel, ni por la falta de carne que tenga;
dime en verdad de ti, y de quién son esas dos ánimas que allí te dan escolta; ¡no te quedes aquí sin
que me hables!» «Tu cara, que lloré cuando moriste, con no menos dolor ahora la lloro -le respondíal
mirarla tan cambiada.
Pero dime, por Dios que así os deshoja; no pidas que hable, pues estoy atónito; mal podrá hablar
quien otra cosa quiere. » Y él a mí- «Del querer eterno baja un efecto en el agua y en el árbol que
dejasteis atrás, que así enflaquece.
Toda esta gente que llorando canta, por seguir a la gula sin medida, santa se vuelve aquí con sed y
hambre De comer y beber nos da el deseo el olor de la fruta y del rocío que se extiende por sobre la
verdura.
Y ni un solo momento en este espacio dando vueltas, mitiga nuestra pena: pena digo y debiera decir
gozo, que aquel deseo al árbol nos conduce donde Cristo gozoso dijo 'Eli', cuando nos redimió la
sangre suya. » Yo contesté: «Forese, desde el día que el mundo por mejor vida trocaste, cinco años
aún no han transcurrido.
Si antes se terminó el que tú pudieras pecar aún más, de que llegase la hora del buen dolor que a
Dios volver nos hace, ¿cómo es que estás arriba ya tan pronto? Yo pensaba encontrarte allí debajo,
donde el tiempo con tiempo se repara. » Y él respondió: «Tan pronto me ha logrado que beba el
dulce ajenjo del martirio mi Nela con su llanto sin fatiga.
Con devotas plegarias y suspiros me trajo de la playa en que se espera, y me ha librado de los otros
círculos.
Tanto más cara a Dios y más dilecta es mi viudita, a la que tanto amaba, cuanto en su bien obrar
está más sola; puesto que la Barbagia de Sicilia es más púdica ya con sus mujeres que la Barbagia
en donde la he dejado.
Dulce hermano ¿qué quieres que te diga? Ya presiento unos tiempos venideros de que esta hora ya
no está lejana, en que será en el púlpito vedado el que las descaradas florentinas vayan mostrando
en público las tetas.
¿Qué bárbara hubo nunca o musulmanas que precisaran para andar cubiertas disciplina en el alma o
de las otras? Mas si supieran esas sinvergüenzas lo que veloz el cielo les depara, ya para aullar sus
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bocas abrirían; pues si el vaticinar aquí no engaña, sufrirán antes de que crezca el bozo a los que
ahora con nanas consuelan.
Ahora ya no te escondas más, oh hermano, que no sólo yo, más toda esta gente, mira el lugar
donde la luz no pasa. » Por lo que yo le dije: «Si recuerdas lo que fui para ti, y para mi fuiste, aún
será triste el recordar presente.
De aquella vida me sustrajo aquel que va delante, el otro día, cuando redonda se mostró la hermana
de ese --señalé el sol.
Y aquél por la profunda noche llevóme de los muertos ciertos con esta carne cierta que le sigue.
De allí con sus auxilios me ha traído, subiendo y rodeando la montaña, que os endereza a los que el
mundo tuerce.
Dice que habrá de hacerme compañía hasta que esté donde Beatriz se encuentra; allí es preciso
que sin él me quede.
Virgilio es quien tal cosa me ha contado -y se lo señalé-; y aquél la sombra por quien se ha
conmovido cada cuesta de vuestro reino del que ya se marcha. »
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CANTO XXIV
Ni hablar a andar, ni andar a aquel más lento hacía, mas hablando a prisa íbamos cual nao que
empuja un viento favorable; y las sombras, más muertas pareciendo, admiración ponían en las
cuencas de los ojos, sabiendo que vivía.
Y yo, continuando mis palabras dije: «Y asciende acaso más despacio de lo que en otro momento lo
haría.
Mas dime de Piccarda, si es que sabes; y dime si estoy viendo a alguien notable entre esta gente
que así me contempla. » «Mi hermana, que entre hermosa y entre buena no sé qué fuera más,
alegre triunfa en el Olimpo ya de su corona. » Dijo primero; y luego: «Aquí podemos a cualquiera
nombrar pues tan mudado nuestro semblante está por la abstinencia.
Ese -y le señaló- es Bonagiunta, Bonagiunta de Lucca; y esa cara a su lado, cosida más que otras.
tuvo la santa iglesia entre sus brazos: nació en Tours, y aquí purga con ayunos el vino y las anguilas
de Bolsena. » Uno por uno a muchos me nombró; y al nombrarles contentos parecían, y no vi ningún
gesto de tristeza.
Vi por el hambre en vano usar los dientes a Ubaldín de la Pila y Bonifacio, que apacentara a
muchos con su torre.
Vi a Maese Marqués, que ocasión tuvo de beber en Forlí sin sequedades, y que nunca veíase
saciado.
Mas como hace el que mira y luego aprecia más a uno que otro, hice al luqués, que de mí más
curioso parecía.
Él murmuraba, y no sé que «Gentucca» sentía yo, donde él sentía la plaga de la justicia que así le
roía.
«Alma –dije- que tal deseo muestras de hablar conmigo, hazlo claramente, y a los dos satisfaz con
tus palabras. » «Hay nacida, aún sin velo, una mujer --él comenzó- que hará que mi ciudad te plazca
aunque otros muchos la desprecien.
Tú marcharás con esta profecía: si en mi murmullo alguna duda tienes, la realidad en claro ha de
ponerlo.
Pero dime si veo a quien compuso aquellas nuevas rimas que empezaban: «Mujeres que el Amor
bien conocéis. » Y yo le dije: «Soy uno que cuando Amor me inspira, anoto, y de esa forma voy
expresando aquello que me dicta. » «¡Ah hermano, ya comprendo ---dijo- el nudo que al Notario, a
Guiton y a mí separa del dulce estilo nuevo que te escucho! Bien veo ahora cómo vuestras plumas
detrás de quien os dicta van pegadas, lo que no sucedía con las nuestras; y quien se ponga a verlo
de otro modo no encontrará ninguna diferencia. » Y se calló bastante satisfecho.
Cual las aves que invernan junto al Nilo, a veces en el aire hacen bandadas, y luego aprisa vuelan
en hilera, así toda la gente que allí estaba, volviendo el rostro apresuró su paso, por su flaqueza y su
deseo raudas.
Y como el hombre de correr cansado deja andar a los otros, y pasea hasta que calma el resollar del
pecho, dejó que le pasara la grey santa y conmigo detrás vino Forese, diciendo: «¿Cuándo te veré
de nuevo?» «No sé -repuse-, cuánto viviré;.
mas no será mi vuelta tan temprano, que antes no esté a la orilla mi deseo; porque el lugar donde a
vivir fui puesto, del bien, de día en día, se despoja, y parece dispuesto a triste ruina. » Y él: «Ánimo,
pues veo al más culpable, arrastrado a la cola de un caballo hacia aquel valle donde no se purga.
La bestia a cada paso va más rauda, siempre más, hasta que ella le golpea, y deja el cuerpo
vilmente deshecho.
No mucho han de rodar aquellas ruedas -y miró al cielo- y claro habrá de serte esto que más no
puedo declararte.
Ahora quédate aquí, que es caro el tiempo en este reino, y ya perdí bastante caminando contigo
paso a paso. » Como al galope sale algunas veces un jinete del grupo que cabalga, por ganar honra
en los primeros golpes, con pasos aún mayores nos dejó; y me quedé con esos dos que fueron en el
mundo tan grandes mariscales.
Y cuando estuvo ya tan adelante, que mis ojos seguían tras de él, como mi mente tras de sus
palabras.
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vi las ramas cargadas y frondosas de otro manzano, no mucho más lejos por haber sólo entonces
hecho el giro Vi gentes bajo aquel alzar las manos y gritar no sé qué hacia la espesura, como en
vano anhelantes chiquitines que piden, y a quien piden no responde, mas por hacer sus ganas más
agudas, les muestra su deseo puesto en alto.
Luego se fueron ya desengañadas; y nos aproximamos al gran árbol, que tanto llanto y súplicas
desdeña.
«Seguid andando y no os aproximéis: un leño hay más arriba que mordido fue por Eva y es éste su
retoño. » Entre las frondas no sé quién hablaba; y así Virgilio, Estacio y yo, apretados seguimos
caminando por la cuesta.
Decía: «Recordad a los malditos nacidos de las nubes, que, borrachos, con dos pechos lucharon
con Teseo; y a los hebreos, por beber tan flojos, que Gedeón no quiso de su ayuda, cuando a
Madián bajó de las colinas. » Así arrimados a uno de los bordes, oyendo fuimos culpas de la gula
seguidas del castigo miserable.
Ya en la senda desierta, distanciados, más de mil pasos nos llevaron lejos, los tres mirando sin decir
palabra.
«Solos así los tres ¿qué vais pensando?», dijo una voz de pronto; y me agité como un caballo joven
y espantado.
Alcé mi rostro para ver quién era; y jamás pude ver en ningún horno vidrio o metal tan rojo y tan
luciente, como a quien vi diciendo: «Si os complace subir, aquí debéis de dar la vuelta; quien
marcha hacia la paz, por aquí pasa. » Me deslumbró la vista con su aspecto; por lo que me volví
hacia mis doctores, como el hombre a quien guía lo que escucha.
Y como, del albor anunciadora, sopla y aroma la brisa de mayo, de hierba y flores toda perfumada;
yo así sentía un viento por en medio de la frente, y sentí un mover de plumas, que hizo oler a
ambrosía el aura toda.
Sentí decir: «Dichosos los que alumbra tanto la gracia, que el amor del gusto en su pecho no alienta
demasiado, apeteciendo siempre cuanto es justo. »
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CANTO XXV
Dilación no admitía la subida; puesto que el sol había ya dejado la noche al Escorpión, el día al Toro:
y así como hace aquél que no se para, mas, como sea, sigue su camino, por la necesidad
aguijonado, así fuimos por el desfiladero, subiendo la escalera uno tras otro, pues su estrechez
separa a los que suben.
Y como el cigoñino el ala extiende por ganas de volar, y no se atreve a abandonar el nido, y las
repliega; tal mis ganas ardientes y apagadas de preguntar; haciendo al fin el gesto que hacen
aquellos que al hablar se aprestan.
Por ello no dejó de andar aprisa, sino dijo mi padre: «Suelta el arco del decir, que hasta el hierro
tienes tenso. » Ya entonces confiado abrí la boca, y dije: «Cómo puede adelgazarse allí donde comer
no es necesario. » «Si recordaras cómo Meleagro se extinguió al extinguirse el ascua aquella -me
dijo- de esto no te extrañarías; y si pensaras cómo, si te mueves, también tu imagen dentro del
espejo, claro verás lo que parece oscuro.
Mas para que el deseo se te aquiete, aquí está Estacio; y yo le llamo y pido que sea el curador de
tus heridas. » «Si la visión eterna le descubro.
-repuso Estacio-, estando tú delante, el no poder negarme me disculpe. » Y después comenzó: «Si
mis palabras, hijo, en la mente guardas y recibes, darán luz a aquel "cómo" que dijiste.
La sangre pura que no es absorbida por las venas sedientas, y se queda cual alimento que en la
mesa sobra, toma en el corazón a cualquier miembro la virtud de dar forma, como aquella que a
hacerse aquellos vase por las venas.
Digerida, desciende, donde es bello más callar que decir, y allí destila en vaso natural sobre otra
sangre.
Allí se mezclan una y otra juntas, una a sufrir dispuesta, a hacer la otra, pues que procede de un
lugar perfecto; y una vez que ha llegado, a obrar comienza coagulando primero, y avivando lo que
hizo consistente su materia.
Alma ya hecha la virtud activa cual de una planta, sólo diferente que una en camino está y otra ha
llegado, sigue obrando después, se mueve y siente, como un hongo marino; y organiza esas
potencias de las que es semilla.
Aquí se extiende, hijo, y se despliega la virtud que salió del corazón del generante, y forma da a los
miembros.
Mas cómo el animal se vuelve hablante no puedes ver aún, y uno más sabio que tú, se equivocaba
en este punto, y así con su doctrina separaba del alma la posible inteligencia, por no encontrarle un
órgano adecuado.
A la verdad que viene abre tu pecho; y sabrás que, tan pronto se termina de articularle al feto su
cerebro, complacido el Primer Motor se vuelve a esa obra de arte, en la que inspira nuevo espíritu,
lleno de virtudes, que lo que encuentra activo aquí reúne en su sustancia, y hace un alma sola, que
vive y siente y a sí misma mira.
Y por que no te extrañen mis palabras mira el calor del sol que se hace vino, junto al humor que
nace de las vidas.
Cuando más lino Laquesis no tiene, se suelta de la carne, y virtualmente lo divino y lo humano se lo
lleva.
Ya enmudecidas sus otras potencias, inteligencia, voluntad, memoria en acto quedan mucho más
agudas.
Sin detenerse, por sí misma cae maravillosamente en una u otra orilla; y de antemano sabe su
camino.
En cuanto ese lugar la circunscribe, la virtud formativa irradia en torno del mismo modo que en los
miembros vivos: y como el aire, cuanto está muy húmedo, por otro rayo que en él se refleja, con
diversos colores se engalana; así el aire cercano se dispone, y en esa misma forma que le imprime
virtualmente el alma allí parada; Y después, a la llama semejante que sigue al fuego al sitio donde
vaya, la nueva forma al espíritu sigue.
Y como aquí recibe su aparencia, sombra se llama; y luego aquí organiza cualquier sentido, incluso
el de la vista.
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Por esta causa hablamos y reímos; y suspiros y lágrimas hacemos que has podido sentir por la
montaña.
Según que nos afligen los deseos y los otros afectos, toma forma la sombra, y es la causa que te
admira. » Y ya llegado al último tormento habíamos, y vuelto a la derecha, y estábamos atentos a
otras cosas.
Aquí dispara el muro llamaradas, y por el borde sopla un viento a lo alto que las rechaza y las aleja
de él; y por esto debíainos andar por el lado de afuera de uno en uno; y yo temía el fuego o la caída.
«Por este sitio -guía iba diciendo- a los ojos un freno hay que ponerles, pues errar se podría por muy
poco.
Summae Deus Clamentiae en el seno del gran ardor oí ca ntar entonces, que no menos ardor dio
de volverme; y vi almas caminando por las llamas; así que a ellas miraba y a mis pasos, repartiendo
la vista por momentos.
Una vez que aquel himno terminaron gritaron alto: «Virum no cognosco»; y el himno repetían en voz
baja.
Y al terminar gritaban: «En el bosque Diana se quedó y arrojó a Elice porque probó de Venus el
veneno. » Luego a cantar volvían; y de esposas y de maridos castos proclamaban, cual la virtud y el
matrimonio imponen.
Y de esta forma creo que les baste en todo el tiempo que el fuego les quema: Con tal afán conviene
y en tal forma que la postrera herida cicatrice.
CANTO XXVI
Mientras que por la orilla uno tras otro marchábamos y el buen maestro a veces «Mira --decía- como
te he advertido»; sobre el hombro derecho el sol me hería, que ya, radiando, todo el occidente el
celeste cambiaba en blanco aspecto; y hacía con mi sombra más rojiza la llama parecer; y al darse
cuenta vi que, andando, miraban muchas sombras.
Esta fue la ocasión que les dio pie a que hablaran de mí-, y así empezaron «Este cuerpo ficticio no
parece»; luego vueltos a mí cuanto podían, se cercioraron de ello, con cuidado siempre de no salir
de donde ardiesen.
«Oh tú que vas, no porque tardo seas, mas tal vez reverente, tras los otros, respóndeme, que en
este fuego ardo.
No sólo a mí aproveche tu respuesta; pues mayor sed tenemos todos de ella que de agua fría la
India o la Etiopía.
Dinos cómo es que formas de ti un muro al sol, de tal manera que no hubieses aún entrado en las
redes de la muerte. » Así me hablaba uno; y yo me hubiera ya explicado, si no estuviese atento a
otra novedad que entonces vino; que por medio de aquel sendero ardiente vino gente mirando hacia
los otros, lo cual, suspenso, me llevó a observarlo.
Apresurarse vi por todas partes y besarse a las almas unas a otras sin pararse, felices de tal fiesta;
así por medio de su hilera oscura una a la otra se hocican las hormigas, por saber de su suerte o su
camino.
En cuanto dejan la acogida amiga, antes de dar siquiera el primer paso, en vocear se cansan todas
ellas: la nueva gente: «Sodoma y Gomorra»; los otros: «En la vaca entra Pasifae, para que el toro
corra a su lujuria. » Después como las grullas que hacia el Rif vuelan en parte, y parte a las arenas, o
del hielo o del sol haciendo ascos, una gente se va y otra se viene; vuelven llorando a sus primeros
cantos y a gritar eso que más les atañe; y acercáronse a mí, como hace poco esos otros habíanme
rogado, deseosos de oír en sus semblantes.
Yo que dos veces viera su deseo; «Oh almas ya seguras --comencé- de conseguir la paz tras de
algún tiempo, no han quedado ni verdes ni maduros allí mis miembros, mas aquí los traigo con su
sangre y sus articulaciones.
Subo para no estar ya nunca ciego; una mujer me obtuvo la merced, de venir con e l cuerpo a
vuestro mundo.
Mas vuestro anhelo mayor satisfecho sea pronto, y así os albergue el cielo que lleno está de amor y
más se espacia, decidme, a fin de que escribirlo pueda, quiénes seáis, y quién es esa turba que se
marchó detrás a vuestra espalda. » No de otro modo estúpido se turba el montañés, y mira y
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enmudece, cuando va a la ciudad , rudo y salvaje, que en su apariencia todas esas sombras; más ya
de su estupor recuperadas, que de las altas almas pronto sale, «¡Dichoso tú que de nuestras
regiones -volvió a decir aquel que habló primero-, para mejor morir sapiencia adquieres! La gente que
no viene con nosotros, pecó de aquello por lo que en el triunfo César oyó que "reina" lo llamaban: por
eso vanse gritando "Sodoma", reprobándose a sí, como has oído, con su vergüenza el fuego
acrecentando.
Hermafrodita fue nuestro pecado; y pues que no observamos ley humana, siguiendo el apetito como
bestias, en nuestro oprobio, por nosotros se oye cuando partimos el nombre de aquella que en el
leño bestial bestia se hizo.
Ya sabes nuestros actos, nuestras culpas: y si de nombre quieres conocemos, decirlo no sabría,
pues no hay tiempo.
Apagaré de mí, al menos, tus ganas: Soy Guido Guinizzelli, y aquí peno por bien antes del fin
arrepentirme. » Igual que en la tristeza de Licurgo hicieron los dos hijos a su madre, así hice yo,
pero sin tanto ímpetu, cuando escuché nombrarse él mismo al padre mío y de todos, el mejor que
rimas de amor usaron dulces y donosas; y pensativo, sin oír ni hablar, contemplándole anduve un
largo rato, mas, por el fuego, sin aproximarme.
Luego ya de mirarle satisfecho, me ofrecí enteramente a su servicio con juramentos que a otros
aseguran.
y él me dijo: «Tú dejas tales huellas en mí, por lo que escucho, y tan palpables, que no puede
borrarlas el Leteo.
Mas si en verdad juraron tus palabras, dirne por qué razones me demuestras al mira.
rme y hablarme tanto aprecio. » Y yo le dije: «Vuestros dulces versos, que, mientras duren los
modernos usos, harán preciada aun su misma tinta. » «Oh hermano --dijo,-, ése que te indico -y
señaló un espíritu delante- fue el mejor artesano de su lengua.
En los versos de amor o en narraciones a todos superó; y deja a los tontos que creen que el
Lemosín le aventajaba.
A las voces se vuelven, no a lo cierto, y su opinión conforman de este modo antes de oír a la razón o
al arte.
Así hicieron antaño con Guittone, de voz en voz corriendo su alabanza, hasta que la verdad se ha
impuesto a todos.
Ahora si tienes tanto privilegio, que lícito te sea ir hasta el claustro del colegio del cual abad es
Cristo, de un padre nuestro dile aquella parte, que nos es necesaria en este mundo, donde poder
pecar ya no es lo nuestro. » Luego tal vez por dar cabida a otro que cerca estaba, se perdió en el
fuego, como en el agua el pez que se va al fondo.
Yo me acerqué a quien antes me indicara, y dije que a su nombre mi deseo un sitio placentero
disponía.
Y comenzó a decirrne cortésmente: «Tan m'abelfis vostre cortes deman, qu'ieu non me puesc ni voil
a vos cobrire.
Ieu sui Arnaut, que plor e vau cantan; consiros vei la passada folor, a vei jausen lo joi que'esper,
denan.
Ara voz prec, per aquella valor que vos guida al som de l'escalina, sovenha vos a temps de ma
dolor. » Luego se hundió en el fuego que le salva.
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CANTO XXVII
Igual que vibran los primeros rayos donde esparció la sangre su Creador, cayendo el Ebro bajo la alta
Libra, y a nona se caldea el agua al Ganges, el sol estaba; y se marchaba el día, cuando el ángel de
Dios alegre vino.
Fuera del fuego sobre el borde estaba y cantaba: «¡Beati mundi cordi!» con voz mucho más viva
que la nuestra.
Luego: «Más no se avanza, si no muerde almas santas, el fuego: entrad en él y escuchad bien el
canto de ese lado. » Nos dijo así cuanto estuvimos cerca; por lo que yo me puse, al escucharle, igual
que aquel que meten en la fosa.
Por protegerme alcé las manos juntas en vivo imaginando, al ver el fuego, humanos cuerpos que
quemar he visto.
Hacia mí se volvió mi buena escolta; y Virgilio me dijo entonces: «Hijo, puede aquí haber tormento,
mas no muerte.
¡Acuérdate, acuérdate! Y si yo sobre Gerión a salvo te conduje, ¿ahora qué haría ya de Dios más
cerca? Cree ciertamente que si en lo profundo de esta llama aun mil años estuvieras, no te podría ni
quitar un pelo.
Y si tal vez creyeras que te engaño vete hacia ella, vete a hacer la prueba, con tus manos al borde
del vestido.
Dejón, depón ahora cualquier miedo; vuélvete y ven aquí.
seguro entra. » Y en contra yo de mi conciencia, inmóvil.
Al ver que estaba inmóvil y reacio, dijo un poco turbado: «Mira, hijo: entre Beatriz y tú se alza este
muro. » Corno al nombre de Tisbe abrió los ojos Píramo, y antes de morir la vio, cuando el moral se
convirtió en bermejo; así, mi obstinación más ablandada, me volví al sabio guía oyendo el nombre
que en nú memoria siempre se renueva.
Y él movió la cabeza, y dijo: «¡Cómo! ¿quieres quedarte aquí?»; y me sonreía, como a un niño a
quien vence una manzana.
Luego delante de mí entró en el fuego, pidiendo a Estacio que tras mi viniese, que en el largo
camino estuvo en medio.
En el vidrio fundido, al estar dentro, me hubiera echado para refrescarme, pues tanto era el ardor
desmesurado.
Y por reconfortarme el dulce padre, me hablaba de Beatriz mientras andaba: «Ya me parece que
sus ojos veo. » Nos guiaba una voz que al otro lado cantaba y, atendiendo sólo a ella, llegamos
fuera, adonde se subía.
'¡ Venite, benedictis patris mei!' se escuchó dentro de una luz que había, que me venció y que no
pude mirarla.
«El sol se va --siguió- y la tarde viene; no os detengáis, acelerad el paso, mientras que el occidente
no se adumbre. » Iba recto el camino entre la roca hacia donde los rayos yo cortaba delante, pues el
Sol ya estaba bajo.
Y poco trecho habíamos subido cuando ponerse el sol, al extinguirse mi sombra, por detrás los tres
sentimos.
Y antes que en todas sus inmensas partes tomara el horizonte un mismo aspecto, y adquiriese la
noche su dominio, de un escalón cada uno hizo su lecho; que la natura del monte impedía el poder
subir más y nuestro anhelo.
Como quedan rumiando mansamente esas cabras, indómitas y hambrientas antes de haber
pastado, en sus picachos, tácitas en la sombra, el sol hirviendo, guardadas del pastor que en el
cayado se apoya y es de aquellas el vigía; y como el rabadán se alberga al raso, y pemocta junto al
rebaño quieto, guardando que las fieras no lo ataquen; así los tres estábamos entonces, yo como
cabra y ellos cual pastores, aquí y allí guardados de alta gruta.
Poco podía ver de lo de afuera; mas, de lo poco, las estrellas vi mayores y más claras que
acostumbran.
De este modo rumiando y contemplándolas, me tomó el sueño; el sueño que a menudo, antes que
el hecho, sabe su noticia.
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A la hora, creo, que desde el oriente irradiaba en el monte Citerea, en el fuego de amor siempre
encendida, joven y hermosa aparecióme en sueños una mujer que andaba por el campo que
recogía flores; y cantaba: «Sepan los que preguntan por mi nombre que soy Lía, y que voy moviendo
en torno las manos para hacerme una guirnalda.
Por gustarme al espejo me engalano; Mas mi hermana Raquel nunca se aleja del suyo, y todo el día
está sentada.
Ella de ver sus bellos ojos goza como yo de adornarme con las manos; a ella el mirar, a mí el hacer
complace. » Y ya en el esplendor de la alborada, que es tanto más preciado al peregrino, cuando al
regreso duerme menos lejos, huían las tinieblas, y con ellas mi sueño; por lo cual me levanté, viendo
ya a los maestros levantados.
«El dulce fruto que por tantas ramas buscando va el afán de los mortales, hoy logrará saciar toda tu
hambre. » Volviéndose hacia mí Virgilio, estas palabras dijo; y nunca hubo regalo que me diera un
placer igual a éste.
Tantas ansias vinieron sobre el ansia de estar arriba ya, que a cada paso plumas para volar crecer
sentía.
Cuando debajo toda la escalera quedó, y llegarnos al peldaño sumo, en mi clavó Virgilio su mirada,
«El fuego temporal, el fuego eterno has visto hijo; y has llegado a un sitio en que yo, por mí m.
ismo, ya no entiendo.
Te he conducido con arte y destreza; tu voluntad ahora es ya tu guía: fuera estás de camino
estrecho o pino.
Mira el sol que en tu frente resplandece; las hierbas, los arbustos y las flores que la tierra produce
por sí sola.
Hasta que alegres lleguen esos ojos que llorando me hicieron ir a ti, puedes sentarte, o puedes ir
tras ellas.
No esperes mis palabras, ni consejos ya; libre, sano y recto es tu albedrío, y fuera error no obrar lo
que él te diga: y por esto te mitro y te corono. »
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CANTO XXVIII
Deseoso de ver por dentro y fuera la divina floresta espesa y viva, que a los ojos ternplaba el día
nuevo, sin esperar ya más, dejé su margen, andando, por el campo a paso lento por el suelo
aromado en todas partes.
Un aura dulce que jamás mudanza tenía en sí, me hería por la frente con no más golpe que un
suave viento; con el cual tremolando los frondajes todos se doblegaban hacia el lado en que el
monte la sombra proyectaba; mas no de su estar firme tan lejanos, que por sus copas unas avecillas
dejaran todas de ejercer su arte; mas con toda alegría en la hora prima, la esperaban cantando entre
las hojas, que bordón a sus rimas ofrecían, como de rama en rama se acrecienta en la pineda junto
al mar de Classe, cuando Eolo al Siroco desencierra.
Lentos pasos habíanme llevado ya tan adentro de la antigua selva, que no podía ver por dónde
entrara; y vi que un río el avanzar vedaba, que hacia la izquierda con menudas ondas doblegaba la
hierba a sus orillas.
Toda el agua que fuera aquí más límpida, arrastrar impurezas pareciera, a ésta que nada oculta
comparada, por más que ésta discurra oscurecida bajo perpetuas sombras, que no dejan nunca paso
a la luz del sol ni luna.
Me detuve y crucé con la mirada, por ver al otro lado del arroyo aquella variedad de frescos mayos;
y allí me apareció, como aparece algo súbitamente que nos quita cualquier otro pensar, maravillados,
una mujer que sola caminaba, cantando y escogiendo entre las flores de que pintado estaba su
camino.
«Oh, hermosa dama, que amorosos rayos te encienden, si creer debo al semblante que dar suele
del pecho testimonio, tengas a bien adelantarte ahora -díjele- lo bastante hacia la orilla, para que
pueda escuchar lo que cantas.
Tú me recuerdas dónde y cómo estaba Proserpina, perdida por su madre, cuando perdió la dulce
primavera. » Como se vuelve con las plantas firmes en tierra y juntas, la mujer que baila, y un pie
pone delante de otro apenas, volvió sobre las rojas y amarillas florecillas a mí, no de otro modo que
una virgen su honesto rostro inclina; y así mis ruegos fueron complacidos, pues tanto se acercó, que
el dulce canto llegaba a mí, entendiendo sus palabras.
Cuando llegó donde la hierba estaba bañada de las ondas del riachuelo, de alzar sus ojos hízome
regalo.
Tanta luz yo no creo que esplendiera Venus bajo sus cejas, traspasada, fuera de su costumbre, por
su hijo.
Ella reía en pie en la orilla opuesta, más color disponiendo con sus manos, que esa elevada tierra
sin semillas.
Me apartaban tres pasos del arroyo; y el Helesponto que Jerjes cruzó aún freno a toda la soberbia
humana, no soportó más odio de Leandro cuando nadaba entre Sesto y Abido, que aquel de mí,
pues no me daba paso.
«Sois nuevos y tal vez porque sonrío.
en el sitio elegido --dijo ella- como nido de la natura humana, asombrados os tiene alguna duda; mas
luz el salmo Delestasti otorga, que puede disipar vuestro intelecto.
Y tú que estás delante y me rogaste, dime si quieres más oír; pues presta a resolver tus dudas he
venido.
«El son de la floresta -dije , el agua, me hacen pensar en una cosa nueva, de otra cosa distinta que
he escuchado. » Y ella: «Te explicaré cómo deriva de su causa este hecho que te asombra,
despejando la niebla que te ofende.
El sumo bien que sólo en Él se goza, hizo bueno y al bien al hombre en este lugar que le otorgó de
paz eterna.
Pero aquí poco estuvo por su falta; por su falta en gemidos y en afanes cambió la honesta risa, el
dulce juego.
Y para que el turbar que abajo forman los vapores del agua y de la tierra, que cuanto pueden van
tras del calor, al hombre no le hiciese guerra alguna, subió tanto hacia el cielo esta montaña, y libre
está de él, donde se cierra.
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Mas como dando vueltas por entero con la primera esfera el aire gira, si el círculo no es roto en
algún punto, en esta altura libre, el aire vivo tal movimiento repercute y hace, que resuene la selva en
su espesura; tanto puede la planta golpeada, que su virtud impregna el aura toda, y ella luego la
esparce dando vueltas; y según la otra tierra sea digna, por su cielo y por sí, concibe y cría.
de diversa virtud diversas plantas.
Luego no te parezca maravilla, oído esto, cuando alguna planta crezca allí sin semilla manifiesta.
Y sabrás que este campo en que te hallas, repleto está de todas las simientes, y tiene fr utos que allí
no se encuentran.
El agua que aquí ves no es de venero que restaure el vapor que el hielo funde, como un río que
adquiere o pierde cauce; mas surge de fontana estable y cierta, que tanto del querer de Dios recibe,
cuando vierte en dos partes separada.
Por este lado con el don desciende de quitar la memoria del pecado; por el otro de todo el bien la
otorga; Aquí Leteo; igual del otro lado Eünoé se llama, y no hace efecto si en un sitio y en otro no es
bebida: este supera a todos los sabores.
Y aunque bastante pueda estar saciada tu sed para que más no te descubra, un corolario te daré
por gracia; no creo que te sea menos caro mi decir, si te da más que prometo.
Tal vez los que de antiguo poetizaron sobre la Edad de oro y sus delicias, en el Parnaso este lugar
soñaban.
Fue aquí inocente la humana raíz; aquí la primavera y fruto eterno; este es el néctar del que todos
hablan. » Me dirigí yo entonces hacia atrás y a mis poetas vi que sonrientes escucharon las últimas
razones; luego a la bella dama torné el rostro.
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CANTO XXIX.
Cantando cual mujer enamorada, al terminar de hablar continuó: ‘Beati quorum tacta sunt peccata.
' Y cual las ninfas que marchaban solas por las sombras selváticas, buscando cuál evitar el sol, cuál
recibirlo, se dirigió hacia el río, caminando por la ribera; y yo al compás de ella, siguiendo lentamente
el lento paso.
Y ciento ya no había entre nosotros, cuando las dos orillas dieron vuelta, y me quedé mirando hacia
levante.
Tampoco fue muy largo así el camino, cuando a mí la mujer se dirigió, diciendo: «Hermano mío,
escucha y mira. » Y se vio un resplandor súbitamente por todas partes de la gran floresta, que acaso
yo pensé fuera un relámpago.
Pero como éste igual que viene, pasa, y aquel, durando, más y más lucía, decía para mí.
«¿Qué cosa es ésta;?» Resonaba una dulce melodía por el aire esplendente; y con gran celo yo a
Eva reprochaba de su audacia, pues donde obedecían cielo y tierra, tan sólo una mujer, recién
creada, no consintió vivir con velo alguno; bajo el cual si sumisa hubiera estado, habría yo gozado
esas delicias inefables, aún antes y más tiempo.
Mientras yo caminaba tan absorto entre tantas primicias del eterno placer, y deseando aún más
deleite, cual un fuego encendido, ante nosotros el aire se volvió bajo el ramaje; y el dulce son cual
canto se entendía.
Oh sacrosantas vírgenes, si fríos por vosotras sufrí, vigilias y hambres, razón me urge que a favor os
mueva.
El manar de Helicona necesito, y que Urania me inspire con su coro poner en verso cosas tan
abstrusas.
Más adelante, siete árboles áureos falseaba en la mente el largo trecho del espacio que había entre
nosotros; pero cuando ya estaba tan cercano que el objeto que engaña los sentidos ya no perdía
forma en la distancia, la virtud que prepara el intelecto, me hizo ver que eran siete candelabros, y
Hosanna era el cantar de aquellas voces.
Por encima el conjunto flameaba más claro que la luna en la serena medianoche en el medio de su
mes.
Yo me volví de admiración colmado al bueno de Virgilio, que repuso con ojos llenos de estupor no
menos.
Volví la vista a aquellas maravillas que tan lentas venían a nosotros, que una recién casada las
venciera.
La mujer me gritó: «¿Por qué contemplas con tanto ardor las vivas luminarias, y lo que viene por
detrás no miras?» Y tras los candelabros vi unas gentes venir despacio, de blanco vestidas; y tanta
albura aquí nunca la vimos.
Brillaba el agua a nuestro lado izquierdo, el izquierdo costado devolvié ndome, si se miraba en ella
cual espejo.
Cuando estuve en un sitio de mi orilla, que sólo el río de ellos me apartaba, para verles mejor detuve
el paso, y vi las llamas que iban por delante dejando tras de sí el aire pintado, como si fueran trazos
de pinceles; de modo que en lo alto se veían siete franjas, de todos los colores con que hace el arco
el Sol y Delia el cinto.
Los pendones de atrás eran más grandes que mi vista; y diez pasos separaban, en mi opinión, a los
de los extremos Bajo tan bello cielo como cuento, coronados de lirios, veinticuatro ancianos
avanzaban por parejas.
Cantaban: «Entre todas Benedicta las nacidas de Adán, y eternamente benditas sean las bellezas
tuyas. » Después de que las flores y la hierba, que desde el otro lado contemplaba, se vieron libres
de esos elegidos, como luz a otra luz sigue en el cielo, cuatro animales por detrás venían, de verde
fronda todos coronados.
Seis alas cada uno poseía; con ojos en las plumas; los de Argos tales serían, si vivo estuviese.
A describir su forma no dedico lector, más rimas, pues que me urge otra tarea, y no podría aquí
alargarme; pero léete a Ezequiel, que te lo pinta como él los vio venir desde la fría zona, con viento,
con nubes, con fuego; y como lo verás en sus escritos, tales eran aquí, salvo en las plumas; Juan se
aparta de aquel y está conmigo.
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En el espacio entre los cuatro había, sobre dos ruedas, un carro triunfal, que de un grifo venía
conducido.
Hacia arriba tendía las dos alas entre la franja que había en el centro y las tres y otras tres, mas sin
tocarlas.
Subían tanto que no se veían; de oro tenía todo lo de pájaro, y blanco lo demás con manchas rojas.
No sólo Roma en carro tan hermoso no honrase al Africano, ni aun a Augusto, mas el del sol
mezquino le sería; aquel del sol que ardiera, extraviado, por petición de la tierra devota, cuando fue
Jove arcanarnente justo.
Tres mujeres en círculo danzaban en el lado derecho; una de rojo, que en el fuego sería confundida;
otra cual si los huesos y la carne hubieran sido de esmeraldas hechos; cual purísima nieve la tercera;
y tan pronto guiaba la de blanco, tan pronto la de rojo; y a su acento caminaban las otras, raudas,
lentas.
Otras cuatro a la izquierda solazaban, de púrpura vestidas, con el ritmo de una de ellas que tenía
tres ojos.
Detrás de todo el nudo que he descrito vi dos viejos de trajes desiguales, mas igual su ademán
grave y honesto.
Uno se parecía a los discípulos de Hipócrates, a quien natura hiciera para sus animales más
queridos; contrario afán el otro demostraba con una espada aguda y reluciente, tal que me
amedrentó desde mi orilla.
Luego vi cuatro de apariencia humilde; y de todos detrás un viejo solo, que venía durmiendo,
iluminado.
Y estaban estos siete como el grupo primero ataviados, mas con lirios no adornaban en torno sus
cabezas, sino con rosas y bermejas flores; se juraría, aun vistas no muy lejos, que ardían por encima
de los ojos.
Y cuando el carro tuve ya delante, un trueno se escuchó, y las dignas gentes parecieron tener su
andar vedado, y se pararon junto a las enseñas.
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CANTO XXX
Y cuando el septentrión del primer cielo, que no sabe de ocaso ni de orto; ni otra niebla que el velo
de la culpa, y que a todos hacía sabedores de su deber, como hace aquí el de abajo al que gira el
timón llegando a puerto, inmóvil se quedó: la gente santa que entre el grito y aquel primero vino,
como a su paz se dirigió hacia el carro; y uno de ellos, del cielo mensajero, 'Veni sponsa de Libano’,
cantando gritó tres veces, y después los otros.
Cual los salvados al último bando prestamente alzarán de su caverna, aleluyando en voces
revestidas, sobre el divino carro de tal forma cien se alzaron, ad vocem tanti senis, ministros y
enviados del Eterno.
'¡Benedictus qui venis!' entonaban, tirando flores por todos los lados '¡Manibus, oh, date ilia plenis'
Yo he visto cuando comenzaba el día rosada toda la región de oriente, bellamente sereno el demás
cielo; y aún la cara del sol nacer en sombras, tal que, en la tibiedad de los vapores, el ojo le miraba
un largo rato: lo mismo dentro de un turbión de flores que de manos angélicas salía, cayendo dentro
y fuera: coronada, sobre un velo blanquísimo, de olivo, contemplé una mujer de manto verde vestida
del color de ardiente llama.
Y el espíritu mío, que ya tanto tiempo había pasado que sin verla no estaba de estupor, temblando,
herido, antes de conocerla con los ojos, por oculta virtud de ella emanada, sentió del viejo amor el
poderío.
Nada más que en mi vista golpeó la alta virtud que ya me traspasara antes de haber dejado de ser
niño, me volví hacia la izquierda como corre confiado el chiquillo hacia su madre cuando está triste o
cuando tiene miedo, por decir a Virgilio: «Ni un adarme de sangre me ha quedado que no tiemble:
conozco el signo de la antigua llama. » Mas Virgilio privado nos había de sí, Virgilio, dulcísimo padre,
Virgilio, a quien me dieran por salvarme; todo lo que perdió la madre antigua, no sirvió a mis mejillas
que, ya limpias, no se volvieran negras por el llanto.
«Dante, porque Virgilio se haya ido tú no llores, no llores todavía; pues deberás llorar por otra
espada. » Cual almirante que en popa y en proa pasa revista a sus subordinados en otras naves y al
deber les llama; por encima del carro, hacia la izquierda, al volverme escuchando el nombre mío, que
por necesidad aquí se escribe, vi a la mujer que antes contemplara oculta bajo el angélico halago,
volver la vista a mí de allá del río.
Aunque el velo cayendo por el rostro, ceñido por la fronda de Minerva, no me dejase verla
claramente, con regio gesto todavía altivo continuó lo mismo que quien habla y al final lo más cálido
reserva: «¡Mírame bien!, soy yo, sí, soy Beatriz, ¿cómo pudiste llegar a la cima? ¿no sabías que el
hombre aquí es dichoso?» Los ojos incliné a la clara fuente; mas me volvía a la yerba al reflejarme,
pues me abatió la cara tal vergüenza.
Tan severa cree el niño que es su madre, así me pareció; puesto que amargo siente el sabor de la
piedad acerba.
Ella calló; y los ángeles cantaron de súbito: 'in te, Domine, speravi'; pero del ‘pedes meos’ no
siguieron.
Como la nieve entre los vivos troncos en el dorso de Italia se congela, azotada por vientos boreales,
luego, licuada, en sí misma rezuma, cuando la tierra sin sombra respira, y es como el fuego que
funde una vela; mis suspiros y lágrimas cesaron antes de aquel cantar de los que cantan tras de las
notas del girar eterno; mas luego que entendí que el dulce canto se apiadaba de mí, más que si
dicho hubiese: «Mujer, por qué lo avergüenzas», el hielo que en mi pecho se apretaba, se hizo vapor
y agua, y con angustia se salió por la boca y por los ojos.
Ella, parada encima del costado dicho del carro, a las sustancias pías dirigió sus palabras de este
modo: «Veláis vosotros el eterno día, sin que os roben ni el sueño ni la noche ningún paso del siglo
en su camino; así pues más cuidado en mi respuesta pondré para que entienda aquel que llora, e
igual medida culpa y duelo tengan.
No sólo por efecto de las ruedas que a cada ser a algún final dirigen según les acompañen sus
estrellas, mas por largueza de gracia divina, que en tan altos vapores hace lluvia, que no pueden
mirarlos nuestros ojos, ese fue tal en su vida temprana potencialmente, que cualquier virtud
maravilloso efecto en él hiciera.
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Mas tanto más maligno y más silvestre, inculto y mal sembrado se hace el campo, cuanto más
vigorosa tierra sea.
Le sostuve algún tiempo con mi rostro: mostrándole mis ojos juveniles, junto a mí le llevaba al buen
camino.
Tan pronto como estuve en los umbrales de mi segunda edad y cambié de vida, de mí se separó y
se entregó a otra.
Cuando de carne a espíritu subí, y virtud y belleza me crecieron, fui para él menos querida y grata;
y por errada senda volvió el paso, imágenes de un bien siguiendo falsas, que ninguna promesa
entera cumplen.
No me valió impetrar inspiración, con la cual en un sueño o de otros modos lo llamase: ¡tan poco le
importaron! Tanto cayó que todas las razones para su salvación no le bastaban, salvo enseñarle el
pueblo condenado.
Fui por ello a la entrada de los muertos, y a aquel que le ha traído hasta aquí arriba, le dirigí mis
súplicas llorando.
Una alta ley de Dios se habría roto, si el Leteo pasase y tal banquete fuese gustado sin ninguna paga
del arrepentimiento que se llora. »
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CANTO XXXI
«Oh tú que estás de allá del sacro río, -dirigiéndome en punta sus palabras, que aun de filo tan duras
parecieron, volvió a decir sin pausa prosiguiendo- di si es esto verdad, pues de tan seria acusación
debieras confesarte. » Estaba mi valor tan confundido, que mi voz se movía, y se apagaba antes que
de sus órganos saliera.
Esperó un poco, y me dijo: «¿En qué piensas? respóndeme, pues las memorias tristes en ti aún no
están borradas por el agua. » La confusión y el miedo entremezclados como un «sí» me arrancaron
de la boca, que fue preciso ver para entenderlo.
Cual quebrada ballesta se dispara, por demasiado tensos cuerda y arco, y sin fuerzas la flecha al
blanco llega, así estallé abrumado de tal carga, lágrimas y suspiros despidiendo, y se murió mi voz
por el camino.
«Por entre mis deseos --dijo ella- que al amor por el bien te conducían, que cosa no hay de
aspiración más digna, ¿qué fosos se cruzaron, qué cadenas hallaste tales que del avanzar perdiste
de tal forma la esperanza? ¿Y cuál ventaja o qué facilidades en el semblante de los otros viste, para
que de ese modo los rondaras?» Luego de suspirar amargamente, apenas tuve voz que respondiera,
formada a duras penas por los labios.
Llorando dije: «Lo que yo veía con su falso placer me extraviaba tan pronto se escondió vuestro
semblante. » Y dijo: «Si callaras o negases lo que confiesas, igual se sabría tu culpa: ¡es tal el juez
que la conoce! Mas cuando sale de la propia boca confesar el pecado, en nuestra corte hace volver
contra el filo la piedra.
Sin embargo, para que te avergüences ahora de tu error, y ya otras veces seas fuerte, escuchando
a las sirenas, deja ya la raíz del llanto y oye: y escucharás cómo a un lugar contrario debió llevarte mi
enterrada carne.
Arte o natura nunca te mostraron mayor placer, cuanto en los miembros donde me encerraron, en
tierra ahora esparcidos; y si el placer supremo te faltaba al estar muerta, ¿qué cosa mortal te podría
arrastrar en su deseo? A las primeras flechas de las cosas falaces, bien debiste alzar la vista tras de
mí, pues yo no era de tal modo.
No te debían abatir las alas, esperando más golpes, ni mocitas, ni cualquier novedad de breve uso.
El avecilla dos o tres aguarda; que ante los ojos de los bien plumados la red se extiende en vano o
la saeta. » Cual los chiquillos por vergüenza, mudos están con ojos gachos, escuchando, conociendo
su falta arrepentidos, así yo estaba; y ella dijo: «Cuando te duela el escuchar, alza la barba y aún
más dolor tendrás si me contemplas. » Con menos resistencia se desgaja robusta encina, con el
viento norte o con aquel de la tierra de Jarba, como el mentón alcé con su mandato; pues cuando
dijo «barba» en vez de «rostro» de sus palabras conocí el veneno; y pude ver al levantar la cara que
las criaturas que llegaron antes en su aspersión habían ya cesado; y mis ojos, aún poco seguros, a
Beatriz vieron vuelta hacia la fiera que era una sola en dos naturalezas.
Bajo su velo y desde el otro margen a sí misma vencerse parecía, vencer a la que fue cuando aquí
estaba.
Me picó tanto el arrepentimiento con sus ortigas, que enemigas me hizo esas cosas que más había
amado.
Y tal reconocer mordióme el pecho, y vencido caí; y lo que pasara lo sabe aquella que la culpa tuvo,
Y vi a aquella mujer, al recobrarme, que había visto sola, puesta encima «¡cógete a mí, cógete a mí!»
diciendo.
Hasta el cuello en el río me había puesto, y tirando de mí detrás venía, como esquife ligera sobre el
agua.
Al acercarme a la dichosa orilla, «Asperges me» escuché tan dulcemente, que recordar no puedo,
ni escribirlo.
Abrió sus brazos la mujer hermosa; y hundióme la cabeza con su abrazo para que yo gustase de
aquel agua.
Me sacó luego, y mojado me puso.
en medio de la danza de las cuatro hermosas; cuyos brazos me cubrieron.
«Somos ninfas aquí, en el cielo estrellas; antes de que Beatriz bajara al mundo, como sus siervas
fuimos destinadas.
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Te hemos de conducir ante sus ojos; mas a su luz gozosa han de aguzarte las tres de allí, que miran
más profundo. » Así empezaron a cantar; y luego hasta el pecho del grifo me llevaron, donde estaba
Beatriz vuelta a nosotros.
Me dijeron: «No ahorres tus miradas; ante las esmeraldas te hemos puesto desde donde el Amor
lanzó sus flechas. » Mil deseos ardientes más que llamas mis ojos empujaron a sus ojos relucientes,
aún puestos en el grifo.
Lo mismo que hace el sol en el espejo, la doble fiera dentro se copiaba, con una o con la otra de
sus formas.
Imagina, lector, mi maravilla al ver estarse quieta aquella cosa, y en el ídolo suyo transmutarse.
Mientras que llena de estupor y alegre mi alma ese alimento degustaba que, saciando de sí, aún de
sí da ganas, demostrando que de otro rango eran en su actitud, las tres se adelantaron, danzando
con su angélica cantiga.
«¡Torna, torna, Beatriz, tus santos ojos -decía su canción- a tu devoto que para verte ha dado tantos
pasos! Por gracia haznos la gracia que desvele a él tu boca, y que vea de este modo la segunda
belleza que le ocultas. » Oh resplandor de viva luz eterna, ¿quién que bajo las sombras del Parnaso
palideciera o bebiera en su fuente, no estuviera ofuscado, si tratara de describirte cual te apareciste
donde el cielo te copia armonizando, cuando en el aire abierto te mostraste?
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CANTO XXXII
Mi vista estaba tan atenta y fija por quitarme la sed de aquel decenio, que mis demás sentidos se
apagaron.
Y topaban en todas partes muros para no distraerse -¡así la santa sonrisa con la antigua red
prendía!-; cuando a la fuerza me hicieron girar aquellas diosas hacia el lado izquierdo, pues las oí
decir: «¡Miras muy fijo!»; y la disposición que hay en los ojos que el sol ha deslumbrado con sus
rayos, sin vista me dejó por algún tiempo.
Cuando pude volver a ver lo poco (digo «lo poco» con respecto al mucho de la luz cuya fuerza me
cegara), vi que se retiraba a la derecha el glorioso ejército, llevando el sol y las antorchas en el
rostro.
Cual bajo los escudos por salvarse con su estandarte el escuadrón se gira, hasta poder del todo dar
la vuelta; esa milicia del celeste reino que iba delante, desfiló del todo antes que el carro torciera su
lanza.
A las ruedas volvieron las mujeres, y la bendita carga llevó el grifo sin que moviese una pluma
siquiera.
La hermosa dama que cruzar me hizo, Estacio y yo, seguíamos la rueda que al dar la vuelta hizo un
menor arco.
Así cruzando la desierta selva, culpa de quien creyera a la serpiente, ritmaba el paso un angélico
canto.
Anduvimos acaso lo que vuela una flecha tres veces disparada, cuando del carro descendió Beatriz.
Yo escuché murmurar: «Adán» a todos; y un árbol rodearon, despojado de flores y follajes en sus
ramas.
Su copa, que en tal forma se extendía cuanto más sube, fuera por los indios aun con sus grandes
bosques, admirada.
«Bendito seas, grifo, porque nada picoteas del árbol dulce al gusto, porque mal se separa de aquí el
vientre. » Así en tomo al robusto árbol gritaron todos ellos; y el animal biforme: «Así de la virtud se
guarda el germen. » Y volviendo al timón del que tiraba, junto a la planta viuda lo condujo, y arrimado
dejó el leño a su leño.
Y como nuestras plantas, cuando baja la hermosa luz, mezclada con aquella que irradia tras de los
celestes Peces, túrgidas se hacen, y después renuevan su color una a una, antes que el sol sus
corceles dirija hacia otra estrella; menos que rosa y más que violeta color tomando, se hizo nuevo el
árbol, que antes tan sólo tuvo la enramada.
Yo no entendí, porque aquí no usa el himno que cantaron esas gentes, ni pude oír la melodía
entera.
Si pudiera contar cómo durmieron, oyendo de Siringa, los cien ojos a quien tanto costó su vigilancia;
como un pintor que pinte con modelo, cómo me adormecí dibujaría; mas otro sea quien el sueño finja.
Por eso paso a cuando desperté, y digo que una luz me rasgó el velo del dormir, y una voz: «¿Qué
haces?, levanta. » Como por ver las flores del manzano que hace ansiar a los ángeles su fruto, y
esponsales perpetuos en el cielo, Pedro, Juan y jacob fueron llevados y vencidos, tornóles la palabra
que sueños aún más grandes ha quebrado, y se encontraron sin la compañía tanto de Elías como de
Moisés, y al maestro la túnica cambiada; así me recobré, y vi sobre mí aquella que, piadosa
conductora fue de mis pasos antes junto al río.
Y «¿dónde está Beatriz.
?», dije con miedo.
Respondió: «Véla allí, bajo la fronda nueva, sentada sobre las raíces.
Mira la compañía que la cerca; detrás del grifo los demás se marchan con más dulce canción y más
profunda. » Y si fueron más largas sus palabras, no lo sé, porque estaba ante mis ojos la que otra
cualquier cosa me impedía.
Sola sobre la tierra se sentaba, como dejada en guardia de aquel carro que vi ligado a la biforme
fiera.
En torno suyo un círculo formaban las siete ninfas, con las siete antorchas que de Austro y de
Aquilón están seguras «Silvano aquí tú serás poco tiempo; habitarás conmigo para siempre esa
Roma donde Cristo es romano.
La Divina Comedia Dante Alighieri
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Por eso, en pro del mundo que mal vive, pon la vista en el carro, y lo que veas escríbelo cuando
hayas retornado. » Así Beatríz; y yo que a pie juntillas me encontraba sumiso a sus mandatos, mente
y ojos donde ella quiso puse.
De un modo tan veloz no bajó nunca de espesa nube el rayo, cuando llueve de aquel confín del cielo
más remoto, cual vi calar al pájaro de Júpiter, rompiendo, árbol abajo, la corteza, las florecillas y las
nuevas hojas; e hirió en el carro con toda su saña; y él se escoró como nave en tormenta, a babor o
a estribor de olas vencida.
Y luego vi que dentro se arrojaba de aquel carro triunfal una vulpeja, que parecía ayuna de buen
pasto; mas, sus feos pecados reprobando, mi dama la hizo huir de tal manera, cuanto huesos sin
carne permitían.
Y luego por el sitio que viniera, vi descender al águila en el arca del carro y la cubría con sus
plumas; y cual sale de un pecho que se queja, tal voz salió del cielo que decía «¡Oh navecilla mía,
qué mal cargas!» Luego creí que la tierra se abriera entre ambas ruedas, y salió un dragón que por
cima del carro hincó la cola; y cual retira el aguijón la avispa, así volviendo la cola maligna, arrancó el
fondo, y se marchó contento.
Aquello que quedó, como de grama la tierra, de las plumas, ofrecidas tal vez con intención benigna y
santa, se recubrió, y también se recubrieron las ruedas y el timón, en menos tiempo.
que un suspiro la boca tiene abierta.
Al edificio santo, así mudado le salieron cabezas; tres salieron en el timón, y en cada esquina una.
Las primeras cornudas como bueyes, las otras en la frente un cuerno sólo: nunca fue visto un
monstruo semejante.
Segura, cual castillo sobre un monte, sentada una ramera desceñida, sobre él apareció, mirando en
torno; y como si estuviera protegiéndola, vi un gigante de pie, puesto a su lado; con el cual a menudo
se besaba.
Mas al volver los ojos licenciosos y errantes hacia mí, el feroz amante la azotó de los pies a la
cabeza.
Crudo de ira y de recelos lleno, desató al monstruo, y lo llevó a la selva, hasta que de mis ojos se
perdieron la ramera y la fiera inusitada.

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