miércoles, 20 de marzo de 2013
62-74
CANTO XXXII
Si rimas broncas y ásperas tuviese, como merecería el agujero.
sobre el que apoyan las restantes rocas exprimiría el jugo de mi tema más plenamente; mas como
no tengo, no sin miedo a contarlo me dispongo; que no es empresa de tomar a juego de todo el orbe
describir el fondo, ni de lengua que diga «mama» o «papa».
Mas a mi verso ayuden las mujeres que a Anfión a cerrar Tebas ayudaron, y del hecho el decir no
sea diverso.
¡Oh sobre todas mal creada plebe, que el sitio ocupas del que hablar es duro, mejor serla ser cabras
u ovejas! Cuando estuvimos ya en el negro pozo, de los pies del gigante aún más abajo, y yo miraba
aún la alta muralla, oí decirme: «Mira dónde pisas: anda sin dar patadas a la triste cabeza de mi
hermano desdichado. » Por lo cual me volví, y vi por delante y a mis plantas un lago que, del hielo,
de vidrio, y no de agua, tiene el rostro.
A su corriente no hace tan espeso velo, en Austria, el Danubio en el invierno, ni bajo el frío cielo allá
el Tanais, como era allí; porque si el Pietrapana o el Tambernic, encima le cayese, ni «crac»
hubiese hecho por el golpe.
Y tal como croando está la rana, fuera del agua el morro, cuando sueña con frecuencia espigar la
campesina, lívidas, hasta el sitio en que aparece la vergüenza, en el hielo había sombras,
castañeteando el diente cual cigüeñas.
Hacia abajo sus rostros se volvían: el frío con la boca, y con los ojos el triste corazón testimoniaban.
Después de haber ya visto un poco en torno, miré, a mis pies, a dos tan estrechados, que
mezclados tenían sus cabellos.
«Decidme, los que así apretáis los pechos -les dije- ¿Quiénes sois?» Y el cuello irguieron; y al alzar
la cabeza, chorrearon sus ojos, que antes eran sólo blandos por dentro, hasta los labios, y ató el
hielo las lágrimas entre ellos, encerrándolos.
Leño con leño grapa nunca une tan fuerte; por lo que, como dos chivos, los dos se golpearon
iracundos.
Y uno, que sin orejas se encontraba por la friura, con el rostro gacho, dijo: «¿Por qué nos miras de
ese modo? Si saber quieres quién son estos dos, el valle en que el Bisenzo se derrama fue de
Alberto, su padre, y de estos hijos.
De igual cuerpo salieron; y en Caína podrás buscar, y no encontrarás sombra más digna de estar
puesta en este hielo; no aquel a quien rompiera pecho y sombra, por la mano de Arturo, un solo
golpe; no Focaccia; y no éste, que me tapa con la cabeza y no me deja ver, y fue llamado Sassol
Mascheroni: si eres toscano bien sabrás quién fue.
Y porque en más sermones no me metas, sabe que fui Camincion dei Pazzi; y espero que Carlino
me haga bueno. » Luego yo vi mil rostros por el frío amoratados, y terror me viene, y siempre me
vendrá de aquellos hielos.
Y mientras que hacia el centro caminábamos, en el que toda gravedad se aúna, y yo en la eterna
lobreguez temblaba, si el azar o el destino o Dios lo quiso, no sé; mas paseando entre cabezas,
golpeé con el pie el rostro de una.
Llorando me gritó: «¿Por qué me pisas? Si a aumentar tú no vienes la venganza de Monteaperti,
¿por qué me molestas?» Y yo: «Maestro mío, espera un poco pues quiero que me saque éste de
dudas; y luego me darás, si quieres, prisa. » El guía se detuvo y dije a aquel que blasfemaba aún
muy duramente: « ¿Quién eres tú que así reprendes a otros?» «Y tú ¿quién eres que por la Antenora
vas golpeando -respondió- los rostros, de tal forma que, aun vivo, mucho fuera?» «Yo estoy vivo, y
acaso te convenga -fue mi respuesta-, si es que quieres fama, que yo ponga tu nombre entre los
otros. » Y él a mí: «Lo contrario desearía; márchate ya de aquí y no me molestes, que halagar sabes
mal en esta gruta. » Entonces le cogí por el cogote, y dije: «Deberás decir tu nombre, o quedarte sin
pelo aquí debajo. » Por lo que dijo: «Aunque me descabelles, no te diré quién soy, ni he de decirlo,
aunque mil veces golpees mi cabeza. » Ya enroscados tenía sus cabellos, y ya más de un mechón le
había arrancado, mientras ladraba con la vista gacha, cuando otro le gritó: «¿Qué tienes, Bocca?
¿No te basta sonar con las quijadas, sino que ladras? ¿quién te da tormento?» «Ahora - le dije yono
quiero oírte, oh malvado traidor: que en tu deshonra, he de llevar de ti veraces nuevas. » «Vete -
repuso- y di lo que te plazca, pero no calles, si de aquí salieras, de quien tuvo la lengua tan ligera.
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Él llora aquí el dinero del francés: “Yo vi -podrás decir- a aquel de Duera, donde frescos están los
pecadores.
” Si fuera preguntado “¿y esos otros?”, tienes al lado a aquel de Beccaría, del cual segó Florencia la
garganta.
Gianni de Soldanier creo que está allá con Ganelón y Teobaldelo, que abrió Faenza mientras que
dormía. » Nos habíamos de éstos alejado, cuando vi a dos helados en un hoyo, y una cabeza de otra
era sombrero; y como el pan con hambre se devora, así el de arriba le mordía al otro donde se juntan
nuca con cerebro.
No de otra forma Tideo roía la sien a Menalipo por despecho, que aquél el cráneo y las restantes
cosas.
«Oh tú, que muestras por tan brutal signo un odio tal por quien así devoras, dime el porqué -le dijede
ese trato, que si tú con razón te quejas de él, sabiendo quiénes sois, y su pecado, aún en el
mundo pueda yo vengarte, si no se seca aquella con la que hablo. »
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CANTO XXXIII
De la feroz comida alzó la boca el pecador, limpiándola en los pelos de la cabeza que detrás roía.
Luego empezó: «Tú quieres que renueve el amargo dolor que me atenaza sólo al pensarlo, antes
que de ello hable.
Mas si han de ser simiente mis palabras que dé frutos de infamia a este traidor que muerdo, al par
verás que lloro y hablo.
Ignoro yo quién seas y en qué forma has llegado hasta aquí, mas de Florencia de verdad me pareces
al oírte.
Debes saber que fui el conde Ugolino y este ha sido Ruggieri, el arzobispo; por qué soy tal vecino
he de contarte.
Que a causa de sus malos pensamientos, y fiándome de él fui puesto preso y luego muerto, no hay
que relatarlo; mas lo que haber oído no pudiste, quiero decir, lo cruel que fue mi muerte, escucharás:
sabrás si me ha ofendido.
Un pequeño agujero de «la Muda» que por mí ya se llama «La del Hambre», y que conviene que a
otros aún encierre, enseñado me había por su hueco muchas lunas, cuando un mal sueño tuve que
me rasgó los velos del futuro.
Éste me apareció señor y dueño, a la caza del lobo y los lobeznos en el monte que a Pisa oculta
Lucca.
Con perros flacos, sabios y amaestrados, los Gualandis, Lanfrancos y Sismondis al frente se
encontraban bien dispuestos.
Tras de corta carrera vi rendidos a los hijos y al padre, y con colmillos agudos vi morderles los
costados.
Cuando me desperté antes de la aurora, llorar sentí en el sueño a mis hijitos que estaban junto a mí,
pidiendo pan.
Muy cruel serás si no te dueles de esto, pensando lo que en mi alma se anunciaba: y si no lloras,
¿de qué llorar sueles? Se despertaron, y llegó la hora en que solían darnos la comida, y por su
sueño cada cual dudaba.
Y oí clavar la entrada desde abajo de la espantosa torre; y yo miraba la cara a mis hijitos sin
moverme.
Yo no lloraba, tan de piedra era; lloraban ellos; y Anselmuccio dijo: «Cómo nos miras, padre, ¿qué
te pasa?» Pero yo no lloré ni le repuse en todo el día ni al llegar la noche, hasta que un nuevo sol
salía a mundo.
Como un pequeño rayo penetrase en la penosa cárcel, y mirara en cuatro rostros mi apariencia
misma, ambas manos de pena me mordía; y al pensar que lo hacía yo por ganas de comer,
bruscamente levantaron, diciendo: « Padre, menos nos doliera si comes de nosotros; pues vestiste
estas míseras carnes, las despoja. » Por más no entristecerlos me calmaba; ese día y al otro nada
hablamos: Ay, dura tierra, ¿por qué no te abriste? Cuando hubieron pasado cuatro días, Gaddo se
me arrojó a los pies tendido, diciendo: «Padre, ¿por qué no me ayudas?» Allí murió: y como me
estás viendo, vi morir a los tres uno por uno al quinto y sexto día; y yo me daba ya ciego, a andar a
tientas sobre ellos.
Dos días les llamé aunque estaban muertos: después más que el dolor pudo el ayuno. » Cuando
esto dijo, con torcidos ojos volvió a morder la mísera cabeza, y los huesos tan fuerte como un perro.
¡Ah Pisa, vituperio de las gentes del hermoso país donde el «sí» suena!, pues tardos al castigo tus
vecinos, muévanse la Gorgona y la Capraia, y hagan presas allí en la hoz del Arno, para anegar en ti
a toda persona; pues si al conde Ugolino se acusaba por la traición que hizo a tus castillos, no
debiste a los hijos dar tormento.
Inocentes hacía la edad nueva, nueva Tebas, a Uguiccion y al Brigada y a los otros que el canto ya
ha nombrado. » A otro lado pasamos, y a otra gente envolvía la helada con crudeza, y no cabeza
abajo sino arriba.
El llanto mismo el lloro no permite, y la pena que encuentra el ojo lleno, vuelve hacia atras, la
angustia acrecentando; pues hacen muro las primeras lágrimas, y así como viseras cristalinas, llenan
bajo las cejas todo el vaso.
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Y sucedió que, aun como encallecido por el gran frío cualquier sentimiento hubiera abandonado ya
mi rostro, me parecía ya sentir un viento, por lo que yo: «Maestro, ¿quién lo hace?, ¿No están
extintos todos los vapores?» Y él me repuso: «En breve será cuando a esto darán tus ojos la
respuesta, viendo la causa que este soplo envía. » Y un triste de esos de la fría costra gritó: «Ah
vosotras, almas tan crueles, que el último lugar os ha tocado, del rostro levantar mis duros velos, que
el dolor que me oprime expulsar pueda, un poco antes que el llanto se congele. » Y le dije: «Si
quieres que te ayude, dime quién eres, y si no te libro, merezca yo ir al fondo de este hielo. » Me
respondió: «Yo soy fray Alberigo; soy aquel de la fruta del mal huerto, que por el higo el dátil he
cambiado. » «Oh, ¿ya estás muerto --díjele yo- entonces? Y él repuso: «De cómo esté mi cuerpo en
el mundo, no tengo ciencia alguna.
Tal ventaja tiene esta Tolomea, que muchas veces caen aquí las almas antes de que sus dedos
mueva Atropos; y para que de grado tú me quites las lágrimas vidriadosas de mi rostro, sabe que
luego que el alma traiciona, como yo hiciera, el cuerpo le es quitado por un demonio que después la
rige, hasta que el tiempo suyo todo acabe.
Ella cae en cisterna semejante; y es posible que arriba esté aún el cuerpo de la sombra que aquí
detrás inverna.
Tú lo debes saber, si ahora has venido: que es Branca Doria, y ya han pasado muchos años desde
que fuera aquí encerrado. » «Creo -le dije yo- que tú me engañas; Branca Doria no ha muerto
todavía, y come y bebe y duerme y paños viste. » «Al pozo -él respondió- de Malasgarras, donde la
pez rebulle pegajosa, aún no había caído Miguel Zanque, cuando éste le dejó al diablo un sitio en su
cuerpo, y el de un pariente suyo que la traición junto con él hiciera.
Mas extiende por fin aquí la mano; abre mis ojos. » Y no los abrí; y cortesia fue el villano serle.
¡Ah genoveses, hombres tan distantes de todo bien, de toda lacra llenos!, ¿por qué no sois del
mundo desterrados? Porque con la peor alma de Romaña hallé a uno de vosotros, por sus obras su
espiritu bañando en el Cocito, y aún en la tierra vivo con el cuerpo.
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CANTO XXXIV
«Vexilla regis prodeunt inferni contra nosotros, mira, pues, delante -dijo el maestro- a ver si los
distingues. » Como cuando una espesa niebla baja, o se oscurece ya nuestro hemisferio, girando
lejos vemos un molino, una máquina tal creí ver entonces; luego, por aquel viento, busqué abrigo tras
de mi guía, pues no hallé otra gruta.
Ya estaba, y con terror lo pongo en verso, donde todas las sombras se cubrían, traspareciendo
como paja en vidrio: Unas yacen; y están erguidas otras, con la cabeza aquella o con las plantas;
otra, tal arco, el rostro a los pies vuelve.
Cuando avanzamos ya lo suficiente, que a mi maestro le plació mostrarme la criatura que tuvo
hermosa cara, se me puso delante y me detuvo, «Mira a Dite -diciendo-, y mira el sitio donde
tendrás que armarte de valor. » De cómo me quedé helado y atónito, no lo inquieras, lector, que no lo
escribo, porque cualquier hablar poco sería.
Yo no morí, mas vivo no quedé: piensa por ti, si algún ingenio tienes, cual me puse, privado de
ambas cosas.
El monarca del doloroso reino, del hielo aquel sacaba el pecho afuera; y más con un gigante me
comparo, que los gigantes con sus brazos hacen: mira pues cuánto debe ser el todo que a
semejante parte corresponde.
Si igual de bello fue como ahora es feo, y contra su hacedor alzó los ojos, con razón de él nos viene
cualquier luto.
¡Qué asombro tan enorme me produjo cuando vi su cabeza con tres caras! Una delante, que era
toda roja: las otras eran dos, a aquella unidas por encima del uno y otro hombro, y uníanse en el sitio
de la cresta; entre amarilla y blanca la derecha parecia; y la izquierda era tal los que vienen de allí
donde el Nilo discurre.
Bajo las tres salía un gran par de alas, tal como convenía a tanto pájaro: velas de barco no vi nunca
iguales.
No eran plumosas, sino de murciélago su aspecto; y de tal forma aleteaban, que tres vientos de
aquello se movían: por éstos congelábase el Cocito; con seis ojos lloraba, y por tres barbas corría el
llanto y baba sanguinosa.
En cada boca hería con los dientes a un pecador, como una agramadera, tal que a los tres
atormentaba a un tiempo.
Al de delante, el morder no era nada comparado a la espalda, que a zarpazos toda la piel habíale
arrancado.
«Aquella alma que allí más pena sufre -dijo el maestro- es Judas Iscariote, con la cabeza dentro y
piernas fuera.
De los que la cabeza afuera tienen, quien de las negras fauces cuelga es Bruto: -¡mirale retorcerse!
¡y nada dice!- Casio es el otro, de aspecto membrudo.
Mas retorna la noche, y ya es la hora de partir, porque todo ya hemos vis to. » Como él lo quiso, al
cuello le abracé; y escogió el tiempo y el lugar preciso, y, al estar ya las alas bien abiertas, se sujetó
de los peludos flancos: y descendió después de pelo en pelo, entre pelambre hirsuta y costra helada.
Cuando nos encontramos donde el muslo se ensancha y hace gruesas las caderas, el guía, con
fatiga y con angustia, la cabeza volvió hacia los zancajos, y al pelo se agarró como quien sube, tal
que al infierno yo creí volver.
«Cógete bien, ya que por esta escala -dijo el maestro exhausto y jadeante es preciso escapar de
tantos males. » Luego salió por el hueco de un risco, y junto a éste me dejó sentado; y puso junto a
mí su pie prudente.
Yo alcé los ojos, y pensé mirar a Lucifer igual que lo dejamos, y le vi con las piernas para arriba; y si
desconcertado me vi entonces, el vulgo es quien lo piensa, pues no entiende cuál es el trago que
pasado había.
«Ponte de pie - me dijo mi maestro-: la ruta es larga y el camino es malo, y el sol ya cae al medio de
la tercia. » No era el lugar donde nos encontrábamos pasillo de palacio, mas caverna que poca luz y
mal suelo tenía.
«Antes que del abismo yo me aparte, maestro -dije cuando estuve en pie-, por sacarme de error
háblame un poco: ¿Dónde está el hielo?, ¿y cómo éste se encuentra tan boca abajo, y en tan poco
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tiempo, de noche a día el sol ha caminado?» Y él me repuso: « Piensas todavía que estás allí en el
centro, en que agarré el pelo del gusano que perfora el mundo: allí estuviste en la bajada; cuando yo
me volví, cruzaste el punto en que converge el peso de ambas partes: y has alcanzado ya el otro
hemisferio que es contrario de aquel que la gran seca recubre, en cuya cima consumido fue el
hombre que nació y vivió sin culpa; tienes los pies sobre la breve esfera que a la Judea forma la otra
cara.
Aquí es mañana, cuando allí es de noche: y aquél, que fue escalera con su pelo, aún se encuentra
plantado igual que antes.
Del cielo se arrojó por esta parte; y la tierra que aquí antes se extendía, por miedo a él, del mar hizo
su velo, y al hemisferio nuestro vino; y puede que por huir dejara este vacío eso que allí se ve, y
arriba se alza. » Un lugar hay de Belcebú alejado tanto cuanto la cárcava se alarga, que el sonido
denota, y no la vista, de un arroyuelo que hasta allí desciende por el hueco de un risco, al que
perfora su curso retorcido y sin pendiente.
Mi guía y yo por esa oculta senda fuimos para volver al claro mundo; y sin preocupación de
descansar, subimos, él primero y yo después, hasta que nos dejó mirar el cielo un agujero, por el
cual salimos a contemplar de nuevo las estrellas.
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PURGATORIO
CANTO I.
Por surcar mejor agua alza las velas ahora la navecilla de mi ingenio, que un mar tan cruel detrás de
sí abandona; y cantaré de aquel segundo reino donde el humano espíritu se purga y de subir al cielo
se hace digno.
Mas renazca la muerta poesía, oh, santas musas, pues que vuestro soy; y Calíope un poco se
levante, mi canto acompañando con las voces que a las urracas míseras tal golpe dieron, que de l
perdón desesperaron.
Dulce color de un oriental zafiro, que se expandía en el sereno aspecto del aire, puro hasta la prima
esfera, reapareció a mi vista deleitoso, en cuanto que salí del aire muerto, que vista y pecho
contristado había.
El astro bello que al amor invita hacía sonreir todo el oriente, y los Peces velados lo escoltaban.
Me volví a la derecha atentamente, y vi en el otro polo cuatro estrellas que sólo vieron las primeras
gentes.
Parecía que el cielo se gozara con sus luces: ¡Oh viudo septentrión, ya que de su visión estás
privado! Cuando por fin dejé de contemplarlos dirigiéndome un poco al otro polo, por donde el Carro
desapareciera, vi junto a mí a un anciano solitario, digno al verle de tanta reverencia, que más no
debe a un padre su criatura.
Larga la barba y blancos mechones llevaba, semejante a sus cabellos, que al pecho en dos
mechones le caían.
Los rayos de las cuatro luces santas llenaban tanto su rostro de luz, que le veía como al Sol de
frente.
¿Quién sois vosotros que del ciego río habéis huido la prisión eterna? -dijo moviendo sus honradas
plumas.
¿Quién os condujo, o quién os alumbraba, al salir de esa noche tan profunda, que ennegrece los
valles del infierno? ¿Se han quebrado las leyes del abismo? ¿o el designio del cielo se ha mudado y
venís, condenados, a mis grutas?» Entonces mi maestro me empujó, y con palabras, señales y
manos piernas y rostro me hizo reverentes.
Después le respondió: «Por mí no vengo.
Bajó del cielo una mujer rogando que, acompañando a éste, le ayudara.
Mas como tu deseo es que te explique más ampliamente nuestra condición, no puede ser el mío el
oc ultarlo.
Éste no ha visto aún la última noche; mas estuvo tan cerca en su locura, que le quedaba ya muy
poco tiempo.
Y a él, como te he dicho, fui enviado para salvarle; y no había otra ruta más que esta por la cual le
estoy llevando.
Le he mostrado la gente condenada; y ahora pretendo las almas mostrarle que están purgando bajo
tu mandato.
Es largo de contar cómo lo traje; bajó del Alto virtud que me ayuda a conducirlo a que te escuche y
vea.
Dignate agradecer que haya venido: busca la libertad, que es tan preciada, cual sabe quien a
cambio da la vida.
Lo sabes, pues por ella no fue amarga.
en Utica tu muerte; allí dejaste la veste que radiante será un día.
No hemos quebrado las eternas leyes, pues éste vive y Minos no me ata; soy de la zona de los
castos ojos de tu Marcia, que sigue suplicando que la tengas por tuya, oh santo pecho: en nombre de
su amor, senos benigno.
Deja que andemos por tus siete reinos; le mostraré nuestro agradecimiento, si quieres que te
nombre allí debajo. » «Tan placentera Marcia fue a mis ojos mientras que estuve allí -dijo él
entonces- que cuanto me pidió le concedía.
Ahora que vive tras el río amargo, no puede ya moverme, por la ley que cuando me sacaron fue
dispuesta.
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Mas si te manda una mujer del cielo, como has dicho, lisonjas no precisas: basta en su nombre pedir
lo que quieras.
Puedes marchar, mas haz que éste se ciña con un delgado junco y lave el rostro, y que se limpie
toda la inmundicia; porque no es conveniente que cubierto de niebla alguna, vaya hasta el primero
de los ministros ya del Paraíso.
En todo el derredor de aquella islita, allí donde las olas la combaten, crecen los juncos sobre el
blanco limo: ninguna planta que tuviera fronda o que dura se hiciera, viviría, pues no soportaría sus
embates.
Luego no regreséis por este sitio; el sol os mostrará, que surge ahora, del monte la subida más
sencilla. » Él desapareció; y me levanté sin hablar, acercándome a mi guía, dirigiéndole entonces la
mirada.
Él comenzó: «Sigue mis pasos, hijo: volvamos hacia atrás, que esta llanura va declinando hasta su
último margen. » Vencía el alba ya a la madrugada que escapaba delante, y a lo lejos divisé el
tremolar de la marina.
Por la llanura sola caminábamos como quien vuelve a la perdida senda, y hasta encontrarla piensa
que anda en vano.
Cuando llegamos ya donde el rocío resiste al sol, por estar en un sitio donde, a la sombra, poco se
evapora, ambas manos abiertas en la hierba suavemente puso mi maestro: y yo, que de su intento
me di cuenta, volví hacia él mi rostro enlagrimado; y aquí me descubrió completamente aquel color
que me escondió el infierno.
Llegamos luego a la desierta playa, que nadie ha visto navegar sus aguas, que conserve
experiencias del regreso.
Me ciñó como el otro había dicho: ¡oh maravilla! pues cuando él cortó la humilde planta, volvió a
nacer otra de donde la arrancó, súbitamente.
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CANTO II
Ya había el sol llegado al horizonte que cubre con su cerco meridiano Jerusalén en su más alto
punto; y la noche, que a él opuesta gira, del Ganges se salía con aquellas balanzas, que le caen
cuando ha triunfado; tal que la blanca y sonrosada cara, donde yo estaba, de la bella Aurora
mientras crecía se tornaba de oro.
A la orilla del mar nos encontrábamos, como aquel que pensara su camino, que va en corazón y en
cuerpo se queda.
Y entonces, cual del alba sorprendido, por el denso vapor Marte enrojece sobre el lecho del mar por
el poniente, tal se me apareció, y así aún la viera, una luz que en el mar tan rauda iba, que al suyo
ningún vuelo se parece.
Y separando de ella unos instantes los ojos, a mi guía preguntando, la vi de nuevo más luciente y
grande.
Apareció después a cada lado un no sabía qué blanco, y debajo poco a poco otra cosa también
blanca.
Nada el maestro aún había dicho, cuando vi que eran alas lo primero; y cuando supo quién era el
piloto, me gritó: « Dobla, dobla las rodillas.
Mira el ángel de Dios: junta las manos, verás a muchos de estos oficiales.
Ve que desdeña los humanos medios, y no quiere más remo ni más velas entre orillas remotas, que
sus alas.
Mira cómo las alza hacia los cielos moviendo el aire con eternas plumas, que cual mortal cabello no
se mudan. » Después al acercarse más y más el pájaro divino, era más claro: y pues de cerca no lo
soportaban los ojos, me incliné, y llegó a la orilla con una barca tan ligera y ágil, que parecía no
cortar el.
agua.
A popa estaba el celestial barquero, cual si la beatitud llevara escrita; y dentro había más de cien
espíritus.
«In exitu Israel de Aegipto» cantaban todos juntos a una voz, y todo lo que sigue de aquel salmo.
Después les hizo el signo de la cruz; y todos se lanzaron a la playa: y él se marchó tan veloz como
vino.
La turba que quedó, muy sorprendida pareció del lugar, mirando en torno como aquel que contempla
cosas nuevas.
De todas partes asaeteaba al día el sol, que había echado con sus flechas de la mitad del cielo a
Capricornio, cuando la nueva gente alzó la cara a nosotros, diciendo: «Si sabéis, mostradnos el
camino que va al monte. » Y respondió Virgilio: « Estáis pensando que este sitio nosotros
conocemos; mas peregrinos somos de igual forma.
Llegamos poco antes que vosotros, por camino tan áspero y tan fuerte, que ahora el subir parece un
simple juego. » Las almas que se dieron cuenta entonces por mi respiración, de que vivía,
maravilladas, empalidecieron.
Y como al mensajero que el olivo trae, va la gente para oír noticias, y de apretarse esquivos no se
muestran, así a mi vista se agolparon todas aquellas almas apesadumbradas, casi olvidando el ir a
hacerse bellas.
Y yo vi que una de ellas se acercaba para abrazarme, con tan grande afecto, que me movió a que
hiciese yo lo mismo.
¡Ah vanas sombras, salvo la apariencia! tres veces por detrás pasé mis brazos, y tantas otras los
volví a mi pecho.
Creo que enrojecí, maravillado, y sonrió la sombra y se alejaba, y yo me fui detrás para seguirla.
Suavemente me dijo que parase; supe entonces quién era, y le rogué que, para hablarme, allí se
detuviera.
«Así - me respondió- como te amaba en el cuerpo mortal, libre te amo: por eso me detengo; y tú
¿qué haces?» «Por volver otra vez, Cassella mío, adonde estoy, viajo; mas ¿por qué -le dije- tantas
horas te han quitado?» Y él a mí: «No me hicieron injusticia, si aquel que lleva cuándo y a quien
quiere, me ha negado el pasaje muchas veces; de justa voluntad sale la suya: mas desde hace tres
meses ha traído a quien quisiera entrar, sin oponerse.
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Por lo que yo, que estaba en la marina donde el agua del Tíber sal se hace, benignamente fui por él
llevado.
El vuelo a aquella desembocadura dirigió, pues que siempre se congregan allí los que a Aqueronte
no descienden. » Y yo: «Si no te quitan nuevas leyes la memoria o el uso de los cantos de amor, que
mis deseos aquietaban, con ellos té suplico que consueles mi alma que, viniendo con mi cuerpo a
este lugar, se encuentra muy angustiada. » El amor que en la mente me razona entonces comenzó
tan dulcemente, que en mis adentros oigo aún la dulzura.
Mi maestro y yo y aquellas gentes que estaban junto a él, tan complacidas parecían, que en nada
más pensaban.
Todos pendientes y fijos estábamos de sus notas; y el viejo venerable nos gritó: «¿Qué sucede,
lentas almas? ¿qué negligencia, qué esperar es éste? corred al monte a echar las impurezas que no
os permiten contemplar a Dios. » Como cuando al coger avena o mijo, las palomas rodean el
sustento, quietas y sin mostrar su usado orgullo, si algo sucede que las amedrenta, súbitamente
dejan la comida, pues un mayor cuidado las asalta; yo vi a aquella mesnada recién hecha dejar el
canto y escapar al monte, como quien va y no sabe dónde acabe: no fue nuestra partida menos
presta.
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CANTO III
Por más que aquella huida repentina por la llanura a todos dispersara, hacia el monte en que aguija la
justicia, a mi fiel compañero me arrimé: ¿pues cómo habría yo sin él corrido? ¿Quién por el monte
hubiérame llevado? Le creí descontento de sí mismo: ¡Oh qué digna y qué pura concïencia con qué
amargor te muerde un leve fallo! Cuando sus pies dejaron de ir aprisa, que a cualquier acto quítale
el decoro, mi pensamiento, empecinado antes, reanudó su discurso, deseoso, y dirigí mis ojos hacia
el monte que al cielo más se eleva de las aguas.
El sol, que atrás en rojo flameaba, se rompia delante de mi cuerpo, pues sus rayos en mí se
detenían.
Me volví hacia los lados temeroso de estar abandonado, cuando vi sólo ante mí la tierra oscurecida;
y: «¿Por qué desconfías? -mi consuelo.
volviéndose hacia mí empezó a decirme - ¿no crees que te acompaño y que te guío? Es ya la tarde
donde sepultado está aquel cuerpo en el que sombra hacía; no en Brindis, sino en Nápoles se
encuentra.
Por lo cual si ante mí nada se ensombra, no debes extrañarte, igual que el cielo no detiene el
camino de los rayos.
Por sufrir penas, frías y calientes, Dios ha dispuesto cuerpos semejantes, de modo que no quiere
revelarnos.
Loco es quien piense que nuestra razón pueda seguir por la infinita senda que sigue una sustancia
en tres personas.
Os baste con el quía, humana prole; pues, si hubierais podido verlo todo, ocioso fuese el parto de
María; y tú has visto sin frutos desearlo a tales que aquietaran su deseo, que eternamente ahora les
enluta: de Aristóteles hablo y de Platón y aun de otros más»; y aquí inclinó la frente, y más no dijo y
quedóse turbado.
Llegamos entretanto al pie del monte; tan escarpadas estaban las rocas, que en vano habrfa piernas
bien dispuestas.
Entre Rurbia y Lerice el más desierto, el más roto barranco, es escalera, comparado con éste,
abierta y fácil.
«¿Ahora quién sabe en donde la pendie nte -deteniéndose, dijo mi maestro- pueda subir aquel que
va sin alas?» Y mientras meditaba con la vista baja, sobre la suerte del camino, y yo miraba arriba
del peñasco, a mano izquierda apareció una turba de almas que venía hacia nosotros, mas tan
lentos que no lo parecía.
«Alza -dije- maestro, la mirada: hay aquí quien podrá darnos consejo, si no puedes tenerlo por ti
mismo. » Entonces miró, y con el rostro sereno me dijo: «Vamos pues, que vienen lentos; y afirma la
esperanza, dulce hijo. » Tan lejos aún estaba aquella gente, luego de haber mil pasos caminado,
como un buen lanzador alcanzaria, cuando a las duras peñas se arrimaron de la alta sima, quietos y
apretados, cual caminante que dudoso mira.
«Felices muertos, almas elegidas -Virgilio dijo- por la paz aquella que todos esperáis, según bien
creo, decidnos dónde baja la montaña, para poder subir; pues más disgusta perder el tiempo a quien
su precio sabe. » Cual salen del redil las ovejillas de una, de dos, de tres y temerosas están las
otras, vista y morro en tierra; y lo que la primera hacen las otras, acercándose a ella si se para,
simples y calmas, y el porqué no saben; así vi que venía la cabeza de aquella grey afortunada
entonces, con recatado andar y rostro honesto.
Al ver los de delante interrumpida la luz en tierra a mi derecho flanco desde mí hasta la roca
haciendo sombra, se detuvieron, y hacia atrás se echaron, y todos esos que detrás venían, no
sabiendo por qué, lo mismo hicieron.
«Sin que lo preguntéis yo os comunico que este cuerpo que veis es cuerpo humano; por lo que el
sol ha interceptado en tierra.
No os debéis asombrar, pero creedme que no sin que lo quieran en el cielo estas paredes escalar
pretende. » Así el maestro; y esas dignas gentes: «Volved -dijeron- y seguid un poco», haciéndonos
señales con la mano.
La Divina Comedia Dante Alighieri
Instituto Cultural Quetzalcoatl www.samaelgnosis.net
Y uno de aquéllos empezó: «Quien quiera que seas, vuelve el rostro mientras andas: recuerda si
me viste en la otra vida. » Volví la vista a él muy fijamente rubio era y bello y de gentil aspecto, mas
un tajo una ceja le partía.
Cuando con humildad hube negado haberle visto nunca, él dijo: «Mira» y mostróme una llaga sobre
el pecho.
Luego sonriendo dijo: «Soy Manfredo: la emperatriz Constanza fue mi abuela; y te suplico que,
cuando regreses, le digas a mi hermosa hija, madre del honor de Aragón y de Sicilia, la verdad, si es
que cuentan de otro modo.
Después de ser mi cuerpo atravesado por dos golpes mortales, me volví llorando a quien perdona
de buen grado.
Abominables mis pecados fueron mas tan gran brazo tiene la bondad infinita, que acoge a quien la
implora.
Si el pastor de Cosenza, que a mi caza entonces fue enviado por Clemente, la página divina
comprendiera, los huesos de mi cuerpo aún estarían al pie del puente junto a Benevento, y por
pesadas piedras custodiados.
Mas los baña la lluvia y mueve el viento, fuera del reino, casi junto al Verde, donde él los trasladó sin
luz alguna.
Mas por su maldición, nunca se pierde, sin que pueda volver, el infinito amor, mientras florezca la
esperanza.
Verdad es que quien muere contumaz, con la Iglesia, aunque al fin arrepentido, fuera debe de estar
de esta montaña, treinta veces el tiempo que viviera en esa presunción, si tal decreto no se acorta
con buenas oraciones.
Piensa pues lo dichoso que me harías, a mi buena Constanza revelando cómo me has visto, y esta
prohibición: que aquí, por los de allá, mucho se avanza.
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