viernes, 22 de febrero de 2013


IX
La Habitación Familiar


Era alrededor de la medianoche cuando el pobre Van Baerle fue encarcelado en la prisión de la Buyten­hoff.
Lo que previera Rosa había sucedido. Al hallar la celda de Corneille vacía, la cólera del pueblo había sido grande, y si su padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos habría pagado evidente­mente por su prisionero.
Pero aquella cólera se había saciado largamente en los dos hermanos, que habían sido alcanzados por los asesinos, gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de hacer cerrar las puer­tas de la ciudad.
Había llegado, pues, el momento en que la prisión se había vaciado y donde el silencio había sucedido al espantoso tronar de aullidos que rodaba por las esca­leras.
Rosa había aprovechado aquel momento para salir de su escondrijo y había hecho salir a su padre.
La prisión estaba completamente desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando se degollaba en la Tol‑Hek?
Gryphus salió todo tembloroso detrás de la valien­te Rosa. Fueron a cerrar bien que mal la gran puerta, y decimos bien que mal, porque estaba medio desvencija­da. Se veía que el torrente de una poderosa cólera había pasado por allí.
Hacia las cuatro, se oyó volver el ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante para Gryphus y su hija. Ese ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar acostumbrado de las ejecu­ciones.
Rosa se ocultó una vez más, para no ver el horrible espectáculo.
A medianoche llamaron a la puerta de la Buyten­hoff, o más bien a la barricada que la reemplazaba.
Traían a Cornelius van Baerle.
‑Ahijado de Corneille de Witt ‑murmuró Gry­phus con su sonrisa de carcelero tras leer en la tarjeta de registro la calidad del prisionero‑. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación familiar; os la va­mos a dar.
Y encantado por el chiste que acababa de hacer, el feroz orangista cogió su farol y las llaves para conducir a Cornelius a la celda que aquella misma mañana había abandonado Corneille de Witt para ir al exilio tal como lo entienden en tiempo de revolución esos grandes moralistas que dicen como un axioma de alta política:
‑Solamente los muertos no vuelven.
Gryphus se preparó, pues, para conducir al ahijado a la celda de su padrino.
Por el camino que tenía que recorrer para llegar a esa habitación, el desesperado florista no oyó nada más que el ladrido de un perro, ni vio nada más que el ros­tro de una joven.
El perro salió de su caseta excavada en el muro sacu­diendo una gruesa cadena, y olfateó a Cornelius a fin de reconocerlo en el momento en que le ordenaran devorarlo.
La joven, cuando el prisionero hizo gemir la baran­dilla de la escalera bajo su mano entorpecida, entreabrió el postigo de la habitación en la que vivía en el hueco de esa misma escalera. Y con la lámpara en la mano dere­cha, alumbró al mismo tiempo su encantador rostro rosado enmarcado por una admirable cabellera rubia de espesas guedejas, mientras con la izquierda cruzaba so­bre el pecho su blanco camisón, porque había sido des­pertada de su primer sueño por la inesperada llegada de Cornelius.
Aquel era realmente un hermoso cuadro para pintar y en todo digno del maestro Rembrandt: esa espiral negra de la escalera iluminada por el farol rojizo de Gryphus, con la sombría figura del carcelero en lo alto, la melancólica figura de Cornelius que se inclinaba so­bre la barandilla para mirar; por debajo de él, encuadra­do por el postigo luminoso, el suave rostro de Rosa, y su gesto púdico un poco inútil tal vez por la posición elevada de Cornelius, colocado sobre aquellos escalones desde donde su mirada acariciaba vaga y tristemente los hombros blancos y redondos de la joven.
Y, abajo, completamente en la sombra, en ese lugar de la escalera donde la oscuridad hace desaparecer los detalles, los ojos de carbunclo del moloso[1], sacudiendo su cadena de eslabones a la cual la doble luz de la lám­para de Rosa y del farol de Gryphus venía a agregarle unas brillantes lentejuelas.
Pero lo que el sublime maestro no habría podido plasmar en su cuadro, era la expresión dolorosa que apa­reció en el rostro de Rosa cuando vio a aquel hermoso joven, pálido, subir la escalera lentamente y pudo aplicar­le esas siniestras palabras pronunciadas por su padre:
‑Tendréis la habitación familiar.
Esta visión duró un momento, mucho más corto del que hemos empleado en describirla. Luego, Gryphus continuó su camino, Cornelius se vio obligado a seguir­le, y cinco minutos después entraba en el calabozo que resulta inútil describir, porque el lector ya lo conoce.
Gryphus, después de haber mostrado con el dedo al prisionero el lecho sobre el que tanto había sufrido el mártir que en aquella misma jornada había rendido su alma a Dios, recogió su farol y salió.
En cuanto a Cornelius, una vez solo, se arrojó so­bre el lecho, pero no se durmió. No cesó de fijar su mirada en la estrecha ventana enrejada que tomaba su día de la Buytenhoff; de esta forma vio blanquear más allá de los árboles ese primer rayo de luz que el cielo deja caer sobre la tierra como un blanco manto.
Aquí y allá, durante la noche, algunos rápidos caba­llos habían galopado por la Buytenhoff; los pasos pesa­dos de las patrullas habían golpeado los pequeños guija­rros redondos de la plaza, y las mechas de los arcabuces, encendiéndose al viento del oeste, habían lanzado hasta los vidrios de la prisión intermitentes destellos.
Pero cuando el naciente día argentó la techumbre acaballada de las casas, Cornelius, impaciente por saber si algo vivía a su alrededor, se acercó a la ventana y pa­seó circularmente una triste mirada.
En el extremo de la plaza, se alzaba una masa ne­gruzca teñida de azul oscuro por las brumas matinales, destacando sobre las pálidas casas su silueta irregular.
Cornelius reconoció el patíbulo.
De este patíbulo colgaban dos informes pingajos que no eran más que unos esqueletos todavía sangrantes.
El buen pueblo de La Haya había despedazado las carnes de sus víctimas, pero las había traído fielmente al patíbulo para dar pretexto a una doble inscripción tra­zada sobre una enorme pancarta.
Y sobre aquella pancarta, con sus ojos de veintiocho años, Cornelius consiguió leer las líneas trazadas con el grueso pincel de algún embadurnador de rótulos:
Aquí cuelgan: el gran criminal llamado Jean de Witt, y el pequeño bribón Corneille de Witt, su hermano, dos enemigos del pueblo, pero grandes amigos del rey de Francia.
Cornelius lanzó un grito de horror, y en un trans­porte de terror delirante golpeó la puerta con pies y manos, tan rudamente y tan precipitadamente que Gryphus acudió furioso, con su manojo de enormes lla­ves en la mano.
Abrió la puerta profiriendo horribles imprecaciones contra el prisionero que le importunaba en horas en las que no se acostumbraba a importunar.
‑¡Encima esto! Otro De Witt furioso ‑exclamó‑. ¡Pero estos De Witt tienen el diablo en el cuerpo!
‑Señor, señor‑dijo Cornelius agarrando al carce­lero por el brazo y arrastrándole hacia la ventana‑ ‑ . Señor, ¿qué he leído allá abajo?
‑¿Dónde?
‑En aquella pancarta.
Y temblando, pálido y jadeante, le señaló, en el fon­do de la plaza, el patíbulo coronado por la cínica ins­cripción.
Gryphus se echó a reír.
‑¡Ah, eso! ‑respondió‑. Sí, la habéis leído... ¡Pues bien, mi querido señor!, ahí es donde se llega cuando se mantienen relaciones con los enemigos del señor príncipe de Orange.
‑¡Los señores De Witt han sido asesinados! ‑murmuró Cornelius, el sudor bañándole la frente y dejándose caer sobre el colchón, los brazos colgando, los ojos cerrados.
‑Los señores De Witt han sufrido la justicia del pueblo ‑replicó Gryphus‑. ¿Llamáis a eso asesinato? Yo digo mejor, ejecutados.
Y, viendo que el prisionero no sólo se había calma­do, sino que permanecía postrado, salió de la celda, ti­rando de la puerta con violencia, y haciendo correr los cerrojos con ruido.
Volviendo en sí, Cornelius se halló solo y recono­ció el aposento en el que se encontraba, la «habitación familiar, como la había llamado Gryphus, como el paso fatal que había de conducirle a una triste muerte.
Y como era un filósofo, como era sobre todo un cristiano, comenzó por rogar por el alma de su padrino, luego por la del ex gran pensionario; después, por últi­mo, se resignó él mismo a todos los males que Dios quisiera enviarle.
Luego, después de haber descendido del cielo a la tierra, de haber entrado de la tierra a su calabozo, de haberse asegurado bien de que en el calabozo estaba solo, sacó de su pecho los tres bulbos del tulipán negro y los ocultó detrás de la piedra de arenisca sobre la que se colocaba el cántaro tradicional, en el rincón más os­curo de la celda.
¡Inútil labor de tantos años! ¡Destrucción de tan dulces esperanzas! ¡Su descubrimiento iba pues a de­sembocar en la nada como él en la muerte...! En esta prisión, sin una brizna de hierba, sin un átomo de tie­rra; sin un rayo de sol.
Ante ese pensamiento, Cornelius entró en una som­bría desesperanza de la que no salió más que por una circunstancia extraordinaria.
¿Cuál fue esa circunstancia?
Esto es lo que nos reservamos para explicar en el capítulo siguiente.


X
La Hija Del Carcelero


Aquella misma tarde, cuando traía la pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta de la prisión, resbaló en el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la mano en falso, se rompió el brazo por encima de la muñeca.
Cornelius hizo un movimiento hacia el carcelero.
‑No es nada ‑dijo Gryphus no dándose cuenta de la gravedad del accidente‑. No os mováis.
Y quiso levantarse apoyándose sobre su brazo, pero el hueso se le dobló; solamente entonces sintió Gry­phus el dolor y lanzó un grito.
Comprendió que tenía el brazo roto, y este hombre tan duro para los demás cayó desmayado sobre el um­bral de la puerta, donde se quedó inerte y frío, pareci­do a un muerto.
Durante ese tiempo, la puerta de la prisión había permanecido abierta, y Cornelius se hallaba casi libre.
Pero no se le ocurrió la idea de aprovecharse de este accidente; había visto la forma en que el brazo se había doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no pensó en otra cosa que en socorrer al herido, por mal intencionado que le hubiera parecido en la única entrevista que había tenido con él. Al ruido que Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un paso precipitado en la escalera, y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor de ese paso, Cornelius profirió un pequeño gri­to al que respondió el grito agudo de una joven.
La que había respondido al grito lanzado por Cor­nelius era la bella frisona, que viendo a su padre tendi­do en el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus, cuya brutalidad conocía, ha­bía caído a continuación de una lucha sostenida entre aquél y su padre.
Cornelius comprendió lo que ocurría en el corazón de la joven en el mismo momento en que la sospecha entraba en la mente de aquélla.
Pero traída por la primera ojeada a la verdad, y aver­gonzada por lo que había llegado a pensar, levantó ha­cia el joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:
‑Perdón y gracias, señor. Perdón por lo que había pensado, y gracias por lo que vos hacéis.
Cornelius enrojeció.
‑No hago más que cumplir con mi deber de cris­tiano ‑contestó‑, al socorrer a mi semejante.
‑Sí, y al socorrerlo esta tarde, habéis olvidado las injurias que os dirigió esta mañana. Señor, esto es más que humanidad, es más que cristianismo.
Cornelius alzó la mirada hacia la bella niña, comple­tamente asombrado por haber oído salir de la boca de una hija del pueblo una palabra a la vez tan noble y tan compasiva.
Pero no tuvo tiempo de testimoniarle su sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo, abrió los ojos, y su acostumbrada brutalidad le volvió con la vida:
‑¡Ah! Ved lo que ocurre ‑dijo‑. Se da uno pri­sa en traer la cena, me caigo al apresurarme, al caer me rompo el brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.
‑Silencio, padre mío ‑intervino Rosa‑. Sois injusto con este joven, al que he hallado ocupado en socorreros.
‑¡Él! ‑exclamó Gryphus con aire de duda.
‑Es verdad, señor, y estoy dispuesto a socorre­ros más.
‑¿Vos? ‑dijo Gryphus‑. ¿Sois, pues, médico?
‑Ésa es mi carrera primitiva ‑contestó el prisionero.
‑¿De forma que podríais componerme el brazo?
‑Perfectamente.
‑¿Y qué necesitáis para ello, veamos?
‑Dos cuñas de madera y unas tiras de tela.
‑Ya oyes, Rosa ‑comentó Gryphus‑. El prisio­nero va a arreglarme el brazo; esto es una economía; vamos, ayúdame a levantarme, parezco de plomo.
Rosa presentó su hombro al herido; éste rodeó el cuello de la joven con su brazo intacto, y haciendo un esfuerzo, se puso de pie, mientras Cornelius, para aho­rrarle camino, empujaba hacia él un sillón.
Gryphus se sentó y luego, volviéndose hacia su hija dijo:
‑¡Y bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo que se te pide.
Rosa descendió y regresó un instante después con dos duelas de barril y una gran venda de tela.
Cornelius había empleado aquel tiempo en quitar la chaqueta al carcelero y en subirle las mangas.
‑¿Esto es lo que deseáis, señor? ‑preguntó Rosa.
‑Sí, señorita ‑asintió Cornelius posando los ojos sobre los objetos traídos‑. Sí, eso es. Ahora, acercad esta mesa mientras sostengo el brazo de vuestro padre.
Rosa empujó la mesa. Cornelius colocó el brazo roto encima, a fin de que se hallara plano, y con una habilidad perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las vendas.
Con el último alfiler, el carcelero se desmayó por segunda vez.
‑Id a buscar vinagre, señorita ‑pidió Cornelius‑, le frotaremos las sienes y volverá en sí.
Pero en lugar de cumplir la prescripción que le ha­bía hecho, Rosa, después de asegurarse de que su padre se hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia Cornelius.
‑Señor ‑dijo‑, servicio por servicio.
‑¿Es decir, mi bella niña? ‑preguntó Cornelius.
‑Es decir, señor, que el juez que debe interrogaros mañana ha venido a informarse hoy de la celda en la que os hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y que a esa respuesta, se ha reído de una forma tan siniestra que me hace creer que no os espera nada bueno.
‑Pero ‑preguntó Cornelius‑, ¿qué pueden ha­cerme?
‑¿Véis desde aquí ese patíbulo?
‑Pero yo no soy culpable en absoluto ‑replicó Cornelius.
‑¿Lo eran ellos, los que están allá abajo, colgados, mutilados, desgarrados?
‑Es verdad ‑dijo Cornelius entristeciéndose.
‑Por otra parte ‑continuo Rosa‑ la opinión pú­blica quiere que seáis culpable. Pero en fin, culpable o no, vuestro proceso comenzará mañana, pasado maña­na seréis condenado: las cosas van de prisa en los tiem­pos que corren.
‑¡Y bien! ¿Qué opináis de todo esto, señorita?
‑Opino que yo estoy sola, que soy débil, que mi padre está desmayado, que el perro tiene el bozal pues­to, que nada, por consiguiente, os impide salvaros. Sal­vaos, pues, esto es lo que opino.
‑¿Qué decís?
‑Digo que no he podido salvar a los señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y que me gustaría salvaros a vos. Solo que, actuad de prisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un minuto tal vez abrirá los ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?
En efecto, Cornelius permanecía inmóvil, contem­plando a Rosa, pero como si la mirara sin oírla.
‑¿No comprendéis? ‑insistió la joven impaciente.
‑Sí, claro que comprendo ‑contestó Cornelius‑. Pero...
‑¿Pero...?
‑Rehúso. Os acusarían.
‑¿Qué importa? ‑dijo Rosa ruborizándose.
‑Gracias, niña ‑replicó Cornelius‑, pero me quedo.
‑¡Os quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No habéis comprendido, pues, que seréis condenado... condena­do a muerte, ejecutado sobre un patíbulo y tal vez ase­sinado, destrozado como han asesinado y destrozado al señor Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os ocupéis de mí y huid de esta celda en que os halláis. Tened cuidado, trae la desgracia a los De Witt.
‑¡Eh! ‑exclamó el carcelero despertándose‑. ¿Quién habla de esos bribones, de esos miserables, de esos criminales De Witt?
‑No os importa, buen hombre ‑dijo Cornelius con su dulce sonrisa‑. Lo peor que hay para las frac­turas es calentarse la sangre ‑luego, por lo bajo, dijo a Rosa‑: Niña mía, yo soy inocente, esperaré a mis jue­ces con la tranquilidad y la calma de un inocente.
‑Silencio ‑advirtió Rosa.
‑Silencio, ¿y por qué?
‑Es preciso que mi padre no sospeche que hemos conversado.
‑¿Qué mal habría?
‑¿Qué mal habría...? Me impediría volver aquí para siempre ‑explicó la joven.
Cornelius recibió esta inocente confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de felicidad lucía en su infortunio.
‑¡Y bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? ‑dijo Gryphus levantándose y sosteniendo su brazo derecho con el brazo izquierdo.
‑Nada ‑respondió Rosa‑. El señor me prescri­be el régimen que habéis de seguir.
‑¡El régimen que debo seguir! ¡El régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también tenéis uno que seguir, bonita!
‑¿Cuál, padre mío?
‑No venir a la celda de los prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible; ¡caminad, pues, delante de mí, y ligerita!
Rosa y Cornelius intercambiaron una mirada.
La de Rosa quería decir:
«Ya veis.»
La de Cornelius significaba:
«¡Que sea lo que el Señor quiera!»


XI
El Testamento De Cornelius
Van Baerle


Rosa no se había equivocado. Los jueces acudieron al día siguiente a la Buytenhoff, e interrogaron a Cor­nelius van Baerle. Por lo demás, el interrogatorio no fue muy largo; estaba comprobado que Cornelius había guardado en su casa aquella correspondencia fatal de los De Witt con Francia.
No lo negó en absoluto.
Solamente existía, a los ojos de los jueces, la duda de que aquella correspondencia le hubiera sido entregada por su padrino, Corneille de Witt.
Pero como, después de la muerte de los dos márti­res, Cornelius van Baerle no tenía nada que ocultar, no solamente no negó que el depósito le había sido confia­do por Corneille en persona, sino que todavía contó cómo, de qué forma y en qué circunstancias le había sido confiado.
Esta confidencia implicaba al ahijado en el crimen de su padrino.
Existía complicidad patente entre Corneille y Cor­nelius.
Cornelius no se limitó a esta confesión: dijo toda la verdad con respecto a sus simpatías, sus costumbres y sus familiaridades. Explicó su indiferencia en políticas, su amor por el estudio, por las artes, por las ciencias y por las flores. Contó que nunca, desde el día en que Corneille había venido a Dordrecht y le había confiado aquel depósito, lo había tocado ni incluso mirado.
Se le objetó que a ese respecto era imposible que dijera la verdad, ya que los papeles estaban encerrados justamente en un armario donde cada día se hundían las manos y los ojos.
Cornelius respondió que eso era verdad, pero que él no metía la mano en el cajón más que para asegurarse de que sus cebollas estaban bien secas; y que solamente dirigía la mirada a él para asegurarse de si sus cebollas comenzaban a germinar.
Se le objetó que su pretendida indiferencia con res­pecto a ese depósito no podía sostenerse razonablemen­te, porque resultaba imposible que habiendo recibido semejantes documentos de mano de su padrino, no conociera su importancia.
A lo que él respondió que su padrino Corneille le amaba mucho y, sobre todo, que era un hombre dema­siado prudente como para haberle dicho nada acerca del contenido de aquellos papeles, ya que esta confidencia no hubiera servido más que para atormentar al deposi­tario.
Se le objetó que si el señor De Witt hubiera actua­do de esa forma, habría añadido al paquete en caso de accidente, un certificado constatando que su ahijado era completamente extraño a esa correspondencia, o bien, durante su proceso, le habría escrito alguna carta que pudiese servir para su justificación.
Cornelius respondió que probablemente su padrino no había pensado que su depósito corriera ningún pe­ligro, oculto como estaba en un armario que era consi­derado tan sagrado como el Arca por toda la casa Van Baerle; que por consiguiente había juzgado el certifica­do inútil; que, en cuanto a una carta, tenía algún recuer­do de que un momento antes de su arresto, y cuando estaba absorto en la contemplación de una cebolla de las más raras, el servidor del señor Jean de Witt había en­trado en el secadero y le había entregado un papel; pero que de todo aquello no le había quedado más que un recuerdo parecido al que se tiene de una visión, que el sirviente había desaparecido, y que en cuanto al papel, tal vez se encontraría si se le buscaba bien.
En cuanto a Craeke, era imposible hallarlo, tenien­do en cuenta que había abandonado Holanda.
Y en lo tocante al papel, era tan poco probable que se encontrara, que no se tomaron el trabajo de buscarlo.
El mismo Cornelius no insistió mucho sobre ese punto, ya que, suponiendo que aquel papel se hallara, podía no tener ninguna relación con la correspondencia que constituía el cuerpo del delito.
Los jueces parecieron querer empujar a Cornelius a defenderse mejor de lo que lo hacía; utilizaron frente a él aquella benigna paciencia que denota o bien a un magistrado interesado por el acusado, o bien a un ven­cedor que abate a su adversario, y que, siendo comple­tamente dueño de él, no tiene necesidad de oprimirlo para perderlo.
Cornelius no aceptó en absoluto esta hipócrita pro­tección, y en la última respuesta que profirió con la nobleza de un mártir y la calma de un justo, dijo:
‑Me preguntáis, señores, cosas a las que no tengo nada que responder, sino la exacta verdad. Ahora bien, la exacta verdad es ésta. El paquete entró en mi casa por el camino que he explicado; protesto delante de Dios que ignoraba y que ignoro todavía su contenido; que solamente en el día de mi arresto supe que ese depósi­to era la correspondencia del ex gran pensionario con el marqués de Louvois. Protesto, finalmente, que ignoro cómo ha podido saberse que ese paquete estaba en mi casa, y sobre todo cómo puedo ser culpable por haber recogido lo que me traía mi ilustre y desgraciado pa­drino.
Éste fue todo el alegato de Cornelius. Los jueces deliberaron.
Consideraron:
Que todo brote de disensión civil es funesto por cuanto resucita la guerra que a todos interesa extinguir.
Uno de ellos, y era un hombre que pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan fle­mático en apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía ocultar bajo su manto de hielo que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a los señores De Witt, sus allegados.
Otro hizo observar que el amor a los tulipanes se alía perfectamente con la política, y que está histórica­mente probado que varios hombres de los más peligro­sos han trabajado en un jardín ni más ni menos como si fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados realmente en otra cosa. Ejemplo, Tarquino el Viejo, que cultivaba adormideras en Cumas, y el gran Condé, que regaba sus claveles en la fortaleza de Vicennes, y ello en el momento en que el primero meditaba su re­greso a Roma y el segundo su salida de la prisión.
El juez concluyó con este dilema:
O Cornelius van Baerle quiere mucho a los tulipa­nes o quiere mucho a la política; en uno a otro caso, nos ha mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y ello por las cartas que se han hallado en su casa; a continuación porque se ha proba­do que se ocupaba de los tulipanes. Los bulbos que es­tán allí dan fe de ello. Finalmente, y aquí está la enor­midad; ya que Cornelius van Baerle se ocupaba a la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de una naturaleza híbrida, de una organización anfibia, trabajando con igual ardor la política y el tulipán, lo que le otorgaría todos los caracteres de la especie de hom­bres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una cierta o más bien, una completa analogía con los gran­des cerebros de los que Tarquino el Viejo y el señor De Condé proporcionaban hace un momento un ejemplo.
El resultado de todos esos razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda sentiría, sin duda alguna, un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por simplificarle la administración de las Siete Provincias, al destruir hasta el menor germen de cons­piración contra su autoridad.
Este argumento privó sobre todos los otros, y para destruir eficazmente el germen de las conspiraciones, fue pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle, culpable y convicto de haber participado, bajo las inocentes apariencias de un aficionado a los tulipanes, en las detestables intrigas y en los abominables complots de los señores De Witt con­tra la nacionalidad holandesa, y en sus secretas relacio­nes con el enemigo francés.
La sentencia llevaba subsidiariamente que el susodi­cho Cornelius van Baerle sería sacado de la prisión de la Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre, donde el ejecutor de las condenas le cortaría la cabeza.
Como esta deliberación había sido formal, había durado una media hora, y durante esta media hora, el prisionero había sido reintegrado a su prisión.
Fue allí donde el escribano de los Estados vino a leerle el fallo.
Maese Gryphus estaba retenido en su lecho por la fiebre que le causaba la fractura de su brazo. Sus llaves habían pasado a las manos de uno de sus criados su­pernumerarios, y detrás de ese criado, que había intro­ducido al escribano, Rosa, la bella frisona, había venido a colocarse en el rincón de la puerta, con un pañuelo so­bre la boca para ahogar sus suspiros y sus sollozos.
Cornelius escuchó la sentencia con un rostro más asombrado que triste.
Leída la sentencia, el escribano le preguntó si tenía algo que objetar.
‑Por mi fe, no ‑respondió‑. Confieso solamen­te que entre todos los motivos de muerte que un hom­bre precavido puede prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás éste.
Tras esta respuesta, el escribano saludó a Cornelius van Baerle con toda la consideración que ese tipo de funcionarios conceden a los grandes criminales de todo género.
‑A propósito, señor escribano ‑dijo Cornelius, cuando aquél se disponía a salir‑. ¿Para qué día es la cosa, si me hacéis el favor?
‑Pues, para hoy ‑respondió el escribano, un poco molesto por la sangre fría del condenado.
Un sollozo estalló detrás de la puerta.
Cornelius se inclinó para ver quién había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa, adivinando el movi­miento, se había echado hacia atrás.
‑Y ‑añadió Cornelius‑, ¿a qué hora es la eje­cución?
‑Al mediodía, señor.
‑¡Diablo! ‑exclamó Cornelius‑. Me parece que he oído dar las diez hace menos de veinte minutos. No tengo tiempo que perder.
‑Para reconciliaros con Dios, sí, señor ‑dijo el escribano inclinándose hasta el suelo‑, y podéis solici­tar al ministro de vuestra preferencia.
Diciendo estas palabras, salió andando hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se in­terpuso entre ese hombre y la pesada puerta.
Cornelius no vio más que el casco de oro con ore­jeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro.
El casco de oro dio media vuelta, y Cornelius reco­noció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules anegados de la bella Rosa.
La joven avanzó hacia Cornelius apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho.
‑¡Oh, señor, señor! ‑exclamó.
Y no acabó.
‑Mi bella niña ‑replicó Cornelius emocionado‑, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder sobre nada, os lo advierto.
‑Señor, vengo a reclamar de vos una gracia ‑dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mi­tad hacia el cielo.
‑No lloréis así, Rosa ‑advirtió el prisionero‑, porque vuestras lágrimas me enternecen mucho más que mi próxima muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más ino­cente es el prisionero, con más calma debe morir a in­cluso con alegría, ya que muere mártir. Vamos, no llo­réis más y decidme vuestro deseo, mi bella Rosa.
La joven se dejó caer de rodillas.
‑Perdonad a mi padre ‑pidió.
‑¡A vuestro padre! ‑exclamó Cornelius asom­brado.
‑Sí, ¡ha sido tan duro con vos! Pero es así por na­turaleza, es así con todos, y no es a vos particularmen­te a quien ha tratado con brutalidad.
‑Ha sido castigado, querida Rosa, incluso más que castigado por el accidente que le sobrevino, y yo le per­dono.
‑¡Gracias! ‑contestó Rosa‑. Y ahora, decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por vos?
‑Podéis secar vuestros bellos ojos, querida niña ‑respondió Cornelius con su dulce sonrisa.
‑Pero por vos... por vos...
‑El que no dispone más que de una hora para vi­vir, es un gran sibarita si tiene necesidad de alguna cosa, querida Rosa.
‑¿Ese ministro que os han ofrecido?
‑He adorado a Dios toda mi vida, Rosa. Le he adorado en sus obras, bendecido en su voluntad. Dios no puede tener nada contra mí. No os pediré, pues, un ministro. El último pensamiento que me ocupa, Rosa, se relaciona con la glorificación de Dios. Ayudadme, que­rida, os lo ruego, en el cumplimiento de este último pensamiento.
‑¡Ah, señor Cornelius, hablad, hablad! ‑exclamó la joven inundada en lágrimas.
‑Dadme vuestra bella mano, y prometedme no reíros, niña mía.
‑¡Reír! ‑exclamó Rosa desesperada‑. ¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me habéis mira­do, señor Cornelius?
‑Os he mirado, Rosa, con los ojos del cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más bella, jamás alma más pura se había ofrecido a mí; y si no os miro más a par­tir de este momento, perdonadme, es porque, dispues­to a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de menos en ella.
Rosa se sobresaltó. Cuando el prisionero decía es­tas palabras, sonaban las once en la torre de la Buyten­hoff.
Cornelius comprendió.
‑Sí, sí, apresurémonos ‑dijo‑. Tenéis razón, Rosa.
Entonces, sacando de su pecho, donde lo había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de ser registra­do, el papel que envolvía los tres bulbos, explicó:
‑Mi bella amiga, he amado mucho las flores. Era en los tiempos en que ignoraba se pudiera amar otra cosa. ¡Oh! No os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aun­que os hiciera una declaración de amor, esto, pobre niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buyten­hoff, hay un cierto acero que dentro de sesenta minutos dará cuenta de mi temeridad. Así pues, decía que amaba las flores, y había hallado, por lo menos así lo creo, el se­creto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es, lo sepáis o no, el objeto de un premio de cien mil flo­rines propuesto por la Sociedad Hortícola de Haarlem. Esos cien mil florines, y Dios sabe que no me lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí en este papel; están ganados con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os los doy.
‑¡Señor Cornelius!
‑¡Oh! Podéis cogerlos, Rosa, no causáis ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el mundo; mi pa­dre y mi madre han muerto; no he tenido nunca herma­na ni hermano; no he pensado nunca en enamorarme de nadie, y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sa­bido jamás. Por otra parte, ya podéis ver, Rosa, que estoy abandonado, ya que en esta hora solamente vos estáis en mi calabozo, consolándome y socorriéndome.
‑Pero, señor, cien mil florines...
‑¡Ah! Seamos formales, querida niña ‑dijo Cor­nelius‑. Cien mil florines serán una hermosa dote a vuestra belleza; obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los tendréis pues, querida Rosa, y no os pido a cambio más que la promesa de casaros con un muchacho valiente, joven, al que vos améis y que os ame tanto a vos como yo amaba las flo­res. No me interrumpáis, Rosa, que no dispongo más que de unos minutos...
La pobre chica se ahogaba bajo sus sollozos.
Cornelius le cogió la mano.
‑Escuchadme ‑continuó‑, así es cómo procede­réis. Coged tierra en mi jardín de Dordrecht. Pedid a Butruysheim, mi jardinero, tierra de mi platabanda nú­mero 6; plantad en ella y en una caja profunda esos tres bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete meses, y cuando veáis la



[1] Cierta casta de perros procedentes de Molosia, Epiro

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