IX
La Habitación Familiar
Era alrededor de la medianoche cuando
el pobre Van Baerle fue encarcelado en la prisión de la Buytenhoff.
Lo que previera Rosa había sucedido. Al
hallar la celda de Corneille vacía, la cólera del pueblo había sido grande, y
si su padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos
habría pagado evidentemente por su prisionero.
Pero aquella cólera se había saciado
largamente en los dos hermanos, que habían sido alcanzados por los asesinos,
gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de
hacer cerrar las puertas de la ciudad.
Había llegado, pues, el momento en que
la prisión se había vaciado y donde el silencio había sucedido al espantoso
tronar de aullidos que rodaba por las escaleras.
Rosa había aprovechado aquel momento
para salir de su escondrijo y había hecho salir a su padre.
La prisión estaba completamente
desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando se degollaba en la Tol‑Hek?
Gryphus salió todo tembloroso detrás de
la valiente Rosa. Fueron a cerrar bien que mal la gran puerta, y decimos bien
que mal, porque estaba medio desvencijada. Se veía que el torrente de una
poderosa cólera había pasado por allí.
Hacia las cuatro, se oyó volver el
ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante para Gryphus y su hija. Ese
ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar
acostumbrado de las ejecuciones.
Rosa se ocultó una vez más, para no ver
el horrible espectáculo.
A medianoche llamaron a la puerta de la
Buytenhoff, o más bien a la barricada que la reemplazaba.
Traían a Cornelius van Baerle.
‑Ahijado de Corneille de Witt ‑murmuró
Gryphus con su sonrisa de carcelero tras leer en la tarjeta de registro la
calidad del prisionero‑. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación
familiar; os la vamos a dar.
Y encantado por el chiste que acababa
de hacer, el feroz orangista cogió su farol y las llaves para conducir a
Cornelius a la celda que aquella misma mañana había abandonado Corneille de
Witt para ir al exilio tal como lo entienden en tiempo de revolución esos
grandes moralistas que dicen como un axioma de alta política:
‑Solamente los muertos no vuelven.
Gryphus se preparó, pues, para conducir
al ahijado a la celda de su padrino.
Por el camino que tenía que recorrer
para llegar a esa habitación, el desesperado florista no oyó nada más que el
ladrido de un perro, ni vio nada más que el rostro de una joven.
El perro salió de su caseta excavada en
el muro sacudiendo una gruesa cadena, y olfateó a Cornelius a fin de
reconocerlo en el momento en que le ordenaran devorarlo.
La joven, cuando el prisionero hizo
gemir la barandilla de la escalera bajo su mano entorpecida, entreabrió el
postigo de la habitación en la que vivía en el hueco de esa misma escalera. Y
con la lámpara en la mano derecha, alumbró al mismo tiempo su encantador
rostro rosado enmarcado por una admirable cabellera rubia de espesas guedejas,
mientras con la izquierda cruzaba sobre el pecho su blanco camisón, porque
había sido despertada de su primer sueño por la inesperada llegada de
Cornelius.
Aquel era realmente un hermoso cuadro
para pintar y en todo digno del maestro Rembrandt: esa espiral negra de la
escalera iluminada por el farol rojizo de Gryphus, con la sombría figura del
carcelero en lo alto, la melancólica figura de Cornelius que se inclinaba sobre
la barandilla para mirar; por debajo de él, encuadrado por el postigo
luminoso, el suave rostro de Rosa, y su gesto púdico un poco inútil tal vez por
la posición elevada de Cornelius, colocado sobre aquellos escalones desde donde
su mirada acariciaba vaga y tristemente los hombros blancos y redondos de la
joven.
Y, abajo, completamente en la sombra,
en ese lugar de la escalera donde la oscuridad hace desaparecer los detalles,
los ojos de carbunclo del moloso[1],
sacudiendo su cadena de eslabones a la cual la doble luz de la lámpara de Rosa
y del farol de Gryphus venía a agregarle unas brillantes lentejuelas.
Pero lo que el sublime maestro no habría
podido plasmar en su cuadro, era la expresión dolorosa que apareció en el
rostro de Rosa cuando vio a aquel hermoso joven, pálido, subir la escalera
lentamente y pudo aplicarle esas siniestras palabras pronunciadas por su
padre:
‑Tendréis la habitación familiar.
Esta visión duró un momento, mucho más
corto del que hemos empleado en describirla. Luego, Gryphus continuó su camino,
Cornelius se vio obligado a seguirle, y cinco minutos después entraba en el
calabozo que resulta inútil describir, porque el lector ya lo conoce.
Gryphus, después de haber mostrado con
el dedo al prisionero el lecho sobre el que tanto había sufrido el mártir que
en aquella misma jornada había rendido su alma a Dios, recogió su farol y
salió.
En cuanto a Cornelius, una vez solo, se
arrojó sobre el lecho, pero no se durmió. No cesó de fijar su mirada en la
estrecha ventana enrejada que tomaba su día de la Buytenhoff; de esta forma vio
blanquear más allá de los árboles ese primer rayo de luz que el cielo deja caer
sobre la tierra como un blanco manto.
Aquí y allá, durante la noche, algunos
rápidos caballos habían galopado por la Buytenhoff; los pasos pesados de las
patrullas habían golpeado los pequeños guijarros redondos de la plaza, y las
mechas de los arcabuces, encendiéndose al viento del oeste, habían lanzado
hasta los vidrios de la prisión intermitentes destellos.
Pero cuando el naciente día argentó la
techumbre acaballada de las casas, Cornelius, impaciente por saber si algo
vivía a su alrededor, se acercó a la ventana y paseó circularmente una triste
mirada.
En el extremo de la plaza, se alzaba
una masa negruzca teñida de azul oscuro por las brumas matinales, destacando
sobre las pálidas casas su silueta irregular.
Cornelius reconoció el patíbulo.
De este patíbulo colgaban dos informes
pingajos que no eran más que unos esqueletos todavía sangrantes.
El buen pueblo de La Haya había
despedazado las carnes de sus víctimas, pero las había traído fielmente al
patíbulo para dar pretexto a una doble inscripción trazada sobre una enorme
pancarta.
Y sobre aquella pancarta, con sus ojos
de veintiocho años, Cornelius consiguió leer las líneas trazadas con el grueso
pincel de algún embadurnador de rótulos:
Aquí
cuelgan: el gran criminal llamado Jean de Witt, y el pequeño bribón Corneille
de Witt, su hermano, dos enemigos del pueblo, pero grandes amigos del rey de
Francia.
Cornelius lanzó un grito de horror, y
en un transporte de terror delirante golpeó la puerta con pies y manos, tan
rudamente y tan precipitadamente que Gryphus acudió furioso, con su manojo de
enormes llaves en la mano.
Abrió la puerta profiriendo horribles
imprecaciones contra el prisionero que le importunaba en horas en las que no se
acostumbraba a importunar.
‑¡Encima esto! Otro De Witt furioso ‑exclamó‑.
¡Pero estos De Witt tienen el diablo en el cuerpo!
‑Señor, señor‑dijo Cornelius agarrando
al carcelero por el brazo y arrastrándole hacia la ventana‑ ‑ . Señor, ¿qué he
leído allá abajo?
‑¿Dónde?
‑En aquella pancarta.
Y temblando, pálido y jadeante, le
señaló, en el fondo de la plaza, el patíbulo coronado por la cínica inscripción.
Gryphus se echó a reír.
‑¡Ah, eso! ‑respondió‑. Sí, la habéis
leído... ¡Pues bien, mi querido señor!, ahí es donde se llega cuando se
mantienen relaciones con los enemigos del señor príncipe de Orange.
‑¡Los señores De Witt han sido
asesinados! ‑murmuró Cornelius, el sudor bañándole la frente y dejándose caer
sobre el colchón, los brazos colgando, los ojos cerrados.
‑Los señores De Witt han sufrido la
justicia del pueblo ‑replicó Gryphus‑. ¿Llamáis a eso asesinato? Yo digo mejor,
ejecutados.
Y, viendo que el prisionero no sólo se
había calmado, sino que permanecía postrado, salió de la celda, tirando de la
puerta con violencia, y haciendo correr los cerrojos con ruido.
Volviendo en sí, Cornelius se halló
solo y reconoció el aposento en el que se encontraba, la «habitación familiar,
como la había llamado Gryphus, como el paso fatal que había de conducirle a una
triste muerte.
Y como era un filósofo, como era sobre
todo un cristiano, comenzó por rogar por el alma de su padrino, luego por la
del ex gran pensionario; después, por último, se resignó él mismo a todos los
males que Dios quisiera enviarle.
Luego, después de haber descendido del
cielo a la tierra, de haber entrado de la tierra a su calabozo, de haberse
asegurado bien de que en el calabozo estaba solo, sacó de su pecho los tres
bulbos del tulipán negro y los ocultó detrás de la piedra de arenisca sobre la
que se colocaba el cántaro tradicional, en el rincón más oscuro de la celda.
¡Inútil labor de tantos años!
¡Destrucción de tan dulces esperanzas! ¡Su descubrimiento iba pues a desembocar
en la nada como él en la muerte...! En esta prisión, sin una brizna de hierba,
sin un átomo de tierra; sin un rayo de sol.
Ante ese pensamiento, Cornelius entró
en una sombría desesperanza de la que no salió más que por una circunstancia
extraordinaria.
¿Cuál fue esa circunstancia?
Esto es lo que nos reservamos para
explicar en el capítulo siguiente.
X
La Hija Del Carcelero
Aquella misma tarde, cuando traía la
pitanza del prisionero, Gryphus, al abrir la puerta de la prisión, resbaló en
el húmedo enlosado y trastabilló intentando sostenerse. Pero, apoyando la mano
en falso, se rompió el brazo por encima de la muñeca.
Cornelius hizo un movimiento hacia el
carcelero.
‑No es nada ‑dijo Gryphus no dándose
cuenta de la gravedad del accidente‑. No os mováis.
Y quiso levantarse apoyándose sobre su
brazo, pero el hueso se le dobló; solamente entonces sintió Gryphus el dolor y
lanzó un grito.
Comprendió que tenía el brazo roto, y
este hombre tan duro para los demás cayó desmayado sobre el umbral de la
puerta, donde se quedó inerte y frío, parecido a un muerto.
Durante ese tiempo, la puerta de la
prisión había permanecido abierta, y Cornelius se hallaba casi libre.
Pero no se le ocurrió la idea de
aprovecharse de este accidente; había visto la forma en que el brazo se había
doblado y el ruido que había hecho; sabía que existía fractura y dolor; no
pensó en otra cosa que en socorrer al herido, por mal intencionado que le
hubiera parecido en la única entrevista que había tenido con él. Al ruido que
Gryphus hizo al caer, al gemido que había dejado escapar, se oyó un paso
precipitado en la escalera, y a la aparición que siguió inmediatamente al rumor
de ese paso, Cornelius profirió un pequeño grito al que respondió el grito
agudo de una joven.
La que había respondido al grito
lanzado por Cornelius era la bella frisona, que viendo a su padre tendido en
el suelo y al prisionero inclinado sobre él, creyó al principio que Gryphus,
cuya brutalidad conocía, había caído a continuación de una lucha sostenida
entre aquél y su padre.
Cornelius comprendió lo que ocurría en
el corazón de la joven en el mismo momento en que la sospecha entraba en la
mente de aquélla.
Pero traída por la primera ojeada a la
verdad, y avergonzada por lo que había llegado a pensar, levantó hacia el
joven sus bellos ojos húmedos, diciendo:
‑Perdón y gracias, señor. Perdón por lo
que había pensado, y gracias por lo que vos hacéis.
Cornelius enrojeció.
‑No hago más que cumplir con mi deber
de cristiano ‑contestó‑, al socorrer a mi semejante.
‑Sí, y al socorrerlo esta tarde, habéis
olvidado las injurias que os dirigió esta mañana. Señor, esto es más que
humanidad, es más que cristianismo.
Cornelius alzó la mirada hacia la bella
niña, completamente asombrado por haber oído salir de la boca de una hija del
pueblo una palabra a la vez tan noble y tan compasiva.
Pero no tuvo tiempo de testimoniarle su
sorpresa. Gryphus, recobrado de su desmayo, abrió los ojos, y su acostumbrada
brutalidad le volvió con la vida:
‑¡Ah! Ved lo que ocurre ‑dijo‑. Se da
uno prisa en traer la cena, me caigo al apresurarme, al caer me rompo el
brazo, y vos me dejáis aquí sobre los ladrillos.
‑Silencio, padre mío ‑intervino Rosa‑.
Sois injusto con este joven, al que he hallado ocupado en socorreros.
‑¡Él! ‑exclamó Gryphus con aire de
duda.
‑Es verdad, señor, y estoy dispuesto a
socorreros más.
‑¿Vos? ‑dijo Gryphus‑. ¿Sois, pues,
médico?
‑Ésa es mi carrera primitiva ‑contestó
el prisionero.
‑¿De forma que podríais componerme el
brazo?
‑Perfectamente.
‑¿Y qué necesitáis para ello, veamos?
‑Dos cuñas de madera y unas tiras de
tela.
‑Ya oyes, Rosa ‑comentó Gryphus‑. El
prisionero va a arreglarme el brazo; esto es una economía; vamos, ayúdame a
levantarme, parezco de plomo.
Rosa presentó su hombro al herido; éste
rodeó el cuello de la joven con su brazo intacto, y haciendo un esfuerzo, se
puso de pie, mientras Cornelius, para ahorrarle camino, empujaba hacia él un
sillón.
Gryphus se sentó y luego, volviéndose
hacia su hija dijo:
‑¡Y bien! ¿No has oído? Ve a buscar lo
que se te pide.
Rosa descendió y regresó un instante
después con dos duelas de barril y una gran venda de tela.
Cornelius había empleado aquel tiempo
en quitar la chaqueta al carcelero y en subirle las mangas.
‑¿Esto es lo que deseáis, señor? ‑preguntó
Rosa.
‑Sí, señorita ‑asintió Cornelius
posando los ojos sobre los objetos traídos‑. Sí, eso es. Ahora, acercad esta
mesa mientras sostengo el brazo de vuestro padre.
Rosa empujó la mesa. Cornelius colocó
el brazo roto encima, a fin de que se hallara plano, y con una habilidad
perfecta, reajustó la fractura, adaptó la cuña y apretó las vendas.
Con el último alfiler, el carcelero se
desmayó por segunda vez.
‑Id a buscar vinagre, señorita ‑pidió
Cornelius‑, le frotaremos las sienes y volverá en sí.
Pero en lugar de cumplir la
prescripción que le había hecho, Rosa, después de asegurarse de que su padre
se hallaba realmente sin conocimiento, avanzó hacia Cornelius.
‑Señor ‑dijo‑, servicio por servicio.
‑¿Es decir, mi bella niña? ‑preguntó
Cornelius.
‑Es decir, señor, que el juez que debe
interrogaros mañana ha venido a informarse hoy de la celda en la que os
hallábais; que le han dicho que ocupábais la del señor Corneille de Witt, y que
a esa respuesta, se ha reído de una forma tan siniestra que me hace creer que
no os espera nada bueno.
‑Pero ‑preguntó Cornelius‑, ¿qué pueden
hacerme?
‑¿Véis desde aquí ese patíbulo?
‑Pero yo no soy culpable en absoluto ‑replicó
Cornelius.
‑¿Lo eran ellos, los que están allá
abajo, colgados, mutilados, desgarrados?
‑Es verdad ‑dijo Cornelius
entristeciéndose.
‑Por otra parte ‑continuo Rosa‑ la
opinión pública quiere que seáis culpable. Pero en fin, culpable o no, vuestro
proceso comenzará mañana, pasado mañana seréis condenado: las cosas van de
prisa en los tiempos que corren.
‑¡Y bien! ¿Qué opináis de todo esto,
señorita?
‑Opino que yo estoy sola, que soy
débil, que mi padre está desmayado, que el perro tiene el bozal puesto, que
nada, por consiguiente, os impide salvaros. Salvaos, pues, esto es lo que
opino.
‑¿Qué decís?
‑Digo que no he podido salvar a los
señores Corneille y Jean de Witt, por desgracia, y que me gustaría salvaros a
vos. Solo que, actuad de prisa, mirad cómo respira ya mi padre, dentro de un
minuto tal vez abrirá los ojos, y entonces será ya demasiado tarde. ¿Dudáis?
En efecto, Cornelius permanecía
inmóvil, contemplando a Rosa, pero como si la mirara sin oírla.
‑¿No comprendéis? ‑insistió la joven
impaciente.
‑Sí, claro que comprendo ‑contestó
Cornelius‑. Pero...
‑¿Pero...?
‑Rehúso. Os acusarían.
‑¿Qué importa? ‑dijo Rosa
ruborizándose.
‑Gracias, niña ‑replicó Cornelius‑,
pero me quedo.
‑¡Os quedáis! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No
habéis comprendido, pues, que seréis condenado... condenado a muerte,
ejecutado sobre un patíbulo y tal vez asesinado, destrozado como han asesinado
y destrozado al señor Jean y al señor Corneille! En nombre del cielo, no os
ocupéis de mí y huid de esta celda en que os halláis. Tened cuidado, trae la
desgracia a los De Witt.
‑¡Eh! ‑exclamó el carcelero
despertándose‑. ¿Quién habla de esos bribones, de esos miserables, de esos
criminales De Witt?
‑No os importa, buen hombre ‑dijo
Cornelius con su dulce sonrisa‑. Lo peor que hay para las fracturas es
calentarse la sangre ‑luego, por lo bajo, dijo a Rosa‑: Niña mía, yo soy
inocente, esperaré a mis jueces con la tranquilidad y la calma de un inocente.
‑Silencio ‑advirtió Rosa.
‑Silencio, ¿y por qué?
‑Es preciso que mi padre no sospeche
que hemos conversado.
‑¿Qué mal habría?
‑¿Qué mal habría...? Me impediría
volver aquí para siempre ‑explicó la joven.
Cornelius recibió esta inocente
confidencia con una sonrisa, le parecía que un poco de felicidad lucía en su
infortunio.
‑¡Y bien! ¿Qué masculláis los dos ahí? ‑dijo
Gryphus levantándose y sosteniendo su brazo derecho con el brazo izquierdo.
‑Nada ‑respondió Rosa‑. El señor me
prescribe el régimen que habéis de seguir.
‑¡El régimen que debo seguir! ¡El
régimen que debo seguir! ¡Vos también, vos también tenéis uno que seguir,
bonita!
‑¿Cuál, padre mío?
‑No venir a la celda de los
prisioneros, o, al menos, salir lo más aprisa posible; ¡caminad, pues, delante
de mí, y ligerita!
Rosa y Cornelius intercambiaron una
mirada.
La de Rosa quería decir:
«Ya veis.»
La de Cornelius significaba:
«¡Que sea lo que el Señor quiera!»
XI
El Testamento De Cornelius
Van Baerle
Rosa no se había equivocado. Los jueces
acudieron al día siguiente a la Buytenhoff, e interrogaron a Cornelius van
Baerle. Por lo demás, el interrogatorio no fue muy largo; estaba comprobado que
Cornelius había guardado en su casa aquella correspondencia fatal de los De
Witt con Francia.
No lo negó en absoluto.
Solamente existía, a los ojos de los
jueces, la duda de que aquella correspondencia le hubiera sido entregada por su
padrino, Corneille de Witt.
Pero como, después de la muerte de los
dos mártires, Cornelius van Baerle no tenía nada que ocultar, no solamente no
negó que el depósito le había sido confiado por Corneille en persona, sino que todavía contó cómo, de qué forma
y en qué circunstancias le había sido confiado.
Esta confidencia implicaba al ahijado
en el crimen de su padrino.
Existía complicidad patente entre
Corneille y Cornelius.
Cornelius no se limitó a esta
confesión: dijo toda la verdad con respecto a sus simpatías, sus costumbres y
sus familiaridades. Explicó su indiferencia en políticas, su amor por el
estudio, por las artes, por las ciencias y por las flores. Contó que nunca,
desde el día en que Corneille había venido a Dordrecht y le había confiado
aquel depósito, lo había tocado ni incluso mirado.
Se le objetó que a ese respecto era
imposible que dijera la verdad, ya que los papeles estaban encerrados
justamente en un armario donde cada día se hundían las manos y los ojos.
Cornelius respondió que eso era verdad,
pero que él no metía la mano en el cajón más que para asegurarse de que sus
cebollas estaban bien secas; y que solamente dirigía la mirada a él para
asegurarse de si sus cebollas comenzaban a germinar.
Se le objetó que su pretendida
indiferencia con respecto a ese depósito no podía sostenerse razonablemente,
porque resultaba imposible que habiendo recibido semejantes documentos de mano
de su padrino, no conociera su importancia.
A lo que él respondió que su padrino
Corneille le amaba mucho y, sobre todo, que era un hombre demasiado prudente
como para haberle dicho nada acerca del contenido de aquellos papeles, ya que
esta confidencia no hubiera servido más que para atormentar al depositario.
Se le objetó que si el señor De Witt
hubiera actuado de esa forma, habría añadido al paquete en caso de accidente,
un certificado constatando que su ahijado era completamente extraño a esa
correspondencia, o bien, durante su proceso, le habría escrito alguna carta que
pudiese servir para su justificación.
Cornelius respondió que probablemente
su padrino no había pensado que su depósito corriera ningún peligro, oculto
como estaba en un armario que era considerado tan sagrado como el Arca por
toda la casa Van Baerle; que por consiguiente había juzgado el certificado
inútil; que, en cuanto a una carta, tenía algún recuerdo de que un momento
antes de su arresto, y cuando estaba absorto en la contemplación de una cebolla
de las más raras, el servidor del señor Jean de Witt había entrado en el
secadero y le había entregado un papel; pero que de todo aquello no le había
quedado más que un recuerdo parecido al que se tiene de una visión, que el
sirviente había desaparecido, y que en cuanto al papel, tal vez se encontraría
si se le buscaba bien.
En cuanto a Craeke, era imposible
hallarlo, teniendo en cuenta que había abandonado Holanda.
Y en lo tocante al papel, era tan poco
probable que se encontrara, que no se tomaron el trabajo de buscarlo.
El mismo Cornelius no insistió mucho
sobre ese punto, ya que, suponiendo que aquel papel se hallara, podía no tener
ninguna relación con la correspondencia que constituía el cuerpo del delito.
Los jueces parecieron querer empujar a
Cornelius a defenderse mejor de lo que lo hacía; utilizaron frente a él aquella
benigna paciencia que denota o bien a un magistrado interesado por el acusado,
o bien a un vencedor que abate a su adversario, y que, siendo completamente
dueño de él, no tiene necesidad de oprimirlo para perderlo.
Cornelius no aceptó en absoluto esta
hipócrita protección, y en la última respuesta que profirió con la nobleza de
un mártir y la calma de un justo, dijo:
‑Me preguntáis, señores, cosas a las
que no tengo nada que responder, sino la exacta verdad. Ahora bien, la exacta
verdad es ésta. El paquete entró en mi casa por el camino que he explicado;
protesto delante de Dios que ignoraba y que ignoro todavía su contenido; que
solamente en el día de mi arresto supe que ese depósito era la correspondencia
del ex gran pensionario con el marqués de Louvois. Protesto, finalmente, que
ignoro cómo ha podido saberse que ese paquete estaba en mi casa, y sobre todo
cómo puedo ser culpable por haber recogido lo que me traía mi ilustre y
desgraciado padrino.
Éste fue todo el alegato de Cornelius.
Los jueces deliberaron.
Consideraron:
Que todo brote de disensión civil es
funesto por cuanto resucita la guerra que a todos interesa extinguir.
Uno de ellos, y era un hombre que
pasaba por un profundo observador, estableció que ese joven tan flemático en
apariencia, debía de ser muy peligroso en realidad, supuesto que debía ocultar
bajo su manto de hielo que le servía de envoltura un ardiente deseo de vengar a
los señores De Witt, sus allegados.
Otro hizo observar que el amor a los
tulipanes se alía perfectamente con la política, y que está históricamente
probado que varios hombres de los más peligrosos han trabajado en un jardín ni
más ni menos como si fuera su oficio, aunque en el fondo estuvieran ocupados
realmente en otra cosa. Ejemplo, Tarquino el Viejo, que cultivaba adormideras
en Cumas, y el gran Condé, que regaba sus claveles en la fortaleza de Vicennes,
y ello en el momento en que el primero meditaba su regreso a Roma y el segundo
su salida de la prisión.
El juez concluyó con este dilema:
O Cornelius van Baerle quiere mucho a
los tulipanes o quiere mucho a la política; en uno a otro caso, nos ha
mentido: en primer lugar porque está probado que se ocupaba de la política y
ello por las cartas que se han hallado en su casa; a continuación porque se ha
probado que se ocupaba de los tulipanes. Los bulbos que están allí dan fe de
ello. Finalmente, y aquí está la enormidad; ya que Cornelius van Baerle se
ocupaba a la vez de los tulipanes y de la política, el acusado era, pues, de
una naturaleza híbrida, de una organización anfibia, trabajando con igual ardor
la política y el tulipán, lo que le otorgaría todos los caracteres de la
especie de hombres más peligrosos para la tranquilidad pública, y una cierta o
más bien, una completa analogía con los grandes cerebros de los que Tarquino
el Viejo y el señor De Condé proporcionaban hace un momento un ejemplo.
El resultado de todos esos
razonamientos fue que el príncipe estatúder de Holanda sentiría, sin duda
alguna, un agradecimiento infinito hacia la magistratura de La Haya por
simplificarle la administración de las Siete Provincias, al destruir hasta el
menor germen de conspiración contra su autoridad.
Este argumento privó sobre todos los
otros, y para destruir eficazmente el germen de las conspiraciones, fue
pronunciada por unanimidad la pena de muerte contra Cornelius van Baerle,
culpable y convicto de haber participado, bajo las inocentes apariencias de un
aficionado a los tulipanes, en las detestables intrigas y en los abominables
complots de los señores De Witt contra la nacionalidad holandesa, y en sus
secretas relaciones con el enemigo francés.
La sentencia llevaba subsidiariamente
que el susodicho Cornelius van Baerle sería sacado de la prisión de la
Buytenhoff para ser conducido al cadalso erigido en la plaza del mismo nombre,
donde el ejecutor de las condenas le cortaría la cabeza.
Como esta deliberación había sido
formal, había durado una media hora, y durante esta media hora, el prisionero
había sido reintegrado a su prisión.
Fue allí donde el escribano de los
Estados vino a leerle el fallo.
Maese Gryphus estaba retenido en su
lecho por la fiebre que le causaba la fractura de su brazo. Sus llaves habían
pasado a las manos de uno de sus criados supernumerarios, y detrás de ese
criado, que había introducido al escribano, Rosa, la bella frisona, había
venido a colocarse en el rincón de la puerta, con un pañuelo sobre la boca
para ahogar sus suspiros y sus sollozos.
Cornelius escuchó la sentencia con un
rostro más asombrado que triste.
Leída la sentencia, el escribano le
preguntó si tenía algo que objetar.
‑Por mi fe, no ‑respondió‑. Confieso
solamente que entre todos los motivos de muerte que un hombre precavido puede
prever para evitarlos, no hubiese sospechado jamás éste.
Tras esta respuesta, el escribano
saludó a Cornelius van Baerle con toda la consideración que ese tipo de
funcionarios conceden a los grandes criminales de todo género.
‑A propósito, señor escribano ‑dijo
Cornelius, cuando aquél se disponía a salir‑. ¿Para qué día es la cosa, si me
hacéis el favor?
‑Pues, para hoy ‑respondió el
escribano, un poco molesto por la sangre fría del condenado.
Un sollozo estalló detrás de la puerta.
Cornelius se inclinó para ver quién
había dejado escapar aquel sollozo, pero Rosa, adivinando el movimiento, se
había echado hacia atrás.
‑Y ‑añadió Cornelius‑, ¿a qué hora es
la ejecución?
‑Al mediodía, señor.
‑¡Diablo! ‑exclamó Cornelius‑. Me
parece que he oído dar las diez hace menos de veinte minutos. No tengo tiempo
que perder.
‑Para reconciliaros con Dios, sí, señor
‑dijo el escribano inclinándose hasta el suelo‑, y podéis solicitar al
ministro de vuestra preferencia.
Diciendo estas palabras, salió andando
hacia atrás, y el carcelero suplente iba a seguirle, cerrando la puerta de
Cornelius cuando un brazo blanco y tembloroso se interpuso entre ese hombre y
la pesada puerta.
Cornelius no vio más que el casco de
oro con orejeras de puntillas blancas, tocado de las bellas frisonas; no oyó
más que un murmullo al oído del carcelero; pero éste entregó sus pesadas llaves
a la blanca mano que se le tendía y, descendiendo unos escalones, se sentó en
medio de la escalera, guardada así en lo alto por él, y abajo por el perro.
El casco de oro dio media vuelta, y
Cornelius reconoció el rostro surcado de lágrimas y los grandes ojos azules
anegados de la bella Rosa.
La joven avanzó hacia Cornelius
apoyando sus dos manos sobre su desgarrado pecho.
‑¡Oh, señor, señor! ‑exclamó.
Y no acabó.
‑Mi bella niña ‑replicó Cornelius
emocionado‑, ¿qué deseáis de mí? De ahora en adelante no tengo ya ningún poder
sobre nada, os lo advierto.
‑Señor, vengo a reclamar de vos una
gracia ‑dijo Rosa tendiendo sus manos mitad hacia Cornelius, mitad hacia el
cielo.
‑No lloréis así, Rosa ‑advirtió el
prisionero‑, porque vuestras lágrimas me enternecen mucho más que mi próxima
muerte. Y, vos lo sabéis, cuanto más inocente es el prisionero, con más calma
debe morir a incluso con alegría, ya que muere mártir. Vamos, no lloréis más
y decidme vuestro deseo, mi bella Rosa.
La joven se dejó caer de rodillas.
‑Perdonad a mi padre ‑pidió.
‑¡A vuestro padre! ‑exclamó Cornelius
asombrado.
‑Sí, ¡ha sido tan duro con vos! Pero es
así por naturaleza, es así con todos, y no es a vos particularmente a quien
ha tratado con brutalidad.
‑Ha sido castigado, querida Rosa,
incluso más que castigado por el accidente que le sobrevino, y yo le perdono.
‑¡Gracias! ‑contestó Rosa‑. Y ahora,
decidme, ¿puedo hacer a mi vez algo por vos?
‑Podéis secar vuestros bellos ojos,
querida niña ‑respondió Cornelius con su dulce sonrisa.
‑Pero por vos... por vos...
‑El que no dispone más que de una hora
para vivir, es un gran sibarita si tiene necesidad de alguna cosa, querida
Rosa.
‑¿Ese ministro que os han ofrecido?
‑He adorado a Dios toda mi vida, Rosa.
Le he adorado en sus obras, bendecido en su voluntad. Dios no puede tener nada
contra mí. No os pediré, pues, un ministro. El último pensamiento que me ocupa,
Rosa, se relaciona con la glorificación de Dios. Ayudadme, querida, os lo
ruego, en el cumplimiento de este último pensamiento.
‑¡Ah, señor Cornelius, hablad, hablad! ‑exclamó
la joven inundada en lágrimas.
‑Dadme vuestra bella mano, y prometedme
no reíros, niña mía.
‑¡Reír! ‑exclamó Rosa desesperada‑.
¡Reír en este momento! Pero entonces ¿vos no me habéis mirado, señor
Cornelius?
‑Os he mirado, Rosa, con los ojos del
cuerpo y los ojos del alma. Jamás mujer más bella, jamás alma más pura se había
ofrecido a mí; y si no os miro más a partir de este momento, perdonadme, es
porque, dispuesto a salir de la vida, prefiero no tener nada que echar de
menos en ella.
Rosa se sobresaltó. Cuando el
prisionero decía estas palabras, sonaban las once en la torre de la Buytenhoff.
Cornelius comprendió.
‑Sí, sí, apresurémonos ‑dijo‑. Tenéis
razón, Rosa.
Entonces, sacando de su pecho, donde lo
había ocultado de nuevo cuando pasó el temor de ser registrado, el papel que
envolvía los tres bulbos, explicó:
‑Mi bella amiga, he amado mucho las
flores. Era en los tiempos en que ignoraba se pudiera amar otra cosa. ¡Oh! No
os ruboricéis, no interpretéis mal, Rosa, aunque os hiciera una declaración de
amor, esto, pobre niña, no tendría ninguna consecuencia; abajo, en la Buytenhoff,
hay un cierto acero que dentro de sesenta minutos dará cuenta de mi temeridad.
Así pues, decía que amaba las flores, y había hallado, por lo menos así lo
creo, el secreto del gran tulipán negro que se creía imposible, y que es, lo
sepáis o no, el objeto de un premio de cien mil florines propuesto por la
Sociedad Hortícola de Haarlem. Esos cien mil florines, y Dios sabe que no me
lamento por ellos, esos cien mil florines los tengo aquí en este papel; están
ganados con los tres bulbos que encierra, y que podéis coger, Rosa, porque os
los doy.
‑¡Señor Cornelius!
‑¡Oh! Podéis cogerlos, Rosa, no causáis
ningún mal a nadie, niña mía. Estoy solo en el mundo; mi padre y mi madre han
muerto; no he tenido nunca hermana ni hermano; no he pensado nunca en
enamorarme de nadie, y si alguien se ha enamorado de mí, no lo he sabido
jamás. Por otra parte, ya podéis ver, Rosa, que estoy abandonado, ya que en
esta hora solamente vos estáis en mi calabozo, consolándome y socorriéndome.
‑Pero, señor, cien mil florines...
‑¡Ah! Seamos formales, querida niña ‑dijo
Cornelius‑. Cien mil florines serán una hermosa dote a vuestra belleza;
obtendréis los cien mil florines porque estoy seguro de mis bulbos. Los
tendréis pues, querida Rosa, y no os pido a cambio más que la promesa de
casaros con un muchacho valiente, joven, al que vos améis y que os ame tanto a
vos como yo amaba las flores. No me interrumpáis, Rosa, que no dispongo más
que de unos minutos...
La pobre chica se ahogaba bajo sus
sollozos.
Cornelius le cogió la mano.
‑Escuchadme ‑continuó‑, así es cómo procederéis.
Coged tierra en mi jardín de Dordrecht. Pedid a Butruysheim, mi jardinero,
tierra de mi platabanda número 6; plantad en ella y en una caja profunda esos
tres bulbos, que florecerán en el próximo mayo, es decir, dentro de siete
meses, y cuando veáis la
No hay comentarios:
Publicar un comentario