viernes, 22 de febrero de 2013

71- 90


‑Os avisaré cuando llegue el primer día favorable; pero, sobre todo, no vayáis a haceros ayudar por nadie, no confiéis vuestro secreto a nadie; un aficionado, ¿comprendéis?, sería capaz, con sólo inspeccionar ese bulbo, de reconocer su valor; y sobre todo, sobre todo, mi querida Rosa, guardad cuidadosamente la tercera cebolla que os queda.
‑Todavía está en el mismo papel donde vos la pu­sisteis y tal como me la disteis, señor Cornelius, escon­dida en el fondo de mi armario y bajo mis encajes que la conservan en seco sin alteraciones. Pero, adiós, pobre prisionero.
‑¿Cómo, ya?
‑Es preciso.
‑¡Venir tan tarde y marchar tan pronto!
‑Mi padre podría impacientarse al no verme regre­sar; el enamorado podría imaginarse que hay un rival.
Y escuchó, inquieta.
‑¿Qué os ocurre? ‑preguntó Van Baerle.
‑Me ha parecido oír...
‑¿Qué?
‑Algo como un paso que crujía en la escalera.
‑En efecto ‑dijo el prisionero‑, no puede ser otro que Gryphus. Se le oye de lejos.
‑No, no es mi padre, estoy segura, pero...
‑Pero...
‑Podría ser el señor Jacob.
Rosa se lanzó hacia la escalera, y se oyó, en efecto, una puerta que se cerraba rápidamente antes de que la joven hubiera descendido los diez primeros escalones.
Cornelius se quedó muy quieto, pero esto no era para él más que un preludio.
Cuando la fatalidad comienza a realizar una mala obra, es raro que no prevenga caritativamente a su víc­tima, como un espadachín hace con su adversario para darle tiempo a ponerse en guardia.
Casi siempre, estos avisos emanan del instinto del hombre o de la complicidad de los objetos inanimados, a menudo menos inanimados de lo que generalmente se cree; casi siempre, decimos nosotros, estos avisos se desatienden. El golpe ha silbado en el aire y cae sobre una cabeza a la que ese silbido hubiera debido de adver­tir, y que, advertida, habría tenido que precaverse.
El día siguiente transcurrió sin que nada notable se señalara. Gryphus hizo sus tres visitas. No descubrió nada. Cuando oía venir a su carcelero ‑con la esperan­za de sorprender los secretos de su prisionero, Gryphus no acudía nunca a las mismas horas‑, Van Baerle, con la ayuda de un mecanismo que había inventado, y que se parecía a aquellos con ayuda de los cuales se suben y descienden los sacos de trigo en las granjas, hacía descender su vasija por debajo de la cornisa de tejas prime­ro, y luego de las piedras que había por debajo de su ventana. En cuanto a los hilos, con ayuda de los cuales realizaba el movimiento, nuestro mecánico había halla­do el modo de ocultarlos entre los musgos que vegeta­ban en las tejas y en los huecos de las piedras.
Gryphus no veía ni podía sospechar nada.
Este manejo tuvo éxito durante ocho días.
Pero una mañana que Cornelius, absorto en la con­templación de su bulbo, en donde aparecía ya un pun­to de vegetación, no había oído subir al viejo Gryphus ‑hacía mucho viento aquel día y todo crujía en el to­rreón‑, la puerta se abrió de repente, y Cornelius fue sorprendido con su vasija entre las rodillas.
Gryphus, viendo un objeto desconocido, y por con­secuencia prohibido en manos de su prisionero, se lan­zó sobre el objeto con más rapidez que el halcón sobre su presa.
El azar o aquella habilidad fatal que el espíritu del mal concede a veces a los seres maléficos, hizo que su gruesa mano callosa se posara desde el principio en medio de la vasija, sobre la porción de tierra deposita­ria de la preciosa cebolla, aquella mano rota por encima de la muñeca y que Cornelius van Baerle le había arre­glado tan bien.
‑¿Qué tenéis ahí? ‑gritó.
Y hundió su mano en la tierra.
‑¿Yo? ¡Nada, nada! ‑exclamó Cornelius muy tembloroso.
‑¡Ah! ¡Una vasija! ¡Tierra! ¡Hay algún secreto oculto aquí! .
‑¡Cuidado, señor Gryphus! ‑suplicó Van Baerle, inquieto como la perdiz a la que el segador acaba de quitarle su pollada.
Y es que Gryphus comenzaba a escarbar en la tie­rra con sus ganchudos dedos.
‑¡Señor, señor! ¡Tened cuidado! ‑imploró Corne­lius palideciendo.
‑¿A qué? ¡Voto a Dios! ¿A qué? ‑aulló el carce­lero.
‑¡Tened cuidado, os digo! ¡Vais a lastimarlo!
Y con un rápido movimiento, casi desesperado, arrancó de las manos del carcelero la vasija, que ocultó como un tesoro bajo el amparo de sus dos brazos.
Pero Gryphus, testarudo como viejo, y cada vez más convencido de que acababa de descubrir una cons­piración contra el príncipe de Orange, corrió hacia su prisionero con el garrote levantado, y viendo la impa­sible resolución del cautivo en proteger su recipiente de flores, comprendió que Cornelius temblaba mucho menos por su cabeza que por su vasija.
Trató, pues, de arrancársela a viva fuerza.
‑¡Ah! ‑decía el carcelero furioso‑. Ved que os estáis rebelando.
‑¡Dejadme mi tulipán! ‑gritaba Van Baerle.
‑Sí, sí, tulipán ‑replicaba el viejo‑. Conocemos las tretas de los prisioneros.
‑Pero yo os juro...
‑Soltad ‑repetía Gryphus pataleando‑. Soltad, o llamo a la guardia.
‑Llamad a quien queráis, pero no obtendréis esta pobre flor más que con mi vida.
Gryphus, exasperado, hundió sus dedos por segun­da vez en la tierra, y esta vez sacó el bulbo todo negro, y mientras Van Baerle se sentía feliz por haber salva­do el continente, no imaginándose que su adversario poseía el contenido, Gryphus lanzó violentamente el bulbo reblandecido que se aplastó sobre la baldosa y desapareció casi enseguida triturado, casi convertido en papilla, bajo el grueso zapato del carcelero.
Van Baerle vio el crimen, entrevió los restos húme­dos, comprendió aquella alegría feroz de Gryphus y lanzó un grito desesperado que conmovió a ese carce­lero asesino que, unos años antes, había matado la ara­ña de Pellison.
La idea de golpear a aquel mal hombre cruzó como un relámpago por el cerebro del tulipanero. El fuego y la sangre le subieron conjuntamente hasta la frente, le cega­ron, y levantó con sus dos manos la pesada vasija con toda la inútil tierra que quedaba en ella. Un instante más, y la dejaría caer sobre el calvo cráneo del viejo Gryphus.
Un grito le detuvo, un grito lleno de lágrimas y de angustia, el grito que lanzó detrás del enrejado del pos­tigo la pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada entre su padre y su amigo.
Cornelius arrojó la vasija que se rompió en mil pe­dazos con un estrépito terrible.
Y entonces, Gryphus comprendió el peligro que acababa de correr y se entregó a terribles amenazas.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius‑. Es preciso que seáis un hombre muy cobarde y muy villano para arrancarle a un pobre prisionero su único consuelo, una cebolla de tulipán.
‑¡Apartaos, padre mío! ‑añadió Rosa‑. Es un crimen lo que acabáis de cometer.
‑¡Ah! Sois vos, cotorra ‑gritó el viejo hirviendo de cólera, volviéndose hacia su hija‑. Meteos en lo que os importe, y, sobre todo, bajad enseguida.
‑¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ‑continuaba Cor­nelius desesperado.
‑Después de todo, no se trata más que de, un tuli­pán ‑añadió Gryphus un poco avergonzado‑. Os daremos tantos tulipanes como deseéis, tengo trescien­tos en mi desván.
‑¡Al diablo vuestros tulipanes! ‑exclamó Corne­lius‑. No valen más de lo que vos mismo valéis. ¡Oh! ¡Cien mil millones de millones! Si los tuviera, los daría por el que habéis aplastado.
‑¡Ah! ‑exclamó Gryphus triunfante‑. Ya veis que no es un tulipán lo que vos teníais. Ya veis que en esta falsa cebolla había alguna brujería, tal vez un me­dio de correspondencia con los enemigos de Su Alteza, que os perdonó. Ya decía yo que se había equivocado al no cortaros el cuello.
‑¡Padre mío! ¡Padre mío! ‑exclamaba Rosa.
‑¡Pues bien! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor! ‑repe­tía Gryphus animándose‑. Yo lo he destruido, yo lo he destruido. ¡Y así lo haré cada vez que vos comencéis de nuevo! ¡Ah! Ya os había avisado, mi guapo amigo, que os haría la vida dura.
‑¡Maldito! ¡Maldito! ‑gritó Cornelius mientras completamente desesperado revolvía con sus dedos temblorosos los últimos vestigios de su bulbo, cadáver de tantas alegrías y tantas esperanzas.
‑Plantaremos el otro mañana, querido señor Cor­nelius ‑dijo en voz baja Rosa, que comprendía el in­menso dolor del tulipanero y que lanzó ‑corazón san­to‑ aquellas dulces palabras como una gota de bálsamo en la herida sangrante de Cornelius.

XVIII
El Enamorado De Rosa


Apenas había pronunciado Rosa aquellas palabras de consuelo a Cornelius, cuando se oyó en la escalera una voz que pedía a Gryphus noticias de lo que ocurría.
‑Padre mío ‑dijo Rosa‑, ¿oís?
‑¿Qué?
‑El señor Jacob os llama. Está inquieto.
‑Se ha hecho tanto ruido ‑exclamó Gryphus‑. ¡Se hubiera dicho que este sabio me estaba asesinando! ¡Ah! ¡Cuánto daño proporcionan siempre los sabios!
Luego, señalando con el dedo la escalera a Rosa, ordenó:
‑¡Caminad por delante, señorita! ‑y cerrando la puerta, acabó‑: Ya voy con vos, amigo Jacob.
Y Gryphus salió, llevándose a Rosa y dejando en su soledad y en su amargo dolor al pobre Cornelius que murmuraba:
‑¡Oh! Tú eres el que me has asesinado, viejo ver­dugo. ¡No sobreviviré a esto!
Y, en efecto, el pobre prisionero cayó enfermo sin ese contrapeso que la Providencia había puesto en su vida y que se llamaba Rosa.
Por la noche, regresó la joven.
Su primera palabra fue para anunciar a Cornelius que de allí en adelante su padre no se oponía a que él cultivara flores.
‑¿Y cómo sabéis esto? ‑preguntó el prisionero con aire doliente a la joven.
‑Lo sé porque lo ha dicho.
‑¿Para engañarme, tal vez?
‑No, se arrepiente.
‑¡Oh! Sí, pero demasiado tarde.
‑Este arrepentimiento no le ha venido de sí mismo.
‑¿Y cómo le ha venido, pues?
‑¡Si vos supierais cuánto le ha reñido su amigo!
‑¡Ah! El señor Jacob. ¿No os deja, pues, ese caba­llero?
‑En todo caso, nos deja lo menos que puede.
Y sonrió de tal forma que aquella pequeña nube de celos que había oscurecido la frente de Cornelius se disipó.
‑¿Cómo ha ocurrido? ‑preguntó el prisionero con interés.
‑Pues bien, interrogado por su amigo, mi padre, a la hora de cenar le contó la historia del tulipán o más bien del bulbo, y la bonita explosión que hizo al aplas­tarse.
Cornelius lanzó un suspiro que podía pasar por un gemido.
‑¡Si hubierais visto en aquel momento a maese Ja­cob...! ‑continuó Rosa‑. En verdad, creí que iba a pegar fuego a la fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron, crispaba sus puños. Por un instante creí que quería estrangular a mi padre. «¿Vos habéis hecho esto ‑gritó‑, vos habéis aplastado el bul­bo?» «Sin duda», dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! ‑continuó‑, ¡es odioso! ¡Es un crimen lo que habéis co­metido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que vos también estáis loco?», preguntó a su amigo.
‑¡Oh! Es un hombre digno, ese Jacob ‑murmu­ró Cornelius‑. Un corazón honrado, un alma escogida.
‑Lo cierto es que resulta imposible tratar a un hombre más duramente de lo que él ha tratado a mi padre ‑añadió Rosa‑. Por su parte, sentía una verda­dera desesperación; repetía sin cesar: «Aplastado, el bul­bo aplastado; ¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego, volviéndose hacia mí, me preguntó: «¿Pero no sería el único que tenía?»
‑¿Os ha preguntado eso? ‑inquirió Cornelius, prestando atención.
‑«¿Vos creéis que no era el único?», dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos buscaréis los otros», gritó Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego, volviéndose hacia mí, preguntó: «¿Y qué ha dicho el pobre hombre?» Yo no sabía qué responder. Vos me habíais recomendado que no dejase de sospechar jamás el interés que teníais en ese bulbo. Afortunadamente mi padre me sacó del aprieto. «¿Lo que ha dicho...? Se puso furioso.» «¿Cómo no iba a estar furioso ‑le dije‑, si vos fuisteis tan injusto y tan brutal?» «¡Vaya! Pero ¿están todos locos? ‑gritó mi padre a su vez‑. ¡Por haber aplastado una cebolla de tulipán!; las hay a centenares por un florín en el mer­cado de Gorcum.» «Pero tal vez menos preciosos que éste», tuve la desgracia de responder.
‑¿Y qué dijo Jacob a esas palabras? ‑preguntó Cornelius.
‑Debo confesar que, a esas palabras, me pareció que su mirada lanzaba destellos.
‑Sí ‑apremió Cornelius‑. Pero esto no sería todo. ¿Dijo algo?
‑Dijo con voz melosa: «Así pues, bella Rosa, ¿vos creéis que esa cebolla era preciosa?» Entonces comprendí que había cometido una falta. «¿Qué sé yo? ‑respondí negligentemente‑. ¿Acaso conozco los tulipanes? Solamente sé que, por desgracia, estamos condenados a vivir con los prisioneros... y sé que para este prisionero cons­tituía todo su pasatiempo. El pobre señor Van Baerle se entretenía con esa cebolla. Y por ello digo que es una crueldad quitarle esa diversión.» «Pero, en primer lugar, ‑dijo entonces mi padre‑ ¿cómo se había procurado esa cebolla? Esto es lo que me gustaría saber.» Desvié la mirada para evitar la de mi padre. Pero me topé con los ojos de Jacob. Se diría que deseaba perseguir mi pensa­miento hasta el fondo de mi corazón. Un gesto displicen­te exime a menudo una respuesta. Me encogí de hom­bros, me volví de espaldas y me dirigí hacia la puerta. Pero me detuve al oír pronunciar una palabra que oí en voz baja. Jacob le dijo a mi padre: «No es cosa difícil ase­gurarse, pardiez. Es cuestión de registrarle, y si tiene los otros bulbos los hallaremos. Generalmente, hay tres.»
‑¡Hay tres! ‑exclamó Cornelius‑. ¡Dijo que ha­bía tres bulbos!
‑Podéis comprender que la frase me asombró tan­to como a vos ahora. Me volví. Estaban los dos tan ocu­pados que no vieron mi movimiento. «Pero ‑dijo mi padre‑ tal vez no tenga sus cebollas consigo.» «Enton­ces sacadle de la celda con un pretexto cualquiera. Du­rante ese tiempo, yo la registraré», concluyó Jacob.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Cornelius‑. Pero vuestro maese Jacob es un bandido.
‑Tengo miedo.
‑Decidme, Rosa ‑continuó Cornelius, pensati­vo‑. ¿No me habéis contado que el día en que prepa­rabais vuestra platabanda, ese hombre os había seguido?
‑Sí.
‑¿Que se había deslizado como una sombra tras los saúcos?
‑Sin duda.
‑¿Que no había perdido ni uno de vuestros golpes de rastrillo?
‑Ni uno.
‑Rosa... ‑dijo Cornelius palideciendo.
‑No era a vos a quien seguía.
‑¿A quién, pues?
‑No es de vos de quien está enamorado.
‑¿De quién, entonces?
‑Era a mi bulbo a quien seguía; es de mi tulipán de quien está enamorado.
‑¡Ah! ¡Naturalmente! Eso podría ser ‑exclamó Rosa.
‑¿Queréis aseguraros?
‑¿Cómo?
‑¡Oh! Es cosa fácil.
‑Decidme.
‑Id mañana al jardín; procurad, como la primera vez, que Jacob sepa que vais allí. Procurad, como la primera vez, que os siga; haced el ademán de enterrar el bulbo, salid del jardín, pero mirad a través de la puer­ta, y ved lo que hace.
‑¡Bien! Pero ¿y después?
‑¿Después? Según él actúe, actuaremos nosotros.
‑¡Ah! ‑exclamó Rosa lanzando un suspiro‑. Realmente, amáis mucho a vuestras cebollas, señor Cornelius.
‑El hecho es ‑dijo el prisionero con un suspiro­ que, desde que vuestro padre aplastó ese desgraciado bulbo, me parece que una parte de mi vida se ha para­lizado.
‑¡Veamos! ‑indicó Rosa‑. ¿Queréis intentar otra cosa todavía?
‑¿Qué?
‑¿Queréis aceptar la proposición de mi padre?
‑¿Qué proposición?
‑Os ha ofrecido cebollas de tulipanes por centenares.
‑Es verdad.
‑Aceptad dos o tres, y en medio de estas dos o tres cebollas, podéis criar el tercer bulbo.
‑Sí, no estaría mal ‑aprobó Cornelius con el ceño fruncido‑ si vuestro padre estuviera solo; pero ese otro, ese Jacob, que nos espía...
‑¡Ah! Es cierto. Sin embargo, ¡reflexionad! Os priváis aquí, lo veo, de una gran distracción.
Y pronunció estas palabras con una sonrisa que no estaba enteramente exenta de ironía.
En efecto, Cornelius reflexionó un instante, y era fácil de comprender que luchaba contra un gran deseo.
‑¡Pues bien! ¡No! ‑exclamó estoicamente‑. ¡No, esto sería una debilidad, una locura, una cobardía! Si así entrego a todas las malvadas oportunidades de la cólera y de la envidia el último recurso que nos queda, sería un hombre indigno de perdón. ¡No, Rosa, no! Mañana to­maremos una resolución respecto a vuestro tulipán; lo cultivaréis según mis instrucciones; y en cuanto al tercer bulbo ‑suspiró profundamente‑, en cuanto al tercero, ¡guardadlo en vuestro armario! Guardadlo como el ava­ro guarda su primera o su última moneda de oro, como la madre guarda a su hijo, como el herido guarda la úl­tima gota de sangre de sus venas; ¡guardadlo, Rosa! ¡Algo me dice que en él está nuestra salvación, que en él está nuestra riqueza! ¡Guardadlo! Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que en lugar de vuestros anillos, de vuestras joyas, de este her­moso casco de oro que enmarca tan bien vuestro rostro, juradme, Rosa, que os llevaríais este último bulbo que encierra mi tulipán negro.
‑Estad tranquilo, señor Cornelius ‑asintió Rosa con una dulce mezcla de tristeza y de solemnidad‑. Estad tranquilo, vuestros deseos son órdenes para mí.
‑E incluso ‑continuó el joven enardeciéndose cada vez más‑, si percibieseis que erais seguida, que se espían vuestros pasos, que vuestras conversaciones des­piertan las sospechas de vuestro padre o de ese espan­toso Jacob a quien detesto, ¡pues bien!, Rosa, sacrificad­me enseguida, a mí que no vivo más que para vos, que no tengo a nadie más que a vos en el mundo, sacrificad­me... no me veáis más.
Rosa sintió oprimírsele el corazón en su pecho; las lágrimas brotaron de sus ojos.
‑¡Ay! ‑exclamó.
‑¿Qué? ‑preguntó Cornelius.
‑Veo una cosa.
‑¿Qué veis?
‑Veo ‑dijo la joven estallando en sollozos‑, veo que vos amáis tanto a los tulipanes, que no queda lugar en vuestro corazón para otros afectos.
Y huyó.
Cornelius pasó una de las peores noches que jamás había pasado.
Ahora, ¿cómo vamos a explicar este extraño carác­ter a los tulipaneros perfectos como los que todavía existen en este mundo?
Lo confesamos para vergüenza de nuestro héroe y de la horticultura; de sus dos amores, el que Cornelius sentía más inclinado a lamentar, era el de Rosa; y cuan­do hacia las tres de la madrugada se durmió cansado de sus afanes, atormentado por los temores, lleno de re­mordimientos, el gran tulipán negro cedió el primer lugar, en sus sueños, a los bellos ojos azules de la rubia frisona.

XIX
La Mujer Y La Flor


Pero la pobre Rosa, encerrada en su habitación, no podía saber en qué o con quién soñaba Cornelius.
Por consiguiente, después de lo que él le había dicho, Rosa se sentía más inclinada a creer que pensaba más en su tulipán que en ella, y, sin embargo, se engañaba.
Pero como nadie estaba allí para decirle que se en­gañaba, y las palabras imprudentes de Cornelius habían caído sobre su alma como gotas de veneno, Rosa no soñaba, lloraba.
En efecto, como Rosa era una criatura de espíritu elevado, de sentir recto y profundo, se hacía justicia a sí misma, no en cuanto a sus cualidades morales y físicas, sino en cuanto a su posición social.
Cornelius era sabio, Cornelius era rico, o por lo menos lo había sido antes de la confiscación de sus bie­nes; Cornelius pertenecía a aquella burguesía del comer­cio, más orgullosa de sus rótulos pintados en las tiendas, convertidos en blasón, de lo que había estado jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues, considerar a Rosa buena para una distrac­ción, pero seguramente cuando se tratara de empeñar el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más noble y más orgullosa de las flores a quien se lo empe­ñaría, que a Rosa, la humilde hija de un carcelero.
Comprendía, pues, esta preferencia que Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero no estaba menos desesperada porque lo comprendiera.
Así pues, Rosa tomó una resolución durante aquella noche terrible, durante aquella noche de insomnio. Esta resolución consistía en no volver nunca más al postigo.
Mas como sabía el ardiente deseo que sentía Corne­lius por tener noticias de su tulipán, mas como no que­ría exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sen­tía acrecentarse su piedad hasta el punto de que después de haber pasado por la simpatía, esta piedad se encami­naba recta y a grandes pasos hacia el amor; mas como no quería que ese hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las lecciones de lectura y escritura comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su aprendizaje en que ya no le hubiera sido necesario un maestro si ese maestro no se hubiese llamado Cornelius.
Rosa, pues, se puso a leer con encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de Witt, en la segunda pági­na, convertida en primera después que la otra fue arran­cada, donde estaba escrito el testamento de Cornelius van Baerle.
«¡Ah! ‑murmuraba para sí releyendo este testa­mento que nunca terminaba sin que una lágrima, perla de amor, rodara de sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas‑. ¡Ah! En ese tiempo creí, sin embargo, por un instante que él me amaba.»
¡Pobre Rosa! Se equivocaba. Jamás el amor del pri­sionero había sido real hasta el momento, ya que, como hemos dicho con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era el gran tulipán negro el que había sucumbido.
Pero Rosa, repitámoslo, ignoraba la derrota del gran tulipán negro.
Así pues, terminada su lectura, operación en la cual Rosa había realizado grandes progresos, cogía la pluma y se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil de la escritura.
Pero en fin, como Rosa escribía ya casi legiblemente el día en que Cornelius había dejado hablar a su cora­zón tan imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos para dar noticias de su tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde.
No había olvidado ni una palabra de las recomenda­ciones que le había hecho Cornelius. Por otra parte, Rosa no olvidaba nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le decía no tomaba la apa­riencia de una recomendación.
Por su parte, él se despertó más enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía luminoso y vivo en su pensamiento; pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera sacrificarlo todo, incluso a Rosa; sino como una flor preciosa, una maravillosa combina­ción de la Naturaleza y del arte, que Dios le concedía para el corpiño de su dueña.
Sin embargo, durante toda la jornada le persiguió una vaga inquietud. Se parecía a aquellos hombres cuyo espíritu es lo bastante fuerte para olvidar momentánea­mente que un gran peligro les amenaza por la noche o al día siguiente. Una vez vencida la preocupación, viven una vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo diente. Se sobresaltan, se preguntan por qué se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen con un suspiro:
‑¡Oh, sí! ¡Es esto!
El esto de Cornelius era el temor de que Rosa no viniera aquella noche como de costumbre.
Y a medida que la tarde avanzaba, la preocupación se hacía más viva y más presente, hasta que al fin esta preocupación se apoderó de todo el cuerpo de Corne­lius, y no hubo nada más que viviera en él.
Así pues, saludó la oscuridad con un fuerte latido de su corazón; a medida que la oscuridad crecía, las palabras que había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica, se hacían más presentes en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su consoladora que la sacrificaba a su tulipán, es decir, a renunciar a verla si era preciso, cuando en él la vista de Rosa se había convertido en una necesidad de su vida.
En la celda de Cornelius se oían sonar las horas del reloj de la fortaleza. Dieron las siete, las ocho, luego las nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profun­damente en el fondo de un corazón como lo hizo el martillo al golpear por novena vez señalando esta hora.
Después, todo quedó en silencio. Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los latidos, y escuchó.
El rumor del paso de Rosa, el roce de su ropa en los peldaños de la escalera, le eran tan familiares que, des­de el primer escalón subido por ella, se decía:
«¡Ah! Ya viene Rosa.»
Aquella noche, ningún ruido turbó el silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y cuarto. Luego, en dos sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y finalmente, con su voz grave anunció no sólo a los huéspedes de la fortaleza, sino también a los habitantes de Loevestein, que eran las diez.
Aquella era la hora en la que Rosa abandonaba ha­bitualmente a Cornelius. Había sonado la hora, y Rosa no había venido todavía.
Así pues, sus presentimientos no le habían engaña­do: Rosa, irritada, se encerraba en su habitación y le abandonaba.
‑¡Oh! Realmente me he merecido lo que me suce­de ‑dijo Cornelius en voz alta‑. Ya no vendrá, y hará bien; en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.
Mas a pesar de esto, Cornelius escuchaba, esperaba, y seguía esperando.
Escuchó y esperó hasta la medianoche, pero a me­dianoche dejó de esperar y, completamente vestido, y con el corazón transido de dolor, se echó sobre el lecho.
La noche fue larga y triste, hasta la llegada del día; pero el día no trajo ninguna esperanza al prisionero.
A las ocho de la mañana se abrió la puerta; pero Cornelius ni siquiera giró la cabeza; había oído el paso pesado de Gryphus en el corredor, pero había percibi­do perfectamente que ese paso se aproximaba solo.
Ni siquiera miró hacia el carcelero.
Y, sin embargo, hubiera querido interrogarle para pedirle noticias de Rosa. Estuvo a punto, por extraña que esta demanda le hubiera parecido al padre de la joven, de hacerle esta pregunta. Esperaba, en su egoísmo, que Gryphus le respondería que su hija estaba enferma.
A menos que hubiera algún suceso extraordinario, Rosa no venía nunca durante la jornada. Cornelius, mientras duró el día, no esperaba, pues, nada en reali­dad. Sin embargo, en sus súbitos sobresaltos, en su oído tendido hacia la puerta, en su rápida mirada interrogan­do al postigo, se comprendía que el prisionero tenía la sorda esperanza de que Rosa cometiera una alteración en sus costumbres.
A la segunda visita de Gryphus, Cornelius, contra su costumbre, solicitó al viejo carcelero, con su voz más dulce, noticias sobre su salud; pero Gryphus, lacónico como un espartano, se limitó a responder:
‑Va bien.
En la tercera visita, Cornelius varió la pregunta.
‑¿No hay nadie enfermo en Loevestein? ‑pre­guntó.
‑¡Nadie! ‑contestó Gryphus más lacónicamente todavía que la primera vez, cerrando la puerta en las narices del prisionero.
Gryphus, mal acostumbrado a semejantes afabilida­des por parte de Cornelius, había imaginado de parte de su prisionero un comienzo de tentativa de corrupción.
Cornelius volvió a encontrarse solo; eran las siete de la tarde. Entonces se renovaron en un grado más intenso que la víspera las angustias que hemos intentado des­cribir.
Pero, como la víspera, las horas transcurrieron sin traer la dulce visión que alumbraría, a través del posti­go, el calabozo del pobre Cornelius, y que, al retirarse, dejaría allí la luz durante todo el tiempo de su ausencia.
Van Baerle pasó la tarde en una verdadera desespera­ción. Al día siguiente, Gryphus le pareció más feo, más brutal, más desesperante todavía que de costumbre: le había cruzado por la mente o más bien por el corazón, la esperanza de que era él el que impedía venir a Rosa.
Le entraron unos deseos feroces de estrangular a Gryphus; pero con Gryphus estrangulado por Corne­lius, todas las leyes divinas y humanas impedirían a Rosa volver a ver jamás a Cornelius.
El carcelero escapó pues, sin imaginárselo, a uno de los más grandes peligros que hubiera corrido jamás en su vida.
Llegó la noche, y la desesperación se tornó en melan­colía; esta melancolía era tanto más sombría por cuanto que, a pesar de Van Baerle, los recuerdos de su pobre tulipán se mezclaban al dolor que experimentaba. Se ha­bía llegado justamente a aquella época del mes de abril en que los jardineros más expertos indican como el momen­to preciso para la plantación de los tulipanes; había dicho a Rosa: «yo os indicaré el día en que deberéis meter el bulbo en la tierra». Ese día debía fijarlo mañana para el atardecer siguiente. El tiempo era bueno, la atmósfera, aunque todavía un poco húmeda, comenzaba a estar atemperada por esos pálidos rayos del sol de abril que, llegando los primeros, parecen tan suaves, a pesar de su palidez. Pensó que Rosa iba a dejar pasar el tiempo de la plantación. Si al dolor de no ver a la joven se unía el de ver abortar el bulbo, por haber sido plantado demasiado tar­de, ¡o incluso por no haber sido plantado...!
Con estos dos dolores reunidos, había ciertamente para perder el apetito.
Que fue lo que sucedió al cuarto día.
Daba lástima ver a Cornelius, mudo de dolor y pá­lido de inanición, inclinarse fuera de la ventana enreja­da, con el peligro de no poder retirar su cabeza de los barrotes, para tratar de percibir a la izquierda el peque­ño jardín del que le había hablado Rosa, y cuyo parape­to confinaba, según le había dicho, con el río, y todo ello con la esperanza de descubrir, bajo esos primeros rayos del sol de abril, a la joven o al tulipán, sus dos amores desgraciados.
Por la tarde, Gryphus se llevó el desayuno y la co­mida de Cornelius; éste apenas los había tocado.
Al día siguiente, no los tocó en absoluto, y Gryphus descendió los comestibles destinados a esas dos comi­das, completamente intactos.
Cornelius no se había levantado en toda la jornada.
‑Bueno ‑comentó Gryphus al descender después de la última visita‑, creo que vamos a vernos desemba­razados del sabio.
Rosa se sobresaltó.
‑¡Bah! ‑exclamó Jacob‑. ¿Por qué?
‑Ya no bebe, ya no come, no se levanta... ‑expli­có Gryphus‑. Como el señor Grotius, saldrá de aquí en un cofre, sólo que ese cofre será un ataúd.
Rosa se puso pálida como la muerte.
«¡Oh! ‑murmuró para sí‑. Ya comprendo; está inquieto por su tulipán.»
Y levantándose completamente deprimida, entró en su habitación, donde cogió pluma y papel, y durante toda la noche se ejercitó en trazar unas letras.
Al día siguiente, al levantarse para arrastrarse hasta la ventana, Cornelius percibió un papel que habían des­lizado por la noche bajo la puerta de su calabozo.
Se lanzó sobre el papel, lo abrió, y leyó, con una escritura que apenas pudo reconocer como pertenecien­te a Rosa, de tanto como había mejorado durante aque­lla ausencia de siete días:
Estad tranquilo, vuestro tulipán se porta bien.
Aunque aquella pequeña frase de Rosa calmara una parte de los dolores de Cornelius, no fue por ello menos sensible a la ironía. Así pues, era realmente eso, Rosa no estaba enferma en absoluto, Rosa estaba herida; no era por la fuerza por lo que Rosa no venía, sino que había permanecido voluntariamente alejada de Cornelius.
Así pues, Rosa libre, Rosa hallaba en su voluntad la fuerza de no venir a ver al que se moría de pena por no haberla visto.
Cornelius tenía papel y un lápiz que le había traído Rosa. Comprendió que la joven esperaba una respues­ta, pero que no vendría a buscar esta respuesta hasta la noche. En consecuencia, escribió sobre un papel pare­cido al que había recibido:
No es la inquietud que me causa el tulipán lo que me pone enfermo; es la pena que experimento por no veros.
Luego, una vez que Gryphus hubo salido, y llegada la noche, deslizó el papel bajo la puerta y escuchó.
Pero, por mucha atención que puso, no oyó ni el paso ni el rozamiento de la ropa de la hija del carcelero.
No oyó más que una voz débil como un suspiro, y dulce como una caricia, que le lanzaba por el postigo estas dos palabras:
‑Hasta mañana.
Mañana... era el octavo día.
Durante ocho días, Cornelius y Rosa no se habían visto.

XX
Lo Que Había Ocurrido Durante
Esos Ocho Días


Al día siguiente, en efecto a la hora habitual, Van Baerle oyó rascar en su postigo como tenía Rosa por costumbre hacer durante los felices días de su amistad.
Imaginamos que Cornelius no se hallaba lejos de esta puerta a través de cuyo enrejado iba a volver a ver, por fin, el encantador rostro desaparecido desde hacía tantos días.
Rosa, que esperaba con su lámpara en la mano, no pudo retener un estremecimiento cuando vio al prisio­nero tan triste y pálido.
‑¿Sufrís, señor Cornelius? ‑preguntó.
‑Sí, señorita ‑respondió Cornelius‑, sufro de espíritu y de cuerpo.
‑Ya he visto, señor, que no coméis ‑dijo Rosa‑. Mi padre me ha dicho que no os levantáis; por eso os he escrito, para tranquilizaros sobre la suerte del precioso objeto de vuestras inquietudes.
‑Y yo ‑replicó Cornelius‑ os he contestado. Creía, al veros venir, querida Rosa, que habíais recibi­do mi carta.
‑Es verdad, la he recibido.
‑No daréis por excusa esta vez que no sabéis leer. No sólo leéis correctamente, sino que también habéis aprovechado enormemente las lecciones de escritura.
‑En efecto, no solamente he recibido, sino que también he leído vuestra nota. Por eso es por lo que he venido, para ver si habría algún medio para devolveros la salud.
‑¡Devolverme la salud! ‑exclamó Cornelius‑. Entonces ¿tenéis alguna buena noticia que darme?
Y al hablar así, el joven clavaba en Rosa dos ojos brillantes de esperanza.
Sea que ella no comprendiera esa mirada, sea que no quisiera comprenderla, la joven respondió gravemente:
‑Solamente puedo hablaros de vuestro tulipán que es, como sé, la más grave preocupación que vos tenéis.
Rosa pronunció estas pocas palabras con un acento helado que hizo sobresaltar a Cornelius.
El celoso tulipanero no comprendía todo lo que ocultaba, bajo el velo de la indiferencia, la pobre niña siempre a la greña con su rival, el adorado tulipán negro.
‑¡Ah! ‑murmuró Cornelius‑. ¡Todavía, todavía! Rosa, no os he dicho, ¡Dios mío!, que no pienso más que en vos, que era a vos sola a quien echaba de menos, vos sola quien me faltaba, vos sola quien, con vuestra ausen­cia, me retiraba el aire, el día, el calor, la luz, la vida.
Rosa sonrió melancólicamente.
‑¡Ah! ‑dijo‑. Es que vuestro tulipán ha corrido un peligro muy grande.
Cornelius se sobresaltó a su pesar, y se dejó coger en la trampa si es que aquello lo era.
‑¡Un peligro muy grande! ‑exclamó tembloro­so‑. Dios mío, ¿cuál?
Rosa le miró con una dulce compasión, sintiendo que lo que ella quería estaba por encima de las fuerzas de aquel hombre, y que había que aceptar a éste con su debilidad.
‑Sí ‑dijo‑. Adivinasteis precisamente que el pre­tendiente amoroso, Jacob, no venía por mí.
‑¿Y por quién venía, pues? ‑preguntó Cornelius con ansiedad.
‑Por el tulipán.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius palideciendo ante esta noticia más de lo que había palidecido cuando Rosa, equivocándose, le había anunciado quince días antes que Jacob acudía a la fortaleza por verla a ella.
Rosa vio este terror, y Cornelius percibió por la expresión de su rostro que ella pensaba lo que acabamos de decir.
‑¡Oh! Perdonadme, Rosa ‑se excusó‑. Yo os co­nozco, sé la bondad y la honestidad de vuestro corazón. A vos, Dios os ha dado el pensamiento, el juicio, la fuerza y el movimiento para defenderos, pero a mi pobre tuli­pán amenazado, Dios no le ha dado nada de todo eso.
Rosa no respondió a esta excusa del prisionero y continuó:
‑Desde el momento en que ese hombre, que me había seguido al jardín y al que había reconocido como Jacob, os inquietaba, me inquietaba a mí mucho más todavía. Hice, pues, lo que me habíais dicho, a la maña­na siguiente del día en que os vi por última vez y en el que me dijisteis...
Cornelius la interrumpió.
‑Perdón, una vez más, Rosa ‑exclamó‑. Me equivoqué al deciros lo que os dije. Ya os he pedido mi perdón por aquella fatal palabra. Os lo pido de nuevo. ¿Será, pues, siempre en vano?
‑A la mañana siguiente a aquel día ‑prosiguió Rosa‑, acordándome de lo que me habíais dicho... de la trampa a emplear para asegurarme si era a mí o al tu­lipán a quien ese odioso hombre seguía...
‑Sí, odioso... No es verdad ‑murmuró él‑ que vos odiéis realmente a ese hombre.
‑Sí, le odio ‑afirmó Rosa‑ ¡porque es la causa de que esté sufriendo tanto desde hace ocho días!
‑¡Ah! ¿Vos también habéis sufrido, entonces? Gra­cias por esta hermosa palabra, Rosa.
‑A la mañana siguiente de aquel desgraciado día ‑continuó Rosa‑ bajé al jardín, y avancé hacia la pla­tabanda donde debía plantar el tulipán, siempre miran­do detrás de mí si, esta vez como la otra, era seguida.
‑¿Y bien? ‑preguntó Cornelius.
‑¡Pues bien! La misma sombra se deslizó entre la puerta y la muralla, y desapareció también detrás de los saúcos.
‑Simulasteis no verla, ¿verdad? ‑inquirió Corne­lius, recordando con todo detalle el consejo que le ha­bía dado a Rosa.
‑Sí, y me incliné sobre la platabanda que excavé con una azada como si plantara el bulbo.
‑¿Y él... él... durante ese tiempo?
‑Yo veía brillar sus ojos ardientes como los de un tigre a través de las ramas de los árboles.
‑¿Veis? ¿Veis? ‑exclamó Cornelius.
‑Luego, acabado ese remedo de operación, me retiré.
‑Pero detrás de la puerta del jardín solamente, ¿verdad? De forma que a través de las grietas o de la cerradura de esa puerta pudierais ver lo que hacia él una vez vos hubieseis partido.
‑Esperó un instante sin duda para asegurarse de que yo no volvería, luego salió a paso de lobo de su escondrijo, se acercó a la platabanda dando un largo rodeo, llegó por fin a su meta, es decir, frente al lugar donde la tierra aparecía recién removida, se detuvo con aire indiferente, miró hacia todos lados, interrogó cada ángulo del jardín, interrogó cada ventana de las casas vecinas, interrogó la tierra, el cielo, el aire, y creyendo que se hallaba realmente solo, fuera de la vista de todo el mundo, se precipitó sobre la platabanda, hundió sus dos manos en la tierra blanda, recogió una porción que deshizo suavemente entre sus manos para ver si el bul­bo se encontraba allí, repitió tres veces el mismo ma­nejo y cada vez con una acción más ardiente, hasta que al fin, comenzando a comprender que podía haber sido engañado con alguna superchería, calmó la agitación que le devoraba, cogió el rastrillo, igualó el terreno para dejarlo en el mismo estado en que se hallaba an­tes de que lo hubiera registrado y, completamente avergonzado, completamente corrido, cogió el camino de la puerta afectando el aspecto inocente de un pa­seante ordinario.
‑¡Oh, el miserable! ‑murmuró Cornelius, enju­gando las gotas de sudor que perlaban su frente‑. ¡Oh, el miserable! Lo había adivinado. Pero entonces, Rosa, ¿qué habéis hecho con el bulbo? ¡Ay! Ya es un poco tarde para plantarlo.
‑El bulbo está en la tierra desde hace seis días.
‑¿Dónde? ¿Cómo? ‑exclamó Cornelius‑. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué imprudencia! ¿Dónde está? ¿En qué tierra se halla? ¿Está bien o mal expuesto? ¿No hay peligro de que ese espantoso Jacob nos lo robe?
‑No hay peligro de que nos lo roben, a menos que Jacob fuerce la puerta de mi habitación.
‑¡Ah! Está con vos, está en vuestra habitación, Rosa ‑dijo Cornelius un poco tranquilizado‑. Pero ¿en qué tierra, en qué recipiente? No le haréis germinar en el agua como las buenas mujeres de Haarlem y de Dordrecht que se empeñan en creer que el agua puede reemplazar a la tierra, como si el agua, que está com­puesta de treinta y tres partes de oxígeno y de sesenta y seis partes de hidrógeno, pudiera reemplazar... Pero ¡qué es lo que os digo, Rosa!
‑Sí, esto es un poco técnico para mí ‑respondió sonriendo, la joven‑. Me contentaré, pues, con responderos, para tranquilizaros, que vuestro bulbo no está en el agua.
‑¡Ah! Respiro.
‑Está en una buena vasija de mayólica, justo del ancho del recipiente donde habíais enterrado el vuestro. Está en un terreno compuesto de tres cuartas partes de tierra ordinaria cogida del mejor lugar del jardín, y de un cuarto de tierra de la calle. ¡Oh! ¡He oído decir tan a menudo a vos y a ese infame de Jacob, como vos le llamáis, en qué tierra debe crecer el tulipán, que ya lo sé como el primer jardinero de Haarlem!
‑¡Ah! Ahora queda la exposición. ¿Qué exposición tiene, Rosa?
‑Está al sol toda la jornada, los días en que luce. Pero cuando haya salido de la tierra, cuando el sol sea más caliente, haré como vos hacíais aquí, querido señor Cornelius. Lo expondré en mi ventana al levante desde las ocho de la mañana a las once, y en mi ventana al ponente, desde las tres de la tarde hasta las cinco.
‑¡Ah! ¡Eso es, eso es! ‑exclamó Cornelius‑. Sois una jardinera perfecta, mi bella Rosa. Pero pienso que el cultivo de mi tulipán va a tomaros todo vuestro tiempo.
‑Sí, es verdad ‑concedió Rosa‑, pero no impor­ta; vuestro tulipán es mi hijo. Le dedico el tiempo que dedicaría a mi niño, si fuera madre. Solamente convir­tiéndome en su madre ‑añadió Rosa sonriendo‑ pue­do dejar de considerarme su rival. ¿No os parece?
‑¡Buena y querida Rosa! ‑murmuró Cornelius lanzando sobre la joven una mirada donde había más de amante que de horticultor, y que consoló un poco a Rosa.
Luego, al cabo de un instante de silencio, durante el cual Cornelius había buscado por las aberturas del en­rejado la mano fugitiva de Rosa:
‑Así pues ‑continuó Cornelius‑ ¿ya hace seis días que el bulbo está en la tierra?
‑Seis días, sí, señor Cornelius ‑asintió la joven. ‑¿Y no aparece todavía?
‑No, pero creo que mañana aparecerá.
‑Mañana entonces, me daréis noticias de él al dar­me las vuestras, ¿verdad, Rosa? Me inquieto mucho por el hijo, como vos decíais hace un momento; pero me intereso muy de otro modo por la madre.
‑Mañana ‑dijo Rosa, desviando la vista de la de Cornelius‑, no sé si podré.
‑¿Eh? ¡Dios mío! ‑exclamó Cornelius‑. ¿Por qué mañana no podréis?
‑Señor Cornelius, tengo mil cosas que hacer.
‑Mientras que yo, no tengo más que una ‑mur­muró Cornelius.
‑Sí ‑respondió Rosa‑, amar vuestro tulipán.
‑Amaros a vos, Rosa.
Rosa movió la cabeza.
Se hizo un nuevo silencio.
‑En fin ‑continuó Van Baerle, interrumpiendo ese silencio‑ todo cambia en la Naturaleza: a las flores de la primavera suceden otras flores, y vemos a las abe­jas, que acarician tiernamente a las violetas y a los alhe­líes, posarse con el mismo amor sobre las madreselvas, las rosas, los jazmines, los crisantemos y los geranios.
‑¿Qué quiere decir esto? ‑preguntó Rosa.
‑Esto quiere decir, señorita, que vos habéis queri­do primero oír el relato de mis alegrías y de mis penas; habéis acariciado la flor de nuestra mutua juventud; pero la mía se marchita en la sombra. El jardín de las esperanzas y los placeres de un prisionero no tiene más que una estación. No ocurre como en esos bellos jardi­nes al aire libre y al sol. Una vez realizada la siega de mayo, una vez cosechado el botín, las abejas como vos, Rosa, las abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas diáfanas, pasan por entre los barrotes, desertan del frío, de la soledad, de la tristeza, para ir a buscar más lejos los perfumes y las calientes exhalaciones. ¡La felicidad, en fin!
Rosa miraba a Cornelius con una sonrisa que éste no veía, tenía la vista levantada al cielo.
Continuó con un suspiro:
‑Vos me habéis abandonado, señorita Rosa, para gozar de vuestras cuatro estaciones de placeres. Habéis hecho bien; no me lamento. ¿Qué derecho tenía para exigir vuestra fidelidad?
‑¡Mi fidelidad! ‑exclamó Rosa anegada en lágri­mas, y sin tomarse el trabajo de ocultar por más tiem­po a Cornelius aquel rosario de perlas que rodaba por sus mejillas‑. ¡Mi fidelidad! ¿No os he sido fiel?
‑¡Ay! ¿Es serme fiel ‑preguntó Cornelius abandonarme, dejarme morir aquí?
‑Pero, señor Cornelius ‑protestó Rosa‑, ¿no he hecho por vos todo lo que podía para agradaros, no me he ocupado de vuestro tulipán?
‑¡Con amargura, Rosa! Me reprocháis la única ale­gría sin mancha que he tenido en este mundo.
‑No os reprocho nada, señor Cornelius, sino la única pena profunda que he sentido desde el día en que vinieron a decirme a la Buytenhoff que íbais a ser ajus­ticiado.
‑Os desagrada, Rosa, mi dulce Rosa, os desagrada que yo ame a las flores.
‑No me desagrada que vos las améis, solamente me entristece que las améis más de lo que me amáis a mí misma.
‑¡Ah! Querida, querida bienamada ‑exclamó Cornelius‑, mirad cómo tiemblan mis manos, mirad cuán pálida está mi frente, escuchad, escuchad cómo late mi corazón; ¡pues bien!, no es porque mi tulipán negro me sonríe y me llama, no. Es porque vos me sonreís, es porque vos inclináis vuestra frente hacia mí; es porque ‑no sé si esto es verdad‑, es porque me parece que, aun rehusándolas, vuestras manos aspiran a las mías y siento el calor de vuestras bellas mejillas tras el frío en­rejado. Rosa, amor mío, romped el bulbo del tulipán negro, destruid la esperanza de esta flor, apagad la dul­ce luz de este sueño casto y encantador con el que me había habituado cada día. ¡Sea! Nada de flores de ricos vestidos, de gracias elegantes, de caprichos divinos, des­pojadme de todo esto, flor celosa de otras flores, despo­jadme de todo esto, pero no me quitéis vuestra voz, vuestro gesto, el rumor de vuestros pasos por la pesa­da escalera, no me quitéis el fuego de vuestros ojos en el sombrío corredor, la certeza de vuestro amor que acaricia perpetuamente mi corazón; amadme, Rosa, porque realmente yo siento que os amo.
‑Después del tulipán negro ‑suspiró la joven, cu­yas manos tibias y acariciantes consentían por fin en en­tregarse a través del enrejado a los labios de Cornelius.
‑Antes que nada, Rosa...
‑¿He de creeros?
‑Como creéis en Dios.
‑Sea, ¿no os compromete mucho el amarme?
‑Muy poco, desgraciadamente, querida Rosa, pero os compromete a vos.
‑¿A mí? ‑preguntó Rosa‑. ¿Y a qué me compro­mete esto?
‑En primer lugar, a no casaros.
Ella sonrió.
‑¡Ah! Así es como sois los hombres ‑dijo‑: ti­ranos. Adoráis a una belleza: no pensáis más que en ella, no soñáis más que con ella. Sois condenados a muer­te, y al marchar hacia el patíbulo le consagráis vuestro último suspiro, y exigís de mí, pobre chica, exigís el sa­crificio de mis sueños, de mi ambición.
‑Pero ¿de qué belleza me habláis, Rosa? ‑pregun­tó Cornelius buscando en sus recuerdos, inútilmente, una mujer a la cual Rosa pudiera hacer alusión.
‑Pues de la belleza negra, señor, de la belleza ne­gra de talle flexible, de pies finos, de cabeza llena de nobleza. Me refiero a vuestra flor, naturalmente.
Cornelius sonrió.
‑Belleza imaginaria, mi buena Rosa, mientras que vos, sin contar a vuestro enamorado, o más bien a mi enamorado Jacob, estáis rodeada de galanes que os ha­cen la corte. ¿Recordáis, Rosa, lo que me habéis dicho de los estudiantes, de los oficiales, de los dependientes de La Haya? Pues bien, ¿no hay en Loevestein depen­dientes, oficiales, estudiantes?
‑¡Oh! Sí que los hay por cierto, y hasta demasia­dos ‑dijo Rosa.
‑¿Que escriben?
‑Que escriben.
Y Cornelius lanzó un suspiro al pensar que era a él, pobre prisionero, a quien Rosa debía el privilegio de leer las notas que recibía.
‑¡Pues sí! ‑prosiguió Rosa‑. Pero me parece, se­ñor Cornelius, que al leer las notas que me escriben, al examinar los galanes que se me presentan, no hay más que seguir vuestras instrucciones.
‑¿Cómo mis instrucciones?
‑Sí, vuestras instrucciones. Olvidáis ‑continuo Rosa suspirando a su vez‑, olvidáis el testamento es­crito por vos en la Biblia del señor Corneille de Witt. ¡Yo no lo olvido! Porque, ahora que sé leer, lo releo todos los días, y más bien dos veces que una. ¡Pues bien! En ese testamento, me ordenáis amar y casarme con un guapo joven de veintiséis a veintiocho años. Yo busco a ese joven, y como toda mi jornada está consagrada a vuestro tulipán, es preciso que me dejéis la noche para hallarlo.
‑¡Ah, Rosa! El testamento se hizo en previsión de mi muerte y, gracias al Cielo, estoy vivo. Por lo tanto queda sin efecto, si así lo deseáis.
‑¡Pues bien! Entonces, no buscaré a ese guapo jo­ven de veintiséis a veintiocho años, y vendré a veros.
‑¡Ah! ¡Sí, Rosa, venid! ¡Venid!
‑Mas con una condición.
‑¡Está aceptada de antemano!
‑Que durante tres días no hablemos del tulipán negro.
‑No hablaremos nunca si lo exigís, Rosa.
‑¡Oh! ‑exclamó la joven‑. No hay que pedir lo imposible.
Y, como por descuido, aproximó su fresca mejilla tan cerca del enrejado que Cornelius pudo rozarla con sus labios.
Rosa lanzó un pequeño grito lleno de amor, y de­sapareció.

XXI
El Segundo Bulbo


La noche fue buena y la jornada del día siguiente mejor todavía.
En los días precedentes, la prisión se había hecho pesada, sombría, deprimente; oprimía con todo su peso al pobre prisionero. Sus muros eran negros, su aire era frío, los barrotes estaban dispuestos de forma que ape­nas dejaban pasar la luz del día.
Pero cuando Cornelius despertó al nuevo día, un rayo de sol matinal jugaba en los barrotes, los palomos hendían el aire con sus alas extendidas, mientras que otros se arrullaban amorosamente sobre el tejadillo de la ventana todavía cerrada.
Cornelius corrió hacia aquella ventana y la abrió; le pareció que la vida, la alegría, casi la libertad, entraban con ese rayo de sol en la sombría celda.
Es que el amor florecía y hacía florecer cada cosa a su alrededor; el amor, flor del cielo de otro brillo, per­fumaba de forma distinta a todas las flores de la Tierra.
Cuando Gryphus entró en la celda del prisionero en lugar de encontrarlo taciturno y acostado como los otros días, lo halló de pie y cantando un aria de ópera.
‑¡Eh! ‑exclamó aquél.
‑¿Cómo estamos esta mañana?
Gryphus le miró con desdén.
‑El perro, y el señor Jacob, y nuestra bella Rosa, ¿cómo están todos?
Gryphus rechinó los dientes.
‑Aquí está vuestro desayuno ‑dijo.
‑Gracias, amigo carcelero ‑contestó el prisione­ro‑. Llegáis a tiempo porque tengo mucha hambre.
‑¡Ah! ¿Tenéis hambre? ‑comentó Gryphus.
‑Toma, ¿por qué no? ‑preguntó Van Baerle.
‑Parece que la conspiración marcha ‑dijo Gry­phus.
‑¿Qué conspiración? ‑inquirió Van Baerle.
‑¡Bueno! Sabemos lo que se dice, pero vigilaremos, señor sabio: estad tranquilo, vigilaremos.
‑¡Vigilad, amigo Gryphus! ‑replicó Van Baerle‑. ¡Vigilad! Mi conspiración, como mi persona, se halla toda a vuestro servicio.
‑Veremos esto a mediodía ‑aseguró Gryphus.
‑A mediodía ‑repitió Cornelius‑. ¿Qué querrá decir? Sea, esperemos al mediodía; a mediodía veremos.
Era fácil para Cornelius esperar hasta mediodía. Cornelius esperaba hasta las nueve.
Mediodía llegó y se oyó en la escalera, no solamente el paso de Gryphus, sino los pasos de tres o cuatro sol­dados que subían con él.
La puerta se abrió, Gryphus entró, introdujo a los hombres y cerró la puerta detrás de ellos.
‑¡Aquí! Ahora, busquemos.
Buscaron en los bolsillos de Cornelius, entre su chaqueta y su chaleco, entre su chaleco y su camisa, entre su camisa y su piel; no se halló nada.
Buscaron en las sábanas, en el colchón, en el jergón del lecho y no se halló nada.
Fue entonces cuando Cornelius se felicitó por no haber aceptado el tercer bulbo. Gryphus, en esta pesquisa, lo hubiera encontrado ciertamente, por muy oculto que estuviese, y lo habría tratado como al pri­mero.
Por lo demás, jamás asistió un prisionero con un rostro más sereno a una pesquisa realizada en su celda.
Gryphus se retiró con el lápiz y las tres o cuatro hojas de papel blanco que Rosa había dado a Cornelius; éste fue el único trofeo de la expedición.
A las seis, Gryphus regresó, pero solo; Cornelius quiso calmarle, pero Gryphus gruñó, mostró el colmi­llo que sobresalía en una comisura de la boca, y salió andando hacia atrás, como un hombre que tiene miedo de que le ataquen.
Cornelius estalló en risas.
Lo cual hizo que Gryphus, que conocía los refranes, le gritara a través de la reja:
‑Está bien, está bien; mejor reirá quien ría el úl­timo.
El que debía reír el último, aquella noche por lo menos, era Cornelius, porque Cornelius esperaba a Rosa.
Rosa acudió a las nueve; pero acudió sin farol; Rosa no tenía ya necesidad de la luz, sabía leer.
Además, la luz podía denunciar a Rosa, espiada más que nunca por Jacob.
Por último, bajo la luz, se veía demasiado el rubor de Rosa cuando se ruborizaba.
¿De qué hablaron los dos jóvenes aquella noche? De las cosas de que hablan los enamorados en el umbral de una puerta en Francia, de uno a otro lado de una celo­sía en España, de lo alto al pie de una terraza en Oriente.
Hablaron de esas cosas que ponen alas a los pies de las horas, que añaden plumas a las alas del tiempo.
Hablaron de todo, excepto del tulipán negro..
Luego, a las diez, como de costumbre, se separaron.
Cornelius era feliz, tan completamente feliz como puede serlo un tulipanero a quien no se le ha hablado de su tulipán.
Encontraba a Rosa bonita como todos los amores de la Tierra; la hallaba buena, graciosa, encantadora.
Mas ¿por qué Rosa prohibía que se hablara del tu­lipán?
Ésta era una gran falta que Rosa cometía.
Cornelius se dijo, suspirando, que la joven no era absolutamente perfecta.
Una parte de la noche la pasó meditando sobre esta imperfección. Lo que quiere decir que, mientras estuvo despierto, pensó en Rosa.
Una vez dormido, soñó con ella.
Pero la Rosa de sus sueños era mucho más perfecta que la Rosa de la realidad. Aquélla no solamente habla­ba del tulipán, sino que, además, traía a Cornelius un magnífico tulipán negro nacido en un jarro de China.
Cornelius se despertó temblando de alegría y mur­murando: «Rosa, Rosa, te amo.»
Y como se hacía ya de día, Cornelius no juzgó oportuno volverse a dormir.
Conservó, pues, todo el día la idea que había teni­do en su despertar.
¡Ah! Si Rosa le hubiera hablado del tulipán, Corne­lius la hubiese preferido a la reina Semiramis, a la reina Cleopatra, a la reina Isabel, a la reina Ana de Austria, es decir, a las más grandes o a las más bellas reinas del mundo.
Pero Rosa había prohibido, bajo pena de no volver más, que se hablara del tulipán antes de tres largos días.
Eran setenta y dos horas concedidas al amante, es verdad; pero eran setenta y dos horas restadas al horti­cultor.
Cierto que de esas setenta y dos horas, ya habían transcurrido treinta y seis.
Las otras treinta y seis pasarían muy pronto, dieciocho horas esperando, dieciocho horas para recordar.
Rosa volvió a la misma hora; Cornelius soportó heroicamente su penitencia. Hubiera sido un pitagóri­co más distinguido que Cornelius, y con tal de que se le hubiese permitido pedir una vez por día noticias de su tulipán, se habría quedado cinco años, según los estatu­tos de la Orden, sin hablar de otra cosa.
Por lo demás, la bella visitante comprendía realmen­te que cuando se ordena por un lado, hay que ceder por el otro. Rosa dejaba a Cornelius atraer sus dedos por el postigo; Rosa dejaba a Cornelius besar sus cabellos a través del enrejado.
¡Pobre niña! Todas esas delicadezas del amor eran mucho más peligrosas para ella que hablar del tulipán.
Lo comprendió al regresar a su habitación con el corazón palpitante, las mejillas ardientes, los labios se­cos y los ojos húmedos.
Por eso al día siguiente por la noche, después de cambiar las primeras palabras, después de prodigarse las primeras caricias, miró a Cornelius á través del enreja­do, y en la oscuridad, dijo:
‑¡Bien! ¡Ya se ha levantado!
‑¡Se ha levantado! ¿Qué? ¿Quién? ‑inquirió Cor­nelius no atreviéndose a creer que la misma Rosa abre­viara la duración de su prueba.
‑El tulipán ‑contestó la joven.
‑¿Cómo? ‑exclamó Cornelius‑. ¿Permitís, pues?
‑¡Sí! ‑concedió Rosa en el tono de una madre cariñosa que permite una alegría a su hijo.
‑¡Ah, Rosa! ‑se alborozó Cornelius alargando sus labios a través del enrejado, con la esperanza de to­car una mejilla, una mano, la frente, cualquier cosa.
Tocó algo mejor que todo eso, tocó dos labios en­treabiertos.
Rosa lanzó un pequeño grito.
Cornelius comprendió que debía apresurarse a con­tinuar la conversación, sentía que ese contacto inespe­rado había asustado mucho a Rosa.
‑¿Se ha levantado muy derecho? ‑preguntó.
‑Derecho como un huso de Frisia ‑dijo Rosa.
‑¿Y está muy alto?
‑Seis centímetros por lo menos.
‑¡Oh! Rosa, tened mucho cuidado y veréis cómo crece de prisa.
‑¿Puedo tener más cuidado? ‑explicó Rosa‑. No pienso más que en él.
‑¿Sólo en él, Rosa? Tened cuidado, soy yo el que voy a sentirme celoso a mi vez.
‑Y vos sabéis ya que pensar en él es pensar en vos. No lo pierdo de vista. Lo veo desde mi lecho; al desper­tarme es el primer objeto que miro, al dormirme es el último objeto que retengo en la mirada. Durante el día me siento y trabajo a su lado, porque desde que se en­cuentra en mi habitación, no lo abandono.
‑Tenéis razón, Rosa, es vuestra dote, ¿sabéis?
‑Sí, y gracias a ella podré casarme con un hombre joven de veintiséis a veintiocho años que me guste.
‑Callaos, malvada.
Y Cornelius consiguió coger los dedos de la joven, lo cual hizo, si no cambiar de conversación, por lo me­nos que el silencio siguiera al diálogo.
Aquella noche, Cornelius fue el más feliz de los hombres. Rosa le dejó su mano cuanto quiso retenerla, y le habló del tulipán a su entera satisfacción.
A partir de aquel momento, cada día trajo un pro­greso en el tulipán y en el amor de los dos jóvenes. Una vez eran las hojas que se habían abierto, otra, era la misma flor que había cuajado. Ante esta noticia la ale­gría de Cornelius fue grande, y sus preguntas se su­cedieron con una rapidez que testimoniaba su impa­ciencia.
‑Cuajada ‑exclamó Cornelius‑. ¡Ha cuajado!
‑Ha cuajado ‑repitió Rosa.
Cornelius se tambaleó de alegría y se vio obligado a agarrarse al postigo.
‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑exclamó, y volviéndose a Rosa‑‑. ¿Es regular el óvalo, está lleno el cilindro, es­tán bien verdes las puntas?

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