‑Os avisaré cuando llegue el primer día
favorable; pero, sobre todo, no vayáis a haceros ayudar por nadie, no confiéis
vuestro secreto a nadie; un aficionado, ¿comprendéis?, sería capaz, con sólo
inspeccionar ese bulbo, de reconocer su valor; y sobre todo, sobre todo, mi
querida Rosa, guardad cuidadosamente la tercera cebolla que os queda.
‑Todavía está en el mismo papel donde
vos la pusisteis y tal como me la disteis, señor Cornelius, escondida en el
fondo de mi armario y bajo mis encajes que la conservan en seco sin
alteraciones. Pero, adiós, pobre prisionero.
‑¿Cómo, ya?
‑Es preciso.
‑¡Venir tan tarde y marchar tan pronto!
‑Mi padre podría impacientarse al no
verme regresar; el enamorado podría imaginarse que hay un rival.
Y escuchó, inquieta.
‑¿Qué os ocurre? ‑preguntó Van Baerle.
‑Me ha parecido oír...
‑¿Qué?
‑Algo como un paso que crujía en la
escalera.
‑En efecto ‑dijo el prisionero‑, no
puede ser otro que Gryphus. Se le oye de lejos.
‑No, no es mi padre, estoy segura,
pero...
‑Pero...
‑Podría ser el señor Jacob.
Rosa se lanzó hacia la escalera, y se
oyó, en efecto, una puerta que se cerraba rápidamente antes de que la joven
hubiera descendido los diez primeros escalones.
Cornelius se quedó muy quieto, pero
esto no era para él más que un preludio.
Cuando la fatalidad comienza a realizar
una mala obra, es raro que no prevenga caritativamente a su víctima, como un
espadachín hace con su adversario para darle tiempo a ponerse en guardia.
Casi siempre, estos avisos emanan del
instinto del hombre o de la complicidad de los objetos inanimados, a menudo
menos inanimados de lo que generalmente se cree; casi siempre, decimos
nosotros, estos avisos se desatienden. El golpe ha silbado en el aire y cae sobre
una cabeza a la que ese silbido hubiera debido de advertir, y que, advertida,
habría tenido que precaverse.
El día siguiente transcurrió sin que
nada notable se señalara. Gryphus hizo sus tres visitas. No descubrió nada.
Cuando oía venir a su carcelero ‑con la esperanza de sorprender los secretos
de su prisionero, Gryphus no acudía nunca a las mismas horas‑, Van Baerle, con
la ayuda de un mecanismo que había inventado, y que se parecía a aquellos con
ayuda de los cuales se suben y descienden los sacos de trigo en las granjas,
hacía descender su vasija por debajo de la cornisa de tejas primero, y luego
de las piedras que había por debajo de su ventana. En cuanto a los hilos, con
ayuda de los cuales realizaba el movimiento, nuestro mecánico había hallado el
modo de ocultarlos entre los musgos que vegetaban en las tejas y en los huecos
de las piedras.
Gryphus no veía ni podía sospechar
nada.
Este manejo tuvo éxito durante ocho
días.
Pero una mañana que Cornelius, absorto
en la contemplación de su bulbo, en donde aparecía ya un punto de vegetación,
no había oído subir al viejo Gryphus ‑hacía mucho viento aquel día y todo
crujía en el torreón‑, la puerta se abrió de repente, y Cornelius fue
sorprendido con su vasija entre las rodillas.
Gryphus, viendo un objeto desconocido,
y por consecuencia prohibido en manos de su prisionero, se lanzó sobre el
objeto con más rapidez que el halcón sobre su presa.
El azar o aquella habilidad fatal que
el espíritu del mal concede a veces a los seres maléficos, hizo que su gruesa
mano callosa se posara desde el principio en medio de la vasija, sobre la
porción de tierra depositaria de la preciosa cebolla, aquella mano rota por
encima de la muñeca y que Cornelius van Baerle le había arreglado tan bien.
‑¿Qué tenéis ahí? ‑gritó.
Y hundió su mano en la tierra.
‑¿Yo? ¡Nada, nada! ‑exclamó Cornelius
muy tembloroso.
‑¡Ah! ¡Una vasija! ¡Tierra! ¡Hay algún
secreto oculto aquí! .
‑¡Cuidado, señor Gryphus! ‑suplicó Van
Baerle, inquieto como la perdiz a la que el segador acaba de quitarle su
pollada.
Y es que Gryphus comenzaba a escarbar
en la tierra con sus ganchudos dedos.
‑¡Señor, señor! ¡Tened cuidado! ‑imploró
Cornelius palideciendo.
‑¿A qué? ¡Voto a Dios! ¿A qué? ‑aulló
el carcelero.
‑¡Tened cuidado, os digo! ¡Vais a
lastimarlo!
Y con un rápido movimiento, casi
desesperado, arrancó de las manos del carcelero la vasija, que ocultó como un
tesoro bajo el amparo de sus dos brazos.
Pero Gryphus, testarudo como viejo, y
cada vez más convencido de que acababa de descubrir una conspiración contra el
príncipe de Orange, corrió hacia su prisionero con el garrote levantado, y
viendo la impasible resolución del cautivo en proteger su recipiente de
flores, comprendió que Cornelius temblaba mucho menos por su cabeza que por su
vasija.
Trató, pues, de arrancársela a viva
fuerza.
‑¡Ah! ‑decía el carcelero furioso‑. Ved
que os estáis rebelando.
‑¡Dejadme mi tulipán! ‑gritaba Van
Baerle.
‑Sí, sí, tulipán ‑replicaba el viejo‑.
Conocemos las tretas de los prisioneros.
‑Pero yo os juro...
‑Soltad ‑repetía Gryphus pataleando‑.
Soltad, o llamo a la guardia.
‑Llamad a quien queráis, pero no
obtendréis esta pobre flor más que con mi vida.
Gryphus, exasperado, hundió sus dedos
por segunda vez en la tierra, y esta vez sacó el bulbo todo negro, y mientras
Van Baerle se sentía feliz por haber salvado el continente, no imaginándose
que su adversario poseía el contenido, Gryphus lanzó violentamente el bulbo
reblandecido que se aplastó sobre la baldosa y desapareció casi enseguida
triturado, casi convertido en papilla, bajo el grueso zapato del carcelero.
Van Baerle vio el crimen, entrevió los
restos húmedos, comprendió aquella alegría feroz de Gryphus y lanzó un grito
desesperado que conmovió a ese carcelero asesino que, unos años antes, había
matado la araña de Pellison.
La idea de golpear a aquel mal hombre
cruzó como un relámpago por el cerebro del tulipanero. El fuego y la sangre le
subieron conjuntamente hasta la frente, le cegaron, y levantó con sus dos
manos la pesada vasija con toda la inútil tierra que quedaba en ella. Un
instante más, y la dejaría caer sobre el calvo cráneo del viejo Gryphus.
Un grito le detuvo, un grito lleno de
lágrimas y de angustia, el grito que lanzó detrás del enrejado del postigo la
pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada
entre su padre y su amigo.
Cornelius arrojó la vasija que se
rompió en mil pedazos con un estrépito terrible.
Y entonces, Gryphus comprendió el
peligro que acababa de correr y se entregó a terribles amenazas.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius‑. Es preciso
que seáis un hombre muy cobarde y muy villano para arrancarle a un pobre
prisionero su único consuelo, una cebolla de tulipán.
‑¡Apartaos, padre mío! ‑añadió Rosa‑.
Es un crimen lo que acabáis de cometer.
‑¡Ah! Sois vos, cotorra ‑gritó el viejo
hirviendo de cólera, volviéndose hacia su hija‑. Meteos en lo que os importe,
y, sobre todo, bajad enseguida.
‑¡Desgraciado! ¡Desgraciado! ‑continuaba
Cornelius desesperado.
‑Después de todo, no se trata más que
de, un tulipán ‑añadió Gryphus un poco avergonzado‑. Os daremos tantos
tulipanes como deseéis, tengo trescientos en mi desván.
‑¡Al diablo vuestros tulipanes! ‑exclamó
Cornelius‑. No valen más de lo que vos mismo valéis. ¡Oh! ¡Cien mil millones
de millones! Si los tuviera, los daría por el que habéis aplastado.
‑¡Ah! ‑exclamó Gryphus triunfante‑. Ya
veis que no es un tulipán lo que vos teníais. Ya veis que en esta falsa cebolla
había alguna brujería, tal vez un medio de correspondencia con los enemigos de
Su Alteza, que os perdonó. Ya decía yo que se había equivocado al no cortaros
el cuello.
‑¡Padre mío! ¡Padre mío! ‑exclamaba
Rosa.
‑¡Pues bien! ¡Tanto mejor! ¡Tanto
mejor! ‑repetía Gryphus animándose‑. Yo lo he destruido, yo lo he destruido.
¡Y así lo haré cada vez que vos comencéis de nuevo! ¡Ah! Ya os había avisado,
mi guapo amigo, que os haría la vida dura.
‑¡Maldito! ¡Maldito! ‑gritó Cornelius
mientras completamente desesperado revolvía con sus dedos temblorosos los
últimos vestigios de su bulbo, cadáver de tantas alegrías y tantas esperanzas.
‑Plantaremos el otro mañana, querido
señor Cornelius ‑dijo en voz baja Rosa, que comprendía el inmenso dolor del
tulipanero y que lanzó ‑corazón santo‑ aquellas dulces palabras como una gota
de bálsamo en la herida sangrante de Cornelius.
XVIII
El Enamorado De Rosa
Apenas había pronunciado Rosa aquellas
palabras de consuelo a Cornelius, cuando se oyó en la escalera una voz que
pedía a Gryphus noticias de lo que ocurría.
‑Padre mío ‑dijo Rosa‑, ¿oís?
‑¿Qué?
‑El señor Jacob os llama. Está
inquieto.
‑Se ha hecho tanto ruido ‑exclamó
Gryphus‑. ¡Se hubiera dicho que este sabio me estaba asesinando! ¡Ah! ¡Cuánto
daño proporcionan siempre los sabios!
Luego, señalando con el dedo la
escalera a Rosa, ordenó:
‑¡Caminad por delante, señorita! ‑y
cerrando la puerta, acabó‑: Ya voy con vos, amigo Jacob.
Y Gryphus salió, llevándose a Rosa y
dejando en su soledad y en su amargo dolor al pobre Cornelius que murmuraba:
‑¡Oh! Tú eres el que me has asesinado,
viejo verdugo. ¡No sobreviviré a esto!
Y, en efecto, el pobre prisionero cayó
enfermo sin ese contrapeso que la Providencia había puesto en su vida y que se
llamaba Rosa.
Por la noche, regresó la joven.
Su primera palabra fue para anunciar a
Cornelius que de allí en adelante su padre no se oponía a que él cultivara
flores.
‑¿Y cómo sabéis esto? ‑preguntó el
prisionero con aire doliente a la joven.
‑Lo sé porque lo ha dicho.
‑¿Para engañarme, tal vez?
‑No, se arrepiente.
‑¡Oh! Sí, pero demasiado tarde.
‑Este arrepentimiento no le ha venido
de sí mismo.
‑¿Y cómo le ha venido, pues?
‑¡Si vos supierais cuánto le ha reñido
su amigo!
‑¡Ah! El señor Jacob. ¿No os deja,
pues, ese caballero?
‑En todo caso, nos deja lo menos que
puede.
Y sonrió de tal forma que aquella
pequeña nube de celos que había oscurecido la frente de Cornelius se disipó.
‑¿Cómo ha ocurrido? ‑preguntó el
prisionero con interés.
‑Pues bien, interrogado por su amigo,
mi padre, a la hora de cenar le contó la historia del tulipán o más bien del
bulbo, y la bonita explosión que hizo al aplastarse.
Cornelius lanzó un suspiro que podía
pasar por un gemido.
‑¡Si hubierais visto en aquel momento a
maese Jacob...! ‑continuó Rosa‑. En verdad, creí que iba a pegar fuego a la
fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron,
crispaba sus puños. Por un instante creí que quería estrangular a mi padre.
«¿Vos habéis hecho esto ‑gritó‑, vos habéis aplastado el bulbo?» «Sin duda»,
dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! ‑continuó‑, ¡es odioso! ¡Es un crimen lo
que habéis cometido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que
vos también estáis loco?», preguntó a su amigo.
‑¡Oh! Es un hombre digno, ese Jacob ‑murmuró
Cornelius‑. Un corazón honrado, un alma escogida.
‑Lo cierto es que resulta imposible
tratar a un hombre más duramente de lo que él ha tratado a mi padre ‑añadió
Rosa‑. Por su parte, sentía una verdadera desesperación; repetía sin cesar:
«Aplastado, el bulbo aplastado; ¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego,
volviéndose hacia mí, me preguntó: «¿Pero no sería el único que tenía?»
‑¿Os ha preguntado eso? ‑inquirió
Cornelius, prestando atención.
‑«¿Vos creéis que no era el único?»,
dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos buscaréis los otros», gritó
Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego,
volviéndose hacia mí, preguntó: «¿Y qué ha dicho el pobre hombre?» Yo no sabía
qué responder. Vos me habíais recomendado que no dejase de sospechar jamás el
interés que teníais en ese bulbo. Afortunadamente mi padre me sacó del aprieto.
«¿Lo que ha dicho...? Se puso furioso.» «¿Cómo no iba a estar furioso ‑le dije‑,
si vos fuisteis tan injusto y tan brutal?» «¡Vaya! Pero ¿están todos locos? ‑gritó
mi padre a su vez‑. ¡Por haber aplastado una cebolla de tulipán!; las hay a
centenares por un florín en el mercado de Gorcum.» «Pero tal vez menos
preciosos que éste», tuve la desgracia de responder.
‑¿Y qué dijo Jacob a esas palabras? ‑preguntó
Cornelius.
‑Debo confesar que, a esas palabras, me
pareció que su mirada lanzaba destellos.
‑Sí ‑apremió Cornelius‑. Pero esto no
sería todo. ¿Dijo algo?
‑Dijo con voz melosa: «Así pues, bella
Rosa, ¿vos creéis que esa cebolla era preciosa?» Entonces comprendí que había
cometido una falta. «¿Qué sé yo? ‑respondí negligentemente‑. ¿Acaso conozco los
tulipanes? Solamente sé que, por desgracia, estamos condenados a vivir con los
prisioneros... y sé que para este prisionero constituía todo su pasatiempo. El
pobre señor Van Baerle se entretenía con esa cebolla. Y por ello digo que es
una crueldad quitarle esa diversión.» «Pero, en primer lugar, ‑dijo entonces mi
padre‑ ¿cómo se había procurado esa cebolla? Esto es lo que me gustaría saber.»
Desvié la mirada para evitar la de mi padre. Pero me topé con los ojos de
Jacob. Se diría que deseaba perseguir mi pensamiento hasta el fondo de mi
corazón. Un gesto displicente exime a menudo una respuesta. Me encogí de hombros,
me volví de espaldas y me dirigí hacia la puerta. Pero me detuve al oír
pronunciar una palabra que oí en voz baja. Jacob le dijo a mi padre: «No es
cosa difícil asegurarse, pardiez. Es cuestión de registrarle, y si tiene los
otros bulbos los hallaremos. Generalmente, hay tres.»
‑¡Hay tres! ‑exclamó Cornelius‑. ¡Dijo
que había tres bulbos!
‑Podéis comprender que la frase me
asombró tanto como a vos ahora. Me volví. Estaban los dos tan ocupados que no
vieron mi movimiento. «Pero ‑dijo mi padre‑ tal vez no tenga sus cebollas
consigo.» «Entonces sacadle de la celda con un pretexto cualquiera. Durante
ese tiempo, yo la registraré», concluyó Jacob.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Cornelius‑. Pero
vuestro maese Jacob es un bandido.
‑Tengo miedo.
‑Decidme, Rosa ‑continuó Cornelius,
pensativo‑. ¿No me habéis contado que el día en que preparabais vuestra
platabanda, ese hombre os había seguido?
‑Sí.
‑¿Que se había deslizado como una
sombra tras los saúcos?
‑Sin duda.
‑¿Que no había perdido ni uno de
vuestros golpes de rastrillo?
‑Ni uno.
‑Rosa... ‑dijo Cornelius palideciendo.
‑No era a vos a quien seguía.
‑¿A quién, pues?
‑No es de vos de quien está enamorado.
‑¿De quién, entonces?
‑Era a mi bulbo a quien seguía; es de
mi tulipán de quien está enamorado.
‑¡Ah! ¡Naturalmente! Eso podría ser ‑exclamó
Rosa.
‑¿Queréis aseguraros?
‑¿Cómo?
‑¡Oh! Es cosa fácil.
‑Decidme.
‑Id mañana al jardín; procurad, como la
primera vez, que Jacob sepa que vais allí. Procurad, como la primera vez, que
os siga; haced el ademán de enterrar el bulbo, salid del jardín, pero mirad a
través de la puerta, y ved lo que hace.
‑¡Bien! Pero ¿y después?
‑¿Después? Según él actúe, actuaremos
nosotros.
‑¡Ah! ‑exclamó Rosa lanzando un suspiro‑.
Realmente, amáis mucho a vuestras cebollas, señor Cornelius.
‑El hecho es ‑dijo el prisionero con un
suspiro que, desde que vuestro padre aplastó ese desgraciado bulbo, me parece
que una parte de mi vida se ha paralizado.
‑¡Veamos! ‑indicó Rosa‑. ¿Queréis
intentar otra cosa todavía?
‑¿Qué?
‑¿Queréis aceptar la proposición de mi
padre?
‑¿Qué proposición?
‑Os ha ofrecido cebollas de tulipanes
por centenares.
‑Es verdad.
‑Aceptad dos o tres, y en medio de
estas dos o tres cebollas, podéis criar el tercer bulbo.
‑Sí, no estaría mal ‑aprobó Cornelius
con el ceño fruncido‑ si vuestro padre estuviera solo; pero ese otro, ese
Jacob, que nos espía...
‑¡Ah! Es cierto. Sin embargo,
¡reflexionad! Os priváis aquí, lo veo, de una gran distracción.
Y pronunció estas palabras con una
sonrisa que no estaba enteramente exenta de ironía.
En efecto, Cornelius reflexionó un
instante, y era fácil de comprender que luchaba contra un gran deseo.
‑¡Pues bien! ¡No! ‑exclamó estoicamente‑.
¡No, esto sería una debilidad, una locura, una cobardía! Si así entrego a todas
las malvadas oportunidades de la cólera y de la envidia el último recurso que
nos queda, sería un hombre indigno de perdón. ¡No, Rosa, no! Mañana tomaremos
una resolución respecto a vuestro tulipán; lo cultivaréis según mis
instrucciones; y en cuanto al tercer bulbo ‑suspiró profundamente‑, en cuanto
al tercero, ¡guardadlo en vuestro armario! Guardadlo como el avaro guarda su
primera o su última moneda de oro, como la madre guarda a su hijo, como el
herido guarda la última gota de sangre de sus venas; ¡guardadlo, Rosa! ¡Algo
me dice que en él está nuestra salvación, que en él está nuestra riqueza!
¡Guardadlo! Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que
en lugar de vuestros anillos, de vuestras joyas, de este hermoso casco de oro
que enmarca tan bien vuestro rostro, juradme, Rosa, que os llevaríais este
último bulbo que encierra mi tulipán negro.
‑Estad tranquilo, señor Cornelius ‑asintió
Rosa con una dulce mezcla de tristeza y de solemnidad‑. Estad tranquilo,
vuestros deseos son órdenes para mí.
‑E incluso ‑continuó el joven
enardeciéndose cada vez más‑, si percibieseis que erais seguida, que se espían
vuestros pasos, que vuestras conversaciones despiertan las sospechas de
vuestro padre o de ese espantoso Jacob a quien detesto, ¡pues bien!, Rosa,
sacrificadme enseguida, a mí que no vivo más que para vos, que no tengo a
nadie más que a vos en el mundo, sacrificadme... no me veáis más.
Rosa sintió oprimírsele el corazón en
su pecho; las lágrimas brotaron de sus ojos.
‑¡Ay! ‑exclamó.
‑¿Qué? ‑preguntó Cornelius.
‑Veo una cosa.
‑¿Qué veis?
‑Veo ‑dijo la joven estallando en
sollozos‑, veo que vos amáis tanto a los tulipanes, que no queda lugar en
vuestro corazón para otros afectos.
Y huyó.
Cornelius pasó una de las peores noches
que jamás había pasado.
Ahora, ¿cómo vamos a explicar este
extraño carácter a los tulipaneros perfectos como los que todavía existen en
este mundo?
Lo confesamos para vergüenza de nuestro
héroe y de la horticultura; de sus dos amores, el que Cornelius sentía más
inclinado a lamentar, era el de Rosa; y cuando hacia las tres de la madrugada
se durmió cansado de sus afanes, atormentado por los temores, lleno de remordimientos,
el gran tulipán negro cedió el primer lugar, en sus sueños, a los bellos ojos
azules de la rubia frisona.
XIX
La Mujer Y La Flor
Pero la pobre Rosa, encerrada en su
habitación, no podía saber en qué o con quién soñaba Cornelius.
Por consiguiente, después de lo que él
le había dicho, Rosa se sentía más inclinada a creer que pensaba más en su
tulipán que en ella, y, sin embargo, se engañaba.
Pero como nadie estaba allí para
decirle que se engañaba, y las palabras imprudentes de Cornelius habían caído sobre
su alma como gotas de veneno, Rosa no soñaba, lloraba.
En efecto, como Rosa era una criatura
de espíritu elevado, de sentir recto y profundo, se hacía justicia a sí misma,
no en cuanto a sus cualidades morales y físicas, sino en cuanto a su posición social.
Cornelius era sabio, Cornelius era
rico, o por lo menos lo había sido antes de la confiscación de sus bienes;
Cornelius pertenecía a aquella burguesía del comercio, más orgullosa de sus
rótulos pintados en las tiendas, convertidos en blasón, de lo que había estado
jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues,
considerar a Rosa buena para una distracción, pero seguramente cuando se
tratara de empeñar el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más
noble y más orgullosa de las flores a quien se lo empeñaría, que a Rosa, la
humilde hija de un carcelero.
Comprendía, pues, esta preferencia que
Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero no estaba menos
desesperada porque lo comprendiera.
Así pues, Rosa tomó una resolución
durante aquella noche terrible, durante aquella noche de insomnio. Esta
resolución consistía en no volver nunca más al postigo.
Mas como sabía el ardiente deseo que
sentía Cornelius por tener noticias de su tulipán, mas como no quería
exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sentía acrecentarse su piedad
hasta el punto de que después de haber pasado por la simpatía, esta piedad se
encaminaba recta y a grandes pasos hacia el amor; mas como no quería que ese
hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las lecciones de lectura y
escritura comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su
aprendizaje en que ya no le hubiera sido necesario un maestro si ese maestro no
se hubiese llamado Cornelius.
Rosa, pues, se puso a leer con
encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de Witt, en la segunda página,
convertida en primera después que la otra fue arrancada, donde estaba escrito
el testamento de Cornelius van Baerle.
«¡Ah! ‑murmuraba para sí releyendo este
testamento que nunca terminaba sin que una lágrima, perla de amor, rodara de
sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas‑. ¡Ah! En ese tiempo creí, sin
embargo, por un instante que él me amaba.»
¡Pobre Rosa! Se equivocaba. Jamás el
amor del prisionero había sido real hasta el momento, ya que, como hemos dicho
con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era el gran
tulipán negro el que había sucumbido.
Pero Rosa, repitámoslo, ignoraba la
derrota del gran tulipán negro.
Así pues, terminada su lectura,
operación en la cual Rosa había realizado grandes progresos, cogía la pluma y
se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil
de la escritura.
Pero en fin, como Rosa escribía ya casi
legiblemente el día en que Cornelius había dejado hablar a su corazón tan
imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos para
dar noticias de su tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde.
No había olvidado ni una palabra de las
recomendaciones que le había hecho Cornelius. Por otra parte, Rosa no olvidaba
nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le decía no
tomaba la apariencia de una recomendación.
Por su parte, él se despertó más
enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía luminoso y vivo en su
pensamiento; pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera
sacrificarlo todo, incluso a Rosa; sino como una flor preciosa, una maravillosa
combinación de la Naturaleza y del arte, que Dios le concedía para el corpiño
de su dueña.
Sin embargo, durante toda la jornada le
persiguió una vaga inquietud. Se parecía a aquellos hombres cuyo espíritu es lo
bastante fuerte para olvidar momentáneamente que un gran peligro les amenaza
por la noche o al día siguiente. Una vez vencida la preocupación, viven una
vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde
el corazón de repente con su agudo diente. Se sobresaltan, se preguntan por qué
se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen con un
suspiro:
‑¡Oh, sí! ¡Es esto!
El esto de Cornelius era el temor de
que Rosa no viniera aquella noche como de costumbre.
Y a medida que la tarde avanzaba, la
preocupación se hacía más viva y más presente, hasta que al fin esta
preocupación se apoderó de todo el cuerpo de Cornelius, y no hubo nada más que
viviera en él.
Así pues, saludó la oscuridad con un
fuerte latido de su corazón; a medida que la oscuridad crecía, las palabras que
había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica, se
hacían más presentes en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su
consoladora que la sacrificaba a su tulipán, es decir, a renunciar a verla si
era preciso, cuando en él la vista de Rosa se había convertido en una necesidad
de su vida.
En la celda de Cornelius se oían sonar
las horas del reloj de la fortaleza. Dieron las siete, las ocho, luego las
nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profundamente en el fondo de un
corazón como lo hizo el martillo al golpear por novena vez señalando esta hora.
Después, todo quedó en silencio.
Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los latidos, y escuchó.
El rumor del paso de Rosa, el roce de
su ropa en los peldaños de la escalera, le eran tan familiares que, desde el
primer escalón subido por ella, se decía:
«¡Ah! Ya viene Rosa.»
Aquella noche, ningún ruido turbó el
silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y cuarto. Luego, en dos
sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y
finalmente, con su voz grave anunció no sólo a los huéspedes de la fortaleza,
sino también a los habitantes de Loevestein, que eran las diez.
Aquella era la hora en la que Rosa
abandonaba habitualmente a Cornelius. Había sonado la hora, y Rosa no había
venido todavía.
Así pues, sus presentimientos no le
habían engañado: Rosa, irritada, se encerraba en su habitación y le
abandonaba.
‑¡Oh! Realmente me he merecido lo que
me sucede ‑dijo Cornelius en voz alta‑. Ya no vendrá, y hará bien; en su
lugar, yo hubiera hecho lo mismo.
Mas a pesar de esto, Cornelius
escuchaba, esperaba, y seguía esperando.
Escuchó y esperó hasta la medianoche,
pero a medianoche dejó de esperar y, completamente vestido, y con el corazón
transido de dolor, se echó sobre el lecho.
La noche fue larga y triste, hasta la
llegada del día; pero el día no trajo ninguna esperanza al prisionero.
A las ocho de la mañana se abrió la
puerta; pero Cornelius ni siquiera giró la cabeza; había oído el paso pesado de
Gryphus en el corredor, pero había percibido perfectamente que ese paso se
aproximaba solo.
Ni siquiera miró hacia el carcelero.
Y, sin embargo, hubiera querido
interrogarle para pedirle noticias de Rosa. Estuvo a punto, por extraña que
esta demanda le hubiera parecido al padre de la joven, de hacerle esta
pregunta. Esperaba, en su egoísmo, que Gryphus le respondería que su hija
estaba enferma.
A menos que hubiera algún suceso
extraordinario, Rosa no venía nunca durante la jornada. Cornelius, mientras
duró el día, no esperaba, pues, nada en realidad. Sin embargo, en sus súbitos
sobresaltos, en su oído tendido hacia la puerta, en su rápida mirada interrogando
al postigo, se comprendía que el prisionero tenía la sorda esperanza de que
Rosa cometiera una alteración en sus costumbres.
A la segunda visita de Gryphus,
Cornelius, contra su costumbre, solicitó al viejo carcelero, con su voz más
dulce, noticias sobre su salud; pero Gryphus, lacónico como un espartano, se
limitó a responder:
‑Va bien.
En la tercera visita, Cornelius varió
la pregunta.
‑¿No hay nadie enfermo en Loevestein? ‑preguntó.
‑¡Nadie! ‑contestó Gryphus más
lacónicamente todavía que la primera vez, cerrando la puerta en las narices del
prisionero.
Gryphus, mal acostumbrado a semejantes
afabilidades por parte de Cornelius, había imaginado de parte de su prisionero
un comienzo de tentativa de corrupción.
Cornelius volvió a encontrarse solo;
eran las siete de la tarde. Entonces se renovaron en un grado más intenso que
la víspera las angustias que hemos intentado describir.
Pero, como la víspera, las horas
transcurrieron sin traer la dulce visión que alumbraría, a través del postigo,
el calabozo del pobre Cornelius, y que, al retirarse, dejaría allí la luz
durante todo el tiempo de su ausencia.
Van Baerle pasó la tarde en una
verdadera desesperación. Al día siguiente, Gryphus le pareció más feo, más
brutal, más desesperante todavía que de costumbre: le había cruzado por la
mente o más bien por el corazón, la esperanza de que era él el que impedía
venir a Rosa.
Le entraron unos deseos feroces de estrangular
a Gryphus; pero con Gryphus estrangulado por Cornelius, todas las leyes
divinas y humanas impedirían a Rosa volver a ver jamás a Cornelius.
El carcelero escapó pues, sin
imaginárselo, a uno de los más grandes peligros que hubiera corrido jamás en su
vida.
Llegó la noche, y la desesperación se
tornó en melancolía; esta melancolía era tanto más sombría por cuanto que, a
pesar de Van Baerle, los recuerdos de su pobre tulipán se mezclaban al dolor
que experimentaba. Se había llegado justamente a aquella época del mes de
abril en que los jardineros más expertos indican como el momento preciso para
la plantación de los tulipanes; había dicho a Rosa: «yo os indicaré el día en
que deberéis meter el bulbo en la tierra». Ese día debía fijarlo mañana para el
atardecer siguiente. El tiempo era bueno, la atmósfera, aunque todavía un poco
húmeda, comenzaba a estar atemperada por esos pálidos rayos del sol de abril
que, llegando los primeros, parecen tan suaves, a pesar de su palidez. Pensó
que Rosa iba a dejar pasar el tiempo de la plantación. Si al dolor de no ver a
la joven se unía el de ver abortar el bulbo, por haber sido plantado demasiado
tarde, ¡o incluso por no haber sido plantado...!
Con estos dos dolores reunidos, había
ciertamente para perder el apetito.
Que fue lo que sucedió al cuarto día.
Daba lástima ver a Cornelius, mudo de
dolor y pálido de inanición, inclinarse fuera de la ventana enrejada, con el
peligro de no poder retirar su cabeza de los barrotes, para tratar de percibir
a la izquierda el pequeño jardín del que le había hablado Rosa, y cuyo parapeto
confinaba, según le había dicho, con el río, y todo ello con la esperanza de
descubrir, bajo esos primeros rayos del sol de abril, a la joven o al tulipán,
sus dos amores desgraciados.
Por la tarde, Gryphus se llevó el
desayuno y la comida de Cornelius; éste apenas los había tocado.
Al día siguiente, no los tocó en
absoluto, y Gryphus descendió los comestibles destinados a esas dos comidas,
completamente intactos.
Cornelius no se había levantado en toda
la jornada.
‑Bueno ‑comentó Gryphus al descender
después de la última visita‑, creo que vamos a vernos desembarazados del
sabio.
Rosa se sobresaltó.
‑¡Bah! ‑exclamó Jacob‑. ¿Por qué?
‑Ya no bebe, ya no come, no se
levanta... ‑explicó Gryphus‑. Como el señor Grotius, saldrá de aquí en un
cofre, sólo que ese cofre será un ataúd.
Rosa se puso pálida como la muerte.
«¡Oh! ‑murmuró para sí‑. Ya comprendo;
está inquieto por su tulipán.»
Y levantándose completamente deprimida,
entró en su habitación, donde cogió pluma y papel, y durante toda la noche se
ejercitó en trazar unas letras.
Al día siguiente, al levantarse para
arrastrarse hasta la ventana, Cornelius percibió un papel que habían deslizado
por la noche bajo la puerta de su calabozo.
Se lanzó sobre el papel, lo abrió, y
leyó, con una escritura que apenas pudo reconocer como perteneciente a Rosa,
de tanto como había mejorado durante aquella ausencia de siete días:
Estad
tranquilo, vuestro tulipán se porta bien.
Aunque aquella pequeña frase de Rosa
calmara una parte de los dolores de Cornelius, no fue por ello menos sensible a
la ironía. Así pues, era realmente eso, Rosa no estaba enferma en absoluto,
Rosa estaba herida; no era por la fuerza por lo que Rosa no venía, sino que
había permanecido voluntariamente alejada de Cornelius.
Así pues, Rosa libre, Rosa hallaba en
su voluntad la fuerza de no venir a ver al que se moría de pena por no haberla
visto.
Cornelius tenía papel y un lápiz que le
había traído Rosa. Comprendió que la joven esperaba una respuesta, pero que no
vendría a buscar esta respuesta hasta la noche. En consecuencia, escribió sobre
un papel parecido al que había recibido:
No
es la inquietud que me causa el tulipán lo que me pone enfermo; es la pena que
experimento por no veros.
Luego, una vez que Gryphus hubo salido,
y llegada la noche, deslizó el papel bajo la puerta y escuchó.
Pero, por mucha atención que puso,
no oyó ni el paso ni el rozamiento de la ropa de la hija del carcelero.
No oyó más que una voz débil como un
suspiro, y dulce como una caricia, que le lanzaba por el postigo estas dos
palabras:
‑Hasta mañana.
Mañana... era el octavo día.
Durante ocho días, Cornelius y Rosa no
se habían visto.
XX
Lo Que Había Ocurrido Durante
Esos Ocho Días
Al
día siguiente, en efecto a la hora habitual, Van Baerle
oyó rascar en su postigo como tenía Rosa por costumbre hacer durante los
felices días de su amistad.
Imaginamos que Cornelius no se hallaba
lejos de esta puerta a través de cuyo enrejado iba a volver a ver, por fin, el
encantador rostro desaparecido desde hacía tantos días.
Rosa, que esperaba con su lámpara en la
mano, no pudo retener un estremecimiento cuando vio al prisionero tan triste y
pálido.
‑¿Sufrís, señor Cornelius? ‑preguntó.
‑Sí, señorita ‑respondió Cornelius‑, sufro
de espíritu y de cuerpo.
‑Ya he visto, señor, que no coméis ‑dijo
Rosa‑. Mi padre me ha dicho que no os levantáis; por eso os he escrito, para
tranquilizaros sobre la suerte del precioso objeto de vuestras inquietudes.
‑Y yo ‑replicó Cornelius‑ os he contestado.
Creía, al veros venir, querida Rosa, que habíais recibido mi carta.
‑Es verdad, la he recibido.
‑No daréis por excusa esta vez que no
sabéis leer. No sólo leéis correctamente, sino que también habéis aprovechado
enormemente las lecciones de escritura.
‑En efecto, no solamente he recibido,
sino que también he leído vuestra nota. Por eso es por lo que he venido, para
ver si habría algún medio para devolveros la salud.
‑¡Devolverme la salud! ‑exclamó
Cornelius‑. Entonces ¿tenéis alguna buena noticia que darme?
Y al hablar así, el joven clavaba en
Rosa dos ojos brillantes de esperanza.
Sea que ella no comprendiera esa
mirada, sea que no quisiera comprenderla, la joven respondió gravemente:
‑Solamente puedo hablaros de vuestro
tulipán que es, como sé, la más grave preocupación que vos tenéis.
Rosa pronunció estas pocas palabras con
un acento helado que hizo sobresaltar a Cornelius.
El celoso tulipanero no comprendía todo
lo que ocultaba, bajo el velo de la indiferencia, la pobre niña siempre a la
greña con su rival, el adorado tulipán negro.
‑¡Ah! ‑murmuró Cornelius‑. ¡Todavía,
todavía! Rosa, no os he dicho, ¡Dios mío!, que no pienso más que en vos, que
era a vos sola a quien echaba de menos, vos sola quien me faltaba, vos sola
quien, con vuestra ausencia, me retiraba el aire, el día, el calor, la luz, la
vida.
Rosa sonrió melancólicamente.
‑¡Ah! ‑dijo‑. Es que vuestro tulipán ha
corrido un peligro muy grande.
Cornelius se sobresaltó a su pesar, y
se dejó coger en la trampa si es que aquello lo era.
‑¡Un peligro muy grande! ‑exclamó
tembloroso‑. Dios mío, ¿cuál?
Rosa le miró con una dulce compasión,
sintiendo que lo que ella quería estaba por encima de las fuerzas de aquel
hombre, y que había que aceptar a éste con su debilidad.
‑Sí ‑dijo‑. Adivinasteis precisamente
que el pretendiente amoroso, Jacob, no venía por mí.
‑¿Y por quién venía, pues? ‑preguntó
Cornelius con ansiedad.
‑Por el tulipán.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius palideciendo
ante esta noticia más de lo que había palidecido cuando Rosa, equivocándose, le
había anunciado quince días antes que Jacob acudía a la fortaleza por verla a
ella.
Rosa vio este terror, y Cornelius
percibió por la expresión de su rostro que ella pensaba lo que acabamos de
decir.
‑¡Oh! Perdonadme, Rosa ‑se excusó‑. Yo
os conozco, sé la bondad y la honestidad de vuestro corazón. A vos, Dios os ha
dado el pensamiento, el juicio, la fuerza y el movimiento para defenderos, pero
a mi pobre tulipán amenazado, Dios no le ha dado nada de todo eso.
Rosa no respondió a esta excusa del prisionero
y continuó:
‑Desde el momento en que ese hombre,
que me había seguido al jardín y al que había reconocido como Jacob, os
inquietaba, me inquietaba a mí mucho más todavía. Hice, pues, lo que me habíais
dicho, a la mañana siguiente del día en que os vi por última vez y en el que
me dijisteis...
Cornelius la interrumpió.
‑Perdón, una vez más, Rosa ‑exclamó‑.
Me equivoqué al deciros lo que os dije. Ya os he pedido mi perdón por aquella
fatal palabra. Os lo pido de nuevo. ¿Será, pues, siempre en vano?
‑A la mañana siguiente a aquel día ‑prosiguió
Rosa‑, acordándome de lo que me habíais dicho... de la trampa a emplear para
asegurarme si era a mí o al tulipán a quien ese odioso hombre seguía...
‑Sí, odioso... No es verdad ‑murmuró él‑
que vos odiéis realmente a ese hombre.
‑Sí, le odio ‑afirmó Rosa‑ ¡porque es
la causa de que esté sufriendo tanto desde hace ocho días!
‑¡Ah! ¿Vos también habéis sufrido,
entonces? Gracias por esta hermosa palabra, Rosa.
‑A la mañana siguiente de aquel
desgraciado día ‑continuó Rosa‑ bajé al jardín, y avancé hacia la platabanda
donde debía plantar el tulipán, siempre mirando detrás de mí si, esta vez como
la otra, era seguida.
‑¿Y bien? ‑preguntó Cornelius.
‑¡Pues bien! La misma sombra se deslizó
entre la puerta y la muralla, y desapareció también detrás de los saúcos.
‑Simulasteis no verla, ¿verdad? ‑inquirió
Cornelius, recordando con todo detalle el consejo que le había dado a Rosa.
‑Sí, y me incliné sobre la platabanda
que excavé con una azada como si plantara el bulbo.
‑¿Y él... él... durante ese tiempo?
‑Yo veía brillar sus ojos ardientes
como los de un tigre a través de las ramas de los árboles.
‑¿Veis? ¿Veis? ‑exclamó Cornelius.
‑Luego, acabado ese remedo de
operación, me retiré.
‑Pero detrás de la puerta del jardín
solamente, ¿verdad? De forma que a través de las grietas o de la cerradura de
esa puerta pudierais ver lo que hacia él una vez vos hubieseis partido.
‑Esperó un instante sin duda para
asegurarse de que yo no volvería, luego salió a paso de lobo de su escondrijo,
se acercó a la platabanda dando un largo rodeo, llegó por fin a su meta, es
decir, frente al lugar donde la tierra aparecía recién removida, se detuvo con
aire indiferente, miró hacia todos lados, interrogó cada ángulo del jardín,
interrogó cada ventana de las casas vecinas, interrogó la tierra, el cielo, el
aire, y creyendo que se hallaba realmente solo, fuera de la vista de todo el
mundo, se precipitó sobre la platabanda, hundió sus dos manos en la tierra
blanda, recogió una porción que deshizo suavemente entre sus manos para ver si
el bulbo se encontraba allí, repitió tres veces el mismo manejo y cada vez
con una acción más ardiente, hasta que al fin, comenzando a comprender que
podía haber sido engañado con alguna superchería, calmó la agitación que le
devoraba, cogió el rastrillo, igualó el terreno para dejarlo en el mismo estado
en que se hallaba antes de que lo hubiera registrado y, completamente
avergonzado, completamente corrido, cogió el camino de la puerta afectando el
aspecto inocente de un paseante ordinario.
‑¡Oh, el miserable! ‑murmuró Cornelius,
enjugando las gotas de sudor que perlaban su frente‑. ¡Oh, el miserable! Lo
había adivinado. Pero entonces, Rosa, ¿qué habéis hecho con el bulbo? ¡Ay! Ya
es un poco tarde para plantarlo.
‑El bulbo está en la tierra desde hace
seis días.
‑¿Dónde? ¿Cómo? ‑exclamó Cornelius‑.
¡Oh, Dios mío! ¡Qué imprudencia! ¿Dónde está? ¿En qué tierra se halla? ¿Está
bien o mal expuesto? ¿No hay peligro de que ese espantoso Jacob nos lo robe?
‑No hay peligro de que nos lo roben, a
menos que Jacob fuerce la puerta de mi habitación.
‑¡Ah! Está con vos, está en vuestra
habitación, Rosa ‑dijo Cornelius un poco tranquilizado‑. Pero ¿en qué tierra,
en qué recipiente? No le haréis germinar en el agua como las buenas mujeres de
Haarlem y de Dordrecht que se empeñan en creer que el agua puede reemplazar a
la tierra, como si el agua, que está compuesta de treinta y tres partes de
oxígeno y de sesenta y seis partes de hidrógeno, pudiera reemplazar... Pero
¡qué es lo que os digo, Rosa!
‑Sí, esto es un poco técnico para mí ‑respondió
sonriendo, la joven‑. Me contentaré, pues, con responderos, para
tranquilizaros, que vuestro bulbo no está en el agua.
‑¡Ah! Respiro.
‑Está en una buena vasija de mayólica,
justo del ancho del recipiente donde habíais enterrado el vuestro. Está en un
terreno compuesto de tres cuartas partes de tierra ordinaria cogida del mejor
lugar del jardín, y de un cuarto de tierra de la calle. ¡Oh! ¡He oído decir tan
a menudo a vos y a ese infame de Jacob, como vos le llamáis, en qué tierra debe
crecer el tulipán, que ya lo sé como el primer jardinero de Haarlem!
‑¡Ah! Ahora queda la exposición. ¿Qué
exposición tiene, Rosa?
‑Está al sol toda la jornada, los días
en que luce. Pero cuando haya salido de la tierra, cuando el sol sea más
caliente, haré como vos hacíais aquí, querido señor Cornelius. Lo expondré en
mi ventana al levante desde las ocho de la mañana a las once, y en mi ventana
al ponente, desde las tres de la tarde hasta las cinco.
‑¡Ah! ¡Eso es, eso es! ‑exclamó
Cornelius‑. Sois una jardinera perfecta, mi bella Rosa. Pero pienso que el
cultivo de mi tulipán va a tomaros todo vuestro tiempo.
‑Sí, es verdad ‑concedió Rosa‑, pero no
importa; vuestro tulipán es mi hijo. Le dedico el tiempo que dedicaría a mi
niño, si fuera madre. Solamente convirtiéndome en su madre ‑añadió Rosa
sonriendo‑ puedo dejar de considerarme su rival. ¿No os parece?
‑¡Buena y querida Rosa! ‑murmuró
Cornelius lanzando sobre la joven una mirada donde había más de amante que de
horticultor, y que consoló un poco a Rosa.
Luego, al cabo de un instante de
silencio, durante el cual Cornelius había buscado por las aberturas del enrejado
la mano fugitiva de Rosa:
‑Así pues ‑continuó Cornelius‑ ¿ya hace
seis días que el bulbo está en la tierra?
‑Seis días, sí, señor Cornelius ‑asintió
la joven. ‑¿Y no aparece todavía?
‑No, pero creo que mañana aparecerá.
‑Mañana entonces, me daréis noticias de
él al darme las vuestras, ¿verdad, Rosa? Me inquieto mucho por el hijo, como
vos decíais hace un momento; pero me intereso muy de otro modo por la madre.
‑Mañana ‑dijo Rosa, desviando la vista
de la de Cornelius‑, no sé si podré.
‑¿Eh? ¡Dios mío! ‑exclamó Cornelius‑.
¿Por qué mañana no podréis?
‑Señor Cornelius, tengo mil cosas que
hacer.
‑Mientras que yo, no tengo más que una ‑murmuró
Cornelius.
‑Sí ‑respondió Rosa‑, amar vuestro
tulipán.
‑Amaros a vos, Rosa.
Rosa movió la cabeza.
Se hizo un nuevo silencio.
‑En fin ‑continuó Van Baerle,
interrumpiendo ese silencio‑ todo cambia en la Naturaleza: a las flores de la
primavera suceden otras flores, y vemos a las abejas, que acarician
tiernamente a las violetas y a los alhelíes, posarse con el mismo amor sobre
las madreselvas, las rosas, los jazmines, los crisantemos y los geranios.
‑¿Qué quiere decir esto? ‑preguntó
Rosa.
‑Esto quiere decir, señorita, que vos
habéis querido primero oír el relato de mis alegrías y de mis penas; habéis
acariciado la flor de nuestra mutua juventud; pero la mía se marchita en la
sombra. El jardín de las esperanzas y los placeres de un prisionero no tiene
más que una estación. No ocurre como en esos bellos jardines al aire libre y
al sol. Una vez realizada la siega de mayo, una vez cosechado el botín, las
abejas como vos, Rosa, las abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas
diáfanas, pasan por entre los barrotes, desertan del frío, de la soledad, de la
tristeza, para ir a buscar más lejos los perfumes y las calientes exhalaciones.
¡La felicidad, en fin!
Rosa miraba a Cornelius con una sonrisa
que éste no veía, tenía la vista levantada al cielo.
Continuó con un suspiro:
‑Vos me habéis abandonado, señorita
Rosa, para gozar de vuestras cuatro estaciones de placeres. Habéis hecho bien;
no me lamento. ¿Qué derecho tenía para exigir vuestra fidelidad?
‑¡Mi fidelidad! ‑exclamó Rosa anegada
en lágrimas, y sin tomarse el trabajo de ocultar por más tiempo a Cornelius
aquel rosario de perlas que rodaba por sus mejillas‑. ¡Mi fidelidad! ¿No os he
sido fiel?
‑¡Ay! ¿Es serme fiel ‑preguntó
Cornelius abandonarme, dejarme morir aquí?
‑Pero, señor Cornelius ‑protestó Rosa‑,
¿no he hecho por vos todo lo que podía para agradaros, no me he ocupado de
vuestro tulipán?
‑¡Con amargura, Rosa! Me reprocháis la
única alegría sin mancha que he tenido en este mundo.
‑No os reprocho nada, señor Cornelius,
sino la única pena profunda que he sentido desde el día en que vinieron a
decirme a la Buytenhoff que íbais a ser ajusticiado.
‑Os desagrada, Rosa, mi dulce Rosa, os
desagrada que yo ame a las flores.
‑No me desagrada que vos las améis,
solamente me entristece que las améis más de lo que me amáis a mí misma.
‑¡Ah! Querida, querida bienamada ‑exclamó
Cornelius‑, mirad cómo tiemblan mis manos, mirad cuán pálida está mi frente,
escuchad, escuchad cómo late mi corazón; ¡pues bien!, no es porque mi tulipán
negro me sonríe y me llama, no. Es porque vos me sonreís, es porque vos
inclináis vuestra frente hacia mí; es porque ‑no sé si esto es verdad‑, es
porque me parece que, aun rehusándolas, vuestras manos aspiran a las mías y
siento el calor de vuestras bellas mejillas tras el frío enrejado. Rosa, amor
mío, romped el bulbo del tulipán negro, destruid la esperanza de esta flor,
apagad la dulce luz de este sueño casto y encantador con el que me había
habituado cada día. ¡Sea! Nada de flores de ricos vestidos, de gracias
elegantes, de caprichos divinos, despojadme de todo esto, flor celosa de otras
flores, despojadme de todo esto, pero no me quitéis vuestra voz, vuestro
gesto, el rumor de vuestros pasos por la pesada escalera, no me quitéis el
fuego de vuestros ojos en el sombrío corredor, la certeza de vuestro amor que
acaricia perpetuamente mi corazón; amadme, Rosa, porque realmente yo siento que
os amo.
‑Después del tulipán negro ‑suspiró la
joven, cuyas manos tibias y acariciantes consentían por fin en entregarse a
través del enrejado a los labios de Cornelius.
‑Antes que nada, Rosa...
‑¿He de creeros?
‑Como creéis en Dios.
‑Sea, ¿no os compromete mucho el
amarme?
‑Muy poco, desgraciadamente, querida
Rosa, pero os compromete a vos.
‑¿A mí? ‑preguntó Rosa‑. ¿Y a qué me
compromete esto?
‑En primer lugar, a no casaros.
Ella sonrió.
‑¡Ah! Así es como sois los hombres ‑dijo‑:
tiranos. Adoráis a una belleza: no pensáis más que en ella, no soñáis más que
con ella. Sois condenados a muerte, y al marchar hacia el patíbulo le
consagráis vuestro último suspiro, y exigís de mí, pobre chica, exigís el sacrificio
de mis sueños, de mi ambición.
‑Pero ¿de qué belleza me habláis, Rosa?
‑preguntó Cornelius buscando en sus recuerdos, inútilmente, una mujer a la cual
Rosa pudiera hacer alusión.
‑Pues de la belleza negra, señor, de la
belleza negra de talle flexible, de pies finos, de cabeza llena de nobleza. Me
refiero a vuestra flor, naturalmente.
Cornelius sonrió.
‑Belleza imaginaria, mi buena Rosa,
mientras que vos, sin contar a vuestro enamorado, o más bien a mi enamorado
Jacob, estáis rodeada de galanes que os hacen la corte. ¿Recordáis, Rosa, lo
que me habéis dicho de los estudiantes, de los oficiales, de los dependientes
de La Haya? Pues bien, ¿no hay en Loevestein dependientes, oficiales,
estudiantes?
‑¡Oh! Sí que los hay por cierto, y
hasta demasiados ‑dijo Rosa.
‑¿Que escriben?
‑Que escriben.
Y Cornelius lanzó un suspiro al pensar
que era a él, pobre prisionero, a quien Rosa debía el privilegio de leer las
notas que recibía.
‑¡Pues sí! ‑prosiguió Rosa‑. Pero me
parece, señor Cornelius, que al leer las notas que me escriben, al examinar
los galanes que se me presentan, no hay más que seguir vuestras instrucciones.
‑¿Cómo mis instrucciones?
‑Sí, vuestras instrucciones. Olvidáis ‑continuo
Rosa suspirando a su vez‑, olvidáis el testamento escrito por vos en la Biblia
del señor Corneille de Witt. ¡Yo no lo olvido! Porque, ahora que sé leer, lo
releo todos los días, y más bien dos veces que una. ¡Pues bien! En ese
testamento, me ordenáis amar y casarme con un guapo joven de veintiséis a
veintiocho años. Yo busco a ese joven, y como toda mi jornada está consagrada a
vuestro tulipán, es preciso que me dejéis la noche para hallarlo.
‑¡Ah, Rosa! El testamento se hizo en
previsión de mi muerte y, gracias al Cielo, estoy vivo. Por lo tanto queda sin
efecto, si así lo deseáis.
‑¡Pues bien! Entonces, no buscaré a ese
guapo joven de veintiséis a veintiocho años, y vendré a veros.
‑¡Ah! ¡Sí, Rosa, venid! ¡Venid!
‑Mas con una condición.
‑¡Está aceptada de antemano!
‑Que durante tres días no hablemos del
tulipán negro.
‑No hablaremos nunca si lo exigís,
Rosa.
‑¡Oh! ‑exclamó la joven‑. No hay que
pedir lo imposible.
Y, como por descuido, aproximó su
fresca mejilla tan cerca del enrejado que Cornelius pudo rozarla con sus
labios.
Rosa lanzó un pequeño grito lleno de
amor, y desapareció.
XXI
El Segundo Bulbo
La noche fue buena y la jornada del día
siguiente mejor todavía.
En los días precedentes, la prisión se
había hecho pesada, sombría, deprimente; oprimía con todo su peso al pobre
prisionero. Sus muros eran negros, su aire era frío, los barrotes estaban
dispuestos de forma que apenas dejaban pasar la luz del día.
Pero cuando Cornelius despertó al nuevo
día, un rayo de sol matinal jugaba en los barrotes, los palomos hendían el aire
con sus alas extendidas, mientras que otros se arrullaban amorosamente sobre el
tejadillo de la ventana todavía cerrada.
Cornelius corrió hacia aquella ventana
y la abrió; le pareció que la vida, la alegría, casi la libertad, entraban con
ese rayo de sol en la sombría celda.
Es que el amor florecía y hacía
florecer cada cosa a su alrededor; el amor, flor del cielo de otro brillo, perfumaba
de forma distinta a todas las flores de la Tierra.
Cuando Gryphus entró en la celda del
prisionero en lugar de encontrarlo taciturno y acostado como los otros días, lo
halló de pie y cantando un aria de ópera.
‑¡Eh! ‑exclamó aquél.
‑¿Cómo estamos esta mañana?
Gryphus le miró con desdén.
‑El perro, y el señor Jacob, y nuestra
bella Rosa, ¿cómo están todos?
Gryphus rechinó los dientes.
‑Aquí está vuestro desayuno ‑dijo.
‑Gracias, amigo carcelero ‑contestó el
prisionero‑. Llegáis a tiempo porque tengo mucha hambre.
‑¡Ah! ¿Tenéis hambre? ‑comentó Gryphus.
‑Toma, ¿por qué no? ‑preguntó Van
Baerle.
‑Parece que la conspiración marcha ‑dijo
Gryphus.
‑¿Qué conspiración? ‑inquirió Van
Baerle.
‑¡Bueno! Sabemos lo que se dice, pero
vigilaremos, señor sabio: estad tranquilo, vigilaremos.
‑¡Vigilad, amigo Gryphus! ‑replicó Van
Baerle‑. ¡Vigilad! Mi conspiración, como mi persona, se halla toda a vuestro
servicio.
‑Veremos esto a mediodía ‑aseguró
Gryphus.
‑A mediodía ‑repitió Cornelius‑. ¿Qué
querrá decir? Sea, esperemos al mediodía; a mediodía veremos.
Era fácil para Cornelius esperar hasta
mediodía. Cornelius esperaba hasta las nueve.
Mediodía llegó y se oyó en la escalera,
no solamente el paso de Gryphus, sino los pasos de tres o cuatro soldados que
subían con él.
La puerta se abrió, Gryphus entró,
introdujo a los hombres y cerró la puerta detrás de ellos.
‑¡Aquí! Ahora, busquemos.
Buscaron en los bolsillos de Cornelius,
entre su chaqueta y su chaleco, entre su chaleco y su camisa, entre su camisa y
su piel; no se halló nada.
Buscaron en las sábanas, en el colchón,
en el jergón del lecho y no se halló nada.
Fue entonces cuando Cornelius se
felicitó por no haber aceptado el tercer bulbo. Gryphus, en esta pesquisa, lo
hubiera encontrado ciertamente, por muy oculto que estuviese, y lo habría
tratado como al primero.
Por lo demás, jamás asistió un
prisionero con un rostro más sereno a una pesquisa realizada en su celda.
Gryphus se retiró con el lápiz y las
tres o cuatro hojas de papel blanco que Rosa había dado a Cornelius; éste fue
el único trofeo de la expedición.
A las seis, Gryphus regresó, pero solo;
Cornelius quiso calmarle, pero Gryphus gruñó, mostró el colmillo que
sobresalía en una comisura de la boca, y salió andando hacia atrás, como un
hombre que tiene miedo de que le ataquen.
Cornelius estalló en risas.
Lo cual hizo que Gryphus, que conocía
los refranes, le gritara a través de la reja:
‑Está bien, está bien; mejor reirá
quien ría el último.
El que debía reír el último, aquella
noche por lo menos, era Cornelius, porque Cornelius esperaba a Rosa.
Rosa acudió a las nueve; pero acudió
sin farol; Rosa no tenía ya necesidad de la luz, sabía leer.
Además, la luz podía denunciar a Rosa,
espiada más que nunca por Jacob.
Por último, bajo la luz, se veía
demasiado el rubor de Rosa cuando se ruborizaba.
¿De qué hablaron los dos jóvenes
aquella noche? De las cosas de que hablan los enamorados en el umbral de una
puerta en Francia, de uno a otro lado de una celosía en España, de lo alto al
pie de una terraza en Oriente.
Hablaron de esas cosas que ponen alas a
los pies de las horas, que añaden plumas a las alas del tiempo.
Hablaron de todo, excepto del tulipán
negro..
Luego, a las diez, como de costumbre,
se separaron.
Cornelius era feliz, tan completamente
feliz como puede serlo un tulipanero a quien no se le ha hablado de su tulipán.
Encontraba a Rosa bonita como todos los
amores de la Tierra; la hallaba buena, graciosa, encantadora.
Mas ¿por qué Rosa prohibía que se
hablara del tulipán?
Ésta era una gran falta que Rosa
cometía.
Cornelius se dijo, suspirando, que la
joven no era absolutamente perfecta.
Una parte de la noche la pasó meditando
sobre esta imperfección. Lo que quiere decir que, mientras estuvo despierto,
pensó en Rosa.
Una vez dormido, soñó con ella.
Pero la Rosa de sus sueños era mucho
más perfecta que la Rosa de la realidad. Aquélla no solamente hablaba del
tulipán, sino que, además, traía a Cornelius un magnífico tulipán negro nacido
en un jarro de China.
Cornelius se despertó temblando de
alegría y murmurando: «Rosa, Rosa, te amo.»
Y como se hacía ya de día, Cornelius no
juzgó oportuno volverse a dormir.
Conservó, pues, todo el día la idea que
había tenido en su despertar.
¡Ah! Si Rosa le hubiera hablado del
tulipán, Cornelius la hubiese preferido a la reina Semiramis, a la reina
Cleopatra, a la reina Isabel, a la reina Ana de Austria, es decir, a las más
grandes o a las más bellas reinas del mundo.
Pero Rosa había prohibido, bajo pena de
no volver más, que se hablara del tulipán antes de tres largos días.
Eran setenta y dos horas concedidas al
amante, es verdad; pero eran setenta y dos horas restadas al horticultor.
Cierto que de esas setenta y dos horas,
ya habían transcurrido treinta y seis.
Las otras treinta y seis pasarían muy
pronto, dieciocho horas esperando, dieciocho horas para recordar.
Rosa volvió a la misma hora; Cornelius
soportó heroicamente su penitencia. Hubiera sido un pitagórico más distinguido
que Cornelius, y con tal de que se le hubiese permitido pedir una vez por día
noticias de su tulipán, se habría quedado cinco años, según los estatutos de
la Orden, sin hablar de otra cosa.
Por lo demás, la bella visitante
comprendía realmente que cuando se ordena por un lado, hay que ceder por el
otro. Rosa dejaba a Cornelius atraer sus dedos por el postigo; Rosa dejaba a
Cornelius besar sus cabellos a través del enrejado.
¡Pobre niña! Todas esas delicadezas del
amor eran mucho más peligrosas para ella que hablar del tulipán.
Lo comprendió al regresar a su
habitación con el corazón palpitante, las mejillas ardientes, los labios secos
y los ojos húmedos.
Por eso al día siguiente por la noche,
después de cambiar las primeras palabras, después de prodigarse las primeras
caricias, miró a Cornelius á través del enrejado, y en la oscuridad, dijo:
‑¡Bien! ¡Ya se ha levantado!
‑¡Se ha levantado! ¿Qué? ¿Quién? ‑inquirió
Cornelius no atreviéndose a creer que la misma Rosa abreviara la duración de
su prueba.
‑El tulipán ‑contestó la joven.
‑¿Cómo? ‑exclamó Cornelius‑. ¿Permitís,
pues?
‑¡Sí! ‑concedió Rosa en el tono de una
madre cariñosa que permite una alegría a su hijo.
‑¡Ah, Rosa! ‑se alborozó Cornelius
alargando sus labios a través del enrejado, con la esperanza de tocar una
mejilla, una mano, la frente, cualquier cosa.
Tocó algo mejor que todo eso, tocó dos
labios entreabiertos.
Rosa lanzó un pequeño grito.
Cornelius comprendió que debía
apresurarse a continuar la conversación, sentía que ese contacto inesperado
había asustado mucho a Rosa.
‑¿Se ha levantado muy derecho? ‑preguntó.
‑Derecho como un huso de Frisia ‑dijo
Rosa.
‑¿Y está muy alto?
‑Seis centímetros por lo menos.
‑¡Oh! Rosa, tened mucho cuidado y
veréis cómo crece de prisa.
‑¿Puedo tener más cuidado? ‑explicó
Rosa‑. No pienso más que en él.
‑¿Sólo en él, Rosa? Tened cuidado, soy
yo el que voy a sentirme celoso a mi vez.
‑Y vos sabéis ya que pensar en él es
pensar en vos. No lo pierdo de vista. Lo veo desde mi lecho; al despertarme es
el primer objeto que miro, al dormirme es el último objeto que retengo en la
mirada. Durante el día me siento y trabajo a su lado, porque desde que se encuentra
en mi habitación, no lo abandono.
‑Tenéis razón, Rosa, es vuestra dote,
¿sabéis?
‑Sí, y gracias a ella podré casarme con
un hombre joven de veintiséis a veintiocho años que me guste.
‑Callaos, malvada.
Y Cornelius consiguió coger los dedos
de la joven, lo cual hizo, si no cambiar de conversación, por lo menos que el
silencio siguiera al diálogo.
Aquella noche, Cornelius fue el más
feliz de los hombres. Rosa le dejó su mano cuanto quiso retenerla, y le habló
del tulipán a su entera satisfacción.
A partir de aquel momento, cada día
trajo un progreso en el tulipán y en el amor de los dos jóvenes. Una vez eran
las hojas que se habían abierto, otra, era la misma flor que había cuajado.
Ante esta noticia la alegría de Cornelius fue grande, y sus preguntas se sucedieron
con una rapidez que testimoniaba su impaciencia.
‑Cuajada ‑exclamó Cornelius‑. ¡Ha
cuajado!
‑Ha cuajado ‑repitió Rosa.
Cornelius se tambaleó de alegría y se
vio obligado a agarrarse al postigo.
‑¡Ah! ¡Dios mío! ‑exclamó, y
volviéndose a Rosa‑‑. ¿Es regular el óvalo, está lleno el cilindro, están bien
verdes las puntas?
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