miércoles, 13 de febrero de 2013

61-70


XV
El Postigo


Gryphus iba seguido del moloso.
Le hacía realizar su ronda para que cuando llegara la ocasión reconociera a los prisioneros.
‑Padre mío, ‑dijo Rosa‑ aquí está la famosa cel­da de la que el señor De Grotius se evadió. ¿Recordáis al señor De Grotius?
‑Sí, sí, ese bribón de De Grotius; un amigo de aquel bandido de Barneveldt al que vi ejecutar cuando yo era niño. ¡Ah! ¡Ah! Así que ésta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo respondo de que nadie se eva­dirá de ella jamás.
Y, abriendo la puerta, comenzó en la oscuridad su discurso al prisionero.
En cuanto al perro, se dirigió gruñendo a olfatear las pantorrillas de Van Baerle, como preguntándole con qué derecho no estaba muerto, él a quien había visto salir entre el escribano y el verdugo, camino del cadalso.
Pero la bella Rosa lo llamó, y el moloso acudió al lado de la muchacha.
‑Señor ‑dijo Gryphus levantando su farol para tratar de proyectar un poco de luz alrededor de él‑ , ved en mí a vuestro nuevo carcelero. Soy jefe de los portallaves y tengo las celdas bajo mi vigilancia. No soy malo, pero sí inflexible en lo que concierne a la disci­plina.
‑Os conozco perfectamente, mi querido señor Gryphus ‑‑contestó el prisionero entrando en el círculo de luz que proyectaba el farol.
‑Vaya, vaya, sois vos, señor Van Baerle ‑se asom­bró Gryphus‑. ¡Ah! Sois vos; ¡vaya, vaya, vaya, como nos encontramos!
‑Sí, y veo con gran placer, mi querido señor Gryphus, que vuestro brazo va de maravilla, ya que es el brazo con el que sostenéis el farol.
Gryphus frunció el entrecejo.
‑Ved lo que ocurre en política ‑comentó‑; siem­pre se cometen faltas. Su Alteza os ha dejado la vida, yo no lo habría hecho.
‑¡Bah! ‑exclamó Cornelius‑. ¿Y por qué?
‑Porque vos sois de los hombres que siempre cons­piran; vosotros los sabios tenéis tratos con el diablo.
‑¡Ah, maese Gryphus! ¿Estáis descontento de la forma en que os arreglé el brazo, o del precio que os pedí? ‑preguntó riendo Cornelius.
‑¡Por el contrario, voto a bríos! ¡Por el contrario! ‑refunfuñó él carcelero‑. Me habéis arreglado muy bien el brazo; hay alguna brujería en esto: al cabo de seis semanas me servía de él como si nada le hubiera suce­dido. Con tal motivo el médico de la Buytenhoff, que conoce su oficio, quería rompérmelo de nuevo para arreglármelo según las reglas, prometiendo que, esta vez, estaría tres meses sin poderlo utilizar.
‑¿Y vos no habéis querido?
‑Yo dije: «No.» Mientras pueda hacer la señal de la cruz con este brazo ‑Gryphus era católico‑, mien­tras pueda hacer la señal de la cruz, me río del diablo.
‑Pero si os reís del diablo, maese Gryphus, con mayor razón debéis reíros de los sabios.
‑¡Oh! ¡Los sabios, los sabios! ‑exclamó Gryphus sin responder a la interpelación‑. ¡Los sabios! Preferi­ría tener diez militares a guardar, que un solo sabio. Los militares fuman, beben, se emborrachan; son dulces como corderos cuando se les da aguardiente o vino del Mosa. Pero un sabio, ¿beber, fumar, emborracharse? ¡Pues sí! Es sobrio, no gasta nada en eso, y así mantie­ne su cabeza fresca para conspirar. Pero empiezo por deciros que no os resultará fácil conspirar. En primer lugar nada de libros, nada de papeles, nada de galimatías. Fue con los libros como el señor De Grotius se salvó.
‑Yo os aseguro, maese Gryphus ‑replicó Van Baerle‑ que tal vez haya tenido por un instante la idea de salvarme, pero ciertamente ya no la tengo.
‑¡Está bien! ¡Está bien! ‑concedió Gryphus‑. Vigilaos vos mismo, yo haré otro tanto. Esto es igual, es igual. Su Alteza cometió una falta grave.
‑¿No dejando que me cortaran la cabeza...? Gra­cias, gracias, maese Gryphus.
‑Sin duda. Ved si los señores De Witt no están ahora bien tranquilos.
‑Es espantoso eso que decís, señor Gryphus ‑re­plicó Van Baerle volviéndose para ocultar su desagra­do‑. Olvidáis que uno era mi amigo, y el otro... el otro mi segundo padre.
‑Sí, pero recuerdo que tanto el uno como el otro eran unos conspiradores. Y además, hablo por filan­tropía.
‑¡Ah! ¿De veras? Explicad, pues, un poco esto, querido Gryphus, pues no lo comprendo muy bien.
‑Sí. Si vos os hubiérais quedado en el tajo de maese Harbruck...
‑¿Y bien?
‑¡Pues bien! No sufriríais ya. Mientras que aquí, no os oculto que voy a haceros la vida muy dura.
‑Gracias por la promesa, maese Gryphus.
Y mientras el prisionero sonreía irónicamente al vie­jo carcelero, Rosa detrás de la puerta le respondía con una sonrisa llena de angélica consolación.
Gryphus se dirigió a la ventana.
Había todavía bastante luz para que se viera, sin distinguirlo, un horizonte inmenso que se perdía en una bruma grisácea.
‑¿Qué vista hay desde aquí? ‑preguntó el carce­lero.
‑Muy hermosa ‑contestó Cornelius mirando a Rosa.
‑Sí, sí, demasiada vista, demasiada vista.
En este momento, los dos palomos, espantados por la aparición y, sobre todo, por la voz de aquel descono­cido, salieron de su nido, y desaparecieron asustados en la niebla.
‑¡Oh! ¡Oh! ¿Qué es esto? ‑preguntó el carcelero.
‑Mis palomos ‑respondió Cornelius.
‑¡Mis palomos! ‑exclamó el carcelero‑. ¡Mis palomos! ¿Es que un prisionero tiene alguna cosa suya?
‑Entonces ‑dijo Cornelius‑ ¿los palomos que el Buen Dios me ha prestado...?
‑He aquí una infracción ‑replicó Gryphus‑. ¡Unos palomos! ¡Ah!, joven, joven, os prevengo de una cosa, y es que, no más tarde de mañana, estos pájaros hervirán en mi olla.
‑Sería preciso primero que vos los cogierais, maese Gryphus ‑dijo Van Baerle‑. Vos no queréis que sean mis palomos; todavía son menos vuestros, os lo juro, que lo son míos.
‑Lo que está diferido, no está perdido ‑refunfu­ñó el carcelero‑ y no más tarde de mañana, les retor­ceré el cuello.
Y mientras profería esta maligna promesa a Corne­lius, Gryphus se inclinó hacia fuera para examinar la estructura del nido. Lo que dio tiempo a Van Baerle para correr a la puerta y estrechar la mano de Rosa que le dijo:
‑Esta noche, a las nueve.
Gryphus, enteramente ocupado con el deseo de coger al día siguiente los palomos como había prome­tido hacer, no vio nada, no oyó nada; y como había cerrado la ventana, agarró a su hija por el brazo, salió, dio una doble vuelta a la llave, empujó los cerrojos, y se fue a hacer las mismas promesas a otro prisionero.
Apenas hubo desaparecido, Cornelius se acercó a la puerta para escuchar el ruido decreciente de los pasos. Luego, cuando se apagaron, corrió a la ventana y demo­lió de punta a rabo el nido de los palomos.
Prefería alejarlos para siempre de su presencia que exponer a la muerte a los gentiles mensajeros a los que debía la dicha de haber vuelto a ver a Rosa.
Aquella visita del carcelero, sus brutales amenazas, la sombría perspectiva de su vigilancia de la que cono­cía los abusos, nada de todo eso pudo distraer a Corne­lius de los dulces pensamientos y, sobre todo, de la dulce esperanza que la presencia de Rosa acababa de resucitar en su corazón.
Esperó impacientemente a que sonaran las nueve horas en el torreón de Loevestein.
Rosa había dicho: «A las nueve, esperadme.»
La última nota de bronce vibraba todavía en el aire cuando Cornelius oyó en la escalera el paso ligero y la ropa susurrante de la bella frisona, y enseguida el enre­jado de la puerta sobre la que Cornelius van Baerle fijaba ardientemente los ojos se iluminó.
El postigo acababa de abrirse por fuera.
‑Aquí estoy ‑dijo Rosa todavía completamente sofocada por haber tenido que subir la escalera‑. ¡Aquí estoy!
‑¡Oh, buena Rosa!
‑¿Estáis contento de verme?
‑¡Me lo preguntáis! Pero ¿cómo os las habéis arre­glado para venir? Decidme.
‑Escuchad, mi padre se duerme cada noche casi enseguida después de cenar; entonces, le acuesto un poco aturdido por la ginebra; no se lo digáis a nadie porque, gracias a este sueño, podré venir cada noche a charlar una hora con vos.
‑¡Oh! Os lo agradezco, Rosa, querida Rosa.
Y diciendo estas palabras, Cornelius acercó tanto su rostro al postigo que Rosa retiró el suyo.
‑Os he traído vuestros bulbos de tulipán ‑dijo.
El corazón de Cornelius saltó. No se había atrevi­do a preguntar todavía a Rosa lo que había hecho con el precioso tesoro que le había confiado cuando creyó que iba a la muerte.
‑¡Ah! ¡Los habéis, pues, conservado!
‑¿No me los habíais dado como una cosa que os era muy querida?
‑Sí, pero precisamente porque os los había dado, me parece que son vuestros.
‑Hubieran sido míos después de vuestra muerte y estáis vivo, por fortuna. ¡Ah! Cómo he bendecido a Su Alteza. Si Dios concede al príncipe Guillermo to­das las felicidades que le he deseado, el rey Guillermo será ciertamente no sólo el hombre más dichoso de su reino sino de toda la tierra. Vos estáis vivo, digo, y aun­que conservando la Biblia de vuestro padrino Corneille, estaba resuelta a traeros vuestros bulbos; solamente, que no sabía cómo hacerlo. Ahora bien, acababa de tomar la resolución de ir a pedir al estatúder la plaza de carcele­ro de Gorcum para mi padre, cuando la nodriza me trajo vuestra carta. ¡Ah! Lloramos mucho juntas, os res­pondo de ello. Pero vuestra carta no hizo más que re­afirmarme en mi resolución. Entonces fue cuando par­tí para Leiden; ya sabéis el resto.
‑¿Cómo, querida Rosa ‑exclamó Cornelius‑ pensabais, antes de recibir mi carta, venir a reuniros conmigo?
‑¡Sí, pensaba en ello! ‑respondió Rosa dejando que su amor pasara por delante de su pudor‑. ¡Pero si no pensaba en otra cosa!
Y diciendo estas palabras, Rosa se puso tan bella que, por segunda vez, Cornelius precipitó su frente y sus labios contra el enrejado, sin duda para agradecér­selo a la hermosa joven.
Rosa retrocedió como la primera vez.
‑En verdad ‑dijo con aquella coquetería que late en el corazón de toda joven‑ en verdad, he lamentado muy a menudo no saber leer; pero nunca tanto y de la misma forma que cuando vuestra nodriza me trajo vues­tra carta; tenía en mi mano esa carta que hablaba para los demás y que, pobre tonta que soy, estaba muda para mí.
‑¿Habéis lamentado a menudo no saber leer? ‑preguntó Cornelius‑. ¿Y con qué motivo?
‑Toma ‑dijo la joven riendo‑ para leer todas la cartas que me escribían.
‑¿Vos recibíais cartas, Rosa?
‑Por centenares.
‑Pero ¿quién os las escribía...?
‑¿Quién me escribía? Primero, todos los estudian­tes que pasaban por la Buytenhoff, todos los oficiales que iban a la plaza de armas, todos los dependientes e incluso los mercaderes que me veían en mi ventana.
‑¿Y con todas esas notas, querida Rosa, qué ha­cíais vos?
‑Unas veces ‑respondió Rosa‑ me las hacía leer por alguna amiga, y esto me divertía mucho, pero al cabo de cierto tiempo, ¿para qué perderlo escuchando todas esas tonterías? Las quemaba.
‑¡Al cabo de cierto tiempo! ‑exclamó Cornelius con una mirada turbada a la vez por el amor y la alegría.
Rosa bajó los ojos, ruborizada.
De forma que no vio acercarse los labios de Corne­lius que no encontraron, por desgracia, más que el en­rejado; pero que a pesar de este obstáculo, enviaron hasta los labios de la joven el aliento ardiente del más tierno de los besos.
Ante esa llama que quemó sus labios, Rosa se puso muy pálida, más pálida tal vez que en la Buytenhoff, el día de la ejecución. Lanzó un gemido lastimero, cerró sus bellos ojos y huyó con el corazón palpitante, inten­tando en vano comprimir con la mano los latidos de su corazón. Cornelius, al quedarse solo, se vio reducido a aspirar el dulce perfume de los cabellos de Rosa, que permaneció como cautivo entre el enrejado.
Rosa había huido tan precipitadamente que se había olvidado de devolver a Cornelius los tres bulbos del tulipán negro.

XVI
Maestro Y Alumna


El infeliz Gryphus, como ha podido verse, se halla­ba lejos de participar de la buena voluntad de su hija por el ahijado de Corneille de Witt.
No había más que cinco prisioneros en Loevestein; la tarea de guardián no era, pues, difícil de realizar, y la cárcel era una especie de sinecura dada la edad de Gryphus.
Pero en su celo, el digno carcelero había agrandado con toda la potencia de su imaginación la tarea que le habían impuesto. Para él, Cornelius había adquirido la proporción gigantesca de un criminal de primer orden. Se había convertido, en consecuencia, en el más peligro­so de sus prisioneros. Vigilaba cada uno de sus pasos, no le abordaba más que con el rostro airado, haciéndole sentir la carga de lo que él llamaba su espantosa rebelión contra el elemento estatúder.
Entraba tres veces por día en la celda de Van Baer­le, esperando sorprenderlo en falta, pero Cornelius ha­bía renunciado a sus corresponsales desde que tenía su correspondencia bajo mano. Era incluso probable que Cornelius, si hubiera obtenido su libertad entera y el permiso completo para retirarse donde hubiese querido, le habría parecido preferible el domicilio de la prisión con Rosa y sus bulbos a cualquier otro domicilio sin sus bulbos y sin Rosa.
Y es que, en efecto, cada noche a las nueve, Rosa había prometido venir a charlar con el querido prisio­nero, y desde la primera noche, como hemos visto, mantuvo su palabra.
Al día siguiente, subió como la víspera, con el mis­mo misterio y las mismas precauciones. Sólo que se había prometido a sí misma no acercar demasiado su rostro al enrejado. Por otra parte, para abordar desde el primer momento una conversación que pudiera ocupar seriamente a Van Baerle, comenzó por tenderle a través del enrejado sus tres bulbos siempre envueltos en el mismo papel.
Mas, con gran asombro de Rosa, Van Baerle recha­zó su blanca mano con la punta de los dedos.
El joven había reflexionado.
‑Escuchadme ‑dijo‑, arriesgaríamos demasiado, creo, poniendo toda nuestra fortuna en el mismo saco. Pensad que se trata, mi querida Rosa, de realizar una empresa que se considera hasta hoy como imposible. Se trata de hacer florecer el gran tulipán negro. Tomemos, pues, todas nuestras precauciones, con el fin de que, si fracasamos, no tengamos nada que reprocharnos. Así es como he calculado que conseguiremos nuestro objetivo.
Rosa prestó toda su atención a lo que iba a decirle el prisionero, y ello más por la importancia que le con­cedía el desgraciado tulipanero que por la que le conce­día ella misma.
‑Así es ‑repitió Cornelius‑ cómo he calculado nuestra común cooperación en este gran asunto.
‑Escucho ‑dijo Rosa.
‑Vos ¿tendréis en esta fortaleza un pequeño jardín, a falta de jardín un patio cualquiera y a falta de patio una terraza?
‑Tenemos un bonito jardín ‑explicó Rosa‑. Se extiende a lo largo del Waal y está lleno de añosos ár­boles.
‑¿Podéis, querida Rosa, traerme un poco de la tie­rra de ese jardín, a fin de que la examine?
‑Mañana mismo.
‑La cogeréis de la sombra y del sol para que la juz­gue en sus dos cualidades, bajo las dos condiciones de sequedad y de humedad.
‑Estad tranquilo.
‑Una vez escogida la tierra por mí y modificada si es preciso, haremos tres partes de nuestros tres bulbos, tomaréis uno que plantaréis el día que os diga; florece­rá ciertamente si lo cuidáis según mis indicaciones.
‑No me alejaré de él ni un segundo.
‑Me daréis otro que intentaré criar aquí en mi ha­bitación, lo que me ayudará a pasar estas largas horas durante las cuales no os veo. Apenas tengo esperanzas de conseguirlo, os lo confieso, y por adelantado, consi­dero a ese desgraciado como sacrificado a mi egoísmo. Sin embargo, el sol me visita alguna que otra vez. Saca­ré artificialmente partido de todo, incluso del calor y de la ceniza de mi pipa. Por último tendremos, o más bien tendréis en reserva el tercer bulbo, nuestro último re­curso en el caso de que nuestras dos primeras experien­cias fracasen. De esta manera, mi querida Rosa, es im­posible que no lleguemos a ganar los cien mil florines de vuestra dote y procurarnos la suprema dicha de ver el éxito de nuestra obra.
‑He comprendido ‑dijo Rosa‑. Mañana os trae­ré la tierra, vos escogeréis la mía y la vuestra. En cuan­to a la vuestra, necesitaré vanos viajes, porque no podré traeros más que un poco cada vez.
‑¡Oh! No tenemos prisa, querida Rosa; nuestros tulipanes no deben ser enterrados antes de un mes. Así pues, ya veis que disponemos de mucho tiempo; sólo que, para plantar vuestro bulbo, seguiréis todas mis ins­trucciones, ¿no?
‑Os lo prometo.
‑Y una vez plantado, me participaréis todas las cir­cunstancias que pueden interesar a nuestro discípulo, tales como los cambios atmosféricos, rastros en los sen­deros, señales en las platabandas. Escucharéis si por la noche, nuestro jardín es frecuentado por los gatos. Dos de estos animales me destrozaron en Dordrecht dos platabandas.
‑Escucharé.
‑Los días de luna... ¿La habéis visto sobre el jar­dín, querida niña?
‑La ventana de mi dormitorio da allí.
‑Bueno. Los días de luna miraréis si de los aguje­ros del muro salen ratas. Las ratas son roedores muy de temer, y yo he visto a desgraciados tulipaneros repro­char amargamente a Noé el haber metido un par de ra­tas en el arca.
‑Miraré, y si hay gatos o ratas...
‑¡Pues bien! Tendréis que avisarme. Después ‑continuó Van Baerle, suspicaz desde que se hallaba en prisión‑, ¡hay un animal mucho más de temer todavía que el gato y la rata!
‑¿Cuál es?
‑¡El hombre! ¿Comprendéis, querida Rosa? Se roba un florín, y se arriesga el penal por semejante mi­seria; con mucha mayor razón se puede robar un bul­bo de tulipán que vale cien mil florines.
‑Nadie más que yo entrará en el jardín.
‑¿Me lo prometéis?
‑¡Os lo juro!
‑¡Bien! ¡Gracias, querida Rosa! ¡Oh! ¡Toda la ale­gría me va a provenir, pues, de vos!
Y, como los labios de Van Baerle se acercaron al enrejado con el mismo ardor de la víspera, y como por otra parte, la hora de la retirada había llegado ya, Rosa alejó la cabeza y alargó la mano.
En esta linda mano, en la que la coqueta joven tenía un cuidado particular, estaba el bulbo.
Cornelius besó apasionadamente la punta de los de­dos de esa mano. ¿Fue porque contenía uno de los bul­bos del gran tulipán negro? ¿Fue por ser la mano de Rosa? Esto es lo que dejamos para que lo adivinen otros más sagaces que nosotros.
Rosa se retiró, pues, con los otros dos bulbos, apre­tándolos contra su pecho.
¿Los apretaba contra su pecho porque eran los bul­bos del gran tulipán negro, o porque los bulbos prove­nían de Cornelius van Baerle? Creemos que este punto sería más fácil de precisar que el otro.
Fuera lo que fuese, a partir de aquel momento, la vida se hizo dulce y llena para el prisionero.
Rosa, como hemos visto, le había entregado uno de los bulbos.
Cada noche le traía puñado a puñado la tierra de la porción de jardín que había hallado ser la mejor y que, en efecto, era excelente.
Una ancha vasija que Cornelius había roto hábil­mente le proporcionó un fondo propicio, lo llenó has­ta la mitad y mezcló la tierra traída por Rosa con un poco de lodo del río que dejó secar, con lo cual se pro­veyó de un excelente terreno.
Decir todo lo que Cornelius desplegó en cuidados, en habilidad y en añagazas para escamotear a la vigilan­cia de Gryphus la alegría de sus trabajos, no lo conse­guiríamos. Media hora es un siglo de sensaciones y de pensamientos para un prisionero filósofo.
No pasaba día sin que Rosa viniera a charlar con Cornelius.
Los tulipanes, de los que la joven realizaba un cur­so completo, constituían el fondo de la conversación; mas, por interesante que este tema sea, no se puede ha­blar siempre de tulipanes.
Entonces se hablaba de otra cosa, y para su mayor asombro el tulipanero percibía la inmensa extensión que podía tomar el círculo de la conversación.
Sólo que Rosa había adquirido una costumbre: mantenía su bello rostro invariablemente a veinte cen­tímetros del postigo, porque la bella frisona desconfia­ba sin duda de ella misma, desde que había sentido a través del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un prisionero el corazón de una joven.
Había una cosa que inquietaba en aquel momento al tulipanero casi tanto como sus bulbos y sobre la cual volvía sin cesar. Era la dependencia en que se hallaba Rosa con respecto a su padre.
Así, la vida de Van Baerle ‑el doctor sabio, el pin­tor pintoresco, el hombre superior‑ de Van Baerle que era el primero que había descubierto, según toda proba­bilidad, esa obra de arte de la creación que se llamaría, como se había dispuesto por adelantado, Rosa Barloen­sis, la vida, mucho más que la vida, la felicidad de este hombre dependía del más simple capricho de otro hom­bre, y este hombre era un ser de un espíritu inferior, de una casta ínfima; era un carcelero, algo menos inteligen­te que la cerradura que manipulaba, más duro que la falleba que corría. Era algo como el Caliban de La Tem­pestad, un paso entre el hombre y el bruto.
¡Pues bien! La felicidad de Cornelius dependía de ese hombre; ese hombre podía una hermosa mañana aburrirse de Loevestein, encontrar que el aire era allí malsano, que la ginebra no era buena, y abandonar la fortaleza, y llevarse a su hija... y una vez más, Corne­lius y Rosa se verían separados. Dios, que se cansa de hacer mucho por sus criaturas, acabaría tal vez enton­ces por no reunirlos más.
‑Y entonces, ¡para qué los palomos viajeros!‑decía Cornelius a la joven‑. Ya que, querida Rosa, vos no sabríais ni leer lo que yo os escribiera, ni escri­birme lo que hubierais pensado.
‑Pensad ‑respondía Rosa, que en el fondo de su corazón temía la separación tanto como Cornelius­ que disponemos de una hora todas las noches; em­pleémosla bien.
‑Me parece ‑replicó Cornelius‑ que no la em­pleamos muy mal.
‑Empleémosla mejor todavía ‑insistió Rosa son­riendo‑. Enseñadme a leer y a escribir; aprovecharé vuestras lecciones, creedme; y de esta forma no estare­mos ya nunca separados más que por nuestra propia voluntad.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius‑. Con eso tendremos la eternidad ante nosotros.
Rosa sonrió y se encogió levemente de hombros.
‑¿Es que vais a permanecer siempre en prisión? ‑respondió‑. ¿Es que después de haberos concedido la vida, Su Alteza no os concederá la libertad? ¿Es que no recuperaréis nunca vuestros bienes? ¿Es que ya no seréis rico? ¿Os dignaréis mirar, cuando paséis a caba­llo o en carroza, a la pequeña Rosa, una hija de carce­lero, casi una hija de verdugo?
Cornelius quiso protestar, y ciertamente lo hubiera hecho con todo su corazón y con la sinceridad de un alma llena de amor, si la joven no hubiera preguntado, sonriendo:
‑¿Cómo va vuestro tulipán?
Hablar a Cornelius de su tulipán, era un medio para que Cornelius lo olvidara todo, incluso a Rosa.
‑Bastante bien ‑dijo‑. La piel se ennegrece, el trabajo de fermentación ha comenzado, los nervios del bulbo se calientan y crecen; de aquí a ocho días, antes tal vez, se podrán distinguir las primeras protuberancias de la germinación. ¿Y el vuestro, Rosa?
‑¡Oh! Yo he hecho las cosas en grande y según vuestras indicaciones.
‑Veamos, Rosa, ¿qué habéis hecho? ‑preguntó Cornelius, con los ojos casi tan ardientes, el aliento casi tan jadeante como la noche en que esos ojos habían quemado el rostro y aquel aliento el corazón de Rosa.
‑Yo he hecho las cosas en grande ‑repitió la jo­ven sonriendo, porque en el fondo de su corazón no podía impedir el considerar ese doble amor del prisio­nero por ella y por el tulipán negro‑. Me he prepara­do un cuadrado desnudo, lejos de los árboles y de los muros, en una tierra ligeramente arenosa, más bien hú­meda que seca, sin un grano de piedra, sin un guijarro; he dispuesto una platabanda como vos me habéis descrito.
‑Bien, bien, Rosa.
‑El terreno está preparado de suerte que no espera más que vuestro aviso. Al primer día bueno en que me digáis que plante mi bulbo, lo plantaré; sabéis que debo ir retrasada con respecto a vos, ya que yo dispongo de todas las oportunidades de un aire bueno, el sol y de abundancia de jugos terrestres.
‑Es verdad, es verdad ‑exclamó Cornelius, gol­peándose con alegría las manos‑, y sois una buena alumna, Rosa, y ganaréis ciertamente vuestros cien mil florines.
‑No olvidéis ‑dijo riendo Rosa‑ que vuestra alumna, ya que me llamáis así, tiene todavía que apren­der otra cosa que el cultivo de los tulipanes.
‑Sí, sí, y estoy tan interesado como vos, bella Rosa, en que sepáis leer.
‑¿Cuándo comenzaremos?
‑Enseguida.
‑No, mañana.
‑¿Por qué mañana?
‑Porque hoy ya ha pasado nuestra hora, y es pre­ciso que os deje.
‑¡Ya! Pero ¿en qué leeremos? ‑¡Oh! ‑dijo Rosa‑. Tengo un libro, un libro que, espero, nos traiga felicidad.
‑¿Hasta mañana, pues?
‑Hasta mañana.
Al día siguiente, Rosa acudió con la Biblia de Cor­neille de Witt.

XVII
El Primer Bulbo


Al día siguiente, como hemos dicho, Rosa vino con la Biblia de Corneille de Witt.
Entonces comenzó entre el maestro y la alumna una de aquellas encantadoras escenas que son la alegría del novelista cuando tiene la dicha de hallarlas bajo la pluma.
El postigo, única abertura que servía de comunica­ción a los dos amantes, era demasiado elevado para que, los que hasta entonces se habían contentado con leerse mutuamente en el rostro todo lo que tenían que decir­se, pudieran leer cómodamente en el libro que Rosa había traído.
En consecuencia, la joven tuvo que apoyarse en el postigo, con la cabeza ladeada, el libro a la altura de la luz que sostenía con la mano derecha y que, para des­cansarla un poco, Cornelius ideó fijarla con un pañue­lo a la reja de hierro. Desde entonces, Rosa pudo seguir con sus dedos sobre el libro las letras y las silabas que le hacía deletrear Cornelius, el cual, provisto de una paja, a guisa de puntero, señalaba esas letras por el agu­jero del postigo a su atenta alumna.
La luz de aquella lámpara iluminaba los ricos colores de Rosa, sus azules y profundos ojos, sus rubias trenzas bajo el casco de oro bruñido que, como hemos dicho, sirve de tocado a las frisonas; sus dedos levanta­dos en el aire y de los que la sangre descendía, tomaban ese tono pálido y rosado que resplandece a las luces y que indica la vida misteriosa que se ve circular bajo la carne.
La inteligencia de Rosa se desarrollaba rápidamen­te bajo el contacto vivificante del espíritu de Cornelius y, cuando la dificultad parecía demasiado ardua, aque­llos ojos que se sumergían el uno en el otro, aquellas pestañas que se rozaban, aquellos cabellos que se mez­claban, despedían chispas relampagueantes capaces de alumbrar las mismas tinieblas del idiotismo.
Y Rosa, al descender a su cuarto, repasaba sola en su mente las lecciones de lectura, y al mismo tiempo en su alma las lecciones no confesadas del amor.
Una noche llegó media hora más tarde que de cos­tumbre.
Esta media hora de retraso constituía un suceso muy grave para que Cornelius no se informara antes que nada sobre la causa del mismo.
‑¡Oh! No me regañéis ‑imploró la joven‑, no ha sido por mi culpa. Mi padre ha renovado conocimien­to en Loevestein con un buen hombre que iba frecuen­temente a visitarlo en La Haya. Es un pobre diablo, amigo de la botella, y que cuenta divertidas historias, además de ser un gran pagador que no retrocede ante una invitación.
‑¿No le conocíais de antes? ‑preguntó Cornelius asombrado.
‑No ‑respondió la joven‑. Fue al cabo de unos quince días cuando mi padre se apasionó por ese recién llegado, tan asiduo en sus visitas.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius moviendo la cabeza con inquietud, porque todo nuevo suceso presagiaba para él una catástrofe‑. Tal vez se trate de algún espía del tipo de los que envían a las fortalezas para vigilar conjuntamente a los prisioneros y a los guardianes.
‑No lo creo ‑contestó Rosa sonriendo‑. Si ese hombre espía a alguien, no es a mi padre.
‑¿A quién, entonces?
‑A mí, por ejemplo.
‑¿A vos?
‑¿Por qué no? ‑dijo riendo Rosa.
‑¡Ah! Es verdad ‑suspiró Cornelius‑. Vos no tendréis pretendientes siempre en vano, Rosa, y ese hombre puede convertirse en vuestro marido.
‑No digo que no.
‑¿Y en qué fundáis esta ventura?
‑Decid este temor, señor Cornelius.
‑Gracias, Rosa, porque tenéis razón; este temor...
‑Lo fundo en...
‑Escucho, decid ‑apremió Cornelius.
‑Este hombre había venido ya varias veces a la Buytenhoff, en La Haya; mirad, justo en el momento en que vos fuisteis encerrado allí. Salida yo, salió él a su vez; venida yo aquí, él viene. En La Haya tomaba como pretexto que quería veros.
‑¿Verme, a mí?
‑¡Oh! Un pretexto, seguramente, porque hoy que todavía podía hacer valer la misma razón, ya que vos os habéis convertido en el prisionero de mi padre, o más bien, mi padre se ha convertido en vuestro carcelero, no se acuerda ya de vos, sino al contrario. Le oí decir ayer a mi padre que no os conocía.
‑Continuad, Rosa, os lo ruego, que intento adivi­nar quién es ese hombre y qué quiere.
‑¿Estáis seguro, señor Cornelius, que ninguno de vuestros amigos puede interesarse por vos?
‑Yo no tengo amigos, Rosa, no tenía más que a mi nodriza, vos la conocéis y ella os conoce. ¡Ay! Esa pobre Zug vendría por sí misma y sin fingimientos diría llorando a vuestro padre o a vos misma: «Querido se­ñor, o querida señorita, mi niño está aquí, ved cuán desesperada estoy, dejádmelo ver una hora solamente y rogaré a Dios toda mi vida por vos.» ¡Oh, no! ‑conti­nuó Cornelius‑. ¡Oh, no! Aparte de mi buena Zug, no, no tengo amigos.
‑Vuelvo, pues, a lo que pensaba, tanto más cuan­to ayer, al ponerse el sol, cuando arreglaba la plataban­da donde debo plantar vuestro bulbo, vi una sombra que, por la puerta entreabierta, se deslizaba tras los saú­cos y los álamos. No tuve que mirarlo, era nuestro hombre. Se ocultó, me vio remover la tierra y, en ver­dad, era realmente a mí a quien había seguido; era real­mente a mí a quien espiaba. Me daba yo un golpe con el rastrillo, no tocaba un átomo de tierra, que él no se diera cuenta.
‑¡Oh, sí, sí! Es un enamorado ‑dijo Cornelius‑. ¿Es joven, es guapo?
Y miró ávidamente a Rosa, esperando impaciente su respuesta.
‑¡Joven, guapo...! ‑exclamó Rosa estallando de risa‑. Tiene un rostro horrible, el cuerpo encorvado; se acerca a los cincuenta años, y no se atreve a mirarme de frente ni a hablar alto.
‑¿Y se llama?
Jacob Gisels.
‑No le conozco.
‑Ya veis, entonces, que no es por vos por quien viene.
‑En todo caso, si él os ama, Rosa, lo que es muy probable, porque veros es amaros, ¿vos no le amáis?
‑¡Oh! ¡No por cierto!
‑¿Queréis que me tranquilice, no es eso?
‑Os lo prometo.
‑¡Pues bien! Ahora que comenzáis a saber leer,
Rosa, ¿leeréis todo lo que os escriba, verdad, sobre los tormentos de los celos y los de la ausencia?
‑Lo leeré si escribís con letra bien grande.
Luego, como el giro que tomaba la conversación comenzara a inquietar a Rosa, dijo:
‑A propósito, ¿cómo se porta vuestro tulipán?
Juzgad mi alegría, Rosa. Esta mañana lo miraba al sol, después de haber separado cuidadosamente la capa de tierra que cubre al bulbo, y he visto asomar la punta del primer brote; ¡ah, Rosa! Mi corazón se ha fundido de alegría. Esa imperceptible yema blancuzca, que un ala de mosca destrozaría al rozarla, esa sospe­cha de existencia que se revela por un incomprensi­ble testimonio, me ha emocionado más que la lectura de aquella orden de Su Alteza que me devolvía la vida deteniendo la espada del verdugo, sobre el patíbulo de la Buytenhoff.
‑Entonces ¿esperáis? ‑dijo Rosa sonriente.
‑¡Oh! ¡Sí, espero!
‑¿Y a mí, cuándo me llegará el turno de plantar mi bulbo?

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