XV
El Postigo
Gryphus iba
seguido del moloso.
Le hacía realizar su ronda para que
cuando llegara la ocasión reconociera a los prisioneros.
‑Padre mío, ‑dijo Rosa‑ aquí está la
famosa celda de la que el señor De Grotius se evadió. ¿Recordáis al señor De
Grotius?
‑Sí, sí, ese bribón de De Grotius; un
amigo de aquel bandido de Barneveldt al que vi ejecutar cuando yo era niño.
¡Ah! ¡Ah! Así que ésta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo respondo
de que nadie se evadirá de ella jamás.
Y, abriendo la puerta, comenzó en la
oscuridad su discurso al prisionero.
En cuanto al perro, se dirigió gruñendo
a olfatear las pantorrillas de Van Baerle, como preguntándole con qué derecho
no estaba muerto, él a quien había visto salir entre el escribano y el verdugo,
camino del cadalso.
Pero la bella Rosa lo llamó, y el
moloso acudió al lado de la muchacha.
‑Señor ‑dijo Gryphus levantando su
farol para tratar de proyectar un poco de luz alrededor de él‑ , ved en mí a
vuestro nuevo carcelero. Soy jefe de los portallaves y tengo las celdas bajo mi
vigilancia. No soy malo, pero sí inflexible en lo que concierne a la disciplina.
‑Os conozco perfectamente, mi querido
señor Gryphus ‑‑contestó el prisionero entrando en el círculo de luz que
proyectaba el farol.
‑Vaya, vaya, sois vos, señor Van Baerle
‑se asombró Gryphus‑. ¡Ah! Sois vos; ¡vaya, vaya, vaya, como nos encontramos!
‑Sí, y veo con gran placer, mi querido
señor Gryphus, que vuestro brazo va de maravilla, ya que es el brazo con el que
sostenéis el farol.
Gryphus frunció el entrecejo.
‑Ved lo que ocurre en política ‑comentó‑;
siempre se cometen faltas. Su Alteza os ha dejado la vida, yo no lo habría
hecho.
‑¡Bah! ‑exclamó Cornelius‑. ¿Y por qué?
‑Porque vos sois de los hombres que
siempre conspiran; vosotros los sabios tenéis tratos con el diablo.
‑¡Ah, maese Gryphus! ¿Estáis
descontento de la forma en que os arreglé el brazo, o del precio que os pedí? ‑preguntó
riendo Cornelius.
‑¡Por el contrario, voto a bríos! ¡Por
el contrario! ‑refunfuñó él carcelero‑. Me habéis arreglado muy bien el brazo;
hay alguna brujería en esto: al cabo de seis semanas me servía de él como si
nada le hubiera sucedido. Con tal motivo el médico de la Buytenhoff, que
conoce su oficio, quería rompérmelo de nuevo para arreglármelo según las
reglas, prometiendo que, esta vez, estaría tres meses sin poderlo utilizar.
‑¿Y vos no habéis querido?
‑Yo dije: «No.» Mientras pueda hacer la
señal de la cruz con este brazo ‑Gryphus era católico‑, mientras pueda hacer
la señal de la cruz, me río del diablo.
‑Pero si os reís del diablo, maese
Gryphus, con mayor razón debéis reíros de los sabios.
‑¡Oh! ¡Los sabios, los sabios! ‑exclamó
Gryphus sin responder a la interpelación‑. ¡Los sabios! Preferiría tener diez
militares a guardar, que un solo sabio. Los militares fuman, beben, se
emborrachan; son dulces como corderos cuando se les da aguardiente o vino del
Mosa. Pero un sabio, ¿beber, fumar, emborracharse? ¡Pues sí! Es sobrio, no
gasta nada en eso, y así mantiene su cabeza fresca para conspirar. Pero
empiezo por deciros que no os resultará fácil conspirar. En primer lugar nada
de libros, nada de papeles, nada de galimatías. Fue con los libros como el
señor De Grotius se salvó.
‑Yo os aseguro, maese Gryphus ‑replicó
Van Baerle‑ que tal vez haya tenido por un instante la idea de salvarme, pero
ciertamente ya no la tengo.
‑¡Está bien! ¡Está bien! ‑concedió
Gryphus‑. Vigilaos vos mismo, yo haré otro tanto. Esto es igual, es igual. Su
Alteza cometió una falta grave.
‑¿No dejando que me cortaran la
cabeza...? Gracias, gracias, maese Gryphus.
‑Sin duda. Ved si los señores De Witt
no están ahora bien tranquilos.
‑Es espantoso eso que decís, señor
Gryphus ‑replicó Van Baerle volviéndose para ocultar su desagrado‑. Olvidáis
que uno era mi amigo, y el otro... el otro mi segundo padre.
‑Sí, pero recuerdo que tanto el uno
como el otro eran unos conspiradores. Y además, hablo por filantropía.
‑¡Ah! ¿De veras? Explicad, pues, un
poco esto, querido Gryphus, pues no lo comprendo muy bien.
‑Sí. Si vos os hubiérais quedado en el
tajo de maese Harbruck...
‑¿Y bien?
‑¡Pues bien! No sufriríais ya. Mientras
que aquí, no os oculto que voy a haceros la vida muy dura.
‑Gracias por la promesa, maese Gryphus.
Y mientras el prisionero sonreía
irónicamente al viejo carcelero, Rosa detrás de la puerta le respondía con una
sonrisa llena de angélica consolación.
Gryphus se dirigió a la ventana.
Había todavía bastante luz para que se
viera, sin distinguirlo, un horizonte inmenso que se perdía en una bruma
grisácea.
‑¿Qué vista hay desde aquí? ‑preguntó
el carcelero.
‑Muy hermosa ‑contestó Cornelius
mirando a Rosa.
‑Sí, sí, demasiada vista, demasiada
vista.
En este momento, los dos palomos,
espantados por la aparición y, sobre todo, por la voz de aquel desconocido,
salieron de su nido, y desaparecieron asustados en la niebla.
‑¡Oh! ¡Oh! ¿Qué es esto? ‑preguntó el
carcelero.
‑Mis palomos ‑respondió Cornelius.
‑¡Mis palomos! ‑exclamó el carcelero‑.
¡Mis palomos! ¿Es que un prisionero tiene alguna cosa suya?
‑Entonces ‑dijo Cornelius‑ ¿los palomos
que el Buen Dios me ha prestado...?
‑He aquí una infracción ‑replicó
Gryphus‑. ¡Unos palomos! ¡Ah!, joven, joven, os prevengo de una cosa, y es que,
no más tarde de mañana, estos pájaros hervirán en mi olla.
‑Sería preciso primero que vos los
cogierais, maese Gryphus ‑dijo Van Baerle‑. Vos no queréis que sean mis
palomos; todavía son menos vuestros, os lo juro, que lo son míos.
‑Lo que está diferido, no está perdido ‑refunfuñó
el carcelero‑ y no más tarde de mañana, les retorceré el cuello.
Y mientras profería esta maligna
promesa a Cornelius, Gryphus se inclinó hacia fuera para examinar la estructura
del nido. Lo que dio tiempo a Van Baerle para correr a la puerta y estrechar la
mano de Rosa que le dijo:
‑Esta noche, a las nueve.
Gryphus, enteramente ocupado con el
deseo de coger al día siguiente los palomos como había prometido hacer, no vio
nada, no oyó nada; y como había cerrado la ventana, agarró a su hija por el
brazo, salió, dio una doble vuelta a la llave, empujó los cerrojos, y se fue a
hacer las mismas promesas a otro prisionero.
Apenas hubo desaparecido, Cornelius se
acercó a la puerta para escuchar el ruido decreciente de los pasos. Luego,
cuando se apagaron, corrió a la ventana y demolió de punta a rabo el nido de
los palomos.
Prefería alejarlos para siempre de su
presencia que exponer a la muerte a los gentiles mensajeros a los que debía la
dicha de haber vuelto a ver a Rosa.
Aquella visita del carcelero, sus
brutales amenazas, la sombría perspectiva de su vigilancia de la que conocía
los abusos, nada de todo eso pudo distraer a Cornelius de los dulces
pensamientos y, sobre todo, de la dulce esperanza que la presencia de Rosa
acababa de resucitar en su corazón.
Esperó impacientemente a que sonaran
las nueve horas en el torreón de Loevestein.
Rosa había dicho: «A las nueve,
esperadme.»
La última nota de bronce vibraba
todavía en el aire cuando Cornelius oyó en la escalera el paso ligero y la ropa
susurrante de la bella frisona, y enseguida el enrejado de la puerta sobre la
que Cornelius van Baerle fijaba ardientemente los ojos se iluminó.
El postigo acababa de abrirse por
fuera.
‑Aquí estoy ‑dijo Rosa todavía
completamente sofocada por haber tenido que subir la escalera‑. ¡Aquí estoy!
‑¡Oh, buena Rosa!
‑¿Estáis contento de verme?
‑¡Me lo preguntáis! Pero ¿cómo os las
habéis arreglado para venir? Decidme.
‑Escuchad, mi padre se duerme cada
noche casi enseguida después de cenar; entonces, le acuesto un poco aturdido
por la ginebra; no se lo digáis a nadie porque, gracias a este sueño, podré
venir cada noche a charlar una hora con vos.
‑¡Oh! Os lo agradezco, Rosa, querida
Rosa.
Y diciendo estas palabras, Cornelius
acercó tanto su rostro al postigo que Rosa retiró el suyo.
‑Os he traído vuestros bulbos de
tulipán ‑dijo.
El corazón de Cornelius saltó. No se
había atrevido a preguntar todavía a Rosa lo que había hecho con el precioso
tesoro que le había confiado cuando creyó que iba a la muerte.
‑¡Ah! ¡Los habéis, pues, conservado!
‑¿No me los habíais dado como una cosa
que os era muy querida?
‑Sí, pero precisamente porque os los
había dado, me parece que son vuestros.
‑Hubieran sido míos después de vuestra
muerte y estáis vivo, por fortuna. ¡Ah! Cómo he bendecido a Su Alteza. Si Dios
concede al príncipe Guillermo todas las felicidades que le he deseado, el rey
Guillermo será ciertamente no sólo el hombre más dichoso de su reino sino de toda
la tierra. Vos estáis vivo, digo, y aunque conservando la Biblia de vuestro
padrino Corneille, estaba resuelta a traeros vuestros bulbos; solamente, que no
sabía cómo hacerlo. Ahora bien, acababa de tomar la resolución de ir a pedir al
estatúder la plaza de carcelero de Gorcum para mi padre, cuando la nodriza me
trajo vuestra carta. ¡Ah! Lloramos mucho juntas, os respondo de ello. Pero
vuestra carta no hizo más que reafirmarme en mi resolución. Entonces fue
cuando partí para Leiden; ya sabéis el resto.
‑¿Cómo, querida Rosa ‑exclamó Cornelius‑
pensabais, antes de recibir mi carta, venir a reuniros conmigo?
‑¡Sí, pensaba en ello! ‑respondió Rosa
dejando que su amor pasara por delante de su pudor‑. ¡Pero si no pensaba en
otra cosa!
Y diciendo estas palabras, Rosa se puso
tan bella que, por segunda vez, Cornelius precipitó su frente y sus labios
contra el enrejado, sin duda para agradecérselo a la hermosa joven.
Rosa retrocedió como la primera vez.
‑En verdad ‑dijo con aquella coquetería
que late en el corazón de toda joven‑ en verdad, he lamentado muy a menudo no
saber leer; pero nunca tanto y de la misma forma que cuando vuestra nodriza me
trajo vuestra carta; tenía en mi mano esa carta que hablaba para los demás y
que, pobre tonta que soy, estaba muda para mí.
‑¿Habéis lamentado a menudo no saber
leer? ‑preguntó Cornelius‑. ¿Y con qué motivo?
‑Toma ‑dijo la joven riendo‑ para leer
todas la cartas que me escribían.
‑¿Vos recibíais cartas, Rosa?
‑Por centenares.
‑Pero ¿quién os las escribía...?
‑¿Quién me escribía? Primero, todos los
estudiantes que pasaban por la Buytenhoff, todos los oficiales que iban a la
plaza de armas, todos los dependientes e incluso los mercaderes que me veían en
mi ventana.
‑¿Y con todas esas notas, querida Rosa,
qué hacíais vos?
‑Unas veces ‑respondió Rosa‑ me las
hacía leer por alguna amiga, y esto me divertía mucho, pero al cabo de cierto
tiempo, ¿para qué perderlo escuchando todas esas tonterías? Las quemaba.
‑¡Al cabo de cierto tiempo! ‑exclamó
Cornelius con una mirada turbada a la vez por el amor y la alegría.
Rosa bajó los ojos, ruborizada.
De forma que no vio acercarse los
labios de Cornelius que no encontraron, por desgracia, más que el enrejado;
pero que a pesar de este obstáculo, enviaron hasta los labios de la joven el
aliento ardiente del más tierno de los besos.
Ante esa llama que quemó sus
labios, Rosa se puso muy pálida, más pálida tal vez que en la Buytenhoff, el
día de la ejecución. Lanzó un gemido lastimero, cerró sus bellos ojos y huyó
con el corazón palpitante, intentando en vano comprimir con la mano los
latidos de su corazón. Cornelius, al quedarse solo, se vio reducido a aspirar
el dulce perfume de los cabellos de Rosa, que permaneció como cautivo entre el
enrejado.
Rosa había huido tan precipitadamente que
se había olvidado de devolver a Cornelius los tres bulbos del tulipán negro.
XVI
Maestro Y Alumna
El infeliz Gryphus, como ha podido
verse, se hallaba lejos de participar de la buena voluntad de su hija por el
ahijado de Corneille de Witt.
No había más que cinco prisioneros en
Loevestein; la tarea de guardián no era, pues, difícil de realizar, y la cárcel
era una especie de sinecura dada la edad de Gryphus.
Pero en su celo, el digno carcelero
había agrandado con toda la potencia de su imaginación la tarea que le habían
impuesto. Para él, Cornelius había adquirido la proporción gigantesca de un
criminal de primer orden. Se había convertido, en consecuencia, en el más
peligroso de sus prisioneros. Vigilaba cada uno de sus pasos, no le abordaba
más que con el rostro airado, haciéndole sentir la carga de lo que él llamaba
su espantosa rebelión contra el elemento estatúder.
Entraba tres veces por día en la celda
de Van Baerle, esperando sorprenderlo en falta, pero Cornelius había
renunciado a sus corresponsales desde que tenía su correspondencia bajo mano.
Era incluso probable que Cornelius, si hubiera obtenido su libertad entera y el
permiso completo para retirarse donde hubiese querido, le habría parecido
preferible el domicilio de la prisión con Rosa y sus bulbos a cualquier otro
domicilio sin sus bulbos y sin Rosa.
Y es que, en efecto, cada noche a las
nueve, Rosa había prometido venir a charlar con el querido prisionero, y desde
la primera noche, como hemos visto, mantuvo su palabra.
Al día siguiente, subió como la
víspera, con el mismo misterio y las mismas precauciones. Sólo que se había
prometido a sí misma no acercar demasiado su rostro al enrejado. Por otra
parte, para abordar desde el primer momento una conversación que pudiera ocupar
seriamente a Van Baerle, comenzó por tenderle a través del enrejado sus tres
bulbos siempre envueltos en el mismo papel.
Mas, con gran asombro de Rosa, Van
Baerle rechazó su blanca mano con la punta de los dedos.
El joven había reflexionado.
‑Escuchadme ‑dijo‑, arriesgaríamos
demasiado, creo, poniendo toda nuestra fortuna en el mismo saco. Pensad que se
trata, mi querida Rosa, de realizar una empresa que se considera hasta hoy como
imposible. Se trata de hacer florecer el gran tulipán negro. Tomemos, pues,
todas nuestras precauciones, con el fin de que, si fracasamos, no tengamos nada
que reprocharnos. Así es como he calculado que conseguiremos nuestro objetivo.
Rosa prestó toda su atención a lo que
iba a decirle el prisionero, y ello más por la importancia que le concedía el
desgraciado tulipanero que por la que le concedía ella misma.
‑Así es ‑repitió Cornelius‑ cómo he
calculado nuestra común cooperación en este gran asunto.
‑Escucho ‑dijo Rosa.
‑Vos ¿tendréis en esta fortaleza un
pequeño jardín, a falta de jardín un patio cualquiera y a falta de patio una
terraza?
‑Tenemos un bonito jardín ‑explicó Rosa‑.
Se extiende a lo largo del Waal y está lleno de añosos árboles.
‑¿Podéis, querida Rosa, traerme un poco
de la tierra de ese jardín, a fin de que la examine?
‑Mañana mismo.
‑La cogeréis de la sombra y del sol
para que la juzgue en sus dos cualidades, bajo las dos condiciones de sequedad
y de humedad.
‑Estad tranquilo.
‑Una vez escogida la tierra por mí y
modificada si es preciso, haremos tres partes de nuestros tres bulbos, tomaréis
uno que plantaréis el día que os diga; florecerá ciertamente si lo cuidáis
según mis indicaciones.
‑No me alejaré de él ni un segundo.
‑Me daréis otro que intentaré criar
aquí en mi habitación, lo que me ayudará a pasar estas largas horas durante
las cuales no os veo. Apenas tengo esperanzas de conseguirlo, os lo confieso, y
por adelantado, considero a ese desgraciado como sacrificado a mi egoísmo. Sin
embargo, el sol me visita alguna que otra vez. Sacaré artificialmente partido de
todo, incluso del calor y de la ceniza de mi pipa. Por último tendremos, o más
bien tendréis en reserva el tercer bulbo, nuestro último recurso en el caso de
que nuestras dos primeras experiencias fracasen. De esta manera, mi querida
Rosa, es imposible que no lleguemos a ganar los cien mil florines de vuestra
dote y procurarnos la suprema dicha de ver el éxito de nuestra obra.
‑He comprendido ‑dijo Rosa‑. Mañana os
traeré la tierra, vos escogeréis la mía y la vuestra. En cuanto a la vuestra,
necesitaré vanos viajes, porque no podré traeros más que un poco cada vez.
‑¡Oh! No tenemos prisa, querida Rosa;
nuestros tulipanes no deben ser enterrados antes de un mes. Así pues, ya veis
que disponemos de mucho tiempo; sólo que, para plantar vuestro bulbo, seguiréis
todas mis instrucciones, ¿no?
‑Os lo prometo.
‑Y una vez plantado, me participaréis
todas las circunstancias que pueden interesar a nuestro discípulo, tales como
los cambios atmosféricos, rastros en los senderos, señales en las platabandas.
Escucharéis si por la noche, nuestro jardín es frecuentado por los gatos. Dos
de estos animales me destrozaron en Dordrecht dos platabandas.
‑Escucharé.
‑Los días de luna... ¿La habéis visto
sobre el jardín, querida niña?
‑La ventana de mi dormitorio da allí.
‑Bueno. Los días de luna miraréis si de
los agujeros del muro salen ratas. Las ratas son roedores muy de temer, y yo
he visto a desgraciados tulipaneros reprochar amargamente a Noé el haber
metido un par de ratas en el arca.
‑Miraré, y si hay gatos o ratas...
‑¡Pues bien! Tendréis que avisarme.
Después ‑continuó Van Baerle, suspicaz desde que se hallaba en prisión‑, ¡hay
un animal mucho más de temer todavía que el gato y la rata!
‑¿Cuál es?
‑¡El hombre! ¿Comprendéis, querida
Rosa? Se roba un florín, y se arriesga el penal por semejante miseria; con
mucha mayor razón se puede robar un bulbo de tulipán que vale cien mil
florines.
‑Nadie más que yo entrará en el jardín.
‑¿Me lo prometéis?
‑¡Os lo juro!
‑¡Bien! ¡Gracias, querida Rosa! ¡Oh!
¡Toda la alegría me va a provenir, pues, de vos!
Y, como los labios de Van Baerle se
acercaron al enrejado con el mismo ardor de la víspera, y como por otra parte,
la hora de la retirada había llegado ya, Rosa alejó la cabeza y alargó la mano.
En esta linda mano, en la que la
coqueta joven tenía un cuidado particular, estaba el bulbo.
Cornelius besó apasionadamente la punta
de los dedos de esa mano. ¿Fue porque contenía uno de los bulbos del gran
tulipán negro? ¿Fue por ser la mano de Rosa? Esto es lo que dejamos para que lo
adivinen otros más sagaces que nosotros.
Rosa se retiró, pues, con los otros dos
bulbos, apretándolos contra su pecho.
¿Los apretaba contra su pecho porque
eran los bulbos del gran tulipán negro, o porque los bulbos provenían de
Cornelius van Baerle? Creemos que este punto sería más fácil de precisar que el
otro.
Fuera lo que fuese, a partir de aquel
momento, la vida se hizo dulce y llena para el prisionero.
Rosa, como hemos visto, le había
entregado uno de los bulbos.
Cada noche le traía puñado a puñado la
tierra de la porción de jardín que había hallado ser la mejor y que, en efecto,
era excelente.
Una ancha vasija que Cornelius había
roto hábilmente le proporcionó un fondo propicio, lo llenó hasta la mitad y
mezcló la tierra traída por Rosa con un poco de lodo del río que dejó secar,
con lo cual se proveyó de un excelente terreno.
Decir todo lo que Cornelius desplegó en
cuidados, en habilidad y en añagazas para escamotear a la vigilancia de
Gryphus la alegría de sus trabajos, no lo conseguiríamos. Media hora es un
siglo de sensaciones y de pensamientos para un prisionero filósofo.
No pasaba día sin que Rosa viniera a
charlar con Cornelius.
Los tulipanes, de los que la joven
realizaba un curso completo, constituían el fondo de la conversación; mas, por
interesante que este tema sea, no se puede hablar siempre de tulipanes.
Entonces se hablaba de otra cosa, y
para su mayor asombro el tulipanero percibía la inmensa extensión que podía
tomar el círculo de la conversación.
Sólo que Rosa había adquirido una
costumbre: mantenía su bello rostro invariablemente a veinte centímetros del
postigo, porque la bella frisona desconfiaba sin duda de ella misma, desde que
había sentido a través del enrejado cuánto puede quemar el aliento de un
prisionero el corazón de una joven.
Había una cosa que inquietaba en aquel
momento al tulipanero casi tanto como sus bulbos y sobre la cual volvía sin
cesar. Era la dependencia en que se hallaba Rosa con respecto a su padre.
Así, la vida de Van Baerle ‑el doctor
sabio, el pintor pintoresco, el hombre superior‑ de Van Baerle que era el
primero que había descubierto, según toda probabilidad, esa obra de arte de la
creación que se llamaría, como se había dispuesto por adelantado, Rosa Barloensis, la vida, mucho más que
la vida, la felicidad de este hombre dependía del más simple capricho de otro
hombre, y este hombre era un ser de un espíritu inferior, de una casta ínfima;
era un carcelero, algo menos inteligente que la cerradura que manipulaba, más
duro que la falleba que corría. Era algo como el Caliban de La Tempestad, un paso entre el hombre y
el bruto.
¡Pues bien! La felicidad de Cornelius
dependía de ese hombre; ese hombre podía una hermosa mañana aburrirse de
Loevestein, encontrar que el aire era allí malsano, que la ginebra no era
buena, y abandonar la fortaleza, y llevarse a su hija... y una vez más, Cornelius
y Rosa se verían separados. Dios, que se cansa de hacer mucho por sus
criaturas, acabaría tal vez entonces por no reunirlos más.
‑Y entonces, ¡para qué los palomos
viajeros!‑decía Cornelius a la joven‑. Ya que, querida Rosa, vos no sabríais ni
leer lo que yo os escribiera, ni escribirme lo que hubierais pensado.
‑Pensad ‑respondía Rosa, que en el
fondo de su corazón temía la separación tanto como Cornelius que disponemos de
una hora todas las noches; empleémosla bien.
‑Me parece ‑replicó Cornelius‑ que no
la empleamos muy mal.
‑Empleémosla mejor todavía ‑insistió
Rosa sonriendo‑. Enseñadme a leer y a escribir; aprovecharé vuestras
lecciones, creedme; y de esta forma no estaremos ya nunca separados más que
por nuestra propia voluntad.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius‑. Con eso
tendremos la eternidad ante nosotros.
Rosa sonrió y se encogió levemente de
hombros.
‑¿Es que vais a permanecer siempre en
prisión? ‑respondió‑. ¿Es que después de haberos concedido la vida, Su Alteza
no os concederá la libertad? ¿Es que no recuperaréis nunca vuestros bienes? ¿Es
que ya no seréis rico? ¿Os dignaréis mirar, cuando paséis a caballo o en
carroza, a la pequeña Rosa, una hija de carcelero, casi una hija de verdugo?
Cornelius quiso protestar, y
ciertamente lo hubiera hecho con todo su corazón y con la sinceridad de un alma
llena de amor, si la joven no hubiera preguntado, sonriendo:
‑¿Cómo va vuestro tulipán?
Hablar a Cornelius de su tulipán, era
un medio para que Cornelius lo olvidara todo, incluso a Rosa.
‑Bastante bien ‑dijo‑. La piel se
ennegrece, el trabajo de fermentación ha comenzado, los nervios del bulbo se
calientan y crecen; de aquí a ocho días, antes tal vez, se podrán distinguir
las primeras protuberancias de la germinación. ¿Y el vuestro, Rosa?
‑¡Oh! Yo he hecho las cosas en grande y
según vuestras indicaciones.
‑Veamos, Rosa, ¿qué habéis hecho? ‑preguntó
Cornelius, con los ojos casi tan ardientes, el aliento casi tan jadeante como
la noche en que esos ojos habían quemado el rostro y aquel aliento el corazón
de Rosa.
‑Yo he hecho las cosas en grande ‑repitió
la joven sonriendo, porque en el fondo de su corazón no podía impedir el
considerar ese doble amor del prisionero por ella y por el tulipán negro‑. Me
he preparado un cuadrado desnudo, lejos de los árboles y de los muros, en una
tierra ligeramente arenosa, más bien húmeda que seca, sin un grano de piedra,
sin un guijarro; he dispuesto una platabanda como vos me habéis descrito.
‑Bien, bien, Rosa.
‑El terreno está preparado de suerte
que no espera más que vuestro aviso. Al primer día bueno en que me digáis que
plante mi bulbo, lo plantaré; sabéis que debo ir retrasada con respecto a vos,
ya que yo dispongo de todas las oportunidades de un aire bueno, el sol y de
abundancia de jugos terrestres.
‑Es verdad, es verdad ‑exclamó
Cornelius, golpeándose con alegría las manos‑, y sois una buena alumna, Rosa,
y ganaréis ciertamente vuestros cien mil florines.
‑No olvidéis ‑dijo riendo Rosa‑ que
vuestra alumna, ya que me llamáis así, tiene todavía que aprender otra cosa
que el cultivo de los tulipanes.
‑Sí, sí, y estoy tan interesado
como vos, bella Rosa, en que sepáis leer.
‑¿Cuándo
comenzaremos?
‑Enseguida.
‑No, mañana.
‑¿Por qué mañana?
‑Porque hoy ya ha pasado nuestra
hora, y es preciso que os deje.
‑¡Ya! Pero ¿en qué leeremos? ‑¡Oh! ‑dijo
Rosa‑. Tengo un libro, un libro que, espero, nos traiga felicidad.
‑¿Hasta mañana, pues?
‑Hasta mañana.
Al día siguiente, Rosa acudió con la
Biblia de Corneille de Witt.
XVII
El Primer Bulbo
Al
día siguiente, como hemos dicho, Rosa vino con la Biblia
de Corneille de Witt.
Entonces comenzó entre el maestro y la
alumna una de aquellas encantadoras escenas que son la alegría del novelista
cuando tiene la dicha de hallarlas bajo la pluma.
El postigo, única abertura que servía
de comunicación a los dos amantes, era demasiado elevado para que, los que
hasta entonces se habían contentado con leerse mutuamente en el rostro todo lo
que tenían que decirse, pudieran leer cómodamente en el libro que Rosa había
traído.
En consecuencia, la joven tuvo que
apoyarse en el postigo, con la cabeza ladeada, el libro a la altura de la luz
que sostenía con la mano derecha y que, para descansarla un poco, Cornelius
ideó fijarla con un pañuelo a la reja de hierro. Desde entonces, Rosa pudo
seguir con sus dedos sobre el libro las letras y las silabas que le hacía
deletrear Cornelius, el cual, provisto de una paja, a guisa de puntero,
señalaba esas letras por el agujero del postigo a su atenta alumna.
La luz de aquella lámpara iluminaba los
ricos colores de Rosa, sus azules y profundos ojos, sus rubias trenzas bajo el
casco de oro bruñido que, como hemos dicho, sirve de tocado a las frisonas; sus
dedos levantados en el aire y de los que la sangre descendía, tomaban ese tono
pálido y rosado que resplandece a las luces y que indica la vida misteriosa que
se ve circular bajo la carne.
La inteligencia de Rosa se desarrollaba
rápidamente bajo el contacto vivificante del espíritu de Cornelius y, cuando
la dificultad parecía demasiado ardua, aquellos ojos que se sumergían el uno
en el otro, aquellas pestañas que se rozaban, aquellos cabellos que se mezclaban,
despedían chispas relampagueantes capaces de alumbrar las mismas tinieblas del
idiotismo.
Y Rosa, al descender a su cuarto,
repasaba sola en su mente las lecciones de lectura, y al mismo tiempo en su
alma las lecciones no confesadas del amor.
Una noche llegó media hora más tarde
que de costumbre.
Esta media hora de retraso constituía
un suceso muy grave para que Cornelius no se informara antes que nada sobre la
causa del mismo.
‑¡Oh! No me regañéis ‑imploró la joven‑,
no ha sido por mi culpa. Mi padre ha renovado conocimiento en Loevestein con
un buen hombre que iba frecuentemente a visitarlo en La Haya. Es un pobre
diablo, amigo de la botella, y que cuenta divertidas historias, además de ser
un gran pagador que no retrocede ante una invitación.
‑¿No le conocíais de antes? ‑preguntó
Cornelius asombrado.
‑No ‑respondió la joven‑. Fue al cabo
de unos quince días cuando mi padre se apasionó por ese recién llegado, tan
asiduo en sus visitas.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius moviendo la
cabeza con inquietud, porque todo nuevo suceso presagiaba para él una
catástrofe‑. Tal vez se trate de algún espía del tipo de los que envían a las
fortalezas para vigilar conjuntamente a los prisioneros y a los guardianes.
‑No lo creo ‑contestó Rosa sonriendo‑.
Si ese hombre espía a alguien, no es a mi padre.
‑¿A quién, entonces?
‑A mí, por ejemplo.
‑¿A vos?
‑¿Por qué no? ‑dijo riendo Rosa.
‑¡Ah! Es verdad ‑suspiró Cornelius‑.
Vos no tendréis pretendientes siempre en vano, Rosa, y ese hombre puede
convertirse en vuestro marido.
‑No digo que no.
‑¿Y en qué fundáis esta ventura?
‑Decid este temor, señor Cornelius.
‑Gracias, Rosa, porque tenéis razón;
este temor...
‑Lo fundo en...
‑Escucho, decid ‑apremió Cornelius.
‑Este hombre había venido ya varias
veces a la Buytenhoff, en La Haya; mirad, justo en el momento en que vos
fuisteis encerrado allí. Salida yo, salió él a su vez; venida yo aquí, él
viene. En La Haya tomaba como pretexto que quería veros.
‑¿Verme, a mí?
‑¡Oh! Un pretexto, seguramente, porque
hoy que todavía podía hacer valer la misma razón, ya que vos os habéis
convertido en el prisionero de mi padre, o más bien, mi padre se ha convertido
en vuestro carcelero, no se acuerda ya de vos, sino al contrario. Le oí decir
ayer a mi padre que no os conocía.
‑Continuad, Rosa, os lo ruego, que
intento adivinar quién es ese hombre y qué quiere.
‑¿Estáis seguro, señor Cornelius, que
ninguno de vuestros amigos puede interesarse por vos?
‑Yo no tengo amigos, Rosa, no tenía más
que a mi nodriza, vos la conocéis y ella os conoce. ¡Ay! Esa pobre Zug vendría
por sí misma y sin fingimientos diría llorando a vuestro padre o a vos misma:
«Querido señor, o querida señorita, mi niño está aquí, ved cuán desesperada
estoy, dejádmelo ver una hora solamente y rogaré a Dios toda mi vida por vos.»
¡Oh, no! ‑continuó Cornelius‑. ¡Oh, no! Aparte de mi buena Zug, no, no tengo
amigos.
‑Vuelvo, pues, a lo que pensaba, tanto
más cuanto ayer, al ponerse el sol, cuando arreglaba la platabanda donde debo
plantar vuestro bulbo, vi una sombra que, por la puerta entreabierta, se
deslizaba tras los saúcos y los álamos. No tuve que mirarlo, era nuestro
hombre. Se ocultó, me vio remover la tierra y, en verdad, era realmente a mí a
quien había seguido; era realmente a mí a quien espiaba. Me daba yo un golpe
con el rastrillo, no tocaba un átomo de tierra, que él no se diera cuenta.
‑¡Oh, sí, sí! Es un enamorado ‑dijo
Cornelius‑. ¿Es joven, es guapo?
Y miró ávidamente a Rosa, esperando
impaciente su respuesta.
‑¡Joven, guapo...! ‑exclamó Rosa
estallando de risa‑. Tiene un rostro horrible, el cuerpo encorvado; se acerca a
los cincuenta años, y no se atreve a mirarme de frente ni a hablar alto.
‑¿Y se llama?
Jacob Gisels.
‑No le conozco.
‑Ya veis, entonces, que no es por vos
por quien viene.
‑En todo caso, si él os ama, Rosa, lo
que es muy probable, porque veros es amaros, ¿vos no le amáis?
‑¡Oh! ¡No por cierto!
‑¿Queréis que me tranquilice, no es
eso?
‑Os lo prometo.
‑¡Pues bien! Ahora que comenzáis a
saber leer,
Rosa, ¿leeréis todo lo que os escriba,
verdad, sobre los tormentos de los celos y los de la ausencia?
‑Lo leeré si escribís con letra bien
grande.
Luego, como el giro que tomaba la
conversación comenzara a inquietar a Rosa, dijo:
‑A propósito, ¿cómo se porta vuestro
tulipán?
Juzgad mi alegría, Rosa. Esta mañana lo
miraba al sol, después de haber separado cuidadosamente la capa de tierra que
cubre al bulbo, y he visto asomar la punta del primer brote; ¡ah, Rosa! Mi
corazón se ha fundido de alegría. Esa imperceptible yema blancuzca, que un ala
de mosca destrozaría al rozarla, esa sospecha de existencia que se revela por
un incomprensible testimonio, me ha emocionado más que la lectura de aquella
orden de Su Alteza que me devolvía la vida deteniendo la espada del verdugo,
sobre el patíbulo de la Buytenhoff.
‑Entonces ¿esperáis? ‑dijo Rosa
sonriente.
‑¡Oh! ¡Sí, espero!
‑¿Y a mí, cuándo me llegará el turno de
plantar mi bulbo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario