VII
El Hombre Feliz Entabla
Conocimiento Con La Desgracia
Corneille después de haber atendido los
asuntos de su familia, llegó a casa de su ahijado, Cornelius van Baerle, en el
mes de enero del año de gracia de 1672.
Caía la noche.
Corneille, aunque poco dado a la
horticultura, y menos todavía a las artes, visitó toda la casa, desde el
taller hasta el invernadero; desde los cuadros hasta los tulipanes. Agradeció a
su sobrino el haberle dejado en buen lugar sobre el puente de la nave almirante
Les Sept Provinces durante la batalla
de Southwood‑Bay, y el haber dado su nombre a un magnífico tulipán, y todo ello
con la complacencia y la afabilidad que pudiera tener un padre hacia su hijo;
y mientras inspeccionaba así los tesoros de Van Baerle, la muchedumbre se
estacionaba con curiosidad, incluso con respeto, delante de la puerta del
hombre feliz.
Todo este ruido despertó la atención de
Boxtel, que cenaba cerca de su fuego.
Se informó de lo que ocurría, lo supo y
trepó a su laboratorio.
Y allí, a pesar del frío, se instaló,
con el ojo en el telescopio.
Este telescopio no le era ya de gran
utilidad desde el otoño de 1671. Los tulipanes, frioleros como verdaderos
hijos de Oriente, no se cultivan en la tierra en invierno. Necesitan el
interior de la casa, el lecho mullido de los cajones y las dulces caricias de
la estufa. Así, Cornelius se pasaba todo el invierno en su laboratorio, en
medio de sus libros y de sus cuadros. Raramente iba a la habitación de las
cebollas si no era para dejar entrar allí algunos rayos de sol, que sorprendía
en el cielo, y a los que forzaba, abriendo una trampilla vidriada, a caer de
buen o mal grado en su casa.
La noche de la que hablamos, después de
que Corneille y Cornelius hubieron visitado juntos los apartamentos, seguidos
de algunos criados, aquél le confió en voz baja a Van Baerle:
‑Hijo mío, alejad a vuestras gentes y
procurad que nos quedemos unos momentos a solas y sin oídos indiscretos.
Cornelius se inclinó en señal de
obediencia.
‑Señor‑preguntó luego en voz alta‑, ¿os
agradaría visitar ahora mi secadero de tulipanes?, os agradará.
¿El secadero? Ese pandemónium de la
tulipanería, ese tabernáculo, ese sanctasanctórum estaba, como Delfos
antiguamente, prohibido para los no iniciados.
Jamás criado alguno había puesto allí un
pie audaz, como hubiera dicho el gran Racine, que florecía por aquella época.
Cornelius no dejaba penetrar en él más que la escoba inofensiva de una vieja
sirvienta frisona, su nodriza, la cual, desde que Cornelius se dedicaba al
cultivo de los tulipanes, no se atrevía a poner cebollas en los guisos, por
temor a mondar y condimentar el «corazón de su niño».
Así, a la sola palabra «secadero», los
criados que llevaban las antorchas se apartaron respetuosamente. Cornelius
cogió las velas de manos del primero y precedió a su padrino en la habitación.
Añadamos a lo que acabamos de decir que
el secadero era aquel mismo cuarto vidriado sobre el que Boxtel asestaba
incesantemente su telescopio.
El envidioso estaba más que nunca en su
lugar.
Vio primero iluminarse las paredes y
las vidrieras.
Luego aparecieron dos sombras.
Una de ellas, grande, majestuosa,
severa, se sentó al lado de la mesa donde Cornelius había depositado las velas.
En esta sombra, Boxtel reconoció el
pálido rostro de Corneille de Witt, cuyos largos cabellos negros separados en
la frente caían sobre sus hombros.
El Ruart de Pulten, después de haber
dicho a Cornelius algunas palabras de las que el envidioso no pudo comprender
el sentido por el movimiento de los labios, sacó de su pecho y le tendió un
paquete blanco cuidadosamente sellado, paquete que Boxtel, por la forma con
que Cornelius lo cogió y lo depositó en un armario, supuso eran papeles de la
mayor importancia.
Pensó en principio que aquel precioso
paquete encerraba algunos bulbos recién llegados de Bengala o de Ceilán, pero
enseguida recordó que Corneille apenas cultivaba tulipanes y no se ocupaba casi
más que del hombre, mala planta, mucho menos agradable de ver y sobre todo
mucho más difícil de hacerla florecer.
Entonces le vino la idea de que ese
paquete contenía pura y simplemente papeles y que estos papeles se referían a
la política.
Mas ¿por qué entregar unos papeles que
se relacionaban con la política a Cornelius, que no solamente era, sino que se
alababa de ser enteramente extraño a aquella ciencia, por otra parte más
oscura, a su parecer, que la química, la astronomía a incluso que la alquimia?
Aquél era sin duda un depósito que
Corneille, ya amenazado por la impopularidad con la que comenzaban a honrarle
sus compatriotas, entregaba a su ahijado Van Baerle, y la cosa era tanto más
hábil por parte del Ruart por cuanto no sería en la casa de Cornelius, extraño
a toda intriga, donde irían a perseguir este depósito.
Por otra parte; si el paquete hubiera
contenido bulbos, otra hubiera sido la reacción de su vecino: Cornelius no lo
habría guardado, y en el mismo instante habría apreciado, como estudiante
aficionado el valor de los regalos que recibía.
Por el contrario, Cornelius había
recibido respetuosamente el depósito de manos del Ruart, y, siempre respetuosamente,
lo había metido en un cajón, empujándolo hasta el fondo, primero, seguramente
para que no fuera visto, luego, para que no ocupara un espacio demasiado
grande al lugar reservado a sus cebollas.
Una vez el paquete en el cajón,
Corneille de Witt se puso de pie, estrechó las manos de su ahijado y se encaminó
hacia la puerta.
Cornelius agarró vivamente las velas y
se adelantó para pasar el primero y alumbrar convenientemente.
Entonces la luz se extinguió insensiblemente
en el cuarto vidriado para reaparecer en la escalera, luego en el vestíbulo y
por último en la calle, todavía llena de gente que quería ver al Ruart subir a
su carroza.
El envidioso no se había equivocado en
sus suposiciones. El depósito entregado por el Ruart a su ahijado y
cuidadosamente encerrado por éste, era la correspondencia de Jean con el señor
De Louvois.
Sólo que era confiado, como le había
dicho Corneille a su hermano, sin que Corneille hubiese dejado suponer en lo
más mínimo a su ahijado la importancia política que tenía.
La única recomendación que le hizo era
la de no entregar este depósito más que a él, o con una palabra de él, a
cualquiera que fuera que viniera a reclamarlo.
Y Cornelius, como hemos visto, había
encerrado el depósito en el armario de los bulbos raros.
Luego, una vez partido el Ruart y los
ruidos y las luces extinguidas, nuestro hombre no había pensado más en ese
paquete, en el que por el contrario pensaba mucho Boxtel que, parecido a un
piloto hábil, veía en él la nube lejana a imperceptible que crece al avanzar y
encierra la tormenta.
Y ahora, ya tenemos todos los jalones
de nuestra historia plantados en esta fértil tierra que se extiende de
Dordrecht a La Haya. Los seguirá el que quiera, en el porvenir de los capítulos
siguientes; en cuanto a nosotros, hemos sostenido nuestra palabra, probando
que jamás ni Corneille ni Jean de Witt habían tenido tan feroces enemigos en
toda Holanda como el que tenía Van Baerle en su vecino, Mynheer Isaac Boxtel.
Sin embargo, floreciendo en su
ignorancia, el tulipanero había seguido su camino hacia el fin propuesto por
la sociedad de Haarlem: había pasado del tulipán pardo al tulipán café tostado;
y volviendo a él, ese mismo día en que ocurría en La Haya el gran suceso que
hemos narrado, vamos a hallarle hacia la una de la tarde sacando de su
platabanda las cebollas, infructuosas todavía de una siembra. de tulipanes café
tostado, tulipanes cuya floración malograda hasta entonces estaba fijada para
la primavera del año 1673, y que no podían por menos que dar el gran tulipán
negro pedido por la sociedad de Haarlem.
El 20 de agosto de 1672, a la una de la
tarde, Cornelius estaba pues en su secadero, con los pies sobre la barra de la
mesa y los codos sobre el tapete, contemplando con delicia tres bulbos que
acababa de separar de su cebolla: bulbos puros, perfectos, intactos, principios
inapreciables de uno de los más maravillosos productos de la ciencia y de la
Naturaleza, en esta combinación cuyo éxito debía ennoblecer para siempre el nombre
de Cornelius van Baerle.
«Hallaré el gran tulipán negro ‑decía
para sí Cornelius mientras separaba sus bulbos‑. Ganaré los cien mil florines
de premio ofrecidos. Los distribuiré a los pobres de Dordrecht; de esta forma,
el odio que todo rico inspira en las guerras civiles se apaciguará, y yo podré,
sin temer nada de los republicanos o de los orangistas, continuar teniendo mis
platabandas en magnífico estado. No temeré tampoco que un día de alboroto, los
tenderos de Dordrecht y los marineros del puerto vengan a arrancar mis cebollas
para alimentar a sus familias, como me han amenazado por lo bajo a veces,
cuando recuerdan que he comprado una cebolla a dos o trescientos florines. Esto
está resuelto, daré pues a los pobres los cien mil florines del premio de
Haarlem.
»Aunque... »
Y a este «aunque», Cornelius van Baerle
hizo una pausa y suspiró.
«Aunque ‑continuó pensando‑ hubiera
sido realmente un hermoso destino el de los cien mil florines aplicados al
engrandecimiento de mi parterre o incluso a un viaje al Oriente, patria de
bellas flores.
»Mas, ¡por desgracia!, no hay que
pensar en todo eso; ¡mosquetes, banderas, tambores y proclamaciones, es lo que
domina la situación en este momento!»
Van Baerle levantó los ojos al cielo y
lanzó otro suspiro.
Luego, volviendo la mirada hacia
sus cebollas, que en su espíritu pasaban muy por delante de aquellos mosquetes,
de aquellas banderas, de aquellos tambores y de aquellas proclamaciones, cosas
todas ellas propias solamente para turbar el espíritu de un hombre honrado, se
dijo:
«He aquí, mientras tanto, unos bulbos
bien bonitos. ¡Qué lisos son, qué bien hechos están, cómo tienen ese aire
melancólico que promete el negro de ébano a mi tulipán! Sobre su piel, los
nervios de circulación ni siquiera aparecen a simple vista. ¡Oh!
Evidentemente, ni una mancha estropeará la ropa de luto de la flor que me
deberá su existencia.
»¿Cómo se llamará esta hija de mis
desvelos, de mi trabajo, de mi pensamiento? Tulipa
nigra Barloensis.
»Sí, Barloensis; bonito nombre. Toda la Europa tulipanera, es decir,
toda la Europa inteligente se estremecerá cuando este rumor corra como el
viento por los cuatro puntos cardinales del globo.
»¡Ha
sido hallado el gran tulipán negro! ¿Su nombre, preguntarán los aficionados? Tulipa nigra Barloensis. ¿Por qué Barloensis? A causa de su inventor Van Baerle, se responderá.
¿Quién es ese Van Baerle? El que ha hallado cinco especies nuevas: la Jeanne, la Jean de Witt, la Corneille, etcétera.
Pues bien, ésta es mi ambición. No costará nunca lágrimas a nadie. Y se
hablará todavíá de la Tulipa nigra
Barloensis cuando tal vez mi padrino, ese sublime político, no sea ya
conocido más que por el tulipán al que le di su nombre.»
¡Los admirables bulbos...!
«Cuando mi tulipán haya florecido ‑continuó
pensando Cornelius‑, quiero, si la tranquilidad ha vuelto a Holanda, dar
solamente a los pobres cincuenta mil florines; a fin de cuentas, ya es mucho
para un hombre que no debe absolutamente nada. Luego, con los otros cincuenta
mil, realizaré experimentos. Con esos cincuenta mil florines, quiero llegar a
perfumar el tulipán. ¡Oh! Si llegara a dar al tulipán el olor de la rosa o del
clavel, o incluso un olor completamente nuevo, lo cual aún sería mejor; si
devolviera a este rey de las flores ese perfume natural genérico que ha perdido
al pasar de su trono de Oriente a su trono europeo, el que debe de tener en
India, en Goa, en Bombay, en Madrás, y sobre todo en aquella isla donde
antiguamente, según me aseguran, estuvo el paraíso terrenal y que se llama
Ceilán. ¡Ah! ¡Qué gloria! Preferiría, digo, preferiría ser entonces Cornelius
van Baerle que Alejandro, César o Maximiliano.»
¡Los admirables bulbos...!
Y Cornelius se deleitaba en su
contemplación, absorbiéndose en los más dulces sueños.
De repente, la campanilla de su cuarto
sonó más fuerte que de costumbre.
Cornelius se sobresaltó, extendió la
mano sobre sus bulbos y se volvió.
‑¿Quién va? ‑preguntó.
‑Señor ‑respondió el servidor‑, es un
mensajero de La Haya.
‑Un mensajero de La Haya... ¿Qué
quiere?
‑Señor, es Craeke.
‑¿Craeke, el criado de confianza del
señor Jean de Witt? ¡Bueno! Que espere.
‑No puedo esperar ‑dijo una voz en el
corredor.
Y al mismo tiempo, forzando la
consigna, Craeke se precipitó en el secadero.
Esta aparición casi violenta era una
infracción tal a las costumbres establecidas en la casa de Cornelius van
Baerle, que éste, al percibir a Craeke que se precipitaba en el secadero, hizo
con la mano, que cubría los bulbos, un movimiento casi convulsivo, que envió
rodando a dos de las preciosas cebollas, una bajo una mesa vecina a la gran
mesa, y la otra a la chimenea.
‑¡Al diablo! ‑exclamó Cornelius
precipitándose en persecución de sus bulbos‑. ¿Qué ocurre, Craeke?
‑Ocurre, señor ‑contestó Craeke,
depositando el papel sobre la gran mesa donde seguía la tercera cebolla‑,
ocurre que se os invita a leer este papel sin perder un solo instante.
Y Craeke, que había creído notar en las
calles de Dordrecht los síntomas de un tumulto parecido al que acababa de dejar
en La Haya, huyó sin volver la cabeza.
‑¡Está bien! ¡Está bien, mi querido
Craeke! ‑dijo Cornelius, extendiendo el brazo bajo la mesa para recuperar la
preciosa cebolla‑. Se leerá tu papel.
Luego, recogiendo el bulbo, que colocó
en el hueco de su mano para examinarlo, pensó:
«¡Bueno! Éste está intacto. ¡Vaya con
el diablo de Craeke! ¡Entrar así en mi secadero! Veamos el otro, ahora.»
Y sin soltar la cebolla fugitiva, Van
Baerle avanzó hacia la chimenea, y de rodillas, con la punta de los dedos, se
puso a palpar las cenizas que afortunadamente estaban frías.
A1 cabo de un instante, sintió el
segundo bulbo.
«Bueno. Aquí está.»
Y contemplándolo con una atención casi
paternal dijo en voz alta:
‑Intacto como el primero.
En el mismo instante, y cuando
Cornelius, todavía de rodillas, examinaba el segundo bulbo, la puerta del
secadero fue sacudida rudamente y se abrió de tal forma a continuación que
sintió subir a sus mejillas, a sus orejas, la llama de esta mala consejera que
se llama cólera.
‑¿Qué más hay? ‑preguntó‑. ¿Se han
vuelto locos todos los de ahí dentro?
‑¡Señor! ¡Señor! ‑exclamó un criado
precipitándose en el secadero con el rostro más pálido y el aspecto más
asustado aún del que tenía Craeke momentos antes.
‑¿Y bien? ‑preguntó Cornelius,
presagiando una desgracia ante esta doble infracción de todas las reglas.
‑¡Ah, señor! ¡Huid, huid de prisa! ‑gritó
el criado.
‑Huir, ¿y por qué?
‑Señor, la casa está llena de guardias
de los Estados.
‑¿Qué quieren?
‑Os buscan.
‑¿Para qué?
‑Para arrestaros.
‑¿Para arrestarme, a mí?
‑Sí, señor, vienen precedidos de un
magistrado.
‑¿Qué significa esto? ‑preguntó Van
Baerle apretando sus dos bulbos en la mano y dirigiendo su mirada asombrada
hacia la escalera en la que se oía gran tumulto.
‑¡Suben, suben! ‑gritó el servidor.
‑¡Oh! Mi querido niño, mi digno amo ‑exclamó
la nodriza entrando a su vez en el secadero‑. ¡Recoged vuestro oro, vuestras
joyas, y huid, huid!
‑Mas, ¿por dónde quieres que huya,
nodriza? ‑preguntó Van Baerle.
‑Saltad por la ventana.
‑Siete metros.
‑Caeréis sobre dos metros de tierra
blanda.
‑Sí, pero caeré sobre mis tulipanes.
‑No importa, saltad.
Cornelius cogió el tercer bulbo, se
acercó a la ventana, la abrió, pero ante el destrozo que iba a ocasionar en
sus platabandas, mucho más todavía que a la vista de la distancia que tenía que
franquear, resolvió:
Jamás.
Y dio un paso hacia atrás.
En este momento se veía apuntar a
través de los barrotes de la barandilla de la escalera las alabardas de los
soldados.
La nodriza alzó los brazas al cielo.
En cuanto a Cornelius van Baerle, hay
que decirlo en elogio, no del hombre, sino del tulipanero, su única
preocupación fue para sus inestimables bulbos.
Buscó con los ojos un papel donde
envolverlos, percibió la hoja de la Biblia depositada por Craeke sobre el
secadero, la cogió sin acordarse, tan grande era su turbación, de dónde
procedía aquella hoja, envolvió en ella sus tres bulbos, los ocultó en su pecho
y esperó.
Los soldados, precedidos por el
magistrado, entraron en el mismo instante.
‑¿Sois vos el doctor Cornelius van
Baerle? ‑preguntó el magistrado, aunque reconoció perfectamente al joven; pero
en esto, se ajustaba a las reglas de la justicia, lo que daba, como se ve, una
gravedad a la interrogación.
‑Lo soy, maese Van Spennen ‑respondió
Cornelius saludando graciosamente al juez‑, y vos lo sabéis bien.
‑Entonces, entregadnos los papeles
sediciosos que ocultáis en vuestra casa.
‑¿Papeles sediciosos? ‑exclamó
Cornelius completamente aturdido por el apóstrofe.
‑¡Oh! No os hagáis el sorprendido.
‑Os juro, maese Van Spennen ‑replicó
Cornelius‑, que ignoro completamente lo que vos queréis decir.
‑Entonces, voy a explicároslo, doctor ‑dijo
el juez‑. Entregadnos los papeles que el traidor Corneille de Witt depositó en
vuestra casa en el mes de enero último.
Un relámpago cruzó por la mente de
Cornelius.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Van Spennen‑. Ahora
comenzáis a recordar, ¿verdad?
‑Sin duda; pero vos habláis de papeles
sediciosos, y yo no poseo ningún papel de ese género.
‑¡Ah! ¿Lo negáis?
‑Naturalmente.
El magistrado se volvió para abarcar de
una ojeada todo el cuarto.
‑¿Cuál es la habitación de vuestra casa
que se llama el secadero? ‑preguntó.
Justamente ésta en la que nos hallamos,
maese Van Spennen.
El magistrado miró de reojo una pequeña
nota colocada en la primera fila de sus papeles.
‑Está bien ‑dijo como un hombre que
está convencido.
Luego, volviéndose hacia Cornelius,
preguntó:
‑¿Queréis entregarme esos papeles?
-Pero no puedo, maese Van Spennen. Esos
papeles no son míos: me los han entregado a título de depósito, y un depósito
es sagrado.
Doctor Cornelius ‑dijo el juez‑, en
nombre de los Estados, os ordeno abrir aquel cajón y entregarme los papeles
que están allí encerrados. No me obliguéis a usar la violencia.
Y con el dedo el magistrado señalaba
justo el tercer cajón de un cofre‑armario situado al lado de la chimenea.
Era en aquel tercer cajón, en efecto,
donde se hallaban los papeles entregados por el Ruart de Pulten a su ahijado,
prueba de la que la policía había sido perfectamente informada.
‑¡Ah! ¿No queréis? ‑dijo Van Spennen,
viendo que Cornelius permanecía inmóvil de estupefacción‑. Pues voy a abrir yo
mismo.
Y abriendo el cajón en toda su
longitud, el magistrado puso al descubierto primeramente una veintena de
cebollas, alineadas y etiquetadas con cuidado, luego el paquete de papeles que
seguían en el mismo estado exactamente como había sido entregado a su ahijado
por el desgraciado Corneille de Witt.
El magistrado rompió los sellos,
desgarró el sobre, lanzó una ávida mirada sobre las primeras hojas que aparecieron
ante sus ojos, y exclamó con una voz terrible:
‑¡Ah! ¡La justicia no había, pues,
recibido un falso aviso!
‑‑¡Cómo! ‑dijo Cornelius‑. ¿Qué es
esto?
‑¡Ah! No os hagáis más el ignorante,
señor Van Baerle ‑respondió el magistrado‑, y seguidme.
‑¡Cómo! ¡Que os siga! ‑exclamó el
doctor.
‑Sí, porque en nombre de los Estados,
yo os arresto.
No se arrestaba todavía en nombre de
Guillermo de Orange. No hacía bastante tiempo que era estatúder para esto.
‑¡Arrestadme! ‑exclamó Cornelius‑. Pero
¿qué he hecho entonces?
‑Esto no me compete, doctor, os
explicaréis ante vuestros jueces.
‑¿Dónde?
‑En La Haya.
Cornelius, estupefacto, abrazó a su
nodriza, que perdió el conocimiento, dio la mano a sus servidores; que se
deshacían en lágrimas, y siguió al magistrado, el cual lo encerró en un coche
como un prisionero de Estado, y lo hizo conducir al galope a La Haya.
VIII
Una Desaparición
Lo que acababa de suceder era, como se
supone, la obra diabólica de Mynheer Isaac
Boxtel. Recordamos que con la ayuda de su telescopio, no había perdido un solo
detalle de aquella entrevista de Corneille de Witt con su ahijado.
Recordamos que no había oído nada, pero
que lo había visto todo.
Recordamos que había adivinado la
importancia de los papeles confiados por el Ruart de Pulten a su ahijado,
viendo a éste encerrar cuidadosamente el paquete a él entregado en el cajón
donde guardaba las cebollas más preciosas.
Resultaba, pues, que cuando Boxtel, que
seguía la política con mucha más atención que su vecino Cornelius, supo que
Corneille de Witt había sido arrestado como culpable de alta traición hacia los
Estados, pensó que, por su parte, no tendría probablemente más que decir una
palabra para hacer arrestar también al ahijado.
Sin embargo, por feliz que se sintiera
el corazón de Boxtel, tembló al principio ante la idea de denunciar a un
hombre, máxime porque aquella denuncia podía conducirle al patíbulo.
Pero lo terrible de las malas ideas, es
que, poco a poco, los malos espíritus se familiarizan con ellas. Por otra
parte, Mynheer Isaac Boxtel se
envalentonaba con este sofisma:
«Corneille de Witt es un mal ciudadano,
ya que es acusado de alta traición y arrestado.»
«Yo soy un buen ciudadano, ya que no
soy acusado absolutamente de nada y soy libre como el aire.»
«Ahora bien, si Corneille de Witt es un
mal ciudadano, lo cual es cosa cierta, ya que es acusado de alta traición y
arrestado, su cómplice, Cornelius van Baerle, no es menos mal ciudadano que
él.»
«Así pues, como soy un buen ciudadano,
y es deber de los buenos ciudadanos denunciar a los malos ciudadanos, es deber
mío, Isaac Boxtel, denunciar a Cornelius van Baerle.»
Pero este razonamiento no hubiera tal
vez, por especioso que fuera, adquirido un imperio completo sobre Boxtel, y
quizá el envidioso no hubiese cedido al simple deseo de venganza que le roía el
corazón, si al unísono del demonio de la envidia no hubiera surgido el demonio
de la codicia.
Boxtel no ignoraba hasta qué punto
había llegado Van Baerle en su búsqueda del gran tulipán negro.
Por modesto que fuera Cornelius, no
había podido ocultar a sus más íntimos que tenía la casi certeza de ganar en el
año de gracia de 1673 el premio de cien mil florines instituido por la Sociedad
Hortícola de Haarlem.
Y esta casi certeza de Cornelius van
Baerle hacía consumir en fiebre a Isaac Boxtel.
Si Cornelius era arrestado, esto
ocasionaría evidentemente un gran trastorno en la casa. En la noche que
siguiera al arresto, nadie pensaría en vigilar los tulipanes del jardín.
Y en aquella noche, Boxtel saltaría el
muro, y como sabía dónde encontrar la cebolla que debía dar el gran tulipán
negro, se la llevaría; en lugar de florecer en la casa de Cornelius, el tulipán
negro florecería en la suya, y él sería quien consiguiera el premio de los cien
mil florines, en vez de Cornelius, sin contar con ese honor supremo de llamar a
la nueva flor Tulipa nigra Boxtellensis.
Resultado que satisfacía no solamente
su venganza, sino su codicia.
Despierto, no pensaba más que en el
gran tulipán negro; dormido, no soñaba más que con él.
Por último, el 19 de agosto, hacia las
dos de la tarde, la tentación fue tan fuerte que Mynheer Isaac no pudo resistirla más tiempo.
En consecuencia, envió una denuncia
anónima, la cual reemplazaba la autenticidad por la precisión, y la echó al
correo.
Jamás papel venenoso deslizado en los
buzones de Venecia produjo un más rápido y terrible efecto.
Aquella misma noche, el principal
magistrado recibió la comunicación; en el mismo instante convocó a sus colegas
para la mañana siguiente. Al día siguiente por la mañana estaban reunidos,
habían decidido el arresto y entregado la orden, a fin de que fuera ejecutada,
a maese Van Spennen, que la había desempeñado, como hemos visto, con el deber
de un digno holandés, arrestando a Cornelius van Baerle en el preciso momento
en que los orangistas de La Haya asaban los despojos de los cadáveres de
Corneille y de Jean de Witt.
Pero, sea por vergüenza o por debilidad
ante el crimen, Isaac Boxtel no había tenido el valor de asestar aquel día su
telescopio, ni sobre el jardín, ni sobre el taller, ni sobre el secadero.
Sabía muy bien lo que iba a pasar en la
casa del pobre Cornelius para tener necesidad de mirar en ella. Incluso no se
levantó cuando su único criado que envidiaba la suerte de los criados de
Cornelius no menos amargamente que Boxtel envidiaba la suerte del amo, entró en
su habitación. Boxtel le dijo:
‑Hoy no me levantaré; estoy enfermo.
Hacia las nueve, oyó un gran ruido en
la calle y tembló ante lo que significaba; en ese momento estaba más pálido
que un verdadero enfermo, más tembloroso que un verdadero febril.
Entró su criado y Boxtel se ocultó bajo
la sábana.
‑¡Ah, señor! ‑exclamó el criado, no sin
imaginarse que iba, aun deplorando la desgracia ocurrida a Van Baerle, a
anunciar una buena noticia a su amo‑. ¡Ah, señor! ¿No sabéis lo que pasa en
este momento?
‑¿Cómo quieres tú que lo sepa? ‑respondió
Boxtel con voz casi ininteligible.
‑¡Pues bien! En este momento, mi señor
Boxtel, están arrestando a vuestro vecino el doctor Cornelius van Baerle, como
culpable de alta traición a los Estados.
‑¡Bah! ‑murmuró Boxtel con voz débil‑.
¡No es posible!
‑¡Cáspita! Esto es lo que se dice, por
lo menos; por otra parte, acabo de ver entrar en su casa al juez Van Spennen y
a los arqueros.
‑¡Ah! Si los has visto ‑dijo Boxtel‑ es
otra cosa.
‑En todo caso, voy a informarme ‑anunció
el criado‑ y estad tranquilo, os mantendré al corriente.
Boxtel se contentó con aprobar con un
signo el celo de su criado.
Éste salió y volvió a entrar quince
minutos después.
‑¡Oh, señor! Todo lo que os he contado ‑dijo-
es la pura verdad.
‑¿Cómo?
‑Han arrestado al señor Van Baerle; lo
han metido en un coche y acaban de expedirlo a La Haya.
‑¡A La Haya!
‑Sí, donde, si lo que dicen es verdad,
no hará buen tiempo para él.
‑¿Y qué dicen? ‑preguntó Boxtel.
‑¡Cáspita, señor! Se dice, pero no es
muy seguro, que los burgueses deben de estar a esta hora asesinando a los
señores Corneille y Jean de Witt.
‑¡Oh! ‑murmuró o más bien hipó Boxtel
cerrando los ojos para no ver la terrible imagen que se ofrecía sin duda a su
mirada.
«¡Cáspita! ‑exclamó para sí el criado
al salir‑. Es preciso que Mynheer Isaac
Boxtel esté muy enfermó para no haber saltado del lecho ante semejante
noticia.»
En efecto, Isaac Boxtel estaba muy
enfermo; enfermo como un hombre que acaba de asesinar a otro.
Pero él había asesinado a ese hombre
con una doble finalidad; la primera estaba cumplida, faltaba cumplir la
segunda.
Llegó la noche. La noche que esperaba
Boxtel.
Se levantó del lecho y poco después se
subía al sicomoro.
Había calculado bien: nadie pensaba en
guardar el jardín; casa y criados estaban trastornados.
Oyó sonar sucesivamente las diez, las
once y medianoche.
A la medianoche, con el corazón
brincándole, las manos temblorosas y el rostro lívido, descendió del árbol,
cogió una escalera, la aplicó contra el muro, subió hasta el penúltimo escalón
y escuchó.
Todo estaba tranquilo. Ni un ruido
turbaba el silencio de la noche.
Una sola luz brillaba en toda la casa.
La de la nodriza.
Ese silencio y esta oscuridad
enardecieron a Boxtel.
Pasó una pierna por encima del muro,
deteniéndose un momento sobre el remate; luego, bien seguro de que no había
nada que temer, pasó la escalera de su jardín al de Cornelius y descendió.
Después, como sabía exactamente el
lugar donde se hallaban enterrados los bulbos del futuro tulipán negro, corrió
en su dirección, siguiendo sin embargo los senderos para no ser traicionado
por la huella de sus pasos, y, llegado al sitio preciso, con una alegría
salvaje, hundió sus manos en la tierra blanda.
No encontró nada y creyó haberse equivocado.
Mientras tanto, el sudor perlaba su
frente.
Buscó al lado: nada.
Buscó a la derecha, a la izquierda:
nada.
Buscó por delante y por detrás: nada.
Le faltó poco para volverse loco,
cuando se dio cuenta por último que la tierra estaba removida ya desde aquella
misma mañana.
En efecto, mientras Boxtel se hallaba
en el lecho, Cornelius había descendido a su jardín desenterrando la cebolla, y
como hemos visto, la había dividido en tres bulbos.
Boxtel no podía decidirse a abandonar
el lugar. Había revuelto con sus manos más de tres metros cuadrados.
Finalmente, ya no le quedó ninguna duda
de su desgracia.
Ebrio de cólera, alcanzó la escalera,
pasó la pierna por encima del muro, alzó la escalera, tirándola a su jardín y
saltó tras ella.
De repente, le embargó una última
esperanza.
Que los bulbos estuvieran en el
secadero.
Sólo se trataba de penetrar en el
secadero como había penetrado en el jardín.
Allí los encontraría.
Por lo demás, la tarea no era mucho más
difícil.
Las vidrieras del secadero se alzaban como
las de un invernadero.
Cornelius van Baerle las había abierto
aquella misma mañana y a nadie se le había ocurrido cerrarlas.
Todo consistía en procurarse una
escalera bastante larga, una escalera de seis metros en lugar de cuatro.
Boxtel había observado que en la calle
donde vivía había una casa en reparación; a lo largo de aquella casa habían
levantado una escalera gigantesca.
Esa escalera era la que necesitaba
Boxtel, si los obreros no se la habían llevado.
Corrió a la casa; la escalera estaba
allí.
La cogió y se la llevó con gran trabajo
a su jardín; con más trabajo todavía, la apoyó contra el muro que dividía su
casa de la de su vecino Cornelius van Baerle.
La escalera alcanzaba de justeza las
celosías.
Boxtel se metió una linterna sorda
encendida en su bolsillo, subió por la escalera y penetró en el secadero.
Llegado a ese tabernáculo, se detuvo,
apoyándose contra la mesa; las piernas le flaqueaban y su corazón latía hasta
ahogarle.
Allí, era todavía peor que en el
jardín: se diría que el aire del campo quitaba a la propiedad lo que tenía de
respetable; el que salta por encima de un seto o escala un muro, se detiene
ante la puerta o la ventana de una habitación.
En el jardín, Boxtel no era más que un
merodeador; en la habitación, era un ladrón.
Sin embargo, recobró el valor: no había
llegado hasta allí para regresar a su casa con las manos vacías.
Y se puso a buscar, a abrir y cerrar
todos los cajones, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el
depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín,
etiquetadas las plantas, la Joannis, la Witt, el tulipán marrón, el tulipán
café tostado, pero del tulipán negro o más bien de los bulbos donde estaba
todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna señal.
Y, sin embargo, en el registro de las
simientes y de los bulbos llevado por partida doble por Van Baerle con más
cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de
Amsterdam, Boxtel leyó estas líneas:
Hoy,
20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebolla del gran tulipán negro que he
separado en tres bulbos perfectos.
‑¡Esos bulbos! ¡Esos bulbos! ‑aulló
Boxtel devastando todo el secadero‑. ¿Dónde ha podido ocultarlos?
Luego, de repente, golpeándose la
frente hasta aplastarse el cerebro, exclamó en voz alta:
‑¡Oh! ¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces
perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de sus bulbos, es que alguien los
abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede vivir
sin esos bulbos, cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá
tenido tiempo de cogerlos, el muy infame! ¡Los tiene encima, se los ha llevado
a La Haya!
Fue como un relámpago que mostrara a
Boxtel el abismo de un crimen inútil.
Cayó fulminado sobre aquella misma mesa,
en aquel mismo lugar donde, unas horas antes, el infortunado Baerle había
admirado tan largo rato y tan deliciosamente los bulbos del tulipán negro.
«¡Pues bien! Después de todo ‑se dijo
el envidioso, levantando su lívida cabeza‑, si él los tiene, sólo puede
guardarlos mientras esté vivo, y...»
El resto de su horrible pensamiento se
absorbió en una espantosa sonrisa.
«Los bulbos están en La Haya ‑pensó‑.
No es, pues, en Dordrecht donde he de vivir.
»¡A La Haya a por los bulbos! ¡A La
Haya!»
Y Boxtel, sin prestar atención a las
inmensas riquezas que abandonaba, preocupado por aquella otra inestimable
riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera,
llevó el instrumento de robo adonde lo había cogido, y, parecido a un animal de
presa, entró rugiendo en su casa.
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