Había velado tanto a este tulipán, lo
había seguido tan ardientemente del cajón del secador de Cornelius hasta el
patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la
fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la
ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su
aliento, que nadie más que él era el autor; cualquiera que en este momento le
quitara el tulipán negro, se lo robaría.
Pero no vio a Rosa.
Resultó así que la alegría de Boxtel no
fue turbada.
El cortejo se detuvo en el centro de
una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guirnaldas e
inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las
jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado
que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el
estatúder.
Y el tulipán orgulloso, alzado
sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo
resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.
XXXII
El Último Ruego
En este solemne momento y cuando se
dejaban oír esos aplausos, una carroza discurría por la ruta que bordeaba el
bosque, rodando lentamente a causa de los niños empujados fuera de la avenida
de los árboles por las prisas de los hombres y de las mujeres.
Esta carroza, polvorienta, fatigados
los caballos, chirriando sobre sus ejes, encerraba al desgraciado Van Baerle,
a quien, por la portezuela abierta, comenzaba a ofrecérsele el espectáculo que,
muy imperfectamente sin duda, hemos intentado poner bajo los ojos de nuestros
lectores.
Esta muchedumbre, ese ruido, ese
reflejo de todos los esplendores humanos y naturales, deslumbraba al prisionero
como un rayo que hubiera entrado en su calabozo.
A pesar del poco interés que había
puesto su compañero en responderle, cuando le había interrogado sobre su
propia suerte, se aventuró a interrogarle una última vez sobre qué significaba
aquel bullicio, que en un principio debía y podía creer le era totalmente
extraño.
‑Os lo ruego, ¿qué es todo esto, señor
coronel? ‑preguntó al oficial encargado de escoltarle.
‑Como podéis ver, señor ‑replicó aquél‑,
se trata de una fiesta.
‑¡Ah! ¡Una fiesta! ‑exclamó Cornelius
con ese tono lúgubremente indiferente de un hombre que no disfruta de ninguna
alegría en este mundo desde hace mucho tiempo.
Después, tras un instante de silencio y
cuando el coche había rodado unas pocos metros más, preguntó:
‑¿La fiesta patronal de Haarlem? Porque
veo muchas flores.
‑Es, en efecto, una fiesta en la que
las flores representan el papel principal, señor.
‑¡Oh! ¡Los dulces aromas! ¡Los bellos
colores! ‑exclamó Cornelius.
‑Deteneos, que el señor lo vea ‑ordenó
el oficial, con uno de esos gestos de dulce piedad que son propios sólo de los
militares, al soldado encargado del postillón.
‑¡Oh! Gracias, señor, por vuestra
cortesía ‑replicó melancólicamente Van Baerle‑. Pero esto constituye para mí
una alegría más dolorosa que para los otros: ahorrádmela, os lo ruego.
‑Como queráis; continuemos entonces. He
ordenado que nos detuviéramos, porque pasáis por amador de las flores, sobre
todo, de aquellas por las que se celebra hoy la fiesta.
‑¿Y por qué flores celebran hoy la
fiesta, señor?
‑Por los tulipanes.
‑¡Por los tulipanes! ‑repitió Van
Baerle‑. ¿Hoy es la fiesta de los tulipanes?
‑Sí, señor; pero ya que este
espectáculo os resulta desagradable, continuemos.
Y el oficial se dispuso a dar la orden
de continuar el camino.
Pero Cornelius le detuvo, pues una duda
dolorosa acababa de cruzar su mente.
‑Señor ‑preguntó con voz temblorosa‑,
¿será hoy acaso cuando se otorga el premio?
‑El premio del tulipán negro; sí.
Las mejillas de Cornelius se tiñeron de
púrpura, un temblor corrió por todo su cuerpo y el sudor perló su frente.
Luego, pensando que, ausentes él y su
tulipán, la fiesta abortaría sin duda a falta de un hombre y de una flor que
coronar, dijo:
‑Por desgracia, todas estas bravas
gentes serán tan desdichadas como yo, porque no verán esta gran solemnidad a
la que son convidados, o por lo menos, la verán incompleta.
‑¿Qué queréis decir, señor?
‑Quiero decir que nunca ‑contestó
Cornelius reclinándose en el fondo del coche‑, excepto por alguien a quien yo
conozco, será hallado el tulipán negro.
‑Entonces, señor ‑dijo el oficial‑, ese
alguien a quien vos conocéis lo ha hallado; porque eso es lo que todo Haarlem
contempla en este momento, la flor que vos consideráis como inhallable.
‑¡El tulipán negro! ‑exclamó Van Baerle
asomando la mitad de su cuerpo por la portezuela‑. ¿Dónde? ¿Dónde?
‑Allá abajo, sobre el trono, ¿lo veis?
‑¡Lo veo!
‑¡Vamos, señor! ‑dijo el oficial‑.
Ahora hay que partir.
‑¡Oh! Por piedad, por favor, señor ‑rogó
Van Baerle‑. No me llevéis. ¡Dejadme mirar todavía! ¡Cómo, eso que veo allá
abajo es el tulipán negro, bien negro...! ¿Es posible? ¡Oh, señor! ¿Lo habéis
visto? Debe de tener manchas, debe de ser imperfecto, tal vez esté teñido de
negro solamente: ¡oh!, si yo estuviera allí sabría decíroslo, señor; dejadme
bajar, dejádmelo ver de cerca, os lo ruego.
‑¿Estáis loco, señor?
‑Os lo suplico.
‑Pero ¿olvidáis que estáis prisionero?
‑Soy un prisionero, es verdad, pero soy
un hombre de honor; y por mi honor, señor, no me escaparé, no intentaré huir.
¡Dejadme solamente mirar la flor!
‑Pero ¿mis órdenes, señor?
Y el oficial hizo un nuevo movimiento
para ordenar al soldado que reemprendiera el camino.
Cornelius le detuvo una vez más.
‑¡Oh! Sed paciente, sed generoso, toda
mi vida descansa en un gesto de vuestra piedad. ¡Ay! Mi vida, señor, no será
probablemente muy larga ahora. ¡Ah! Vos no sabéis lo que yo sufro; vos no
sabéis todo lo que combate en mi cabeza y en mi corazón; porque en fin ‑continuó
Cornelius con desesperación‑, si fuera mi tulipán, si fuera el que le han
robado a Rosa, ¡oh, señor! Comprendéis bien lo que es haber hallado el tulipán
negro, haberlo visto un instante, haber reconocido que era perfecto, que era a
la vez una obra maestra del arte y de la Naturaleza y perderla, perderla para
siempre. ¡Oh! Es preciso que vaya a verlo. Me mataréis después si queréis, pero
lo veré, lo veré.
‑Callad, desdichado, y no os asoméis,
porque aquí esta ya la escolta de Su Alteza el estatúder que cruza la vuestra,
y si el príncipe observa un escándalo, oye un ruido, ése sería vuestro fin y el
mío.
Van Baerle, todavía más asustado por su
compañero que por sí mismo, volvió a echarse en el asiento, pero no pudo
mantenerse allí ni medio minuto, y apenas acababan de pasar los veinte
primeros jinetes cuando se asomó de nuevo a la portezuela, gesticulando y suplicando
al estatúder, precisamente en el momento en que éste pasaba por su lado.
Guillermo, impasible y sencillo, como
de costumbre, se dirigía a la plaza para cumplir con su deber de presidente.
Tenía en la mano su rollo de vitela que, en esta jornada de fiesta, se había
convertido en su bastón de mando.
Viendo a ese hombre que gesticulaba y
suplicaba, reconociendo también quizá al oficial que acompañaba a ese hombre,
el príncipe estatúder dio la orden de detenerse.
En el mismo instante, sus caballos
estremeciéndose bajo sus corvejones de acero, hicieron alto a seis pasos de Van
Baerle, encajado en su carroza.
‑¿Qué es esto? ‑preguntó el príncipe al
oficial que, a la primera orden del estatúder, había saltado del coche y se
acercaba respetuosamente a él.
‑Monseñor ‑contestó‑, es el prisionero
de Estado que, por vuestra orden, a ido a buscar a Loevestein, y que os lo
traía a Haarlem, como Vuestra Alteza deseaba.
‑¿Qué quiere?
‑Pide con insistencia que se le permita
detenerse un instante aquí.
‑Para ver el tulipán negro, monseñor ‑gritó
Van Baerle, juntando las manos‑ y luego, cuando lo haya visto, cuando sepa lo
que debo saber, moriré, si es preciso, pero al morir bendeciré a Vuestra
Alteza misericordiosa, intermediaria entre la divinidad y yo; a Vuestra
Alteza que permitirá que mi obra haya tenido un fin y su glorificación.
Era, en efecto, un curioso espectáculo
éste de los dos hombres, cada uno a la portezuela de su carroza, rodeados de
sus guardias; el uno poderoso, el otro miserable; el uno dispuesto a subir a su
trono, el otro creyéndose a punto de subir al patíbulo.
Guillermo había mirado fríamente a
Cornelius y escuchado su vehemente ruego.
Entonces, dirigiéndose al oficial,
dijo:
‑Ese hombre ¿es el prisionero rebelde
que ha querido matar a su carcelero en Loevestein?
Cornelius lanzó un suspiro y bajó la
cabeza. Su dulce y honrado rostro enrojeció y palideció a la vez. Estas
palabras del príncipe omnipotente, omnisciente, esta infalibilidad divina que,
por algún mensajero secreto a invisible al resto de los hombres, conocía ya su
crimen, le aseguraban no solamente la severidad del castigo, sino también una
negativa.
No intentó luchar, no intentó
defenderse en absoluto: ofreció al príncipe ese espectáculo lindante a una
candorosa desesperación, muy inteligible y muy emocionante para un corazón tan
grande y para un espíritu tan amplio como el del que lo contemplaba.
‑Permitid al prisionero que baje ‑dijo
el estatúder‑ y que vaya a ver el tulipán negro, bien digno de ser visto, por
lo menos, una vez.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius a punto de
desvanecerse de alegría y tambaleándose sobre el estribo de la carroza‑. ¡Oh,
monseñor!
Y se sofocó; y sin el brazo del oficial
que le prestó su apoyo, hubiera sido de rodillas y con la frente en el polvo
como el pobre Cornelius hubiera dado las gracias a Su Alteza.
Dado este permiso, el príncipe continuó
su camino por el bosque, en medio de las aclamaciones más entusiastas.
Llegó enseguida a su estrado, y el
cañón tronó en las profundidades del horizonte.
Conclusión
Van Baerle, conducido por cuatro
guardias que se abrían camino por entre el gentío, atravesó oblicuamente hacia
el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más próximas.
La vio por fin, la flor única que
debía, bajo unas combinaciones desconocidas de calor, de frío, de sombra y de
luz, aparecer un día para desaparecer para siempre. La vio a seis pasos;
saboreó sus perfecciones y sus gracias; la vio detrás de las jóvenes que
formaban una guardia de honor a esta reina de la nobleza y de la pureza. Y,
sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus propios ojos de la perfección de
la flor, más sentía desgarrado su corazón. Buscaba a su alrededor para
formular una pregunta, una sola. Mas por todas partes veía rostros
desconocidos; por todas partes la atención se dirigía hacia el trono en el que
acababa de sentarse el estatúder.
Guillermo, que acaparaba toda la
atención, ‑se levantó, paseó una tranquila mirada sobre la muchedumbre
enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades
de un triángulo formado frente a él por tres intereses y por tres personajes
muy distintos.
En uno de los ángulos, Boxtel,
temblando de impaciencia y devorando con toda su atención al príncipe, a los
florines, al tulipán negro y a la asamblea.
En otro, con Cornelius jadeante, mudo,
no teniendo mirada, vida, corazón, amor, más que para el tulipán negro, su
hijo.
Por último, en el tercero, de pie sobre
una tarima entre las vírgenes de Haarlem, una bella frisona vestida de fina
lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde su
casco de oro.
Rosa, en fin, que se apoyaba
desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno de los oficiales de
Guillermo.
El príncipe, entonces, viendo a todos
sus auditores dispuestos, desenrolló lentamente la vitela y, con voz tranquila,
clara, aunque débil, pero de la que no se perdía ni una sílaba gracias al
silencio religioso que se abatió de repente sobre los cincuenta mil
espectadores, encadenó su aliento a sus labios:
‑Sabéis ‑dijo‑ con qué fin habéis sido
reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien mil florines a quien hallara
el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está aquí
expuesta ante vuestros ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las
condiciones exigidas por el programa de la Sociedad Hortícola de Haarlem. La
historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán inscritos en el libro
de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del
tulipán negro.
Y al pronunciar estas palabras, el
príncipe, para juzgar el efecto que las mismas producirían, paseó su clara
mirada sobre los tres ángulos del triángulo.
Vio a Boxtel saltar de su grada.
Vio a Cornelius hacer un movimiento
involuntario.
Vio finalmente al oficial encargado de
velar por Rosa, conducirla o más bien empujarla delante de su trono.
Un doble grito partió a la vez de la
derecha y de la izquierda del príncipe.
Boxtel fulminado, Cornelius desatinado,
habían gritado: ¡Rosa! ¡Rosa!
‑Este tulipán es realmente vuestro,
¿verdad, muchacha? ‑preguntó el príncipe.
‑¡Sí, monseñor! ‑balbuceó Rosa, a la
que un murmullo universal venía a saludarla en su tierna belleza.
« ¡Oh! ‑murmuró Cornelius‑. Ella
mentía, pues, cuando decía que le habían robado esta flor. ¡Oh! ¡Por esto era
por lo que había abandonado Loevestein! ¡Olvidado, traicionado por ella, por
ella a quien creía mi mejor amiga!»
«¡Oh! ‑gimió Boxtel por su parte‑.
Estoy perdido! »
‑Este tulipán ‑prosiguió el príncipe‑
llevará, pues, el nombre de su inventor, y será inscrito en el catálogo de las
flores con el título de Tulipa nigra Rosa
Barloensis, a causa del nombre de Van Baerle, que será de ahora en adelante
el nombre de casada de esta joven.
Y al mismo tiempo, Guillermo cogió la
mano de Rosa y la puso en la mano de un hombre que acababa de abalanzarse,
pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando
alternativamente a su príncipe, a su novia y a Dios que, desde el infinito del
azur del cielo, contemplaba sonriente el espectáculo de dos corazones felices.
Al mismo tiempo, también caía a los
pies del presidente Van Systens, otro hombre, herido por una emoción muy
diferente.
Boxtel, aniquilado bajo las ruinas de
sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo levantaron, reconocieron su
pulso y su corazón; estaba muerto.
Este incidente no turbó gran cosa la
fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe parecieron preocuparse mucho
de él.
Cornelius retrocedió espantado: en su
ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al verdadero Isaac Boxtel, su
vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un
solo instante una acción tan malvada.
Fue por lo demás una gran suerte para
Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto ese ataque de apoplejía
fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para
su orgullo y su avaricia.
Luego, al son de las trompetas, la
procesión reemprendió la marcha sin que nada hubiera cambiado en su
ceremonial, sino que Boxtel estaba muerto y que Cornelius y Rosa caminaban
lado a lado y la mano de uno en la mano de la otra. Cuando llegaron al
Ayuntamiento, el príncipe, señalando con el dedo la bolsa de los cien mil
florines de oro a Cornelius, dijo:
‑No se sabe claramente quién ha ganado
este dinero, si vos o Rosa; porque si vos habéis hallado el tulipán negro,
ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como dote
sería injusto. Por otra parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al tulipán.
Cornelius esperaba para saber dónde
quería ir a parar el príncipe. Éste continuó:
‑Doy a Rosa cien mil florines, que bien
se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a vos; son el precio de su amor, de
su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez más a
Rosa, que ha traído la prueba de vuestra inocencia ‑y diciendo estas palabras,
el príncipe tendió a Cornelius la famosa hoja de la Biblia sobre la que estaba
escrita la Carta de Corneille de Witt, y que había servido para envolver el
tercer bulbo‑, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis
encarcelado por un crimen que no habíais cometido. Con esto quiero deciros, no
solamente que sois libre, sino, además, que los bienes de un hombre inocente no
pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues, devueltos. Señor Van
Baerle, vos sois el ahijado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced
digno del nombre que os ha confiado el uno en las fuentes del bautismo, y de
la amistad que el otro os había profesado. Conservad la tradición de los
méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal castigados, en
un momento de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se
siente hoy orgullosa.
El príncipe, después de estas palabras
que pronunció con voz emocionada, contra su costumbre, dio sus dos manos a
besar a los futuros esposos, que se arrodillaron a su lado.
Luego, lanzando un suspiro, exclamó:
‑¡Ay! Vosotros sois realmente felices,
ya que al soñar con la verdadera gloria de Holanda y, sobre todo, con su
verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de tulipanes.
Y lanzando una mirada hacia el
horizonte, por donde quedaba Francia, como si hubiera visto nuevas nubes
amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carroza y partió.
Cornelius, por su parte, salió el mismo
día para Dordrecht con Rosa, quien, por medio de la vieja Zug, a la que se
expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo lo que había
ocurrido.
Los que, gracias a la exposición que
hemos hecho, conocen el carácter del viejo Gryphus, comprenderán que se
reconcilió difícilmente con su yerno. Conservaba en su corazón los garrotazos
recibidos, los había contado por las magulladuras; mostraban, decía, cuarenta
y uno; pero acabó por rendirse, para no ser menos generoso, decía, que Su
Alteza el estatúder.
Convertido en guardián de tulipanes,
después de haber sido carcelero de hombres, fue el más celoso carcelero de
flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo,
vigilando las mariposas peligrosas, matando los ratones campestres y espantando
las abejas demasiado hambrientas.
Cuando supo la historia de Boxtel y
furioso por haber sido engañado por el falso Jacob, se dedicó a demoler el
observatorio elevado anteriormente por el envidioso detrás del sicomoro;
porque el recinto de Boxtel vendido en subasta, se incluyó en las platabandas
de Cornelius, que aumentó su hacienda de modo que pudiera defenderse de todos
los telescopios de Dordrecht.
Rosa,
cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de
matrimonio, sabía leer y escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la
educación de dos hermosos niños, que le habían nacido en los meses de mayo de
1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho menos trabajo que la
famosa flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era
un muchacho y el otro una chica, y que el primero recibió el nombre de
Cornelius, y la segunda, el de Rosa.
Van Baerle permaneció fiel a Rosa como
a sus tulipanes; toda su vida se ocupó de la felicidad de su mujer y del
cultivo de las flores, cultivo gracias al cual halló un gran número de
variedades que están inscritas en el catálogo holandés. Los dos principales
ornamentos de su salón estaban enmarcados en marcos de oro, y eran las dos
hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se recuerda, su
padrino le había escrito que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.
Sobre la otra, había legado a Rosa el
bulbo del tulipán negro, a condición de que con su dote de cien mil florines
se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y
que la quisiera.
Condición que había sido
escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y justamente
porque no había muerto.
Finalmente, para combatir a los
envidiosos del porvenir, a los que la Providencia tal vez no hubiera tenido
el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de
su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el
muro de su prisión:
Se
ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás:
soy demasiado feliz.
FIN
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