viernes, 22 de febrero de 2013

131-140



Había velado tanto a este tulipán, lo había seguido tan ardientemente del cajón del secador de Cornelius hasta el patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su aliento, que nadie más que él era el autor; cual­quiera que en este momento le quitara el tulipán negro, se lo robaría.
Pero no vio a Rosa.
Resultó así que la alegría de Boxtel no fue turbada.
El cortejo se detuvo en el centro de una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guir­naldas e inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el estatúder.
Y el tulipán orgulloso, alzado sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.

XXXII
El Último Ruego


En este solemne momento y cuando se dejaban oír esos aplausos, una carroza discurría por la ruta que bordeaba el bosque, rodando lentamente a causa de los niños empujados fuera de la avenida de los árboles por las prisas de los hombres y de las mujeres.
Esta carroza, polvorienta, fatigados los caballos, chi­rriando sobre sus ejes, encerraba al desgraciado Van Baerle, a quien, por la portezuela abierta, comenzaba a ofrecérsele el espectáculo que, muy imperfectamente sin duda, hemos intentado poner bajo los ojos de nuestros lectores.
Esta muchedumbre, ese ruido, ese reflejo de todos los esplendores humanos y naturales, deslumbraba al prisionero como un rayo que hubiera entrado en su calabozo.
A pesar del poco interés que había puesto su com­pañero en responderle, cuando le había interrogado sobre su propia suerte, se aventuró a interrogarle una última vez sobre qué significaba aquel bullicio, que en un principio debía y podía creer le era totalmente extraño.
‑Os lo ruego, ¿qué es todo esto, señor coronel? ‑preguntó al oficial encargado de escoltarle.
‑Como podéis ver, señor ‑replicó aquél‑, se tra­ta de una fiesta.
‑¡Ah! ¡Una fiesta! ‑exclamó Cornelius con ese tono lúgubremente indiferente de un hombre que no disfruta de ninguna alegría en este mundo desde hace mucho tiempo.
Después, tras un instante de silencio y cuando el coche había rodado unas pocos metros más, preguntó:
‑¿La fiesta patronal de Haarlem? Porque veo mu­chas flores.
‑Es, en efecto, una fiesta en la que las flores repre­sentan el papel principal, señor.
‑¡Oh! ¡Los dulces aromas! ¡Los bellos colores! ‑exclamó Cornelius.
‑Deteneos, que el señor lo vea ‑ordenó el oficial, con uno de esos gestos de dulce piedad que son pro­pios sólo de los militares, al soldado encargado del postillón.
‑¡Oh! Gracias, señor, por vuestra cortesía ‑repli­có melancólicamente Van Baerle‑. Pero esto constitu­ye para mí una alegría más dolorosa que para los otros: ahorrádmela, os lo ruego.
‑Como queráis; continuemos entonces. He orde­nado que nos detuviéramos, porque pasáis por amador de las flores, sobre todo, de aquellas por las que se ce­lebra hoy la fiesta.
‑¿Y por qué flores celebran hoy la fiesta, señor?
‑Por los tulipanes.
‑¡Por los tulipanes! ‑repitió Van Baerle‑. ¿Hoy es la fiesta de los tulipanes?
‑Sí, señor; pero ya que este espectáculo os resulta desagradable, continuemos.
Y el oficial se dispuso a dar la orden de continuar el camino.
Pero Cornelius le detuvo, pues una duda dolorosa acababa de cruzar su mente.
‑Señor ‑preguntó con voz temblorosa‑, ¿será hoy acaso cuando se otorga el premio?
‑El premio del tulipán negro; sí.
Las mejillas de Cornelius se tiñeron de púrpura, un temblor corrió por todo su cuerpo y el sudor perló su frente.
Luego, pensando que, ausentes él y su tulipán, la fiesta abortaría sin duda a falta de un hombre y de una flor que coronar, dijo:
‑Por desgracia, todas estas bravas gentes serán tan desdichadas como yo, porque no verán esta gran solem­nidad a la que son convidados, o por lo menos, la verán incompleta.
‑¿Qué queréis decir, señor?
‑Quiero decir que nunca ‑contestó Cornelius reclinándose en el fondo del coche‑, excepto por al­guien a quien yo conozco, será hallado el tulipán negro.
‑Entonces, señor ‑dijo el oficial‑, ese alguien a quien vos conocéis lo ha hallado; porque eso es lo que todo Haarlem contempla en este momento, la flor que vos consideráis como inhallable.
‑¡El tulipán negro! ‑exclamó Van Baerle asoman­do la mitad de su cuerpo por la portezuela‑. ¿Dónde? ¿Dónde?
‑Allá abajo, sobre el trono, ¿lo veis?
‑¡Lo veo!
‑¡Vamos, señor! ‑dijo el oficial‑. Ahora hay que partir.
‑¡Oh! Por piedad, por favor, señor ‑rogó Van Baerle‑. No me llevéis. ¡Dejadme mirar todavía! ¡Cómo, eso que veo allá abajo es el tulipán negro, bien negro...! ¿Es posible? ¡Oh, señor! ¿Lo habéis visto? Debe de tener manchas, debe de ser imperfecto, tal vez esté teñido de negro solamente: ¡oh!, si yo estuviera allí sabría decíroslo, señor; dejadme bajar, dejádmelo ver de cerca, os lo ruego.
‑¿Estáis loco, señor?
‑Os lo suplico.
‑Pero ¿olvidáis que estáis prisionero?
‑Soy un prisionero, es verdad, pero soy un hom­bre de honor; y por mi honor, señor, no me escaparé, no intentaré huir. ¡Dejadme solamente mirar la flor!
‑Pero ¿mis órdenes, señor?
Y el oficial hizo un nuevo movimiento para ordenar al soldado que reemprendiera el camino.
Cornelius le detuvo una vez más.
‑¡Oh! Sed paciente, sed generoso, toda mi vida descansa en un gesto de vuestra piedad. ¡Ay! Mi vida, señor, no será probablemente muy larga ahora. ¡Ah! Vos no sabéis lo que yo sufro; vos no sabéis todo lo que combate en mi cabeza y en mi corazón; porque en fin ‑continuó Cornelius con desesperación‑, si fuera mi tulipán, si fuera el que le han robado a Rosa, ¡oh, señor! Comprendéis bien lo que es haber hallado el tulipán negro, haberlo visto un instante, haber reconocido que era perfecto, que era a la vez una obra maestra del arte y de la Naturaleza y perderla, perderla para siempre. ¡Oh! Es preciso que vaya a verlo. Me mataréis después si queréis, pero lo veré, lo veré.
‑Callad, desdichado, y no os asoméis, porque aquí esta ya la escolta de Su Alteza el estatúder que cruza la vuestra, y si el príncipe observa un escándalo, oye un ruido, ése sería vuestro fin y el mío.
Van Baerle, todavía más asustado por su compañe­ro que por sí mismo, volvió a echarse en el asiento, pero no pudo mantenerse allí ni medio minuto, y apenas aca­baban de pasar los veinte primeros jinetes cuando se asomó de nuevo a la portezuela, gesticulando y supli­cando al estatúder, precisamente en el momento en que éste pasaba por su lado.
Guillermo, impasible y sencillo, como de costum­bre, se dirigía a la plaza para cumplir con su deber de presidente. Tenía en la mano su rollo de vitela que, en esta jornada de fiesta, se había convertido en su bastón de mando.
Viendo a ese hombre que gesticulaba y suplicaba, reconociendo también quizá al oficial que acompaña­ba a ese hombre, el príncipe estatúder dio la orden de detenerse.
En el mismo instante, sus caballos estremeciéndose bajo sus corvejones de acero, hicieron alto a seis pasos de Van Baerle, encajado en su carroza.
‑¿Qué es esto? ‑preguntó el príncipe al oficial que, a la primera orden del estatúder, había saltado del coche y se acercaba respetuosamente a él.
‑Monseñor ‑contestó‑, es el prisionero de Esta­do que, por vuestra orden, a ido a buscar a Loevestein, y que os lo traía a Haarlem, como Vuestra Alteza deseaba.
‑¿Qué quiere?
‑Pide con insistencia que se le permita detenerse un instante aquí.
‑Para ver el tulipán negro, monseñor ‑gritó Van Baerle, juntando las manos‑ y luego, cuando lo haya visto, cuando sepa lo que debo saber, moriré, si es pre­ciso, pero al morir bendeciré a Vuestra Alteza miseri­cordiosa, intermediaria entre la divinidad y yo; a Vues­tra Alteza que permitirá que mi obra haya tenido un fin y su glorificación.
Era, en efecto, un curioso espectáculo éste de los dos hombres, cada uno a la portezuela de su carroza, rodea­dos de sus guardias; el uno poderoso, el otro miserable; el uno dispuesto a subir a su trono, el otro creyéndose a punto de subir al patíbulo.
Guillermo había mirado fríamente a Cornelius y escuchado su vehemente ruego.
Entonces, dirigiéndose al oficial, dijo:
‑Ese hombre ¿es el prisionero rebelde que ha que­rido matar a su carcelero en Loevestein?
Cornelius lanzó un suspiro y bajó la cabeza. Su dulce y honrado rostro enrojeció y palideció a la vez. Estas palabras del príncipe omnipotente, omniscien­te, esta infalibilidad divina que, por algún mensajero se­creto a invisible al resto de los hombres, conocía ya su crimen, le aseguraban no solamente la severidad del cas­tigo, sino también una negativa.
No intentó luchar, no intentó defenderse en abso­luto: ofreció al príncipe ese espectáculo lindante a una candorosa desesperación, muy inteligible y muy emo­cionante para un corazón tan grande y para un espíritu tan amplio como el del que lo contemplaba.
‑Permitid al prisionero que baje ‑dijo el estatú­der‑ y que vaya a ver el tulipán negro, bien digno de ser visto, por lo menos, una vez.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius a punto de desvane­cerse de alegría y tambaleándose sobre el estribo de la carroza‑. ¡Oh, monseñor!
Y se sofocó; y sin el brazo del oficial que le prestó su apoyo, hubiera sido de rodillas y con la frente en el polvo como el pobre Cornelius hubiera dado las gracias a Su Alteza.
Dado este permiso, el príncipe continuó su camino por el bosque, en medio de las aclamaciones más entu­siastas.
Llegó enseguida a su estrado, y el cañón tronó en las profundidades del horizonte.

Conclusión


Van Baerle, conducido por cuatro guardias que se abrían camino por entre el gentío, atravesó oblicuamen­te hacia el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más próximas.
La vio por fin, la flor única que debía, bajo unas combinaciones desconocidas de calor, de frío, de som­bra y de luz, aparecer un día para desaparecer para siem­pre. La vio a seis pasos; saboreó sus perfecciones y sus gracias; la vio detrás de las jóvenes que formaban una guardia de honor a esta reina de la nobleza y de la pure­za. Y, sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus pro­pios ojos de la perfección de la flor, más sentía desgarra­do su corazón. Buscaba a su alrededor para formular una pregunta, una sola. Mas por todas partes veía rostros desconocidos; por todas partes la atención se dirigía ha­cia el trono en el que acababa de sentarse el estatúder.
Guillermo, que acaparaba toda la atención, ‑se levan­tó, paseó una tranquila mirada sobre la muchedumbre enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades de un triángulo formado frente a él por tres intereses y por tres personajes muy distintos.
En uno de los ángulos, Boxtel, temblando de impa­ciencia y devorando con toda su atención al príncipe, a los florines, al tulipán negro y a la asamblea.
En otro, con Cornelius jadeante, mudo, no tenien­do mirada, vida, corazón, amor, más que para el tulipán negro, su hijo.
Por último, en el tercero, de pie sobre una tarima entre las vírgenes de Haarlem, una bella frisona vestida de fina lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde su casco de oro.
Rosa, en fin, que se apoyaba desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno de los oficiales de Guillermo.
El príncipe, entonces, viendo a todos sus auditores dispuestos, desenrolló lentamente la vitela y, con voz tranquila, clara, aunque débil, pero de la que no se per­día ni una sílaba gracias al silencio religioso que se aba­tió de repente sobre los cincuenta mil espectadores, encadenó su aliento a sus labios:
‑Sabéis ‑dijo‑ con qué fin habéis sido reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien mil florines a quien hallara el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está aquí expuesta ante vuestros ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las condiciones exigidas por el programa de la Sociedad Hortícola de Haarlem. La historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán inscritos en el libro de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del tulipán negro.
Y al pronunciar estas palabras, el príncipe, para juz­gar el efecto que las mismas producirían, paseó su cla­ra mirada sobre los tres ángulos del triángulo.
Vio a Boxtel saltar de su grada.
Vio a Cornelius hacer un movimiento involuntario.
Vio finalmente al oficial encargado de velar por Rosa, conducirla o más bien empujarla delante de su trono.
Un doble grito partió a la vez de la derecha y de la izquierda del príncipe.
Boxtel fulminado, Cornelius desatinado, habían gri­tado: ¡Rosa! ¡Rosa!
‑Este tulipán es realmente vuestro, ¿verdad, mu­chacha? ‑preguntó el príncipe.
‑¡Sí, monseñor! ‑balbuceó Rosa, a la que un mur­mullo universal venía a saludarla en su tierna belleza.
« ¡Oh! ‑murmuró Cornelius‑. Ella mentía, pues, cuando decía que le habían robado esta flor. ¡Oh! ¡Por esto era por lo que había abandonado Loevestein! ¡Ol­vidado, traicionado por ella, por ella a quien creía mi mejor amiga!»
«¡Oh! ‑gimió Boxtel por su parte‑. Estoy per­dido! »
‑Este tulipán ‑prosiguió el príncipe‑ llevará, pues, el nombre de su inventor, y será inscrito en el catálogo de las flores con el título de Tulipa nigra Rosa Barloensis, a causa del nombre de Van Baerle, que será de ahora en adelante el nombre de casada de esta joven.
Y al mismo tiempo, Guillermo cogió la mano de Rosa y la puso en la mano de un hombre que acababa de abalanzarse, pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando alternativamente a su prín­cipe, a su novia y a Dios que, desde el infinito del azur del cielo, contemplaba sonriente el espectáculo de dos corazones felices.
Al mismo tiempo, también caía a los pies del presi­dente Van Systens, otro hombre, herido por una emo­ción muy diferente.
Boxtel, aniquilado bajo las ruinas de sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo levantaron, reconocie­ron su pulso y su corazón; estaba muerto.
Este incidente no turbó gran cosa la fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe parecieron preocuparse mucho de él.
Cornelius retrocedió espantado: en su ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al verdadero Isaac Boxtel, su vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un solo instante una ac­ción tan malvada.
Fue por lo demás una gran suerte para Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto ese ataque de apo­plejía fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para su orgullo y su ava­ricia.
Luego, al son de las trompetas, la procesión reem­prendió la marcha sin que nada hubiera cambiado en su ceremonial, sino que Boxtel estaba muerto y que Cor­nelius y Rosa caminaban lado a lado y la mano de uno en la mano de la otra. Cuando llegaron al Ayuntamien­to, el príncipe, señalando con el dedo la bolsa de los cien mil florines de oro a Cornelius, dijo:
‑No se sabe claramente quién ha ganado este dine­ro, si vos o Rosa; porque si vos habéis hallado el tulipán negro, ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como dote sería injusto. Por otra parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al tu­lipán.
Cornelius esperaba para saber dónde quería ir a parar el príncipe. Éste continuó:
‑Doy a Rosa cien mil florines, que bien se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a vos; son el precio de su amor, de su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez más a Rosa, que ha traído la prueba de vuestra inocencia ‑y diciendo estas palabras, el príncipe tendió a Cornelius la famosa hoja de la Bi­blia sobre la que estaba escrita la Carta de Corneille de Witt, y que había servido para envolver el tercer bul­bo‑, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis encarcelado por un crimen que no habíais cometido. Con esto quiero deciros, no solamente que sois libre, sino, además, que los bienes de un hombre inocente no pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues, devueltos. Señor Van Baerle, vos sois el ahi­jado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced digno del nombre que os ha confiado el uno en las fuen­tes del bautismo, y de la amistad que el otro os había profesado. Conservad la tradición de los méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal castigados, en un momento de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se siente hoy orgullosa.
El príncipe, después de estas palabras que pronun­ció con voz emocionada, contra su costumbre, dio sus dos manos a besar a los futuros esposos, que se arrodi­llaron a su lado.
Luego, lanzando un suspiro, exclamó:
‑¡Ay! Vosotros sois realmente felices, ya que al soñar con la verdadera gloria de Holanda y, sobre todo, con su verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de tulipanes.
Y lanzando una mirada hacia el horizonte, por don­de quedaba Francia, como si hubiera visto nuevas nubes amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carro­za y partió.
Cornelius, por su parte, salió el mismo día para Dordre­cht con Rosa, quien, por medio de la vieja Zug, a la que se expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo lo que había ocurrido.
Los que, gracias a la exposición que hemos hecho, conocen el carácter del viejo Gryphus, comprenderán que se reconcilió difícilmente con su yerno. Conserva­ba en su corazón los garrotazos recibidos, los había contado por las magulladuras; mostraban, decía, cuaren­ta y uno; pero acabó por rendirse, para no ser menos generoso, decía, que Su Alteza el estatúder.
Convertido en guardián de tulipanes, después de haber sido carcelero de hombres, fue el más celoso car­celero de flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo, vigilando las mariposas peligrosas, matando los ratones campestres y espantan­do las abejas demasiado hambrientas.
Cuando supo la historia de Boxtel y furioso por haber sido engañado por el falso Jacob, se dedicó a de­moler el observatorio elevado anteriormente por el en­vidioso detrás del sicomoro; porque el recinto de Box­tel vendido en subasta, se incluyó en las platabandas de Cornelius, que aumentó su hacienda de modo que pu­diera defenderse de todos los telescopios de Dordrecht.
Rosa, cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de matrimonio, sabía leer y escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la educa­ción de dos hermosos niños, que le habían nacido en los meses de mayo de 1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho menos trabajo que la famosa flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era un muchacho y el otro una chica, y que el pri­mero recibió el nombre de Cornelius, y la segunda, el de Rosa.
Van Baerle permaneció fiel a Rosa como a sus tuli­panes; toda su vida se ocupó de la felicidad de su mu­jer y del cultivo de las flores, cultivo gracias al cual ha­lló un gran número de variedades que están inscritas en el catálogo holandés. Los dos principales ornamentos de su salón estaban enmarcados en marcos de oro, y eran las dos hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se recuerda, su padrino le había escrito que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.
Sobre la otra, había legado a Rosa el bulbo del tuli­pán negro, a condición de que con su dote de cien mil florines se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y que la quisiera.
Condición que había sido escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y justamen­te porque no había muerto.
Finalmente, para combatir a los envidiosos del por­venir, a los que la Providencia tal vez no hubiera teni­do el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de su prisión:
Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz.

FIN

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