‑El óvalo tiene casi tres centímetros y
está afilado como una aguja, el cilindro hincha sus flancos, las puntas están
listas para abrirse.
Aquella noche, Cornelius durmió poco;
era un momento supremo aquel en el que las puntas se abrieran.
Dos días después, Rosa anunció que se
habían entreabierto.
‑Entreabiertas, Rosa ‑exclamó Cornelius‑.
¡El involucro se ha entreabierto! Pero ¿entonces se ve, se puede distinguir ya?
Y el prisionero se detuvo jadeante.
‑Sí ‑respondió Rosa‑; sí, se puede
distinguir una línea de un color diferente, delgada como un cabello.
‑¿Y el color? ‑preguntó Cornelius
temblando.
‑¡Ah! ‑contestó Rosa‑. Es muy oscuro.
‑¿Pardo?
‑¡Oh! Más oscuro.
‑¡Más oscuro, buena Rosa, más oscuro!
Gracias. Oscuro como el ébano, oscuro como...
‑Oscuro como la tinta con la cual os he
escrito.
Cornelius lanzó un grito de loca
alegría.
‑¡Oh! ‑exclamó juntando las manos‑.
¡Oh! No hay un ángel que pueda compararse a vos, Rosa.
‑¿De veras? ‑dijo Rosa sonriendo ante
esta exaltación.
‑Rosa, habéis trabajado tanto, habéis
hecho tanto por mí; Rosa, mi tulipán va a florecer, y mi tulipán florecerá
negro, Rosa, Rosa, ¡sois lo más perfecto que Dios ha creado sobre la Tierra!
‑¿Después del tulipán, sin embargo?
‑¡Ah! Callaos, malvada. Callaos, por
piedad, no echéis a perder mi alegría. Pero, decidme, Rosa, si el tulipán ha
llegado a ese punto, dentro de dos o tres días a más tardar florecerá.
‑Mañana o pasado mañana, sí.
‑¡Oh! Y yo no lo veré ‑exclamó
Cornelius, echándose hacia atrás‑. Y no lo besaré como una maravilla de Dios a
la que se debe adorar, como beso vuestras manos, Rosa, como beso vuestros
cabellos, como beso vuestras mejillas, cuando por azar se hallan al alcance del
postigo.
Rosa acercó su mejilla, no por azar,
sino voluntariamente; los labios del joven se pegaron a ella con avidez.
‑¡Vaya! Lo traeré si vos queréis ‑dijo
Rosa, emocionada.
‑¡Ah! ¡No! ¡No! Tan pronto como se
abra, ponedlo bien a la sombra, Rosa, y en el mismo instante, inmediatamente,
enviad a Haarlem a prevenir al presidente de la Sociedad Hortícola que el gran
tulipán negro ha florecido. Haarlem está lejos, lo sé, pero con dinero hallaréis
un mensajero. ¿Tenéis dinero, Rosa?
Rosa sonrió.
‑¡Oh, sí! ‑dijo.
‑¿Bastante? ‑preguntó Cornelius.
‑Trescientos florines.
‑¡Oh! Si tenéis trescientos florines,
no es un mensajero a quien tenéis que enviar, sino vos misma, vos misma, Rosa,
quien debe ir a Haarlem.
‑Pero durante ese tiempo, la flor...
‑¡Oh, la flor! Lleváosla, comprended
que no debéis separaros de ella ni un instante.
‑Pero, aunque no me separe de ella, me
separaré de vos, Cornelius ‑dijo Rosa entristecida.
‑¡Ah! Es verdad, mi dulce, mi querida
Rosa. ¡Dios mío! ¡Qué malvados son los hombres! ¿Qué les he hecho yo y por qué
me han privado de la libertad? Tenéis razón, Rosa, yo no podría vivir sin vos.
¡Pues bien! Enviad alguien a Haarlem, eso es. ¡Por mi fe! El milagro es lo
bastante grande como para que el presidente se moleste; él mismo vendrá a
Loevestein a buscar el tulipán.
Luego, deteniéndose de repente, fue con
voz temblorosa que murmuró:
‑¡Rosa! ¡Rosa! Si no fuese negro...
‑¡Vaya! Eso lo sabréis mañana o pasado
mañana por la noche.
‑¡Esperar hasta la noche para saberlo,
Rosa! Moriré de impaciencia. ¿No podríamos convenir una señal?
‑Lo haré mejor.
‑¿Qué haréis?
‑Si es por la noche cuando se abra,
vendré para decíroslo yo misma. Si es por el día, pasaré por delante de la
celda y os deslizaré una nota, bien por debajo de la puerta, bien por el
postigo, entre la primera y la segunda inspección de mi padre.
‑¡Oh, Rosa! ¡Eso es! Una palabra
vuestra anunciándome esta noticia, será una doble felicidad.
‑Son ya las diez ‑dijo Rosa‑, es
preciso que os abandone.
‑¡Sí! ¡Sí! ‑exclamó Cornelius‑. ¡Sí!
¡Marchaos, Rosa, marchaos!
Rosa se retiró cabizbaja.
Cornelius casi la había despedido.
Cierto que era para vigilar el tulipán
negro.
XXII
La Floración
La noche transcurrió muy lenta y al
mismo tiempo muy agitada para Cornelius. A cada instante le parecía que la
dulce voz de Rosa lo llamaba: se despertaba sobresaltado, iba a la puerta,
acercaba su rostro al postigo; no había nada en el postigo, el corredor estaba
vacío.
Sin duda, Rosa velaba por su parte,
pero más afortunada que él, velaba al tulipán. Tenía allí, bajo sus ojos, a la
noble flor, esta maravilla de las maravillas, no solamente todavía
desconocida, sino creída imposible.
¿Qué diría el mundo cuando supiera que
se había logrado el tulipán negro, que existía, y que era Cornelius van
Baerle, el prisionero, quien lo había logrado?
¡Cómo Cornelius hubiera arrojado lejos
de sí al hombre que hubiese venido a proponerle la libertad a cambio de su
tulipán!
El día llegó sin noticias. El tulipán
no había florecido todavía.
La jornada transcurrió como la noche.
La noche vino y con la noche una Rosa
alegre, ligera como un pájaro.
‑¿Y bien? ‑preguntó Cornelius.
‑¡Pues bien! Todo va de maravilla.
¡Esta noche sin falta florecerá vuestro tulipán!
‑¿Y florecerá negro?
‑Negro como el azabache.
‑¿Sin una sola mancha de otro color?
‑Sin una sola mancha.
‑¡Bondad del Cielo! Rosa, he pasado la
noche pensando primero en vos...
Rosa esbozó un gesto de incredulidad.
‑Luego, en lo que teníamos que hacer.
‑¿Y bien?
‑Esto es lo que he decidido. Una vez el
tulipán haya florecido, cuando se compruebe que es negro y perfectamente negro,
tenéis que encontrar un mensajero.
‑Si no es más que esto, ya he
encontrado un mensajero.
‑¿Un mensajero seguro?
‑Un mensajero del que respondo, uno de
mis enamorados.
‑¿No será Jacob, supongo?
‑No, no temáis. Es el barquero de
Loevestein, un muchacho despierto, de veinticinco a veintiséis años.
‑¡Diablo!
‑Estad tranquilo ‑repitió Rosa riendo‑.
Todavía no tiene la edad, ya que vos mismo la habéis fijado entre veintiséis y
veintiocho años.
‑En fin, ¿creéis poder contar con ese
joven?
‑Como conmigo. Se arrojaría de su barca
al Waal o al Mosa, a mi elección, si se lo ordenara.
‑¡Pues bien, Rosa! En diez horas ese
muchacho puede estar en Haarlem; me daréis un lápiz y un papel, mejor aún sería
una pluma y tinta, y escribiré, o más bien, escribiréis vos. En mí, pobre
prisionero, tal vez verían, como ve vuestro padre, una conspiración en todo
esto: Escribiréis al presidente de la Sociedad Hortícola y, estoy seguro que el
presidente vendrá.
‑Pero, ¿y si tarda?
‑Suponed que tarde un día, hasta dos;
pero esto es imposible, un aficionado a los tulipanes como él no tardará ni
una hora, ni un minuto, ni un segundo en ponerse en camino para ver la octava
maravilla del mundo. Pero, como decía, tarde un día, tarde dos, el tulipán
estará todavía en todo su esplendor. Una vez visto el tulipán por el
presidente, y todo quede dicho en el atestado dirigido por él, guardaréis una
copia de ese atestado, Rosa, y le confiaréis el tulipán. ¡Ah! Si hubiésemos
podido llevarlo nosotros mismos, Rosa, no habría abandonado mis brazos más que
para pasar a los vuestros; pero esto es una ilusión en la que no hay que soñar ‑continuó
Cornelius suspirando‑. Otros ojos lo verán marchitarse. ¡Oh! Sobre todo, Rosa,
antes de que lo vea el presidente, no lo dejéis ver a nadie. ¡El tulipán negro,
buen Dios! ¡Si alguien viera el tulipán negro, lo robaría...! Oh!
‑¿No me habéis dicho vos misma lo que
temíais con respecto a vuestro enamorado Jacob? Si se roba un florín, ¿por qué
no robarían cien mil?
‑Vigilaré, estad tranquilo.
‑¿Y si en este momento se está
abriendo?
‑El caprichoso es muy capaz de ello ‑bromeó
Rosa.
‑Si lo hallarais abierto al entrar...
‑¿Y bien?
‑¡Ah, Rosa! Desde el momento en que se
abra, recordad que no habrá ni un momento que perder para advertir al
presidente.
‑Y para preveniros a vos. Sí,
comprendo.
Rosa suspiró, pero sin amargura y como
una mujer que no solamente comienza a comprender una debilidad, sino a
habituarse a ella.
‑Regreso al lado del tulipán, señor Van
Baerle, y tan pronto florezca, seréis advertido; una vez vos advertido, el
mensajero partirá.
‑¡Rosa, Rosa, ya no sé a qué maravilla
del Cielo o de la Tierra compararos!
‑Comparadme al tulipán negro, señor
Cornelius, y quedaré muy halagada, os lo juro. Hasta la vista, señor Cornelius.
‑¡Oh! Decid: hasta la vista, amigo mío.
‑Hasta la vista, amigo mío ‑repitió
Rosa un poco consolada.
‑Decid: Amigo mío bienamado.
‑¡Oh! Amigo mío...
‑Bienamado, Rosa, os lo suplico,
bienamado, bienamado, ¿verdad?
‑Bienamado, sí, bienamado ‑dijo Rosa
palpitante, embriagada, loca de alegría.
‑Entonces, Rosa, ya que habéis dicho
bienamado, decid también bienaventurado, decid feliz como jamás hombre alguno
haya sido feliz y bajo el cielo. No me falta más que una cosa, Rosa.
‑¿Cuál?
‑Vuestra mejilla, vuestra mejilla
fresca, vuestra mejilla rosada, vuestra mejilla aterciopelada. ¡Oh, Rosa!
Voluntariamente, no por sorpresa, no por accidente, Rosa. ¡Ah!
El prisionero terminó su ruego con un
suspiro; acababa de encontrar los labios de la joven, no por accidente, no por
sorpresa, como cien años más tarde Saint‑Preux debía encontrar los labios de
Julie.
Rosa huyó.
Cornelius se quedó con el alma
suspendida en sus labios, el rostro pegado al postigo.
Se ahogaba de alegría y de felicidad.
Abrió la ventana y contempló largo tiempo, con el corazón rebosante de dicha,
el azul sin nubes del cielo, la luna que plateaba el doble río, destellando
más allá de las colinas. Se llenó los pulmones del aire generoso y puro, el
espíritu de dulces ideas, el alma de reconocimiento y de admiración
religiosa.
‑¡Oh! ¡Vos estáis siempre allá arriba,
Dios mío! ‑exclamó, medio prosternado, con los ojos ardientemente tendidos
hacia las estrellas‑. Perdonadme por haber casi dudado de Vos en estos últimos
días. Vos os ocultabais detrás de vuestras nubes, y por un instante dejé de
veros, Dios bueno, Dios eterno, Dios misericordioso. ¡Pero hoy!, esta tarde,
esta noche, ¡oh!, Os veo todo entero en el espejo de vuestros cielos y, sobre
todo, en el espejo de mi corazón.
¡Estaba curado, el pobre enfermo;
estaba libre, el pobre prisionero!
Durante una parte de la noche,
Cornelius permaneció colgado de los barrotes de su ventana, con el oído
presto; concentrando sus cinco sentidos en uno solo, o más bien, en dos
solamente, miraba y escuchaba.
Miraba el cielo y escuchaba a la
tierra.
Luego, con la mirada vuelta de cuando
en cuando hacia el corredor, se decía:
«Allá abajo está Rosa, Rosa que vela
como yo, que como yo espera de minuto en minuto; allá abajo, ante los ojos de
Rosa está la flor misteriosa, que vive, que se entreabre, que se abre. Tal vez
en este momento Rosa tiene el tallo del tulipán entre sus delicados y tibios dedos.
Toca ese tallo suavemente. Tal vez roce con sus labios su cáliz entreabierto;
rózalo con precaución, Rosa, tus labios arden; tal vez en este momento, mis dos
amores se acarician bajo la mirada de Dios.»
En aquel momento, una estrella se
inflamó en lo alto, atravesó todo el espacio que separaba el horizonte de la
fortaleza y vino a abatirse sobre Loevestein.
Cornelius se estremeció.
‑¡Ah! ‑exclamó‑. Es Dios que envía un
alma a mi flor.
Y como si lo hubiera adivinado, casi en
el mismo instante, el prisionero oyó en el corredor unos pasos ligeros, como
los de una sílfide, el roce de una ropa que parecía un batir de alas y una voz
bien conocida que decía:
‑Cornelius, amigo mío, amigo mío
bienamado y bienaventurado, venid, venid enseguida.
Cornelius no dio más que un salto de la
ventana al postigo; una vez más sus labios encontraron los labios murmuradores
de Rosa, que le dijo en un beso:
‑Se ha abierto, es negro, aquí está.
‑¿Cómo, aquí está? ‑exclamó Cornelius,
separando sus labios de los labios de la joven.
‑Sí, sí, es preciso correr un pequeño
peligro para dar una gran alegría, aquí está, tened.
Y, con una mano, levantó a la altura
del postigo un pequeño farol que acababa de encender; mientras que a la misma
altura, levantaba con la otra el milagroso tulipán.
Cornelius lanzó un grito y creyó
desmayarse de emoción.
‑¡Oh! ‑murmuró‑. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Me recompensáis mi inocencia y mi cautividad, ya que habéis hecho crecer estas
dos flores en el postigo de mi prisión.
‑Besadla ‑dijo Rosa‑ como yo la he
besado hace un momento.
Cornelius, reteniendo el aliento, tocó
con la punta de los labios el extremo de la flor, y jamás beso dado a los
labios de una mujer, aunque fuera a los labios de Rosa, le entró tan
profundamente en el corazón.
El tulipán era bello, espléndido,
magnífico; su tallo tenía más de treinta centímetros de altura; se alzaba del
seno de cuatro hojas verdes, lisas, derechas como puntas de lanza; toda su
flor era negra y brillante como el azabache.
‑Rosa ‑dijo Cornelius jadeante‑, Rosa,
no hay un instante que perder, es preciso escribir la carta.
‑Ya está escrita, mi bienamado
Cornelius ‑contestó Rosa.
‑¿De veras?
‑Mientras el tulipán se abría, yo
escribía, porque no quería que se perdiera ni un solo instante. Mirad la carta,
y decidme si la encontráis bien.
Cornelius cogió la carta y leyó, en una
escritura que había hecho grandes progresos desde la primera frase que había
recibido de Rosa:
Señor presidente:
El tulipán negro va a abrirse dentro de
diez minutos tal vez. Tan pronto se abra, os enviaré un mensajero para
rogaros vengáis vos mismo en persona a buscarlo a la fortaleza de Loevestein.
Soy la hija del carcelero Gryphus, casi tan prisionera como los prisioneros de
mi padre. No podré, pues, llevaros esta maravilla. Por eso es por lo que me
atrevo a suplicaros que vengáis a buscarlo vos mismo.
Mi deseo es que se llame Rosa Barloensis.
Acaba de abrirse; es perfectamente
negro...
Venid, señor presidente, venid.
Tengo el honor de ser vuestra humilde
servidora.
ROSA GRYPHUS.
‑Eso es, eso es, querida Rosa. Esta
carta es una maravilla. Yo no la hubiera escrito con esta simplicidad. En el
Congreso, daréis todos los informes que os pidan. Sabrán cómo ha sido creado el
tulipán, a cuántos cuidados, vigilias y temores ha dado lugar, mas, por el
momento, Rosa, no hay un instante que perder... ¡El mensajero! ¡El mensajero!
‑¿Cómo se llama el presidente?
‑Dádmela para que ponga la dirección.
¡Oh! Es muy conocido. Es Mynheer Van
Systens, el burgomaestre de Haarlem... Dádmela, Rosa, dádmela.
Y, con mano temblorosa, Cornelius
escribió sobre la carta:
A Mynheer Peters van Systens, burgomaestre y presidente de la Sociedad Hortícola
de Haarlem.
‑Y ahora, marchaos, Rosa, marchaos ‑dijo
Cornelius‑, y pongámonos bajo el amparo de Dios que hasta ahora nos ha
protegido tan bien.
XXIII
El Envidioso
En efecto, los pobres jóvenes tenían
gran necesidad de ser amparados por la protección directa del Señor.
Jamás habían estado tan cerca de la
desesperación como en este mismo instante en que creían tener asegurada su
felicidad.
No dudaremos en absoluto en la
inteligencia de nuestro lector hasta el punto de suponer que no haya reconocido
en Jacob, nuestro antiguo amigo, o más bien nuestro antiguo enemigo, a Isaac
Boxtel el tulipanero.
El lector ha adivinado, pues, que
Boxtel había seguido de la Buytenhoff a Loevestein al objeto de su amor y al
objeto de su odio:
El tulipán negro y Cornelius van
Baerle.
Lo que cualquier otro tulipanero y más
un tulipanero envidioso no hubiera podido jamás descubrir, es decir, la
existencia de los bulbos y las ambiciones del prisionero, la envidia había
hecho, sino descubrir, por lo menos adivinar a Boxtel.
Lo hemos visto más afortunado bajo el
nombre de Jacob que bajo el nombre de Isaac, entablar amistad con Gryphus, al
que gratificó el reconocimiento y la hospitalidad durante unos meses, con la
mejor ginebra que se hubiera fabricado jamás desde Texel a Amberes.
Adormeció sus desconfianzas; porque
como hemos visto, el viejo Gryphus era desconfiado; adormeció sus
desconfianzas, decimos, halagándole con una alianza con Rosa.
Acrecentó por otra parte sus instintos
de carcelero, después de haber halagado su orgullo de padre. Acrecentó sus
instintos de carcelero pintándole con los más sombríos colores al sabio
prisionero que Gryphus tenía bajo sus cerrojos, y que al decir del falso Jacob,
había concertado un pacto con Satán para perjudicar a Su Alteza el príncipe
Guillermo de Orange.
También había tenido éxito al principio
con Rosa, no inspirándole sentimientos de simpatía, ya que a Rosa siempre le
había gustado muy poco Mynheer Jacob,
pero al hablarle de matrimonio y de loca pasión, había apagado en principio
todas las sospechas que hubiera podido tener.
Hemos visto cómo su imprudencia al
seguir a Rosa al jardín lo había denunciado a los ojos de la muchacha, y cómo
los temores instintivos de Cornelius habían puesto a los dos jóvenes en guardia
contra él.
Lo que había, sobre todo, inspirado las
inquietudes al prisionero, nuestro lector debe recordarlo, era aquella gran
cólera que había invadido a Jacob contra Gryphus a propósito del bulbo
aplastado.
En aquel momento, esa rabia era tanto
mayor por cuanto aunque Boxtel suponía que Cornelius tenía un segundo bulbo, no
estaba muy seguro de ello.
Fue entonces cuando espió a Rosa y la
siguió no solamente al jardín, sino también por los corredores.
Únicamente que; como esta vez la seguía
por la noche y con los pies descalzos, ni fue visto ni oído.
Excepto aquella vez en que Rosa creyó
haber visto pasar algo como una sombra por la escalera.
Pero ya era demasiado tarde, Boxtel
había sabido, de la misma boca del prisionero, la existencia del segundo bulbo.
Engañado por la trampa de Rosa, que
había simulado el acto de enterrarlo en la platabanda, y no dudando que esa
pequeña comedia había sido ejecutada para forzarle a traicionarse, redobló las
precauciones y puso en juego todas las artimañas de su mente para continuar
espiando a los otros sin ser espiado él mismo.
Vio a Rosa transportar una gran vasija
de mayólica de la cocina de su padre a la habitación que ella ocupaba.
Vio a Rosa lavarse, con mucha agua, sus
bellas manos llenas de la tierra que había amasado para preparar al tulipán el
mejor lecho posible.
Finalmente alquiló, en un granero, una
pequeña habitación justo enfrente de la ventana de Rosa; bastante alejada para
que no se le pudiera reconocer a simple vista, pero bastante cerca para que con
la ayuda de su telescopio pudiera seguir todo lo que ocurría en Loevestein en
la habitación de la joven, como había seguido en Dordrecht todo lo que pasaba
en el secador de Cornelius.
No hacía más de tres días que estaba
instalado en su granero, cuando no le cupo ya ninguna duda.
Desde que se levantaba el sol por la
mañana, la vasija de mayólica estaba en la ventana y, semejante a esas
encantadoras mujeres de Miéris y de Metzu, Rosa aparecía en aquella ventana
encuadrada por las primeras ramas verdeantes de la parra y la madreselva.
Rosa contemplaba la vasija de mayólica
con una mirada que denunciaba a Boxtel el valor real del objeto encerrado en
ella.
Lo que encerraba la vasija era, pues,
el segundo bulbo, es decir, la suprema esperanza del prisionero.
Cuando las noches amenazaban ser
demasiado frías, Rosa entraba la vasija de mayólica.
Eso indicaba que Rosa seguía las
instrucciones de Cornelius, que temía que el bulbo se helara.
Cuando el sol se hizo más cálido, Rosa
entraba la vasija de mayólica desde las once de la mañana hasta las dos de la
tarde.
Eso indicaba, asimismo, que Cornelius
temía que la tierra se desecara.
Pero cuando la lanza de la flor salió
de la tierra, Boxtel quedó completamente convencido: no tenía una altura mayor
de tres centímetros cuando, gracias a su telescopio, no había lugar ya a la
duda para el envidioso.
Cornelius poseía dos bulbos, y el
segundo estaba confiado al amor y a los cuidados de Rosa.
Porque, pensándolo bien, el amor de los
dos jóvenes no había escapado a Boxtel.
Era, pues, a ese segundo bulbo al que
había que hallar el medio de sustraer a los cuidados de Rosa y al amor de
Cornelius.
Sólo que la cosa no era fácil.
Rosa vigilaba a su tulipán como una
madre vigilaría a su hijo; mejor que esto, como una paloma empolla sus huevos.
Rosa no abandonaba la habitación en
toda la jornada; y había más; cosa extraña, Rosa no abandonaba ya su
habitación por la noche.
Durante siete días, Boxtel espió
inútilmente a Rosa; Rosa no salía en absoluto de su habitación.
Esos fueron aquellos siete días de riña
que hicieron a Cornelius tan desgraciado, al llevarse a la vez toda noticia de
Rosa y de su tulipán.
¿Iba a estar Rosa eternamente enojada
con Cornelius? Esto hubiera hecho el robo muchísimo más difícil de lo que
había creído al principio Mynheer Isaac.
Decimos robo, porque Isaac estaba
completamente decidido en su proyecto de robar el tulipán; y como éste crecía
en el más profundo misterio, como los dos jóvenes ocultaban su existencia a
todo el mundo, le creerían antes a él, tulipanero reconocido, que a una joven
extraña a todos los detalles de la horticultura o que a un prisionero condenado
por un crimen de alta traición, guardado, sobrevigilado, espiado, y que mal
reclamaría desde el fondo de su calabozo. Por otra parte, como sería poseedor
del tulipán y como en el caso de muebles y otros objetos transportables, la
posesión da fe de la propiedad, él obtendría ciertamente el premio y sería
realmente coronado en lugar de Cornelius, y el tulipán, en vez de llamarse Tulipa nigra Barloensis, se llamaría Tulipa nigra Boxtellensis o Boxtellea.
Mynheer
Isaac no estaba todavía decidido sobre cuál de esos
nombres daría al tulipán negro; pero como ambos significaban la misma cosa, no
era éste el punto más importante.
El punto más importante era robar el
tulipán.
Mas, para que Boxtel pudiera apoderarse
del tulipán, era preciso que Rosa saliera de su habitación.
Así pues, fue con verdadera alegría que
Jacob o Isaac, según se prefiera, vio reemprenderse las citas acostumbradas de
la noche.
Comenzó por aprovechar la ausencia de
Rosa para estudiar su puerta.
La puerta cerraba bien y a doble
vuelta, por medio de una cerradura simple, pero de la que únicamente Rosa
poseía la llave.
Boxtel tuvo la idea de robar la llave a
Rosa, pero además de que no era cosa fácil registrar el bolsillo de la joven,
al apercibirse Rosa de que había perdido su llave haría cambiar la cerradura, y
no saldría de su habitación hasta que la cerradura fuera cambiada, y Boxtel
habría cometido un crimen inútil.
Era preferible, pues, emplear otro
medio.
Boxtel reunió todas las llaves que pudo
hallar, y mientras Rosa y Cornelius pasaban en el postigo una de sus horas
afortunadas, las probó todas.
Dos entraron en la cerradura, una de
las dos dio la primera vuelta y se detuvo en la segunda.
No había más que retocar muy poca cosa
a esta llave.
Boxtel la impregnó con una ligera capa
de cera y repitió la experiencia.
El obstáculo que la llave había
encontrado en la segunda vuelta había dejado su huella sobre la cera.
Boxtel no tuvo más que seguir esta
huella con el mordiente de una lima de hoja estrecha como la de un cuchillo.
Con otras dos horas de trabajo, Boxtel
consiguió su llave a la perfección.
La puerta de Rosa se abrió sin ruidos,
sin esfuerzo, y Boxtel se halló en la habitación de la joven, a solas con el
tulipán.
La primera acción condenable de Boxtel
había consistido en pasar por encima de un muro, para desenterrar el tulipán;
la segunda había sido penetrar en el secadero de Cornelius, por una ventana
abierta; la tercera, introducirse en la habitación de Rosa con una falsa
llave.
Como se ve, la envidia hacía avanzar a
Boxtel a grandes pasos en la abyecta y desenfrenada carrera del crimen.
Boxtel se halló, pues, a solas con el
tulipán.
Un ladrón ordinario hubiera agarrado la
vasija bajo su brazo y se la habría llevado.
Pero Boxtel no era un ladrón ordinario
y reflexionó.
Reflexionó, contemplando el tulipán con
la ayuda de su farol, diciéndose que no estaba todavía bastante avanzado para
tener la certeza de que florecería negro aunque las apariencias ofrecían todas
las probabilidades.
Reflexionó que si no florecía negro, o
que si florecía con una mancha cualquiera, habría realizado un robo inútil.
Reflexionó que la noticia de este robo
se expandiría, que se le supondría el ladrón después de lo que había pasado en
el jardín, qué se realizarían investigaciones y que, por bien que ocultara el
tulipán, sería posible hallarlo.
Reflexionó que, aunque ocultara el
tulipán de forma que no fuera encontrado, podría, con todos los transportes
que estaría obligado a sufrir, sucederle alguna desgracia.
Reflexionó finalmente que era
preferible, puesto que tenía una llave de la habitación de Rosa y podía
penetrar en ella cuando quisiera, esperar a la floración, cogerlo una hora
antes de que se abriera, o una hora después de que se hubiera abierto, y partir
en el mismo instante sin pérdida de tiempo para Haarlem, donde, antes incluso
de que fuera reclamado, el tulipán estaría delante de los jueces.
Entonces sería a éste o a aquélla que
reclamara a quien Boxtel acusaría de robo.
Era un plan bien pensado y digno en
todo punto del que lo concebía.
Así pues, todas las noches durante
aquella hora que los jóvenes pasaban en el postigo de la celda, Boxtel entraba
en la habitación de la muchacha, no para violar el santuario de la virginidad,
sino para seguir los progresos que realizaba el tulipán negro en su floración.
La noche a la que hemos llegado, iba a
entrar como las otras noches; pero, como hemos dicho, los jóvenes no habían
intercambiado más que unas palabras, y Cornelius había enviado de nuevo a Rosa
para vigilar el tulipán.
Viendo a Rosa penetrar en su
habitación, diez minutos después de haber salido, Boxtel comprendió que el
tulipán había florecido o iba a florecer.
Era entonces durante esta noche cuando
la gran partida iba a jugarse; así pues, Boxtel se presentó ante Gryphus con
una provisión de ginebra doble que de costumbre.
Es decir, con una botella en cada
bolsillo.
Una vez Gryphus bebido, Boxtel quedaba
dueño de la fortaleza o poco más.
A las once, Gryphus estaba
completamente borracho. A las dos de la madrugada, Boxtel vio salir a Rosa de
su habitación, pero sosteniendo visiblemente en sus brazos un objeto que
llevaba con precaución.
Este objeto era sin duda alguna el
tulipán negro que acababa de florecer.
Pero ¿qué iba a hacer?
¿Iba a partir en aquel mismo instante
para Haarlem con él?
No era posible que una joven
emprendiera sola, de noche, un viaje semejante.
¿Iba únicamente a enseñar el tulipán a
Cornelius? Esto era probable.
Siguió a Rosa con los pies descalzos y
de puntillas.
La vio acercarse al postigo.
La oyó llamar a Cornelius.
Al resplandor del farol, vio el tulipán
abierto, negro como la oscuridad en la que se ocultaba.
Oyó todo el proyecto planeado entre
Cornelius y Rosa para enviar un mensajero a Haarlem.
Vio juntarse los labios de los dos
jóvenes y luego oyó a Cornelius despedir a Rosa.
Vio a Rosa apagar el farol y desandar
el camino de su habitación.
La vio entrar en su habitación.
Luego la vio, diez minutos después,
salir de la habitación y cerrar con cuidado la puerta con doble vuelta de
llave.
Ya que cerraba aquella puerta con tanto
cuidado, es que detrás de la misma encerraba al tulipán negro.
Boxtel, que veía todo aquello oculto en
el rellano del piso superior a la habitación de Rosa, descendió un escalón de
su piso, cuando Rosa descendía un escalón del suyo.
De suerte que, cuando Rosa tocaba el
último tramo de la escalera, con su pie ligero, Boxtel, con una mano más ligera
todavía, tocaba la cerradura de la habitación de Rosa con su mano.
Y en aquella mano, como puede
comprenderse, estaba la llave falsa que abría la puerta de Rosa ni más ni
menos fácilmente que la verdadera.
Por eso es por lo que hemos dicho
al comienzo de este capítulo que los pobres jóvenes tenían mucha necesidad de
ser amparados por la protección del Señor.
XXIV
En El Que El Tulipán Negro
Cambia De Dueño
Cornelius se había quedado en el sitio
donde lo había dejado Rosa, buscando casi inútilmente en él la fuerza para
soportar la doble carga de su felicidad.
Transcurrió media hora.
Los primeros rayos de sol entraban ya, azulinos y frescos,
a través de los barrotes de la ventana, en la celda de Cornelius, cuando éste
se sobresaltó de repente ante unos pasos que subían por la escalera y por unos
gritos que se acercaban a él.
Casi en el mismo instante, su rostro se
halló frente al pálido y descompuesto rostro de Rosa.
Retrocedió, palideciendo él mismo de
estupor y espanto.
‑¡Cornelius! ¡Cornelius! ‑exclamó
aquélla jadeante.
‑¿Qué ocurre, Dios mío? ‑preguntó el
prisionero.
‑Cornelius! El tulipán...
‑¿Y bien?
‑¿Cómo deciros esto?
‑Hablad, hablad, Rosa.
‑¡Nos lo han cogido, nos lo han robado!
‑¡Nos lo han cogido, nos lo han robado!
‑repitió Cornelius.
‑Sí ‑afirmó Rosa apoyándose contra la
puerta para no caer‑. Sí, cogido, robado.
Y, muy a su pesar, las piernas le
fallaron, se deslizó y cayó de rodillas.
‑Pero ¿cómo ha ocurrido? ‑preguntó
Cornelius‑. Decidme, explicadme.
‑¡Oh! No ha sido por mi culpa, amigo
mío.
Pobre Rosa; no se atrevía a decir «mi
bienamado».
‑¡Lo habéis dejado solo! ‑la acusó
Cornelius con un acento lamentable.
‑Un solo instante, para ir a prevenir
al mensajero que vive apenas a cincuenta pasos de aquí, a orillas del Waal.
‑Y durante ese tiempo, a pesar de mis
recomendaciones, habéis dejado la llave en la puerta, ¡desventurada!
‑No, no, no, y eso es lo raro. No he
abandonado la llave ni un instante; la he tenido constantemente en la mano,
apretándola como si tuviera miedo de que se me escapara.
‑Pero, entonces, ¿cómo ha ocurrido?
‑¿Lo sé yo, acaso? Había dado la carta
al mensajero; el mensajero había partido delante de mí. Regreso, la puerta
estaba cerrada, cada cosa se hallaba en su lugar en mi habitación, excepto el
tulipán que había desaparecido. Es preciso que alguien se haya procurado una
llave de mi habitación, o se haya hecho hacer una falsa.
Se ahogaba, las lágrimas cortándole la
palabra.
Cornelius, inmóvil, los rasgos
alterados, escuchaba casi sin comprender, murmurando solamente:
‑¡Robado, robado, robado! Estoy
perdido,
‑¡Oh, señor Cornelius! ¡Perdón!
¡Perdón! ‑gritaba Rosa‑. Yo me moriré.
Ante esta amenaza de Rosa, Cornelius
agarró las rejas del postigo, en un vano intento de sacudirlas con furor.
‑Rosa ‑exclamó‑, nos han robado, es
verdad, pero ¿es preciso dejarnos abatir por eso? No, la desgracia es grande,
pero tal vez reparable, Rosa; conocemos al ladrón.
‑¡Ay! ¿Cómo queréis que os lo diga
positivamente?
‑¡Oh! Os lo digo yo, es ese infame de
Jacob. ¿Le dejaremos llevar a Haarlem el fruto de nuestros trabajos, el fruto
de nuestras vigilias, el hijo de nuestro amor? Rosa, hay que perseguirlo, hay
que alcanzarlo.
‑Pero ¿cómo hacer todo eso, amigo mío,
sin descubrir a mi padre nuestro secreto? ¿Cómo, yo, una mujer tan poco libre,
tan poco hábil, conseguiría ese fin, que tal vez vos mismo no alcanzaríais?
‑Rosa, Rosa, abridme esta puerta, y
veréis si yo no lo alcanzo. Veréis si no descubro al ladrón, veréis si no le
hago confesar su crimen. ¡Veréis si no le hago gritar perdón!
‑¡Ay! ‑exclamó Rosa estallando en
sollozos‑. ¿Puedo acaso abriros? ¿Tengo yo las llaves? Si las tuviera, ¿no
estaríais libre desde hace tiempo?
‑Vuestro padre las tiene, vuestro
infame padre, el verdugo que ha aplastado ya el primer bulbo de mi tulipán.
¡Oh, el miserable, el miserable! Es cómplice de Jacob.
‑Más bajo, más bajo, en nombre del
cielo. ¡Os van a oír!
‑¡Oh! Si no me abrís, Rosa ‑gritó
Cornelius en el paroxismo de la rabia‑, hundo esta reja y mato a todo el que
halle en la prisión.
‑¡Amigo mío, por piedad...!
‑Os lo aviso, Rosa, voy a demoler el
calabozo piedra a piedra.
Y el infortunado, con sus dos manos, a
las que la cólera duplicaba las fuerzas, sacudía la puerta con gran ruido, sin
cuidarse del estrépito de su voz que iba a retumbar en el fondo de la espiral
sonora de la escalera.
Rosa, espantada, trataba inútilmente de
calmar esta furiosa tempestad.
‑Os digo que mataré al infame de
Gryphus ‑aullaba Van Baerle‑. Os digo que verteré su sangre como él ha vertido
la de mi tulipán negro.
El desgraciado empezaba a volverse
loco.
‑Pues bien, sí ‑dijo Rosa anhelante‑.
Sí, sí, pero calmaos. Sí, le cogeré las llaves, os abriré, sí, pero calmaos,
mi Cornelius...
No había acabado, cuando un alarido
lanzado delante de ella interrumpió su frase.
‑¡Mi padre! ‑exclamó Rosa:
‑¡Gryphus! ‑rugió Van Baerle‑. ¡Ah!
¡Bandido!
El viejo Gryphus, con todos esos
gritos, había subido sin que le hubiesen oído.
Agarró rudamente a su hija por una
muñeca.
‑¡Ah! Cogeréis mis llaves ‑dijo con voz
ahogada por la cólera‑. ¡Ah! ¡Este infame! ¡Este monstruo! Este conspirador
para la horca es vuestro Cornelius. Así que se mantienen convivencias con los
prisioneros de Estado. Está bien.
Rosa le golpeó con sus dos manos con
desesperación.
‑¡Oh! ‑continuó Gryphus, pasando del
acento febril de la cólera a la fría ironía del vencedor‑. ¡El inocente señor
tulipanero! ¡El dulce señor sabio! ¡Vos me mataréis! ¡Os beberéis mi sangre!
¡Muy bien! Y todo esto con la complicidad de mi hija. ¡Jesús! ¡Pero entonces me
hallo en un antro de bandoleros, estoy en una caverna de ladrones! ¡Ah! El
señor gobernador lo sabrá todo esta mañana, y Su Alteza el estatúder lo sabrá
todo mañana. Conocemos la ley. Todo el que se rebelara en prisión, artículo
sexto. Vamos a daros una segunda edición de la Buytenhoff, señor sabio, y ésta
será una buena edición. Sí, sí, roeros los puños como un oso en la jaula, y tú,
hermosa, cómete con los ojos a tu Cornelius. Os advierto, corderos míos, que ya
no tendréis posibilidad de conspirar juntos. Así se desciende, hija
desnaturalizada. Y vos, señor sabio, hasta la vista; estad tranquilo, ¡hasta la
vista!
Rosa, loca de terror y desesperación,
envió un beso a su amigo; luego, sin duda iluminada por un pensamiento
repentino, se lanzó por la escalera diciendo:
‑No está perdido todo todavía, contad
conmigo, mi Cornelius.
Su padre la siguió gritando.
En cuanto al pobre tulipanero, soltó
poco a poco las rejas que retenían sus convulsos dedos; su cabeza se
entonteció, sus ojos oscilaron en órbitas, y cayó pesadamente sobre el piso de
la celda murmurando:
‑¡Robado! ¡Me lo han robado!
Durante ese tiempo, Boxtel salía del
castillo por la puerta que había abierto la misma Rosa. Boxtel, con el tulipán
negro envuelto en un amplio manto, se había lanzado a una calesa que le
esperaba en Gorcum, y desaparecía, sin haber advertido al amigo Gryphus, como
es de suponer, de su salida.
Y ahora que le sabemos subido a la
calesa, le seguiremos, si el lector consiente en ello, hasta el término de su
viaje.
Caminaba lentamente; no se hace correr
impunemente a un tulipán negro.
Pero Boxtel, temiendo no llegar
bastante pronto, se hizo fabricar en Delft una caja guarnecida en todo su
alrededor con musgo fresco, en la cual encajó su tulipán; la flor se hallaba
allí tan muellemente reclinada por todos los lados, con aire por encima, que la
calesa pudo emprender el galope sin perjuicio.
Llegó al día siguiente por la mañana a
Haarlem cansado pero triunfante, cambió su tulipán de vasija, con el fin de
hacer desaparecer toda señal de robo, rompió la vasija de mayólica cuyos trozos
arrojó a un canal y escribió al presidente de la Sociedad Hortícola una carta
en la que le anunciaba que acababa de llegar a Haarlem con un tulipán
perfectamente negro, y se instaló en una buena hospedería con su flor intacta.
Y allí esperó.
XXV
El Presidente Van Systens
Rosa,
al dejar a Cornelius, había tomado su decisión.
Devolverle el tulipán que acababa de robarle Jacob o no volverle a ver más.
Había visto la desesperación del pobre
prisionero, la doble e incurable desesperación.
En efecto, por un lado, ésta era una
separación inevitable, al haber Gryphus sorprendido a la vez el secreto de sus
amores y de sus citas.
Por el otro, era la ruina de todas las
ambiciones de Cornelius van Baerle, y esas ambiciones las alimentaba desde
hacía siete años.
Rosa era una de esas mujeres que se
abaten por nada, pero que, llenas de fuerza contra una desgracia suprema,
hallan en la misma desgracia la energía que puede combatirla, o el recurso que
puede repararla.
La joven entró en su habitación, lanzó
una última mirada, para comprobar que no se había equivocado, no fuese que el
tulipán estuviese en algún rincón que hubiera escapado a sus miradas. Pero
Rosa busco en vano; el tulipán seguía ausente; el tulipán había sido robado.
Rosa hizo un pequeño lío con las ropas
que necesitaba, cogió sus trescientos florines ahorrados, es decir, toda su
fortuna, buscó bajo sus encajes donde había escondido el tercer bulbo, lo
ocultó cuidadosamente en su pecho, cerró la puerta con doble vuelta para
retardar al máximo el tiempo que se necesitaría para abrirla en el momento en
que se conociera su fuga, bajó la escalera, salió de la prisión por la puerta
que, una hora antes, había dado paso a Boxtel, se llegó a una casa de alquiler
de caballos y pidió alquilar una calesa.
El alquilador de caballos sólo tenía
una calesa, precisamente la que Boxtel le había alquilado desde la víspera y
en la cual corría por el camino de Delft.
Decimos por el camino de Delft, porque
era preciso dar un enorme rodeo para ir de Loevestein a Haarlem; a vuelo de
pájaro la distancia sólo hubiera sido la mitad.
Pero únicamente los pájaros pueden
viajar volando en Holanda, el país más cortado por los ríos, arroyos,
riachuelos, canales y lagos que haya en el mundo.
Por fuerza tuvo, pues, Rosa que
alquilar un caballo, que le fue confiado fácilmente, porque el alquilador de
caballos conocía a Rosa como a la hija del portero de la fortaleza.
Rosa tenía una esperanza, la de
alcanzar a su mensajero, bueno y bravo muchacho al que se llevaría con ella y
que le serviría a la vez de guía y de sostén.
En efecto, no había recorrido una legua
cuando lo percibió caminando a paso largo por una de las orillas bajas de una
encantadora ruta que flanqueaba el río.
Puso su caballo al trote y se reunió
con él.
El valiente muchacho ignoraba la
importancia de su mensaje, y, sin embargo, marchaba a tan buen tren como si lo
conociese. En menos de una hora había recorrido ya legua y media.
Rosa recobró la nota, ya inútil, y le
expuso la necesidad que tenía de él. El barquero se puso a su disposición,
prometiendo ir tan de prisa como el caballo, con tal que Rosa le permitiera
apoyar la mano bien sobre la grupa del animal, o sobre su cruz.
La joven le permitió que apoyara la
mano donde quisiera, mientras no la retrasara.
Los dos viajeros llevaban cinco horas
de camino y habían recorrido ya más de ocho leguas, cuando el padre Gryphus
todavía no se imaginaba que su hija hubiese abandonado la fortaleza.
El carcelero, por otra parte un hombre
muy malvado en el fondo, gozaba con el placer de haber inspirado a su hija un
terror tan profundo.
Pero mientras se felicitaba por tener
una historia tan hermosa que contar a su compañero Jacob, éste se hallaba
también en el camino de Delft.
Sólo que, gracias a su calesa, llevaba
cuatro leguas de adelanto sobre Rosa y el barquero.
Mientras se figuraba a Rosa temblando o
enojándose en su habitación, Rosa ganaba terreno.
Nadie, excepto el prisionero, se
hallaba, pues, donde Gryphus creía que cada uno estaba.
Rosa aparecía tan pocas veces delante
de su padre desde que cuidaba del tulipán, que no fue hasta la hora de comer,
es decir, al mediodía, cuando Gryphus se apercibió, a cuenta de su apetito, de
que su hija estaba enfadada desde hacía ya mucho tiempo.
La hizo llamar por uno de sus
portallaves; luego, como éste descendiera anunciando que la había buscado y
llamado en vano, resolvió buscarla y llamarla él mismo.
Comenzó por dirigirse en derechura a la
habitación de su hija; mas por mucho que golpeó en la puerta, Rosa no
respondió.
Llamó al cerrajero de la fortaleza; el
cerrajero abrió la puerta, pero Gryphus no encontró a Rosa, como Rosa no había
encontrado el tulipán.
Rosa, en aquel momento, acababa de
entrar en Rótterdam.
Lo cual fue motivo de que Gryphus no la
hallara en la cocina, como no la había hallado en la habitación, ni en el
jardín como en la cocina ni en parte alguna.
Juzguemos la cólera del carcelero
cuando habiendo batido los alrededores, supo que su hija había alquilado un
caballo y, como «Bradamante» o «Clorinda», había partido como una verdadera buscadora
de aventuras, sin decir adónde iba.
Gryphus subió furioso a la celda de Van
Baerle, al que injurió, amenazó, removiendo todo su pobre mobiliario,
prometiéndole el calabozo, prometiéndole el fondo de una mazmorra,
prometiéndole hambre y azotes.
Cornelius, sin ni siquiera escuchar lo
que decía el carcelero, se dejó maltratar, injuriar, amenazar, permaneciendo
triste, inmóvil, aniquilado, insensible a todas las emociones, muerto a todo
temor.
Después de haber buscado a Rosa por
todos lados, Gryphus buscó a Jacob, y como no le halló, al igual que había
ocurrido con su hija, supuso desde aquel momento que Jacob se la había
llevado.
Mientras tanto, la joven después de
haber hecho un alto de dos horas en Rótterdam, se había puesto de nuevo en
camino. Aquella misma noche se acostaba en Delft, y al día siguiente llegaba a
Haarlem, cuatro horas después de que Boxtel hubiera hecho otro tanto.
Rosa se hizo conducir enseguida a casa
del presidente de la Sociedad Hortícola, maese Van Systens.
Halló al digno ciudadano en una
situación que no podríamos dejar de describir, sin faltar a todos nuestros
deberes de pintor y de historiador.
El presidente redactaba un informe al
comité de la Sociedad.
Este informe iba apareciendo sobre un
gran papel y con la más bella escritura del presidente.
Rosa se hizo anunciar bajo su simple
nombre de Rosa Gryphus, pero este nombre, por sonoro que fuese, resultaba
desconocido para el presidente, y Rosa fue rechazada. Es difícil forzar las
consignas en Holanda, país de los diques y de las esclusas.
Pero Rosa no se desanimó; se había
impuesto una misión y se había jurado a sí misma no dejarse abatir ni por las
malas acogidas, ni por las brutalidades, ni por las injurias.
‑Anunciad al señor presidente ‑dijo‑
que vengo a hablarle del tulipán negro.
Estas palabras, no menos mágicas que el
famoso «Sésamo, ábrete», de Las mil y una
noches, le sirvieron de «pasaporte». Gracias a esas palabras, pudo penetrar
hasta el despacho del presidente Van Systens, al que encontró galantemente en
camino para venir a su encuentro.
Era un buen hombre, pequeño, de cuerpo
delgado, representando con bastante exactitud el tallo de una flor de la que la
cabeza formaba el cáliz, dos brazos indeterminados y colgantes simulaban la
doble hoja oblonga del tulipán y un cierto balanceo que le era habitual completaba
su parecido con esta flor cuando la misma se inclina bajo el soplo del viento.
Hemos dicho que se llamaba Van Systens.
‑Señorita ‑exclamó‑, ¿decís que venís
de parte del tulipán negro?
Para el señor presidente de la Sociedad
Hortícola, la Tulipa nigra era una
potencia de primer orden, que podía muy bien, en su calidad de rey de los
tulipanes, enviar embajadores.
‑Sí, señor ‑respondió Rosa‑. Por lo
menos, vengo a hablaros de él.
‑¿Se porta bien? ‑preguntó Van Systens
con una sonrisa de tierna veneración.
‑¡Ay, señor! No lo sé ‑dijo Rosa.
‑¡Cómo! ¿Le ha sucedido alguna
desgracia?
‑Una muy grande, sí, señor, pero no a
ella, sino a mí.
‑¿Cuál?
‑Me lo han robado.
‑¿Os han robado el tulipán negro?
‑Sí, señor.
‑¿Sabéis quién?
‑¡Oh! Me lo imagino, pero no me atrevo
todavía a acusarle.
‑Pero el asunto será fácil de
verificar.
‑¿Cómo?
‑Pues porque el ladrón no debe de estar
muy lejos.
‑¿Por qué no ha de estar muy lejos?
‑Pues porque he visto el tulipán no
hace ni dos horas.
‑¿Habéis visto el tulipán negro? ‑exclamó
Rosa precipitándose hacia Van Systens.
‑Como os veo a vos, señorita.
‑Pero ¿dónde?
‑En casa de vuestro amo, según creo.
‑¿En casa de mi amo?
‑Sí. ¿No estáis al servicio del señor
Isaac Boxtel?
‑¿Yo?
‑Naturalmente, vos.
‑Mas ¿por quién me tomáis entonces,
señor?
‑Mas ¿por quién me tomáis vos misma?
‑Señor, os tomo, espero, por quien
sois, es decir, por el honorable señor Van Systens, burgomaestre de Haarlem y
presidente de la Sociedad Hortícola.
‑¿Y venís a decirme... ?
‑Vengo a deciros, señor, que me han
robado mi tulipán.
‑Vuestro tulipán es, entonces, el del
señor Boxtel. Entonces, os explicáis mal hija mía; no es a vos, ¡sino al señor
Boxtel a quien han robado el tulipán!
‑Yo os repito, señor, que no sé quién
es ese señor Boxtel y que ésta es la primera vez que oigo pronunciar ese
nombre.
‑Vos no sabéis quién es el señor
Boxtel, y tenéis también un tulipán negro.
‑Pero ¿es que hay otro? ‑preguntó Rosa,
temblando.
‑El del señor Boxtel, sí.
‑¿Cómo es?
‑Negro, pardiez.
‑¿Sin mancha?
‑Sin una sola mancha, sin el menor
punto.
‑¿Y vos tenéis ese tulipán? ¿Está
depositado aquí?
‑No, pero será depositado, porque debo
exhibirlo al comité antes de otorgar el premio de cien mil florines.
‑Señor ‑exclamó Rosa‑, ese Boxtel, ese
Isaac Boxtel que se dice propietario del tulipán negro...
‑Y que lo es en efecto...
‑Señor, ¿no es un hombre delgado?
‑Sí.
‑¿Calvo?
‑Sí.
‑¿Con la mirada huraña?
‑Creo que sí.
‑¿Inquieto, encorvado, con las piernas
torcidas?
‑En verdad, describís el retrato, trazo
por trazo, del señor Boxtel.
‑Señor, ¿el tulipán está en una vasija
de mayólica azul y blanca, de flores amarillas que representan un canastillo en
tres caras de la vasija?
‑¡Ah! En cuanto a eso estoy menos
seguro; me he fijado más en el hombre que en la vasija.
‑Señor, ése es mi tulipán, el que me
han robado; señor, es bien mío; señor, vengo a reclamarlo aquí delante de vos;
a vos.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Van Systens mirando
a Rosa‑. ¿Qué? ¿Venís a reclamar aquí el tulipán del señor Boxtel? ¡Voto a
Dios! Sois una atrevida comadre.
‑Señor ‑suplicó Rosa un poco turbada
por este apóstrofe‑, yo no digo que vengo a reclamar el tulipán negro del señor
Boxtel, digo que vengo a reclamar el mío.
‑¿El vuestro?
‑Sí; el que yo he plantado, el que he criado
yo misma.
‑¡Pues bien! Id a buscar al señor
Boxtel a la hospedería del Cisne Blanco, y entendeos con él. En cuanto a mí,
como el proceso me parece tan difícil de juzgar como el que llevaron ante el
rey Salomón, y no tengo la pretensión de poseer su sabiduría, me contentaré con
redactar mi informe, con constatar la existencia del tulipán negro y con
conceder los cien mil florines a su descubridor. Adiós, hija mía.
‑¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ‑insistió Rosa.
‑Sólo que, hija mía ‑continuó Van
Systens‑, como sois bonita, como sois joven, como no estáis todavía
pervertida, recibid mi consejo: Sed prudente en este asunto, porque nosotros
tenemos un tribunal y una prisión en Haarlem; además, somos extremadamente
puntillosos con el honor de los tulipanes. Id, hija mía, id. Isaac Boxtel,
hospedería del Cisne Blanco.
Y poco después, Van Systens, volviendo
a coger su bella pluma, continuó su interrumpido informe.
XXVI
Un Miembro De La
Sociedad Hortícola
Desatinada, Rosa, casi loca de alegría
y de temor ante la idea de que había hallado el tulipán negro, tomó el camino
de la hospedería del Cisne Blanco, seguida siempre por su barquero, robusto
muchacho de Frisia, capaz de enfrentarse por sí solo a diez Boxtels.
Durante el camino, el barquero había
sido puesto al corriente, y no retrocedería ante la lucha, en el supuesto de que la lucha se empeñara; sólo que,
llegado ese caso, tenía la orden de ocuparse del tulipán.
Pero al llegar a la Grote‑Markt, Rosa
se detuvo de repente; un pensamiento súbito acababa de sobrecogerla, al igual
que a aquella Minerva de Homero, que agarraba a Aquiles por los cabellos en el
momento en que la cólera iba a llevárselo.
«¡Dios mío! ‑murmuró‑. ¡He cometido una
falta enorme, tal vez haya perdido a Cornelius, al tulipán y a mí misma! He dado
la alarma, he despertado sospechas. Yo no soy más que una mujer, esos hombres
pueden coaligarse contra mí, y entonces estoy perdida. ¡Oh! ¡Que yo me pierda,
no sería nada, pero Cornelius, el tulipán...!»
Meditó un momento.
«Si voy a casa de ese Boxtel y no le
conozco, si ese Boxtel no es Jacob, si es otro aficionado que también ha
descubierto el tulipán negro, o bien, si mi tulipán ha sido robado por persona
de la que sospecho, o ha pasado ya a otras manos, si no reconozco al hombre
sino solamente a mi tulipán, ¿cómo probar que la flor es mía?
«Por otro lado, si reconozco a ese
Boxtel como el falso Jacob, ¿quién sabe lo que sucederá? Mientras ambos
discutimos, ¡el tulipán negro morirá! ¡Oh! ¡Inspiradme, Virgen santa! Se trata
del porvenir de mi vida, se trata de un pobre prisionero que tal vez expire en
este momento.»
Hecho este ruego, Rosa esperó
piadosamente la inspiración que pedía al Cielo.
Mientras tanto, un gran alboroto
reinaba en el extremo de la Grote‑Markt. La gente corría, las puertas se abrían;
solamente Rosa permanecía insensible a todo aquel movimiento de la población.
‑Es preciso ‑murmuró‑ regresar a la
casa del presidente.
‑Regresemos ‑aprobó el barquero.
Tomaron la pequeña calle de la Paille
que conducía directamente a la morada de Van Systens, el cual, con su más bella
escritura y con su mejor pluma, continuaba trabajando en su informe.
Por todas partes, a su paso, Rosa no
oía hablar más que del tulipán negro y del premio de cien mil florines: la
noticia corría ya por la ciudad.
Rosa apenas tuvo trabajo para penetrar
de nuevo en la casa de Van Systens, quien se sintió emocionado, como la primera
vez, ante la mágica palabra del tulipán negro.
Pero cuando reconoció a Rosa, a la que
consideraba in mente como una loca,
o peor que esto, le invadió la cólera y quiso despedirla.
Pero Rosa juntó las manos, y con ese
acento de honrada verdad que penetra en los corazones, suplicó:
‑Señor, ¡en nombre del Cielo! No me
rechacéis; escuchad, por el contrario, lo que voy a deciros, y si vos no podéis
hacerme justicia, por lo menos no podréis reprocharos un día, frente a Dios, el
haber sido cómplice de una mala acción.
Van Systens pataleaba de impaciencia;
aquella era la segunda vez que Rosa le molestaba en medio de una redacción en
la cual ponía su doble amor propio de burgomaestre y de presidente de la
Sociedad Hortícola.
‑¡Pero mi informe! ‑exclamó‑. ¡Mi
informe sobre el tulipán negro!
‑Señor ‑continuó Rosa con la firmeza de
la inocencia y de la verdad‑, señor, vuestro informe sobre el tulipán negro
descansará, si no me escucháis, sobre hechos criminales o sobre hechos falsos.
Os lo suplico, señor, haced venir aquí, delante de vos y ante mí, a ese señor
Boxtel, del que yo afirmo es Mynheer Jacob,
y juro a Dios dejarle la propiedad de su tulipán si no reconozco ni al tulipán
ni a su propietario.
‑¡Pardiez! La bella se anticipa ‑dijo
Von Systens.
‑¿Qué queréis decir?
‑¿Os puedo preguntar qué probará esto
cuando vos los hayáis reconocido?
‑Pero, en fin ‑dijo Rosa desesperada‑,
vos sois un hombre honrado, señor. ¡Pues bien! No solamente vais a dar un
premio a un hombre por una obra que no ha realizado, sino por una obra robada.
Tal vez el acento de Rosa produjo una
cierta convicción en el corazón de Van Systens, e iba éste a responder más
dulcemente a la pobre chica, cuando se dejó oír un gran tumulto en la calle,
que parecía pura y simplemente ser un aumento del alboroto que Rosa ya había
oído, sin concederle importancia, en la Grote‑Markt, y que no había podido
despertarla de su ferviente plegaria.
Unas estrepitosas aclamaciones
sacudieron la casa. Van Systens prestó atención a esas exclamaciones que para
Rosa no habían sido más que un alboroto primeramente, y ahora no eran más que
un ruido ordinario.
‑¿Qué es esto? ‑exclamó el burgomaestre‑.
¿Qué es esto? ¿Será posible lo que he oído? No puedo dar crédito a mis oídos.
Y se precipitó hacia su antecámara, sin
preocuparse más de Rosa, a la que dejó en su despacho.
Apenas llegado a su antecámara, Van
Systens lanzó un gran grito al percibir el espectáculo de su escalera invadida
hasta el vestíbulo.
Acompañado, o más bien seguido por la
multitud, un hombre joven, vestido simplemente con un traje de terciopelo
violeta bordado en plata, subía con noble lentitud los escalones de piedra,
brillantes de blancura y de limpieza.
Detrás de él marchaban dos oficiales,
uno de marina y otro de caballería.
Van Systens, abriéndose paso en medio
de sus criados asustados, vino a inclinarse, a prosternarse casi delante del
recién llegado que causaba todo aquel alboroto.
‑¡Monseñor! ‑exclamó‑. Monseñor,
Vuestra Alteza en mi casa. Glorioso honor para siempre para mi humilde mansión.
‑Querido señor Van Systens ‑dijo
Guillermo de Orange con una serenidad que, en él, reemplazaba a la sonrisa‑, yo
soy un verdadero holandés, me gusta el agua, la cerveza y las flores, a voces
incluso ese queso que tanto estiman los franceses; entre las flores, la que yo
prefiero son, naturalmente, los tulipanes, la que yo prefiero es, naturalmente,
el tulipán. He oído decir en Leiden que la ciudad de Haarlem poseía, por fin,
el tulipán negro y, después de haberme asegurado que la noticia era verdadera,
aunque increíble, vengo a pedir confirmación al presidente de la Sociedad
Hortícola.
‑¡Oh! Monseñor, monseñor ‑contestó Van
Systens arrebatado‑, qué gloria para la Sociedad si sus trabajos agradan a
Vuestra Alteza.
‑¿Tenéis la flor aquí? ‑preguntó el
príncipe, que sin duda se arrepentía ya de haber hablado tanto.
‑Por desgracia, no, monseñor, no la
tengo aquí.
‑¿Y dónde está?
‑En casa de su propietario.
‑¿Quién es ese propietario?
‑Un valiente tulipanero de Dordrecht.
‑¿De Dordrecht?
‑Sí.
‑¿Y se llama...?
‑Boxtel.
‑¿Se aloja...?
‑En el Cisne Blanco, voy a llamarlo, y
si, mientras tanto, Vuestra Alteza me hace el honor de entrar en el salón, él
se apresurará, sabiendo que monseñor está aquí, a traer el tulipán a monseñor.
‑Está bien, llamadlo.
‑Sí, Vuestra Alteza, sólo que...
‑¿Qué?
‑¡Oh! Nada importante, monseñor.
‑Todo es importante en este mundo,
señor Van Systens.
‑¡Pues bien, monseñor! Se ha presentado
una dificultad.
‑¿Cuál?
‑Ese tulipán está ya reivindicado por
los usurpadores. Es verdad que vale cien mil florines.
‑¿De veras?
‑Sí, monseñor, por los usurpadores, por
los falsarios.
‑Eso es un crimen, señor Van Systens.
‑Sí, Vuestra Alteza.
‑¿Y vos tenéis las pruebas de ese
crimen?
‑No, monseñor, la culpable...
‑¿La culpable, señor...?
‑Quiero decir la que reclama el
tulipán, monseñor, está ahí, en la habitación de al lado.
‑¡Aquí! ¿Qué pensáis de ello, señor Van
Systens?
‑Pienso, monseñor, que el cebo de los
cien mil florines la habrá tentado.
‑¿Y ella reclama el tulipán?
‑Sí, monseñor.
‑¿Y qué ha presentado por su parte como
prueba?
‑Iba a interrogarla cuando Vuestra
Alteza se presentó.
‑Escuchémosla, señor Van Systens,
escuchémosla; soy el primer magistrado del país, oiré la causa y haré justicia.
«Ya he encontrado a mi rey Salomón» ‑se
dijo Van Systens inclinándose y mostrando el camino al príncipe.
Éste iba a pasar por delante de su
interlocutor cuando se detuvo de repente.
‑Pasad vos delante ‑dijo‑ y llamadme
«señor».
Entraron en el gabinete.
Rosa seguía en el mismo sitio, apoyada
en la ventana y mirando a través de los cristales hacia el jardín.
‑¡Ah! ¡Ah! Una frisona ‑murmuró el
príncipe al percibir el casco de oro y las faldas rojas de la hermosa Rosa.
Ésta se volvió, pero apenas pudo ver al
príncipe, que se sentó en el ángulo más oscuro del apartamento.
Toda su atención, como se comprende,
era para ese importante personaje que se llamaba Van Systens, y no para aquel
humilde extraño que seguía al amo de la casa, y que probablemente no recibiría
el tratamiento de señor.
El humilde extraño cogió un libro de la
biblioteca e hizo señas a Van Systens para que comenzara el interrogatorio.
Van Systens, siempre por invitación del
joven del traje violeta, se sentó a su vez, y completamente feliz y orgulloso
por la importancia que le habían concedido, empezó:
‑Hija mía, ¿me prometéis la verdad,
toda la verdad sobre este tulipán?
‑Os la prometo.
‑¡Pues bien! Hablad sin miedo delante
del señor; el señor es uno de los miembros de la Sociedad Hortícola.
‑Señor ‑empezó Rosa‑, ¿qué os diría que
no os haya dicho ya?
‑¿Entonces...?
‑Volveré al ruego que os he dirigido.
‑¿Cuál...?
‑El de hacer venir aquí al señor Boxtel
con su tulipán; si no lo reconozco como el mío, lo diré francamente; pero si
lo reconozco, lo reclamaré. ¿Deberé ir ante Su Alteza, el mismo estatúder, con
las pruebas en la mano?
‑¿Tenéis, entonces, pruebas, bella
niña?
‑Dios, que conoce mi derecho, me las
proveerá.
Van Systens cambió una mirada con el
príncipe que, desde las primeras palabras de Rosa, parecía intentar recordar
algo, como si no fuera la primera vez que aquella voz llegaba a sus oídos.
Un oficial partió para ir a buscar a
Boxtel.
Van Systens continuó el interrogatorio.
‑¿Y sobre qué ‑dijo‑ basáis la aserción
de que vos sois la propietaria del tulipán negro?
‑Pues sobre una cosa muy sencilla, ¿es
que no soy yo quien lo ha plantado y cultivado en mi propia habitación?
-En vuestra habitación, y ¿dónde queda
vuestra habitación?
‑En Loevestein.
‑¿Vos sois de Loevestein?
‑Soy la hija del carcelero de la
fortaleza.
El príncipe hizo un pequeño gesto que
quería decir:
«¡Ah! Eso es, ahora me acuerdo.»
Y mientras parecía leer, miró a Rosa
con más atención que antes.
‑¿Y vos amáis las flores? ‑continuó Van
Systens.
‑Sí, señor.
‑Entonces ¿sois una técnica florista?
Rosa vaciló un instante, luego con un
acento salido de lo más profundo de su corazón, preguntó:
‑Señores, ¿hablo a gentes de honor?
El acento era tan veraz, que Van Systens
y el príncipe respondieron ambos al mismo tiempo con un movimiento de cabeza
afirmativo.
‑¡Pues bien, no! ¡Yo no soy una técnica
florista, no! Yo no soy más que una pobre hija del pueblo, una pobre aldeana de
Frisia que, no hace tres meses todavía, no sabía ni leer ni escribir. ¡No! El
tulipán negro no ha sido hallado por mí.
‑¿Y por quién ha sido hallado?
‑Por un pobre prisionero de Loevestein.
‑¿Por un prisionero de Loevestein? ‑inquirió
el príncipe.
Al sonido de esta voz, fue Rosa la que
se sobresaltó a su vez.
‑Por un prisionero de Estado, entonces ‑continuó
el príncipe‑, porque en Loevestein no hay más que prisioneros de Estado.
Y se puso a leer de nuevo, o por lo
menos hizo como si se pusiera a leer.
‑Sí ‑murmuró Rosa temblando‑, sí, por
un prisionero de Estado.
Van Systens palideció al oír pronunciar
tamaña confesión delante de un testigo semejante.
‑Continuad ‑ordenó fríamente Guillermo
al presidente de la Sociedad Hortícola.
‑¡Oh, señor! ‑exclamó Rosa dirigiéndose
a éste a quien creía su verdadero juez‑. Es que voy a acusarme muy seriamente.
‑En efecto ‑dijo Van Systens‑, los
prisioneros de Estado deben permanecer en secreto en Loevestein.
‑¡Por desgracia, señor!
‑Y, después de lo que habéis dicho,
parece que habéis aprovechado vuestra posición como hija del carcelero y os
habéis comunicado con él para cultivar unas flores.
‑Sí, señor ‑murmuró Rosa desatinada‑.
Sí, me veo forzada a confesarlo, le veía todos los días.
‑¡Desgraciada! ‑exclamó Van Systens.
El príncipe levantó la cabeza al observar
el espanto de Rosa y la palidez del presidente.
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