viernes, 22 de febrero de 2013

90-110


‑El óvalo tiene casi tres centímetros y está afilado como una aguja, el cilindro hincha sus flancos, las pun­tas están listas para abrirse.
Aquella noche, Cornelius durmió poco; era un mo­mento supremo aquel en el que las puntas se abrieran.
Dos días después, Rosa anunció que se habían en­treabierto.
‑Entreabiertas, Rosa ‑exclamó Cornelius‑. ¡El involucro se ha entreabierto! Pero ¿entonces se ve, se puede distinguir ya?
Y el prisionero se detuvo jadeante.
‑Sí ‑respondió Rosa‑; sí, se puede distinguir una línea de un color diferente, delgada como un cabello.
‑¿Y el color? ‑preguntó Cornelius temblando.
‑¡Ah! ‑contestó Rosa‑. Es muy oscuro.
‑¿Pardo?
‑¡Oh! Más oscuro.
‑¡Más oscuro, buena Rosa, más oscuro! Gracias. Oscuro como el ébano, oscuro como...
‑Oscuro como la tinta con la cual os he escrito.
Cornelius lanzó un grito de loca alegría.
‑¡Oh! ‑exclamó juntando las manos‑. ¡Oh! No hay un ángel que pueda compararse a vos, Rosa.
‑¿De veras? ‑dijo Rosa sonriendo ante esta exal­tación.
‑Rosa, habéis trabajado tanto, habéis hecho tanto por mí; Rosa, mi tulipán va a florecer, y mi tulipán flo­recerá negro, Rosa, Rosa, ¡sois lo más perfecto que Dios ha creado sobre la Tierra!
‑¿Después del tulipán, sin embargo?
‑¡Ah! Callaos, malvada. Callaos, por piedad, no echéis a perder mi alegría. Pero, decidme, Rosa, si el tulipán ha llegado a ese punto, dentro de dos o tres días a más tardar florecerá.
‑Mañana o pasado mañana, sí.
‑¡Oh! Y yo no lo veré ‑exclamó Cornelius, echándose hacia atrás‑. Y no lo besaré como una maravilla de Dios a la que se debe adorar, como beso vues­tras manos, Rosa, como beso vuestros cabellos, como beso vuestras mejillas, cuando por azar se hallan al alcance del postigo.
Rosa acercó su mejilla, no por azar, sino voluntaria­mente; los labios del joven se pegaron a ella con avidez.
‑¡Vaya! Lo traeré si vos queréis ‑dijo Rosa, emo­cionada.
‑¡Ah! ¡No! ¡No! Tan pronto como se abra, poned­lo bien a la sombra, Rosa, y en el mismo instante, inme­diatamente, enviad a Haarlem a prevenir al presidente de la Sociedad Hortícola que el gran tulipán negro ha florecido. Haarlem está lejos, lo sé, pero con dinero ha­llaréis un mensajero. ¿Tenéis dinero, Rosa?
Rosa sonrió.
‑¡Oh, sí! ‑dijo.
‑¿Bastante? ‑preguntó Cornelius.
‑Trescientos florines.
‑¡Oh! Si tenéis trescientos florines, no es un men­sajero a quien tenéis que enviar, sino vos misma, vos misma, Rosa, quien debe ir a Haarlem.
‑Pero durante ese tiempo, la flor...
‑¡Oh, la flor! Lleváosla, comprended que no de­béis separaros de ella ni un instante.
‑Pero, aunque no me separe de ella, me separaré de vos, Cornelius ‑dijo Rosa entristecida.
‑¡Ah! Es verdad, mi dulce, mi querida Rosa. ¡Dios mío! ¡Qué malvados son los hombres! ¿Qué les he hecho yo y por qué me han privado de la libertad? Te­néis razón, Rosa, yo no podría vivir sin vos. ¡Pues bien! Enviad alguien a Haarlem, eso es. ¡Por mi fe! El mila­gro es lo bastante grande como para que el presidente se moleste; él mismo vendrá a Loevestein a buscar el tulipán.
Luego, deteniéndose de repente, fue con voz tem­blorosa que murmuró:
‑¡Rosa! ¡Rosa! Si no fuese negro...
‑¡Vaya! Eso lo sabréis mañana o pasado mañana por la noche.
‑¡Esperar hasta la noche para saberlo, Rosa! Mo­riré de impaciencia. ¿No podríamos convenir una señal?
‑Lo haré mejor.
‑¿Qué haréis?
‑Si es por la noche cuando se abra, vendré para decíroslo yo misma. Si es por el día, pasaré por delante de la celda y os deslizaré una nota, bien por debajo de la puerta, bien por el postigo, entre la primera y la se­gunda inspección de mi padre.
‑¡Oh, Rosa! ¡Eso es! Una palabra vuestra anun­ciándome esta noticia, será una doble felicidad.
‑Son ya las diez ‑dijo Rosa‑, es preciso que os abandone.
‑¡Sí! ¡Sí! ‑exclamó Cornelius‑. ¡Sí! ¡Marchaos, Rosa, marchaos!
Rosa se retiró cabizbaja.
Cornelius casi la había despedido.
Cierto que era para vigilar el tulipán negro.

XXII
La Floración


La noche transcurrió muy lenta y al mismo tiempo muy agitada para Cornelius. A cada instante le parecía que la dulce voz de Rosa lo llamaba: se despertaba sobresaltado, iba a la puerta, acercaba su rostro al postigo; no había nada en el postigo, el corredor esta­ba vacío.
Sin duda, Rosa velaba por su parte, pero más afor­tunada que él, velaba al tulipán. Tenía allí, bajo sus ojos, a la noble flor, esta maravilla de las maravillas, no sola­mente todavía desconocida, sino creída imposible.
¿Qué diría el mundo cuando supiera que se había logrado el tulipán negro, que existía, y que era Corne­lius van Baerle, el prisionero, quien lo había logrado?
¡Cómo Cornelius hubiera arrojado lejos de sí al hombre que hubiese venido a proponerle la libertad a cambio de su tulipán!
El día llegó sin noticias. El tulipán no había floreci­do todavía.
La jornada transcurrió como la noche.
La noche vino y con la noche una Rosa alegre, ligera como un pájaro.
‑¿Y bien? ‑preguntó Cornelius.
‑¡Pues bien! Todo va de maravilla. ¡Esta noche sin falta florecerá vuestro tulipán!
‑¿Y florecerá negro?
‑Negro como el azabache.
‑¿Sin una sola mancha de otro color?
‑Sin una sola mancha.
‑¡Bondad del Cielo! Rosa, he pasado la noche pen­sando primero en vos...
Rosa esbozó un gesto de incredulidad.
‑Luego, en lo que teníamos que hacer.
‑¿Y bien?
‑Esto es lo que he decidido. Una vez el tulipán haya florecido, cuando se compruebe que es negro y perfectamente negro, tenéis que encontrar un mensa­jero.
‑Si no es más que esto, ya he encontrado un men­sajero.
‑¿Un mensajero seguro?
‑Un mensajero del que respondo, uno de mis ena­morados.
‑¿No será Jacob, supongo?
‑No, no temáis. Es el barquero de Loevestein, un muchacho despierto, de veinticinco a veintiséis años.
‑¡Diablo!
‑Estad tranquilo ‑repitió Rosa riendo‑. Todavía no tiene la edad, ya que vos mismo la habéis fijado en­tre veintiséis y veintiocho años.
‑En fin, ¿creéis poder contar con ese joven?
‑Como conmigo. Se arrojaría de su barca al Waal o al Mosa, a mi elección, si se lo ordenara.
‑¡Pues bien, Rosa! En diez horas ese muchacho puede estar en Haarlem; me daréis un lápiz y un papel, mejor aún sería una pluma y tinta, y escribiré, o más bien, escribiréis vos. En mí, pobre prisionero, tal vez verían, como ve vuestro padre, una conspiración en todo esto: Escribiréis al presidente de la Sociedad Hortícola y, estoy seguro que el presidente vendrá.
‑Pero, ¿y si tarda?
‑Suponed que tarde un día, hasta dos; pero esto es imposible, un aficionado a los tulipanes como él no tar­dará ni una hora, ni un minuto, ni un segundo en ponerse en camino para ver la octava maravilla del mundo. Pero, como decía, tarde un día, tarde dos, el tulipán estará to­davía en todo su esplendor. Una vez visto el tulipán por el presidente, y todo quede dicho en el atestado dirigido por él, guardaréis una copia de ese atestado, Rosa, y le confiaréis el tulipán. ¡Ah! Si hubiésemos podido llevar­lo nosotros mismos, Rosa, no habría abandonado mis brazos más que para pasar a los vuestros; pero esto es una ilusión en la que no hay que soñar ‑continuó Cornelius suspirando‑. Otros ojos lo verán marchitarse. ¡Oh! Sobre todo, Rosa, antes de que lo vea el presidente, no lo dejéis ver a nadie. ¡El tulipán negro, buen Dios! ¡Si al­guien viera el tulipán negro, lo robaría...! Oh!
‑¿No me habéis dicho vos misma lo que temíais con respecto a vuestro enamorado Jacob? Si se roba un florín, ¿por qué no robarían cien mil?
‑Vigilaré, estad tranquilo.
‑¿Y si en este momento se está abriendo?
‑El caprichoso es muy capaz de ello ‑bromeó Rosa.
‑Si lo hallarais abierto al entrar...
‑¿Y bien?
‑¡Ah, Rosa! Desde el momento en que se abra, recordad que no habrá ni un momento que perder para advertir al presidente.
‑Y para preveniros a vos. Sí, comprendo.
Rosa suspiró, pero sin amargura y como una mujer que no solamente comienza a comprender una debili­dad, sino a habituarse a ella.
‑Regreso al lado del tulipán, señor Van Baerle, y tan pronto florezca, seréis advertido; una vez vos adver­tido, el mensajero partirá.
‑¡Rosa, Rosa, ya no sé a qué maravilla del Cielo o de la Tierra compararos!
‑Comparadme al tulipán negro, señor Cornelius, y quedaré muy halagada, os lo juro. Hasta la vista, señor Cornelius.
‑¡Oh! Decid: hasta la vista, amigo mío.
‑Hasta la vista, amigo mío ‑repitió Rosa un poco consolada.
‑Decid: Amigo mío bienamado.
‑¡Oh! Amigo mío...
‑Bienamado, Rosa, os lo suplico, bienamado, bienamado, ¿verdad?
‑Bienamado, sí, bienamado ‑dijo Rosa palpitan­te, embriagada, loca de alegría.
‑Entonces, Rosa, ya que habéis dicho bienamado, decid también bienaventurado, decid feliz como jamás hombre alguno haya sido feliz y bajo el cielo. No me falta más que una cosa, Rosa.
‑¿Cuál?
‑Vuestra mejilla, vuestra mejilla fresca, vuestra mejilla rosada, vuestra mejilla aterciopelada. ¡Oh, Rosa! Voluntariamente, no por sorpresa, no por accidente, Rosa. ¡Ah!
El prisionero terminó su ruego con un suspiro; acababa de encontrar los labios de la joven, no por ac­cidente, no por sorpresa, como cien años más tarde Saint‑Preux debía encontrar los labios de Julie.
Rosa huyó.
Cornelius se quedó con el alma suspendida en sus labios, el rostro pegado al postigo.
Se ahogaba de alegría y de felicidad. Abrió la venta­na y contempló largo tiempo, con el corazón rebosan­te de dicha, el azul sin nubes del cielo, la luna que pla­teaba el doble río, destellando más allá de las colinas. Se llenó los pulmones del aire generoso y puro, el espíri­tu de dulces ideas, el alma de reconocimiento y de ad­miración religiosa.
‑¡Oh! ¡Vos estáis siempre allá arriba, Dios mío! ‑exclamó, medio prosternado, con los ojos ardiente­mente tendidos hacia las estrellas‑. Perdonadme por haber casi dudado de Vos en estos últimos días. Vos os ocultabais detrás de vuestras nubes, y por un instante dejé de veros, Dios bueno, Dios eterno, Dios misericor­dioso. ¡Pero hoy!, esta tarde, esta noche, ¡oh!, Os veo todo entero en el espejo de vuestros cielos y, sobre todo, en el espejo de mi corazón.
¡Estaba curado, el pobre enfermo; estaba libre, el pobre prisionero!
Durante una parte de la noche, Cornelius permane­ció colgado de los barrotes de su ventana, con el oído presto; concentrando sus cinco sentidos en uno solo, o más bien, en dos solamente, miraba y escuchaba.
Miraba el cielo y escuchaba a la tierra.
Luego, con la mirada vuelta de cuando en cuando hacia el corredor, se decía:
«Allá abajo está Rosa, Rosa que vela como yo, que como yo espera de minuto en minuto; allá abajo, ante los ojos de Rosa está la flor misteriosa, que vive, que se entreabre, que se abre. Tal vez en este momento Rosa tiene el tallo del tulipán entre sus delicados y tibios de­dos. Toca ese tallo suavemente. Tal vez roce con sus labios su cáliz entreabierto; rózalo con precaución, Rosa, tus labios arden; tal vez en este momento, mis dos amores se acarician bajo la mirada de Dios.»
En aquel momento, una estrella se inflamó en lo alto, atravesó todo el espacio que separaba el horizon­te de la fortaleza y vino a abatirse sobre Loevestein.
Cornelius se estremeció.
‑¡Ah! ‑exclamó‑. Es Dios que envía un alma a mi flor.
Y como si lo hubiera adivinado, casi en el mismo instante, el prisionero oyó en el corredor unos pa­sos ligeros, como los de una sílfide, el roce de una ropa que parecía un batir de alas y una voz bien conocida que decía:
‑Cornelius, amigo mío, amigo mío bienamado y bienaventurado, venid, venid enseguida.
Cornelius no dio más que un salto de la ventana al postigo; una vez más sus labios encontraron los labios murmuradores de Rosa, que le dijo en un beso:
‑Se ha abierto, es negro, aquí está.
‑¿Cómo, aquí está? ‑exclamó Cornelius, separan­do sus labios de los labios de la joven.
‑Sí, sí, es preciso correr un pequeño peligro para dar una gran alegría, aquí está, tened.
Y, con una mano, levantó a la altura del postigo un pequeño farol que acababa de encender; mientras que a la misma altura, levantaba con la otra el milagro­so tulipán.
Cornelius lanzó un grito y creyó desmayarse de emoción.
‑¡Oh! ‑murmuró‑. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me recompensáis mi inocencia y mi cautividad, ya que ha­béis hecho crecer estas dos flores en el postigo de mi prisión.
‑Besadla ‑dijo Rosa‑ como yo la he besado hace un momento.
Cornelius, reteniendo el aliento, tocó con la punta de los labios el extremo de la flor, y jamás beso dado a los labios de una mujer, aunque fuera a los labios de Rosa, le entró tan profundamente en el corazón.
El tulipán era bello, espléndido, magnífico; su tallo tenía más de treinta centímetros de altura; se alzaba del seno de cuatro hojas verdes, lisas, derechas como pun­tas de lanza; toda su flor era negra y brillante como el azabache.
‑Rosa ‑dijo Cornelius jadeante‑, Rosa, no hay un instante que perder, es preciso escribir la carta.
‑Ya está escrita, mi bienamado Cornelius ‑con­testó Rosa.
‑¿De veras?
‑Mientras el tulipán se abría, yo escribía, porque no quería que se perdiera ni un solo instante. Mirad la carta, y decidme si la encontráis bien.
Cornelius cogió la carta y leyó, en una escritura que había hecho grandes progresos desde la primera frase que había recibido de Rosa:

Señor presidente:
El tulipán negro va a abrirse dentro de diez minu­tos tal vez. Tan pronto se abra, os enviaré un mensaje­ro para rogaros vengáis vos mismo en persona a buscar­lo a la fortaleza de Loevestein. Soy la hija del carcelero Gryphus, casi tan prisionera como los prisioneros de mi padre. No podré, pues, llevaros esta maravilla. Por eso es por lo que me atrevo a suplicaros que vengáis a buscarlo vos mismo.
Mi deseo es que se llame Rosa Barloensis.
Acaba de abrirse; es perfectamente negro...
Venid, señor presidente, venid.
Tengo el honor de ser vuestra humilde servi­dora.

ROSA GRYPHUS.

‑Eso es, eso es, querida Rosa. Esta carta es una maravilla. Yo no la hubiera escrito con esta simplici­dad. En el Congreso, daréis todos los informes que os pidan. Sabrán cómo ha sido creado el tulipán, a cuántos cuidados, vigilias y temores ha dado lugar, mas, por el momento, Rosa, no hay un instante que perder... ¡El mensajero! ¡El mensajero!
‑¿Cómo se llama el presidente?
‑Dádmela para que ponga la dirección. ¡Oh! Es muy conocido. Es Mynheer Van Systens, el burgomaes­tre de Haarlem... Dádmela, Rosa, dádmela.
Y, con mano temblorosa, Cornelius escribió sobre la carta:
A Mynheer Peters van Systens, burgomaestre y pre­sidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem.
‑Y ahora, marchaos, Rosa, marchaos ‑dijo Cor­nelius‑, y pongámonos bajo el amparo de Dios que hasta ahora nos ha protegido tan bien.

XXIII
El Envidioso


En efecto, los pobres jóvenes tenían gran necesi­dad de ser amparados por la protección directa del Señor.
Jamás habían estado tan cerca de la desesperación como en este mismo instante en que creían tener asegu­rada su felicidad.
No dudaremos en absoluto en la inteligencia de nuestro lector hasta el punto de suponer que no haya reconocido en Jacob, nuestro antiguo amigo, o más bien nuestro antiguo enemigo, a Isaac Boxtel el tulipanero.
El lector ha adivinado, pues, que Boxtel había segui­do de la Buytenhoff a Loevestein al objeto de su amor y al objeto de su odio:
El tulipán negro y Cornelius van Baerle.
Lo que cualquier otro tulipanero y más un tulipane­ro envidioso no hubiera podido jamás descubrir, es de­cir, la existencia de los bulbos y las ambiciones del pri­sionero, la envidia había hecho, sino descubrir, por lo menos adivinar a Boxtel.
Lo hemos visto más afortunado bajo el nombre de Jacob que bajo el nombre de Isaac, entablar amistad con Gryphus, al que gratificó el reconocimiento y la hospitalidad durante unos meses, con la mejor ginebra que se hubiera fabricado jamás desde Texel a Amberes.
Adormeció sus desconfianzas; porque como hemos visto, el viejo Gryphus era desconfiado; adormeció sus desconfianzas, decimos, halagándole con una alianza con Rosa.
Acrecentó por otra parte sus instintos de carcelero, después de haber halagado su orgullo de padre. Acre­centó sus instintos de carcelero pintándole con los más sombríos colores al sabio prisionero que Gryphus tenía bajo sus cerrojos, y que al decir del falso Jacob, había concertado un pacto con Satán para perjudicar a Su Alteza el príncipe Guillermo de Orange.
También había tenido éxito al principio con Rosa, no inspirándole sentimientos de simpatía, ya que a Rosa siempre le había gustado muy poco Mynheer Jacob, pero al hablarle de matrimonio y de loca pasión, había apagado en principio todas las sospechas que hubiera podido tener.
Hemos visto cómo su imprudencia al seguir a Rosa al jardín lo había denunciado a los ojos de la muchacha, y cómo los temores instintivos de Cornelius habían puesto a los dos jóvenes en guardia contra él.
Lo que había, sobre todo, inspirado las inquietudes al prisionero, nuestro lector debe recordarlo, era aquella gran cólera que había invadido a Jacob contra Gryphus a propósito del bulbo aplastado.
En aquel momento, esa rabia era tanto mayor por cuanto aunque Boxtel suponía que Cornelius tenía un segundo bulbo, no estaba muy seguro de ello.
Fue entonces cuando espió a Rosa y la siguió no solamente al jardín, sino también por los corredores.
Únicamente que; como esta vez la seguía por la noche y con los pies descalzos, ni fue visto ni oído.
Excepto aquella vez en que Rosa creyó haber visto pasar algo como una sombra por la escalera.
Pero ya era demasiado tarde, Boxtel había sabido, de la misma boca del prisionero, la existencia del segundo bulbo.
Engañado por la trampa de Rosa, que había simu­lado el acto de enterrarlo en la platabanda, y no dudan­do que esa pequeña comedia había sido ejecutada para forzarle a traicionarse, redobló las precauciones y puso en juego todas las artimañas de su mente para continuar espiando a los otros sin ser espiado él mismo.
Vio a Rosa transportar una gran vasija de mayólica de la cocina de su padre a la habitación que ella ocupaba.
Vio a Rosa lavarse, con mucha agua, sus bellas ma­nos llenas de la tierra que había amasado para preparar al tulipán el mejor lecho posible.
Finalmente alquiló, en un granero, una pequeña habitación justo enfrente de la ventana de Rosa; bastante alejada para que no se le pudiera reconocer a simple vista, pero bastante cerca para que con la ayuda de su telescopio pudiera seguir todo lo que ocurría en Loeve­stein en la habitación de la joven, como había seguido en Dordrecht todo lo que pasaba en el secador de Cor­nelius.
No hacía más de tres días que estaba instalado en su granero, cuando no le cupo ya ninguna duda.
Desde que se levantaba el sol por la mañana, la va­sija de mayólica estaba en la ventana y, semejante a esas encantadoras mujeres de Miéris y de Metzu, Rosa apa­recía en aquella ventana encuadrada por las primeras ramas verdeantes de la parra y la madreselva.
Rosa contemplaba la vasija de mayólica con una mirada que denunciaba a Boxtel el valor real del obje­to encerrado en ella.
Lo que encerraba la vasija era, pues, el segundo bulbo, es decir, la suprema esperanza del prisionero.
Cuando las noches amenazaban ser demasiado frías, Rosa entraba la vasija de mayólica.
Eso indicaba que Rosa seguía las instrucciones de Cornelius, que temía que el bulbo se helara.
Cuando el sol se hizo más cálido, Rosa entraba la vasija de mayólica desde las once de la mañana hasta las dos de la tarde.
Eso indicaba, asimismo, que Cornelius temía que la tierra se desecara.
Pero cuando la lanza de la flor salió de la tierra, Boxtel quedó completamente convencido: no tenía una altura mayor de tres centímetros cuando, gracias a su telescopio, no había lugar ya a la duda para el envidioso.
Cornelius poseía dos bulbos, y el segundo estaba confiado al amor y a los cuidados de Rosa.
Porque, pensándolo bien, el amor de los dos jóve­nes no había escapado a Boxtel.
Era, pues, a ese segundo bulbo al que había que hallar el medio de sustraer a los cuidados de Rosa y al amor de Cornelius.
Sólo que la cosa no era fácil.
Rosa vigilaba a su tulipán como una madre vigilaría a su hijo; mejor que esto, como una paloma empolla sus huevos.
Rosa no abandonaba la habitación en toda la jorna­da; y había más; cosa extraña, Rosa no abandonaba ya su habitación por la noche.
Durante siete días, Boxtel espió inútilmente a Rosa; Rosa no salía en absoluto de su habitación.
Esos fueron aquellos siete días de riña que hicieron a Cornelius tan desgraciado, al llevarse a la vez toda noticia de Rosa y de su tulipán.
¿Iba a estar Rosa eternamente enojada con Corne­lius? Esto hubiera hecho el robo muchísimo más difícil de lo que había creído al principio Mynheer Isaac.
Decimos robo, porque Isaac estaba completamen­te decidido en su proyecto de robar el tulipán; y como éste crecía en el más profundo misterio, como los dos jóvenes ocultaban su existencia a todo el mundo, le creerían antes a él, tulipanero reconocido, que a una joven extraña a todos los detalles de la horticultura o que a un prisionero condenado por un crimen de alta traición, guardado, sobrevigilado, espiado, y que mal reclamaría desde el fondo de su calabozo. Por otra parte, como sería poseedor del tulipán y como en el caso de muebles y otros objetos transportables, la posesión da fe de la propiedad, él obtendría ciertamente el premio y sería realmente coronado en lugar de Cor­nelius, y el tulipán, en vez de llamarse Tulipa nigra Barloensis, se llamaría Tulipa nigra Boxtellensis o Box­tellea.
Mynheer Isaac no estaba todavía decidido sobre cuál de esos nombres daría al tulipán negro; pero como ambos significaban la misma cosa, no era éste el punto más importante.
El punto más importante era robar el tulipán.
Mas, para que Boxtel pudiera apoderarse del tuli­pán, era preciso que Rosa saliera de su habitación.
Así pues, fue con verdadera alegría que Jacob o Isaac, según se prefiera, vio reemprenderse las citas acostumbradas de la noche.
Comenzó por aprovechar la ausencia de Rosa para estudiar su puerta.
La puerta cerraba bien y a doble vuelta, por medio de una cerradura simple, pero de la que únicamente Rosa poseía la llave.
Boxtel tuvo la idea de robar la llave a Rosa, pero además de que no era cosa fácil registrar el bolsillo de la joven, al apercibirse Rosa de que había perdido su llave haría cambiar la cerradura, y no saldría de su ha­bitación hasta que la cerradura fuera cambiada, y Box­tel habría cometido un crimen inútil.
Era preferible, pues, emplear otro medio.
Boxtel reunió todas las llaves que pudo hallar, y mientras Rosa y Cornelius pasaban en el postigo una de sus horas afortunadas, las probó todas.
Dos entraron en la cerradura, una de las dos dio la primera vuelta y se detuvo en la segunda.
No había más que retocar muy poca cosa a esta llave.
Boxtel la impregnó con una ligera capa de cera y repitió la experiencia.
El obstáculo que la llave había encontrado en la se­gunda vuelta había dejado su huella sobre la cera.
Boxtel no tuvo más que seguir esta huella con el mordiente de una lima de hoja estrecha como la de un cuchillo.
Con otras dos horas de trabajo, Boxtel consiguió su llave a la perfección.
La puerta de Rosa se abrió sin ruidos, sin esfuerzo, y Boxtel se halló en la habitación de la joven, a solas con el tulipán.
La primera acción condenable de Boxtel había con­sistido en pasar por encima de un muro, para desenterrar el tulipán; la segunda había sido penetrar en el secadero de Cornelius, por una ventana abierta; la tercera, intro­ducirse en la habitación de Rosa con una falsa llave.
Como se ve, la envidia hacía avanzar a Boxtel a grandes pasos en la abyecta y desenfrenada carrera del crimen.
Boxtel se halló, pues, a solas con el tulipán.
Un ladrón ordinario hubiera agarrado la vasija bajo su brazo y se la habría llevado.
Pero Boxtel no era un ladrón ordinario y reflexionó.
Reflexionó, contemplando el tulipán con la ayuda de su farol, diciéndose que no estaba todavía bastante avanzado para tener la certeza de que florecería negro aunque las apariencias ofrecían todas las probabilidades.
Reflexionó que si no florecía negro, o que si flore­cía con una mancha cualquiera, habría realizado un robo inútil.
Reflexionó que la noticia de este robo se expandiría, que se le supondría el ladrón después de lo que había pasado en el jardín, qué se realizarían investigaciones y que, por bien que ocultara el tulipán, sería posible ha­llarlo.
Reflexionó que, aunque ocultara el tulipán de forma que no fuera encontrado, podría, con todos los trans­portes que estaría obligado a sufrir, sucederle alguna desgracia.
Reflexionó finalmente que era preferible, puesto que tenía una llave de la habitación de Rosa y podía penetrar en ella cuando quisiera, esperar a la floración, cogerlo una hora antes de que se abriera, o una hora después de que se hubiera abierto, y partir en el mismo instante sin pérdida de tiempo para Haarlem, donde, antes incluso de que fuera reclamado, el tulipán estaría delante de los jueces.
Entonces sería a éste o a aquélla que reclamara a quien Boxtel acusaría de robo.
Era un plan bien pensado y digno en todo punto del que lo concebía.
Así pues, todas las noches durante aquella hora que los jóvenes pasaban en el postigo de la celda, Boxtel entraba en la habitación de la muchacha, no para violar el santuario de la virginidad, sino para seguir los progre­sos que realizaba el tulipán negro en su floración.
La noche a la que hemos llegado, iba a entrar como las otras noches; pero, como hemos dicho, los jóvenes no habían intercambiado más que unas palabras, y Cor­nelius había enviado de nuevo a Rosa para vigilar el tulipán.
Viendo a Rosa penetrar en su habitación, diez mi­nutos después de haber salido, Boxtel comprendió que el tulipán había florecido o iba a florecer.
Era entonces durante esta noche cuando la gran partida iba a jugarse; así pues, Boxtel se presentó ante Gryphus con una provisión de ginebra doble que de costumbre.
Es decir, con una botella en cada bolsillo.
Una vez Gryphus bebido, Boxtel quedaba dueño de la fortaleza o poco más.
A las once, Gryphus estaba completamente borra­cho. A las dos de la madrugada, Boxtel vio salir a Rosa de su habitación, pero sosteniendo visiblemente en sus brazos un objeto que llevaba con precaución.
Este objeto era sin duda alguna el tulipán negro que acababa de florecer.
Pero ¿qué iba a hacer?
¿Iba a partir en aquel mismo instante para Haarlem con él?
No era posible que una joven emprendiera sola, de noche, un viaje semejante.
¿Iba únicamente a enseñar el tulipán a Cornelius? Esto era probable.
Siguió a Rosa con los pies descalzos y de puntillas.
La vio acercarse al postigo.
La oyó llamar a Cornelius.
Al resplandor del farol, vio el tulipán abierto, negro como la oscuridad en la que se ocultaba.
Oyó todo el proyecto planeado entre Cornelius y Rosa para enviar un mensajero a Haarlem.
Vio juntarse los labios de los dos jóvenes y luego oyó a Cornelius despedir a Rosa.
Vio a Rosa apagar el farol y desandar el camino de su habitación.
La vio entrar en su habitación.
Luego la vio, diez minutos después, salir de la habi­tación y cerrar con cuidado la puerta con doble vuelta de llave.
Ya que cerraba aquella puerta con tanto cuidado, es que detrás de la misma encerraba al tulipán negro.
Boxtel, que veía todo aquello oculto en el rellano del piso superior a la habitación de Rosa, descendió un es­calón de su piso, cuando Rosa descendía un escalón del suyo.
De suerte que, cuando Rosa tocaba el último tramo de la escalera, con su pie ligero, Boxtel, con una mano más ligera todavía, tocaba la cerradura de la habitación de Rosa con su mano.
Y en aquella mano, como puede comprenderse, es­taba la llave falsa que abría la puerta de Rosa ni más ni menos fácilmente que la verdadera.
Por eso es por lo que hemos dicho al comienzo de este capítulo que los pobres jóvenes tenían mucha ne­cesidad de ser amparados por la protección del Señor.



XXIV
En El Que El Tulipán Negro
Cambia De Dueño


Cornelius se había quedado en el sitio donde lo había dejado Rosa, buscando casi inútilmente en él la fuerza para soportar la doble carga de su felicidad.
Transcurrió media hora.
Los primeros rayos de sol entraban ya, azulinos y frescos, a través de los barrotes de la ventana, en la cel­da de Cornelius, cuando éste se sobresaltó de repente ante unos pasos que subían por la escalera y por unos gritos que se acercaban a él.
Casi en el mismo instante, su rostro se halló frente al pálido y descompuesto rostro de Rosa.
Retrocedió, palideciendo él mismo de estupor y es­panto.
‑¡Cornelius! ¡Cornelius! ‑exclamó aquélla ja­deante.
‑¿Qué ocurre, Dios mío? ‑preguntó el prisio­nero.
‑Cornelius! El tulipán...
‑¿Y bien?
‑¿Cómo deciros esto?
‑Hablad, hablad, Rosa.
‑¡Nos lo han cogido, nos lo han robado!
‑¡Nos lo han cogido, nos lo han robado! ‑repitió Cornelius.
‑Sí ‑afirmó Rosa apoyándose contra la puerta para no caer‑. Sí, cogido, robado.
Y, muy a su pesar, las piernas le fallaron, se deslizó y cayó de rodillas.
‑Pero ¿cómo ha ocurrido? ‑preguntó Corne­lius‑. Decidme, explicadme.
‑¡Oh! No ha sido por mi culpa, amigo mío.
Pobre Rosa; no se atrevía a decir «mi bienamado».
‑¡Lo habéis dejado solo! ‑la acusó Cornelius con un acento lamentable.
‑Un solo instante, para ir a prevenir al mensajero que vive apenas a cincuenta pasos de aquí, a orillas del Waal.
‑Y durante ese tiempo, a pesar de mis recomenda­ciones, habéis dejado la llave en la puerta, ¡desventurada!
‑No, no, no, y eso es lo raro. No he abandonado la llave ni un instante; la he tenido constantemente en la mano, apretándola como si tuviera miedo de que se me escapara.
‑Pero, entonces, ¿cómo ha ocurrido?
‑¿Lo sé yo, acaso? Había dado la carta al mensa­jero; el mensajero había partido delante de mí. Regreso, la puerta estaba cerrada, cada cosa se hallaba en su lu­gar en mi habitación, excepto el tulipán que había de­saparecido. Es preciso que alguien se haya procurado una llave de mi habitación, o se haya hecho hacer una falsa.
Se ahogaba, las lágrimas cortándole la palabra.
Cornelius, inmóvil, los rasgos alterados, escuchaba casi sin comprender, murmurando solamente:
‑¡Robado, robado, robado! Estoy perdido,
‑¡Oh, señor Cornelius! ¡Perdón! ¡Perdón! ‑grita­ba Rosa‑. Yo me moriré.
Ante esta amenaza de Rosa, Cornelius agarró las rejas del postigo, en un vano intento de sacudirlas con furor.
‑Rosa ‑exclamó‑, nos han robado, es verdad, pero ¿es preciso dejarnos abatir por eso? No, la desgra­cia es grande, pero tal vez reparable, Rosa; conocemos al ladrón.
‑¡Ay! ¿Cómo queréis que os lo diga positivamente?
‑¡Oh! Os lo digo yo, es ese infame de Jacob. ¿Le dejaremos llevar a Haarlem el fruto de nuestros traba­jos, el fruto de nuestras vigilias, el hijo de nuestro amor? Rosa, hay que perseguirlo, hay que alcanzarlo.
‑Pero ¿cómo hacer todo eso, amigo mío, sin des­cubrir a mi padre nuestro secreto? ¿Cómo, yo, una mujer tan poco libre, tan poco hábil, conseguiría ese fin, que tal vez vos mismo no alcanzaríais?
‑Rosa, Rosa, abridme esta puerta, y veréis si yo no lo alcanzo. Veréis si no descubro al ladrón, veréis si no le hago confesar su crimen. ¡Veréis si no le hago gri­tar perdón!
‑¡Ay! ‑exclamó Rosa estallando en sollozos‑. ¿Puedo acaso abriros? ¿Tengo yo las llaves? Si las tuvie­ra, ¿no estaríais libre desde hace tiempo?
‑Vuestro padre las tiene, vuestro infame padre, el verdugo que ha aplastado ya el primer bulbo de mi tu­lipán. ¡Oh, el miserable, el miserable! Es cómplice de Jacob.
‑Más bajo, más bajo, en nombre del cielo. ¡Os van a oír!
‑¡Oh! Si no me abrís, Rosa ‑gritó Cornelius en el paroxismo de la rabia‑, hundo esta reja y mato a todo el que halle en la prisión.
‑¡Amigo mío, por piedad...!
‑Os lo aviso, Rosa, voy a demoler el calabozo pie­dra a piedra.
Y el infortunado, con sus dos manos, a las que la cólera duplicaba las fuerzas, sacudía la puerta con gran ruido, sin cuidarse del estrépito de su voz que iba a retumbar en el fondo de la espiral sonora de la esca­lera.
Rosa, espantada, trataba inútilmente de calmar esta furiosa tempestad.
‑Os digo que mataré al infame de Gryphus ‑au­llaba Van Baerle‑. Os digo que verteré su sangre como él ha vertido la de mi tulipán negro.
El desgraciado empezaba a volverse loco.
‑Pues bien, sí ‑dijo Rosa anhelante‑. Sí, sí, pero calmaos. Sí, le cogeré las llaves, os abriré, sí, pero cal­maos, mi Cornelius...
No había acabado, cuando un alarido lanzado de­lante de ella interrumpió su frase.
‑¡Mi padre! ‑exclamó Rosa:
‑¡Gryphus! ‑rugió Van Baerle‑. ¡Ah! ¡Bandido!
El viejo Gryphus, con todos esos gritos, había subi­do sin que le hubiesen oído.
Agarró rudamente a su hija por una muñeca.
‑¡Ah! Cogeréis mis llaves ‑dijo con voz ahogada por la cólera‑. ¡Ah! ¡Este infame! ¡Este monstruo! Este conspirador para la horca es vuestro Cornelius. Así que se mantienen convivencias con los prisioneros de Esta­do. Está bien.
Rosa le golpeó con sus dos manos con desespera­ción.
‑¡Oh! ‑continuó Gryphus, pasando del acento febril de la cólera a la fría ironía del vencedor‑. ¡El inocente señor tulipanero! ¡El dulce señor sabio! ¡Vos me mataréis! ¡Os beberéis mi sangre! ¡Muy bien! Y todo esto con la complicidad de mi hija. ¡Jesús! ¡Pero entonces me hallo en un antro de bandoleros, estoy en una caverna de ladrones! ¡Ah! El señor gobernador lo sabrá todo esta mañana, y Su Alteza el estatúder lo sa­brá todo mañana. Conocemos la ley. Todo el que se rebelara en prisión, artículo sexto. Vamos a daros una segunda edición de la Buytenhoff, señor sabio, y ésta será una buena edición. Sí, sí, roeros los puños como un oso en la jaula, y tú, hermosa, cómete con los ojos a tu Cornelius. Os advierto, corderos míos, que ya no ten­dréis posibilidad de conspirar juntos. Así se desciende, hija desnaturalizada. Y vos, señor sabio, hasta la vista; estad tranquilo, ¡hasta la vista!
Rosa, loca de terror y desesperación, envió un beso a su amigo; luego, sin duda iluminada por un pensa­miento repentino, se lanzó por la escalera diciendo:
‑No está perdido todo todavía, contad conmigo, mi Cornelius.
Su padre la siguió gritando.
En cuanto al pobre tulipanero, soltó poco a poco las rejas que retenían sus convulsos dedos; su cabeza se entonteció, sus ojos oscilaron en órbitas, y cayó pesa­damente sobre el piso de la celda murmurando:
‑¡Robado! ¡Me lo han robado!
Durante ese tiempo, Boxtel salía del castillo por la puerta que había abierto la misma Rosa. Boxtel, con el tulipán negro envuelto en un amplio manto, se había lanzado a una calesa que le esperaba en Gorcum, y de­saparecía, sin haber advertido al amigo Gryphus, como es de suponer, de su salida.
Y ahora que le sabemos subido a la calesa, le segui­remos, si el lector consiente en ello, hasta el término de su viaje.
Caminaba lentamente; no se hace correr impune­mente a un tulipán negro.
Pero Boxtel, temiendo no llegar bastante pronto, se hizo fabricar en Delft una caja guarnecida en todo su alrededor con musgo fresco, en la cual encajó su tulipán; la flor se hallaba allí tan muellemente reclinada por to­dos los lados, con aire por encima, que la calesa pudo emprender el galope sin perjuicio.
Llegó al día siguiente por la mañana a Haarlem can­sado pero triunfante, cambió su tulipán de vasija, con el fin de hacer desaparecer toda señal de robo, rompió la vasija de mayólica cuyos trozos arrojó a un canal y es­cribió al presidente de la Sociedad Hortícola una carta en la que le anunciaba que acababa de llegar a Haarlem con un tulipán perfectamente negro, y se instaló en una buena hospedería con su flor intacta.
Y allí esperó.

XXV
El Presidente Van Systens


Rosa, al dejar a Cornelius, había tomado su deci­sión. Devolverle el tulipán que acababa de robarle Jacob o no volverle a ver más.
Había visto la desesperación del pobre prisionero, la doble e incurable desesperación.
En efecto, por un lado, ésta era una separación ine­vitable, al haber Gryphus sorprendido a la vez el secreto de sus amores y de sus citas.
Por el otro, era la ruina de todas las ambiciones de Cornelius van Baerle, y esas ambiciones las alimentaba desde hacía siete años.
Rosa era una de esas mujeres que se abaten por nada, pero que, llenas de fuerza contra una desgracia suprema, hallan en la misma desgracia la energía que puede combatirla, o el recurso que puede repararla.
La joven entró en su habitación, lanzó una última mirada, para comprobar que no se había equivocado, no fuese que el tulipán estuviese en algún rincón que hubie­ra escapado a sus miradas. Pero Rosa busco en vano; el tulipán seguía ausente; el tulipán había sido robado.
Rosa hizo un pequeño lío con las ropas que necesi­taba, cogió sus trescientos florines ahorrados, es decir, toda su fortuna, buscó bajo sus encajes donde había escondido el tercer bulbo, lo ocultó cuidadosamente en su pecho, cerró la puerta con doble vuelta para retardar al máximo el tiempo que se necesitaría para abrirla en el momento en que se conociera su fuga, bajó la escalera, salió de la prisión por la puerta que, una hora antes, había dado paso a Boxtel, se llegó a una casa de alqui­ler de caballos y pidió alquilar una calesa.
El alquilador de caballos sólo tenía una calesa, pre­cisamente la que Boxtel le había alquilado desde la vís­pera y en la cual corría por el camino de Delft.
Decimos por el camino de Delft, porque era preci­so dar un enorme rodeo para ir de Loevestein a Haar­lem; a vuelo de pájaro la distancia sólo hubiera sido la mitad.
Pero únicamente los pájaros pueden viajar volando en Holanda, el país más cortado por los ríos, arroyos, riachuelos, canales y lagos que haya en el mundo.
Por fuerza tuvo, pues, Rosa que alquilar un caballo, que le fue confiado fácilmente, porque el alquilador de caballos conocía a Rosa como a la hija del portero de la fortaleza.
Rosa tenía una esperanza, la de alcanzar a su men­sajero, bueno y bravo muchacho al que se llevaría con ella y que le serviría a la vez de guía y de sostén.
En efecto, no había recorrido una legua cuando lo percibió caminando a paso largo por una de las orillas bajas de una encantadora ruta que flanqueaba el río.
Puso su caballo al trote y se reunió con él.
El valiente muchacho ignoraba la importancia de su mensaje, y, sin embargo, marchaba a tan buen tren como si lo conociese. En menos de una hora había recorrido ya legua y media.
Rosa recobró la nota, ya inútil, y le expuso la nece­sidad que tenía de él. El barquero se puso a su disposi­ción, prometiendo ir tan de prisa como el caballo, con tal que Rosa le permitiera apoyar la mano bien sobre la grupa del animal, o sobre su cruz.
La joven le permitió que apoyara la mano donde quisiera, mientras no la retrasara.
Los dos viajeros llevaban cinco horas de camino y habían recorrido ya más de ocho leguas, cuando el pa­dre Gryphus todavía no se imaginaba que su hija hubie­se abandonado la fortaleza.
El carcelero, por otra parte un hombre muy malva­do en el fondo, gozaba con el placer de haber inspirado a su hija un terror tan profundo.
Pero mientras se felicitaba por tener una historia tan hermosa que contar a su compañero Jacob, éste se ha­llaba también en el camino de Delft.
Sólo que, gracias a su calesa, llevaba cuatro leguas de adelanto sobre Rosa y el barquero.
Mientras se figuraba a Rosa temblando o enojándo­se en su habitación, Rosa ganaba terreno.
Nadie, excepto el prisionero, se hallaba, pues, don­de Gryphus creía que cada uno estaba.
Rosa aparecía tan pocas veces delante de su padre desde que cuidaba del tulipán, que no fue hasta la hora de comer, es decir, al mediodía, cuando Gryphus se apercibió, a cuenta de su apetito, de que su hija estaba enfadada desde hacía ya mucho tiempo.
La hizo llamar por uno de sus portallaves; luego, como éste descendiera anunciando que la había buscado y llamado en vano, resolvió buscarla y llamarla él mismo.
Comenzó por dirigirse en derechura a la habitación de su hija; mas por mucho que golpeó en la puerta, Rosa no respondió.
Llamó al cerrajero de la fortaleza; el cerrajero abrió la puerta, pero Gryphus no encontró a Rosa, como Rosa no había encontrado el tulipán.
Rosa, en aquel momento, acababa de entrar en Rótterdam.
Lo cual fue motivo de que Gryphus no la hallara en la cocina, como no la había hallado en la habitación, ni en el jardín como en la cocina ni en parte alguna.
Juzguemos la cólera del carcelero cuando habiendo batido los alrededores, supo que su hija había alquilado un caballo y, como «Bradamante» o «Clorinda», había partido como una verdadera buscadora de aventuras, sin decir adónde iba.
Gryphus subió furioso a la celda de Van Baerle, al que injurió, amenazó, removiendo todo su pobre mo­biliario, prometiéndole el calabozo, prometiéndole el fondo de una mazmorra, prometiéndole hambre y azotes.
Cornelius, sin ni siquiera escuchar lo que decía el carcelero, se dejó maltratar, injuriar, amenazar, perma­neciendo triste, inmóvil, aniquilado, insensible a todas las emociones, muerto a todo temor.
Después de haber buscado a Rosa por todos lados, Gryphus buscó a Jacob, y como no le halló, al igual que había ocurrido con su hija, supuso desde aquel momen­to que Jacob se la había llevado.
Mientras tanto, la joven después de haber hecho un alto de dos horas en Rótterdam, se había puesto de nuevo en camino. Aquella misma noche se acostaba en Delft, y al día siguiente llegaba a Haarlem, cuatro horas después de que Boxtel hubiera hecho otro tanto.
Rosa se hizo conducir enseguida a casa del presiden­te de la Sociedad Hortícola, maese Van Systens.
Halló al digno ciudadano en una situación que no podríamos dejar de describir, sin faltar a todos nuestros deberes de pintor y de historiador.
El presidente redactaba un informe al comité de la Sociedad.
Este informe iba apareciendo sobre un gran papel y con la más bella escritura del presidente.
Rosa se hizo anunciar bajo su simple nombre de Rosa Gryphus, pero este nombre, por sonoro que fue­se, resultaba desconocido para el presidente, y Rosa fue rechazada. Es difícil forzar las consignas en Holanda, país de los diques y de las esclusas.
Pero Rosa no se desanimó; se había impuesto una misión y se había jurado a sí misma no dejarse abatir ni por las malas acogidas, ni por las brutalidades, ni por las injurias.
‑Anunciad al señor presidente ‑dijo‑ que vengo a hablarle del tulipán negro.
Estas palabras, no menos mágicas que el famoso «Sésamo, ábrete», de Las mil y una noches, le sirvieron de «pasaporte». Gracias a esas palabras, pudo penetrar hasta el despacho del presidente Van Systens, al que encontró galantemente en camino para venir a su en­cuentro.
Era un buen hombre, pequeño, de cuerpo delgado, representando con bastante exactitud el tallo de una flor de la que la cabeza formaba el cáliz, dos brazos indeter­minados y colgantes simulaban la doble hoja oblonga del tulipán y un cierto balanceo que le era habitual com­pletaba su parecido con esta flor cuando la misma se inclina bajo el soplo del viento.
Hemos dicho que se llamaba Van Systens.
‑Señorita ‑exclamó‑, ¿decís que venís de parte del tulipán negro?
Para el señor presidente de la Sociedad Hortícola, la Tulipa nigra era una potencia de primer orden, que podía muy bien, en su calidad de rey de los tulipanes, enviar embajadores.
‑Sí, señor ‑respondió Rosa‑. Por lo menos, ven­go a hablaros de él.
‑¿Se porta bien? ‑preguntó Van Systens con una sonrisa de tierna veneración.
‑¡Ay, señor! No lo sé ‑dijo Rosa.
‑¡Cómo! ¿Le ha sucedido alguna desgracia?
‑Una muy grande, sí, señor, pero no a ella, sino a mí.
‑¿Cuál?
‑Me lo han robado.
‑¿Os han robado el tulipán negro?
‑Sí, señor.
‑¿Sabéis quién?
‑¡Oh! Me lo imagino, pero no me atrevo todavía a acusarle.
‑Pero el asunto será fácil de verificar.
‑¿Cómo?
‑Pues porque el ladrón no debe de estar muy lejos.
‑¿Por qué no ha de estar muy lejos?
‑Pues porque he visto el tulipán no hace ni dos horas.
‑¿Habéis visto el tulipán negro? ‑exclamó Rosa precipitándose hacia Van Systens.
‑Como os veo a vos, señorita.
‑Pero ¿dónde?
‑En casa de vuestro amo, según creo.
‑¿En casa de mi amo?
‑Sí. ¿No estáis al servicio del señor Isaac Boxtel?
‑¿Yo?
‑Naturalmente, vos.
‑Mas ¿por quién me tomáis entonces, señor?
‑Mas ¿por quién me tomáis vos misma?
‑Señor, os tomo, espero, por quien sois, es decir, por el honorable señor Van Systens, burgomaestre de Haarlem y presidente de la Sociedad Hortícola.
‑¿Y venís a decirme... ?
‑Vengo a deciros, señor, que me han robado mi tulipán.
‑Vuestro tulipán es, entonces, el del señor Boxtel. Entonces, os explicáis mal hija mía; no es a vos, ¡sino al señor Boxtel a quien han robado el tulipán!
‑Yo os repito, señor, que no sé quién es ese señor Boxtel y que ésta es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre.
‑Vos no sabéis quién es el señor Boxtel, y tenéis también un tulipán negro.
‑Pero ¿es que hay otro? ‑preguntó Rosa, tem­blando.
‑El del señor Boxtel, sí.
‑¿Cómo es?
‑Negro, pardiez.
‑¿Sin mancha?
‑Sin una sola mancha, sin el menor punto.
‑¿Y vos tenéis ese tulipán? ¿Está depositado aquí?
‑No, pero será depositado, porque debo exhibir­lo al comité antes de otorgar el premio de cien mil flo­rines.
‑Señor ‑exclamó Rosa‑, ese Boxtel, ese Isaac Boxtel que se dice propietario del tulipán negro...
‑Y que lo es en efecto...
‑Señor, ¿no es un hombre delgado?
‑Sí.
‑¿Calvo?
‑Sí.
‑¿Con la mirada huraña?
‑Creo que sí.
‑¿Inquieto, encorvado, con las piernas torcidas?
‑En verdad, describís el retrato, trazo por trazo, del señor Boxtel.
‑Señor, ¿el tulipán está en una vasija de mayólica azul y blanca, de flores amarillas que representan un canastillo en tres caras de la vasija?
‑¡Ah! En cuanto a eso estoy menos seguro; me he fijado más en el hombre que en la vasija.
‑Señor, ése es mi tulipán, el que me han robado; señor, es bien mío; señor, vengo a reclamarlo aquí de­lante de vos; a vos.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Van Systens mirando a Rosa‑. ¿Qué? ¿Venís a reclamar aquí el tulipán del señor Boxtel? ¡Voto a Dios! Sois una atrevida comadre.
‑Señor ‑suplicó Rosa un poco turbada por este apóstrofe‑, yo no digo que vengo a reclamar el tulipán negro del señor Boxtel, digo que vengo a reclamar el mío.
‑¿El vuestro?
‑Sí; el que yo he plantado, el que he criado yo misma.
‑¡Pues bien! Id a buscar al señor Boxtel a la hos­pedería del Cisne Blanco, y entendeos con él. En cuanto a mí, como el proceso me parece tan difícil de juzgar como el que llevaron ante el rey Salomón, y no tengo la pretensión de poseer su sabiduría, me contentaré con redactar mi informe, con constatar la existencia del tu­lipán negro y con conceder los cien mil florines a su descubridor. Adiós, hija mía.
‑¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ‑insistió Rosa.
‑Sólo que, hija mía ‑continuó Van Systens‑, como sois bonita, como sois joven, como no estáis to­davía pervertida, recibid mi consejo: Sed prudente en este asunto, porque nosotros tenemos un tribunal y una prisión en Haarlem; además, somos extremadamente puntillosos con el honor de los tulipanes. Id, hija mía, id. Isaac Boxtel, hospedería del Cisne Blanco.
Y poco después, Van Systens, volviendo a coger su bella pluma, continuó su interrumpido informe.

XXVI
Un Miembro De La
Sociedad Hortícola


Desatinada, Rosa, casi loca de alegría y de temor ante la idea de que había hallado el tulipán negro, tomó el camino de la hospedería del Cisne Blanco, seguida siempre por su barquero, robusto muchacho de Frisia, capaz de enfrentarse por sí solo a diez Boxtels.
Durante el camino, el barquero había sido puesto al corriente, y no retrocedería ante la lucha, en el supues­to de que la lucha se empeñara; sólo que, llegado ese caso, tenía la orden de ocuparse del tulipán.
Pero al llegar a la Grote‑Markt, Rosa se detuvo de repente; un pensamiento súbito acababa de sobrecoger­la, al igual que a aquella Minerva de Homero, que aga­rraba a Aquiles por los cabellos en el momento en que la cólera iba a llevárselo.
«¡Dios mío! ‑murmuró‑. ¡He cometido una fal­ta enorme, tal vez haya perdido a Cornelius, al tulipán y a mí misma! He dado la alarma, he despertado sospe­chas. Yo no soy más que una mujer, esos hombres pue­den coaligarse contra mí, y entonces estoy perdida. ¡Oh! ¡Que yo me pierda, no sería nada, pero Cornelius, el tulipán...!»
Meditó un momento.
«Si voy a casa de ese Boxtel y no le conozco, si ese Boxtel no es Jacob, si es otro aficionado que también ha descubierto el tulipán negro, o bien, si mi tulipán ha sido robado por persona de la que sospecho, o ha pasa­do ya a otras manos, si no reconozco al hombre sino solamente a mi tulipán, ¿cómo probar que la flor es mía?
«Por otro lado, si reconozco a ese Boxtel como el falso Jacob, ¿quién sabe lo que sucederá? Mientras am­bos discutimos, ¡el tulipán negro morirá! ¡Oh! ¡Inspi­radme, Virgen santa! Se trata del porvenir de mi vida, se trata de un pobre prisionero que tal vez expire en este momento.»
Hecho este ruego, Rosa esperó piadosamente la ins­piración que pedía al Cielo.
Mientras tanto, un gran alboroto reinaba en el extre­mo de la Grote‑Markt. La gente corría, las puertas se abrían; solamente Rosa permanecía insensible a todo aquel movimiento de la población.
‑Es preciso ‑murmuró‑ regresar a la casa del presidente.
‑Regresemos ‑aprobó el barquero.
Tomaron la pequeña calle de la Paille que conducía directamente a la morada de Van Systens, el cual, con su más bella escritura y con su mejor pluma, continuaba trabajando en su informe.
Por todas partes, a su paso, Rosa no oía hablar más que del tulipán negro y del premio de cien mil florines: la noticia corría ya por la ciudad.
Rosa apenas tuvo trabajo para penetrar de nuevo en la casa de Van Systens, quien se sintió emocionado, como la primera vez, ante la mágica palabra del tulipán negro.
Pero cuando reconoció a Rosa, a la que considera­ba in mente como una loca, o peor que esto, le invadió la cólera y quiso despedirla.
Pero Rosa juntó las manos, y con ese acento de honrada verdad que penetra en los corazones, suplicó:
‑Señor, ¡en nombre del Cielo! No me rechacéis; escuchad, por el contrario, lo que voy a deciros, y si vos no podéis hacerme justicia, por lo menos no podréis reprocharos un día, frente a Dios, el haber sido cómpli­ce de una mala acción.
Van Systens pataleaba de impaciencia; aquella era la segunda vez que Rosa le molestaba en medio de una re­dacción en la cual ponía su doble amor propio de bur­gomaestre y de presidente de la Sociedad Hortícola.
‑¡Pero mi informe! ‑exclamó‑. ¡Mi informe so­bre el tulipán negro!
‑Señor ‑continuó Rosa con la firmeza de la ino­cencia y de la verdad‑, señor, vuestro informe sobre el tulipán negro descansará, si no me escucháis, sobre he­chos criminales o sobre hechos falsos. Os lo suplico, se­ñor, haced venir aquí, delante de vos y ante mí, a ese señor Boxtel, del que yo afirmo es Mynheer Jacob, y juro a Dios dejarle la propiedad de su tulipán si no reconoz­co ni al tulipán ni a su propietario.
‑¡Pardiez! La bella se anticipa ‑dijo Von Systens.
‑¿Qué queréis decir?
‑¿Os puedo preguntar qué probará esto cuando vos los hayáis reconocido?
‑Pero, en fin ‑dijo Rosa desesperada‑, vos sois un hombre honrado, señor. ¡Pues bien! No solamente vais a dar un premio a un hombre por una obra que no ha realizado, sino por una obra robada.
Tal vez el acento de Rosa produjo una cierta convic­ción en el corazón de Van Systens, e iba éste a responder más dulcemente a la pobre chica, cuando se dejó oír un gran tumulto en la calle, que parecía pura y simplemente ser un aumento del alboroto que Rosa ya había oído, sin concederle importancia, en la Grote‑Markt, y que no había podido despertarla de su ferviente plegaria.
Unas estrepitosas aclamaciones sacudieron la casa. Van Systens prestó atención a esas exclamaciones que para Rosa no habían sido más que un alboroto pri­meramente, y ahora no eran más que un ruido ordi­nario.
‑¿Qué es esto? ‑exclamó el burgomaestre‑. ¿Qué es esto? ¿Será posible lo que he oído? No puedo dar crédito a mis oídos.
Y se precipitó hacia su antecámara, sin preocupar­se más de Rosa, a la que dejó en su despacho.
Apenas llegado a su antecámara, Van Systens lanzó un gran grito al percibir el espectáculo de su escalera invadida hasta el vestíbulo.
Acompañado, o más bien seguido por la multitud, un hombre joven, vestido simplemente con un traje de terciopelo violeta bordado en plata, subía con noble len­titud los escalones de piedra, brillantes de blancura y de limpieza.
Detrás de él marchaban dos oficiales, uno de mari­na y otro de caballería.
Van Systens, abriéndose paso en medio de sus cria­dos asustados, vino a inclinarse, a prosternarse casi de­lante del recién llegado que causaba todo aquel albo­roto.
‑¡Monseñor! ‑exclamó‑. Monseñor, Vuestra Alteza en mi casa. Glorioso honor para siempre para mi humilde mansión.
‑Querido señor Van Systens ‑dijo Guillermo de Orange con una serenidad que, en él, reemplazaba a la sonrisa‑, yo soy un verdadero holandés, me gusta el agua, la cerveza y las flores, a voces incluso ese que­so que tanto estiman los franceses; entre las flores, la que yo prefiero son, naturalmente, los tulipanes, la que yo prefiero es, naturalmente, el tulipán. He oído decir en Leiden que la ciudad de Haarlem poseía, por fin, el tulipán negro y, después de haberme asegurado que la noticia era verdadera, aunque increíble, vengo a pedir confirmación al presidente de la Socie­dad Hortícola.
‑¡Oh! Monseñor, monseñor ‑contestó Van Sys­tens arrebatado‑, qué gloria para la Sociedad si sus tra­bajos agradan a Vuestra Alteza.
‑¿Tenéis la flor aquí? ‑preguntó el príncipe, que sin duda se arrepentía ya de haber hablado tanto.
‑Por desgracia, no, monseñor, no la tengo aquí.
‑¿Y dónde está?
‑En casa de su propietario.
‑¿Quién es ese propietario?
‑Un valiente tulipanero de Dordrecht.
‑¿De Dordrecht?
‑Sí.
‑¿Y se llama...?
‑Boxtel.
‑¿Se aloja...?
‑En el Cisne Blanco, voy a llamarlo, y si, mientras tanto, Vuestra Alteza me hace el honor de entrar en el salón, él se apresurará, sabiendo que monseñor está aquí, a traer el tulipán a monseñor.
‑Está bien, llamadlo.
‑Sí, Vuestra Alteza, sólo que...
‑¿Qué?
‑¡Oh! Nada importante, monseñor.
‑Todo es importante en este mundo, señor Van Systens.
‑¡Pues bien, monseñor! Se ha presentado una difi­cultad.
‑¿Cuál?
‑Ese tulipán está ya reivindicado por los usurpado­res. Es verdad que vale cien mil florines.
‑¿De veras?
‑Sí, monseñor, por los usurpadores, por los fal­sarios.
‑Eso es un crimen, señor Van Systens.
‑Sí, Vuestra Alteza.
‑¿Y vos tenéis las pruebas de ese crimen?
‑No, monseñor, la culpable...
‑¿La culpable, señor...?
‑Quiero decir la que reclama el tulipán, monseñor, está ahí, en la habitación de al lado.
‑¡Aquí! ¿Qué pensáis de ello, señor Van Systens?
‑Pienso, monseñor, que el cebo de los cien mil flo­rines la habrá tentado.
‑¿Y ella reclama el tulipán?
‑Sí, monseñor.
‑¿Y qué ha presentado por su parte como prueba?
‑Iba a interrogarla cuando Vuestra Alteza se pre­sentó.
‑Escuchémosla, señor Van Systens, escuchémosla; soy el primer magistrado del país, oiré la causa y haré justicia.
«Ya he encontrado a mi rey Salomón» ‑se dijo Van Systens inclinándose y mostrando el camino al príncipe.
Éste iba a pasar por delante de su interlocutor cuan­do se detuvo de repente.
‑Pasad vos delante ‑dijo‑ y llamadme «señor».
Entraron en el gabinete.
Rosa seguía en el mismo sitio, apoyada en la venta­na y mirando a través de los cristales hacia el jardín.
‑¡Ah! ¡Ah! Una frisona ‑murmuró el príncipe al percibir el casco de oro y las faldas rojas de la hermosa Rosa.
Ésta se volvió, pero apenas pudo ver al príncipe, que se sentó en el ángulo más oscuro del apartamento.
Toda su atención, como se comprende, era para ese importante personaje que se llamaba Van Systens, y no para aquel humilde extraño que seguía al amo de la casa, y que probablemente no recibiría el tratamiento de señor.
El humilde extraño cogió un libro de la biblioteca e hizo señas a Van Systens para que comenzara el interro­gatorio.
Van Systens, siempre por invitación del joven del traje violeta, se sentó a su vez, y completamente feliz y orgulloso por la importancia que le habían concedido, empezó:
‑Hija mía, ¿me prometéis la verdad, toda la verdad sobre este tulipán?
‑Os la prometo.
‑¡Pues bien! Hablad sin miedo delante del señor; el señor es uno de los miembros de la Sociedad Hortícola.
‑Señor ‑empezó Rosa‑, ¿qué os diría que no os haya dicho ya?
‑¿Entonces...?
‑Volveré al ruego que os he dirigido.
‑¿Cuál...?
‑El de hacer venir aquí al señor Boxtel con su tu­lipán; si no lo reconozco como el mío, lo diré franca­mente; pero si lo reconozco, lo reclamaré. ¿Deberé ir ante Su Alteza, el mismo estatúder, con las pruebas en la mano?
‑¿Tenéis, entonces, pruebas, bella niña?
‑Dios, que conoce mi derecho, me las proveerá.
Van Systens cambió una mirada con el príncipe que, desde las primeras palabras de Rosa, parecía intentar recordar algo, como si no fuera la primera vez que aque­lla voz llegaba a sus oídos.
Un oficial partió para ir a buscar a Boxtel.
Van Systens continuó el interrogatorio.
‑¿Y sobre qué ‑dijo‑ basáis la aserción de que vos sois la propietaria del tulipán negro?
‑Pues sobre una cosa muy sencilla, ¿es que no soy yo quien lo ha plantado y cultivado en mi propia habi­tación?
-En vuestra habitación, y ¿dónde queda vuestra habitación?
‑En Loevestein.
‑¿Vos sois de Loevestein?
‑Soy la hija del carcelero de la fortaleza.
El príncipe hizo un pequeño gesto que quería decir:
«¡Ah! Eso es, ahora me acuerdo.»
Y mientras parecía leer, miró a Rosa con más aten­ción que antes.
‑¿Y vos amáis las flores? ‑continuó Van Systens.
‑Sí, señor.
‑Entonces ¿sois una técnica florista?
Rosa vaciló un instante, luego con un acento salido de lo más profundo de su corazón, preguntó:
‑Señores, ¿hablo a gentes de honor?
El acento era tan veraz, que Van Systens y el prín­cipe respondieron ambos al mismo tiempo con un mo­vimiento de cabeza afirmativo.
‑¡Pues bien, no! ¡Yo no soy una técnica florista, no! Yo no soy más que una pobre hija del pueblo, una pobre aldeana de Frisia que, no hace tres meses todavía, no sabía ni leer ni escribir. ¡No! El tulipán negro no ha sido hallado por mí.
‑¿Y por quién ha sido hallado?
‑Por un pobre prisionero de Loevestein.
‑¿Por un prisionero de Loevestein? ‑inquirió el príncipe.
Al sonido de esta voz, fue Rosa la que se sobresal­tó a su vez.
‑Por un prisionero de Estado, entonces ‑conti­nuó el príncipe‑, porque en Loevestein no hay más que prisioneros de Estado.
Y se puso a leer de nuevo, o por lo menos hizo como si se pusiera a leer.
‑Sí ‑murmuró Rosa temblando‑, sí, por un pri­sionero de Estado.
Van Systens palideció al oír pronunciar tamaña con­fesión delante de un testigo semejante.
‑Continuad ‑ordenó fríamente Guillermo al pre­sidente de la Sociedad Hortícola.
‑¡Oh, señor! ‑exclamó Rosa dirigiéndose a éste a quien creía su verdadero juez‑. Es que voy a acusarme muy seriamente.
‑En efecto ‑dijo Van Systens‑, los prisioneros de Estado deben permanecer en secreto en Loevestein.
‑¡Por desgracia, señor!
‑Y, después de lo que habéis dicho, parece que habéis aprovechado vuestra posición como hija del car­celero y os habéis comunicado con él para cultivar unas flores.
‑Sí, señor ‑murmuró Rosa desatinada‑. Sí, me veo forzada a confesarlo, le veía todos los días.
‑¡Desgraciada! ‑exclamó Van Systens.
El príncipe levantó la cabeza al observar el espanto de Rosa y la palidez del presidente.

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