lunes, 4 de febrero de 2013

51-60


Ella obedeció, impotente por voluntad propia, sumisa porque así lo deseaba. Notó que él miraba entre sus piernas, podía ver la bombacha negra, las medias, los muslos, podía imaginar el vello, el sexo.
-¡Ponte de pie!
Ella se levantó de la silla. A su cuerpo le costó mantener el equilibrio, y vio que estaba más embriagada de lo que imaginaba. -¡No me mires! ¡Baja la cabeza, respeta a tu dueño!
Antes de bajar la cabeza, un látigo fino fue retirado de la ma­leta y estalló en el aire, como si tuviese vida propia.
-Bebe. Mantén la cabeza baja, pero bebe. Bebió uno más, dos, tres vasos de vodka.
Ahora no era simplemente una obra de teatro, sino la realidad de la vida: no tenía control. Se sentía un objeto, un simple instru­mento, y por increíble que parezca, aquella sumisión le daba la sensación de completa libertad. Ya no era la maestra, la que ense­ña, la que consuela, la que escucha las confesiones, la que excita; era sólo la niña del interior de Brasil, ante el poder gigantesco del hombre.
-Quítate la ropa.
La orden fue seca, sin deseo, y, sin embargo, de lo más eróti­co. Manteniendo la cabeza baja en señal de reverencia, María de­sabotonó el vestido y dejó que resbalase hasta el suelo.
-No te estás portando bien, ¿lo sabías? De nuevo el látigo estalló en el aire.
-Hay que castigarte. Una niña de tu edad, ¿cómo te atreves a contrariarme? ¡Deberías estar de rodillas delante de mí!
María hizo ademán de arrodillarse, pero el látigo la interrumpió; por primera vez tocaba su carne, en las nalgas. Escocía, pero parecía no dejar marcas.
-No te dije que te arrodillases. ¿O sí?
-No.
El látigo tocó sus nalgas otra vez. -Di «No, mi señor».
Y un latigazo más. Más escozor. Por una fracción de segundo, ella pensó que podía parar todo aquello inmediatamente; o tam­bién podía escoger ir hasta el final, no por el dinero, sino por lo que él había dicho la primera vez, un ser humano sólo se conoce cuando va hasta sus límites.
Y aquello era nuevo; era la Aventura, podía decidir más tarde si le gustaría continuar, pero en aquel instante ella dejó de ser la chica que tiene tres objetivos en la vida, que ganaba dinero con su cuerpo, que había conocido a un hombre con una chimenea e his­torias interesantes que contar. Allí ella no era nadie, y al no ser nadie, era todo lo que soñaba.
-Quítate toda la ropa. Y anda de un lado para otro, para que yo pueda verte.
Una vez más obedeció, manteniendo la cabeza baja, sin decir una sola palabra. El hombre que la miraba estaba vestido, impasi­ble, no era la misma persona con la que había venido hablando des­de la discoteca, era un Ulises que venía de Londres, un Teseo que llegaba del cielo, un secuestrador que invadía la ciudad más segura del mundo y el corazón más cerrado de la tierra. Se quitó la bom­bacha, el sostén, se sintió indefensa y protegida al mismo tiempo. El látigo estalló de nuevo en el aire, esta vez sin tocar su cuerpo.
-¡Mantén la cabeza baja! Estás aquí para ser humillada, para ser sometida a todo lo que yo desee, ¿entiendes?
-Sí, señor.
Él agarró sus brazos y colocó el primer par de esposas en sus muñecas.
-Y vas a sufrir mucho. Hasta que aprendas a comportarte. Con la mano abierta, le dio una palmada en las nalgas. María gritó, esta vez le había dolido.
-Así que te quejas, ¿verdad? Pues vas a ver lo que es bueno. Antes de que ella pudiese reaccionar, una mordaza de cuero le estaba tapando la boca. No le impedía hablar, podía decir «ama­rillo» o «rojo», pero sentía que era su destino dejar que aquel hom­bre pudiese hacer con ella lo que quisiese, y no tenía forma de es­capar de allí. Estaba desnuda, amordazada, esposada, con vodka corriendo por sus venas en lugar de sangre.
Otra palmada en las nalgas. -¡Anda de un lado para otro!
María empezó a andar, obedeciendo las órdenes «para», «gira a la derecha», «siéntate», «abre las piernas». Alguna vez que otra, incluso sin motivo, se llevaba una palmada, y sentía el dolor, sentía la humillación, que era más poderosa y fuerte que el dolor, y se sen­tía en otro mundo, donde no había nada más, y eso era una sensa­ción casi religiosa, anularse por completo, servir, perder la idea del ego, de los deseos, de la propia voluntad. Estaba completamente mojada, excitada, sin comprender lo que sucedía.
-¡Ponte otra vez de rodillas!
Como mantenía siempre la cabeza baja, en señal de obedien­cia y humillación, María no podía ver exactamente lo que estaba pasando; pero notaba que, en otro universo, otro planeta, aquel hombre estaba agotado, cansado de hacer estallar el látigo y azo­tarle las nalgas con la palma de la mano abierta, mientras ella se sentía cada vez más llena de fuerza y energía. Ahora había perdi­do la vergüenza, y no se incomodaba por mostrar que le estaba gustando, empezó a gemir, le pidió que le tocase el sexo, pero él, en vez de eso, la agarró y la arrojó sobre la cama.
Con violencia, pero con una violencia que ella sabía que no le iba a causar ningún daño, abrió las piernas y ató cada una de ellas a un lado de la cama. Las manos esposadas a la espalda, las pier­nas abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le mandase?
-¿Te gustaría que te reventase toda?
Ella vio que él apoyaba el mango del látigo en su sexo. Lo fro­tó de arriba abajo y, en el momento en el que tocó su clítoris, ella perdió el control. No sabía cuánto tiempo hacía que estaban allí, no imaginaba cuántas veces había sido azotada, pero de repente vino el orgasmo, el orgasmo que decenas, centenas de hombres, en todos aquellos meses, jamás habían conseguido despertar. Una luz explotó, ella sentía que entraba en una especie de agujero ne­gro en su propia alma, donde el dolor intenso y el miedo se mez­claban con el placer total, aquello la empujaba más allá de todos los límites que había conocido; María gimió, gritó con la voz so­focada por la mordaza, se sacudió en la cama, sintiendo que las esposas le cortaban las muñecas y las tiras de cuero le destroza­ban los tobillos, se movió como nunca justamente porque no po­día moverse, gritó como jamás había gritado, porque tenía una mordaza en la boca y nadie podría oírla. Aquello era el dolor y el placer, el mango del látigo presionando el clítoris cada vez más fuerte, y el orgasmo saliendo por la boca, por el sexo, por los po­ros, por los ojos, por toda su piel.

Entró en una especie de trance, y poco a poco fue bajando, ba­jando, el látigo ya no estaba entre sus piernas, sólo el vello moja­do por el sudor abundante, y manos cariñosas que le retiraban las esposas y desataban las tiras de cuero de sus pies.
Ella permaneció allí acostada, confusa, incapaz de mirar al hombre porque estaba avergonzada de sí misma, de sus gritos, de su orgasmo. Él le acariciaba el pelo, y también jadeaba, pero el placer había sido exclusivamente suyo; él no había tenido ningún momento de éxtasis.
Su cuerpo desnudo abrazó a aquel hombre completamente vestido, exhausto de tantas órdenes, tantos gritos, tanto control de la situación. Ahora no sabía qué decir, cómo continuar, pero es­taba segura, protegida, porque él la había invitado a ir hasta una parte suya que no conocía, era su protector y su maestro. Empezó a llorar, y él pacientemente esperó a que terminase. -¿Qué has hecho conmigo? -decía entre lágrimas.
-Lo que querías que hiciese.
Ella lo miró y sintió que lo necesitaba desesperadamente. -Yo no te forcé, no te obligué, y no te oí decir: «amarillo»; mi único poder era el que tú me dabas. No había ningún tipo de obli­gación, de chantaje, era simplemente tu voluntad; aunque tú fue­ses la esclava y yo el señor, mi único poder era empujarte hacia tu propia libertad.
Esposas. Tiras de cuero en los pies. Mordaza. Humillación, que era más fuerte y más intensa que el dolor. Aun así, él tenía razón, la sensación era de total libertad. María estaba repleta de energía, de vigor, y sorprendida al ver que el hombre que estaba a su lado estaba exhausto.
-¿Llegaste al orgasmo?
-No -dijo él-. El señor está para forzar al esclavo. El pla­cer del esclavo es la alegría del señor.
Nada de aquello tenía sentido, porque no es lo que cuentan las historias, no es así en la vida real. Pero aquél era un mundo de fantasía, ella estaba llena de luz, y él parecía opaco, agotado. -Puedes irte cuando quieras -dijo Terence. -No quiero irme, quiero entender.
-No hay nada que entender.
Ella se levantó, con la belleza y la intensidad de su desnudez, y sirvió dos copas de vino. Encendió dos cigarrillos y le dio uno, los papeles se habían invertido, era la señora la que servía al es­clavo, recompensándolo por el placer que le había dado.
-Ahora me vestiré y me marcharé. Pero me gustaría hablar un rato antes.
-No hay nada de que hablar. Eso era lo que yo quería, y has estado maravillosa. Estoy cansado, mañana tengo que volver a Londres.
Él se acostó y cerró los ojos. María no sabía si fingía dormir, pero eso no le importaba; fumó el cigarrillo con placer, bebió len­tamente su copa de vino con la cara pegada al cristal, mirando el lago y deseando que alguien, en la otra orilla, la viese así, desnu­da, plena, satisfecha, segura.
Se vistió, salió sin decir adiós, y sin importarle si él le abría o no la puerta, porque no tenía la certeza de querer volver.

Terence oyó que la puerta se cerraba, esperó para ver si ella no volvía diciendo que había olvidado algo, y después de algunos mi­nutos se levantó y encendió otro cigarrillo.
La chica tenía estilo, pensó. Había sabido aguantar el látigo, aun­que eso fuese lo más común, lo más antiguo, y el menor de todos los suplicios. Por un momento, recordó la primera vez que había expe­rimentado esta misteriosa relación entre dos seres que desean acer­carse, pero sólo lo consiguen infligiendo sufrimiento a los demás. Allí fuera, millones de parejas practicaban sin darse cuenta, to­dos los días, el arte del sadomasoquismo. Iban al trabajo, volvían, se quejaban de todo, agredían o eran agredidos por la mujer, se sentían miserables, pero profundamente ligados a la propia infe­licidad, sin saber que bastaba un gesto, un «hasta nunca más», pa­ra liberarse de la opresión. Terence lo había experimentado con su primera esposa, una famosa cantante inglesa; vivía torturado por los celos, haciendo escenas, pasando días bajo los efectos de calmantes, y noches embriagado de alcohol. Ella lo amaba, no en­tendía por qué se comportaba así; él la amaba, y tampoco enten­día su propio comportamiento. Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria, fundamental para la vida.
Una vez, un músico, que él consideraba muy extraño porque parecía demasiado normal en aquel medio de gente exótica, olvi­dó un libro en el estudio. La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch. Terence se puso a hojearlo y, a medida que leía, se comprendía mejor a sí mismo:

La hermosa mujer se desnudó y tomó un largo látigo, con un pequeño mango, que ató a la muñeca. «Me lo has pedido -dijo ella-. Entonces voy a azotarte.» «Hazlo -susurró su amante-. Te lo imploro. »

Su mujer estaba del otro lado del cristal del estudio, ensayan­do. Había pedido que desconectasen el micrófono que permitía a los técnicos escucharlo todo, y había sido obedecida. Terence pen­saba que tal vez estuviese concertando una cita con el pianista, y se dio cuenta: ella lo llevaba a la locura, pero parecía que ya se había acostumbrado a sufrir, y no podía vivir sin aquello.
«Voy a azotarte», decía la mujer desnuda, en la novela que te­nía en las manos. «Hazlo, te lo imploro.»
Él era atractivo, tenía poder en la compañía, ¿por qué tenía que llevar esa vida que llevaba?
Porque le gustaba. Merecía sufrir mucho, ya que la vida había sido muy buena con él, y no era digno de todas aquellas bendicio­nes: dinero, respeto, fama. Creía que su carrera lo estaba llevan­do a un punto en el que empezaría a depender del éxito, y aque­llo lo asustaba, porque ya había visto a mucha gente despeñarse desde las alturas.
Leyó el libro. Leyó todo lo que caía en sus manos sobre la misteriosa unión entre dolor y placer. Su mujer descubrió los vi­deos que alquilaba, los libros que escondía, le preguntó qué era aquello, si estaba enfermo. Terence respondió que no, que era una investigación para el look de un nuevo trabajo que ella debía ha­cer. Y sugirió, como quien no quiere la cosa: «Tal vez debería­mos probar».
Probaron. Al principio con mucha timidez, guiándose sólo por los manuales que encontraban en tiendas pornográficas. Poco a poco fueron desarrollando nuevas técnicas, yendo hasta el lími­te, corriendo riesgos, pero sintiendo que su matrimonio era cada vez más sólido. Eran cómplices de algo escondido, prohibido, condenado.
La experiencia de ambos se convirtió en arte: diseñaron trajes nuevos, cuero y tachuelas de metal. Ella entraba en escena con un látigo, ligas, botas y llevaba al público al delirio. El nuevo disco llegó al primer lugar de las listas de éxito de Inglaterra, y desde allí siguió una carrera victoriosa en toda Europa. Terence se sorpren­día de cómo la juventud aceptaba sus delirios personales con tan­ta naturalidad, y su única explicación era que de esa manera la violencia contenida podía manifestarse de forma intensa, pero ino­fensiva.
El látigo pasó a ser el símbolo del grupo, lo reprodujeron en camisetas, tatuajes, pegatinas, postales. La formación intelectual de Terence lo hizo buscar el origen de todo aquello, de modo que pudiese entenderse mejor a sí mismo.

No eran, como le había dicho a la prostituta en su cita, los pe­nitentes que intentaban apartar a la Peste Negra. Desde la noche de los tiempos, el hombre había entendido que el sufrimiento, una vez encarado sin temor, era su pasaporte hacia la libertad.
Egipto, Roma y Persia ya tenían la noción de que, si un hom­bre se sacrifica, salva al país y su mundo. En China, cuando había una catástrofe natural, el emperador era castigado, por ser él el re­presentante de la divinidad en la Tierra. Los mejores guerreros de Esparta, en la Antigua Grecia, eran azotados una vez al año, des­de la mañana hasta la noche, en homenaje a la diosa Diana, mien­tras la multitud gritaba palabras incentivándolos, pidiéndoles que aguantasen el dolor con dignidad, pues los prepararía para el mun­do de las guerras. Al final del día, los sacerdotes examinaban las heridas dejadas en la espalda de los guerreros, y a través de ellas predecían el futuro de la ciudad.
Los padres del desierto, en una antigua comunidad cristiana del siglo iv que se reunía en un monasterio de Alejandría, usa­ban la flagelación como medio de apartar a los demonios, o de demostrar la inutilidad del cuerpo durante la búsqueda espiritual. La historia de los santos estaba llena de ejemplos: Santa Rosa corría por el jardín, mientras las espinas herían su carne, Santo Domingo Loricatus se azotaba regularmente todas las noches an­tes de dormir, los mártires se entregaban voluntariamente a la lenta muerte en la cruz o en los dientes de animales salvajes. To­dos decían que el dolor, una vez superado, era capaz de llevar al éxtasis religioso.
Estudios recientes, no confirmados, indicaban que un cierto ti­po de hongo con propiedades alucinógenas se desarrollaba en las heridas, lo que causaba las visiones. El placer parecía ser tanto que la práctica en seguida salió de los conventos y empezó a difundir­se por el mundo.
En 1718, fue publicado el Tratado de autoflagelación, que en­señaba cómo descubrir el placer a través del dolor, pero sin cau­sar daño al cuerpo. Al final de ese siglo, había decenas de lugares en toda Europa donde las personas sufrían para llegar a la alegría. Hay documentos de reyes y princesas que se hacían flagelar por sus esclavos, hasta descubrir que el placer no sólo estaba en reci­bir, sino también en infligir dolor, aunque fuese más exhaustivo, y menos gratificante.
Mientras fumaba su cigarrillo, Terence experimentaba un cier­to placer al saber que la mayor parte de la humanidad jamás po­dría comprender lo que él pensaba.
Mejor así: pertenecer a un círculo cerrado, al que sólo los elegi­dos tenían acceso. Volvió a recordar cómo el tormento de estar ca­sado se transformó en la maravilla de estar casado. Su mujer sabía que visitaba Géneve con ese propósito, y no se enfadaba, al contra­rio, en este mundo enfermo, ella era feliz porque su marido conse­guía la recompensa que deseaba, después de una semana de arduo trabajo.
La chica que acababa de salir de la habitación lo había enten­dido todo. Sentía que su alma estaba cerca de la de ella, aunque todavía no estuviese preparado para enamorarse, porque amaba a su mujer. Pero le gustó pensar que era libre y que podía soñar con una nueva relación.
Sólo faltaba hacerle experimentar lo más difícil: transformar­la en la Venus de las pieles, en Dominatrix, en la Señora, capaz de humillar y de castigar sin piedad. Si pasaba la prueba, estaría pre­parado para abrir su corazón y dejarla entrar.

Del diario de María, aún embriagada por el vodka y el placer:

Cuando no tuve nada que perder, lo recibí todo. Cuando dejé de ser quien era, me encontré a mí misma. Cuando conocí la humillación y la sumisión total, fui libre. No sé si estoy enferma, si todo aquello fue un sueño, o si sucede sólo una vez. Sé que puedo vivir sin eso, pero me gustaría hacerlo de nuevo, repetir la expe­riencia, ir más lejos de lo que he ido.
Estaba algo asustada por el dolor, pero no era tan fuerte como la humillación; era sólo un pretexto. En el momento en el que tuve el primer orgasmo en muchos meses, a pesar de los muchos hombres y de las muchas y diferentes cosas que han hecho con mi cuerpo, me sentí -¿será eso posible?- más cerca de Dios. Recor­dé lo que él dijo respecto de la Peste Negra, sobre el momento en el que los flagelantes, al ofrecer su dolor por la salvación de la humanidad, encontraban en ella el placer. Yo no quería salvar a la humanidad, ni a él, ni a mí misma; simplemente estaba allí.
El arte del sexo es el arte de controlar el descontrol.

§



No era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a petición de María, a la que le gustaba una pizza que só­lo preparaban allí. No estaba mal ser un poco caprichosa. Ralf de­bería haber aparecido un día antes, cuando todavía era una mu­jer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la vida había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin tener que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente, simplemente porque no había pensado en él, había des­cubierto cosas que le interesaban más.
¿Qué hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le gustaba, sólo para pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa? Cuando él entró en la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle que ya no estaba interesada, que bus­case a otra persona; pero por otro lado, tenía una inmensa nece­sidad de hablar con alguien sobre la noche anterior.
Lo había intentado con alguna otra prostituta que también ser­vía a los «clientes especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención, porque María era lista, aprendía de prisa, se ha­bía convertido en la gran amenaza del Copacabana. Ralf Hart, de todos los hombres que conocía, era tal vez el único que podía en­ tenderla, pues Milan lo consideraba un «cliente especial». Pero él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas más difíciles, mejor no decir nada.
-¿Qué sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, María no había conseguido controlarse. Ralf dejó de comer la pizza.
-Lo sé todo. Y no me interesa.
La respuesta había sido rápida, y María se quedó sorprendida. Entonces, ¿todo el mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era aquél?
-He conocido mis demonios y mis tinieblas -continuó Ralf-. Fui hasta el fondo, lo he probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin embargo, la última noche que nos vimos fui hasta mis límites a través del deseo, y no del dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero cosas buenas, muchas co­sas buenas de esta vida.
Tuvo ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no si­gas por ese camino». Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que los llevase hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían caminado juntos el día en que se habían conocido. A María le extrañó la petición, permaneció callada, su instinto le decía que tenía mucho que perder, aunque su mente estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche anterior.
Despertó de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago; aunque todavía era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche.
-¿Qué hacemos aquí? -preguntó cuando salieron del taxi-. Hace viento, voy a resfriarme.
-He pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento y placer. Quítate los zapatos.
Ella recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo mismo, y se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no la dejaba en paz?
-Voy a resfriarme.
-Haz lo que te digo -insistió él-. No vas a resfriarte, si no tardamos mucho. Cree en mí, como yo creo en ti.
Sin ninguna razón aparente, María entendió que él quería ayu­darla; tal vez porque ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría el mismo riesgo. No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo, en el que descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo, pensó en Brasil, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese universo diferente, y como Brasil era lo más importante en su vi­da, se quitó los zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron sus medias, pero eso no tenía importan­cia, compraría otras.
-Quítate el abrigo.
Ella podría haber dicho que no pero, desde la noche anterior, se había acostumbrado a la alegría de poder decir «sí» a todo lo que estaba en su camino. Se quitó el abrigo, el cuerpo aún calien­te no reaccionó en seguida, pero poco a poco el frío la fue inco­modando.
-Vamos a andar. Y vamos a hablar.
-Aquí es imposible: el suelo está lleno de piedras. -Justamente por eso; quiero que sientas estas piedras, quiero que te provoquen dolor, que te hagan daño, porque debes de ha­ber probado, como yo probé, el sufrimiento aliado al placer, y ten­go que arrancar eso de tu alma.
María sintió el deseo de decir: «No es necesario, me gusta». Pero caminó sin prisa, la planta de los pies empezó a escocerle, debido al frío y a las piedras.
-Una de mis exposiciones me llevó a Japón, justamente cuan­do estaba totalmente metido en eso que tú llamaste «sufrimien­to, humillación y mucho placer». En aquella época, yo creía que no había camino de vuelta, que caería cada vez más bajo, y que ya nada quedaba en mi vida, excepto el deseo de castigar y ser castigado.
»Somos seres humanos, nacemos llenos de culpa, nos da mie­do cuando la felicidad se transforma en algo posible, y morimos queriendo castigar a los demás porque siempre sentimos impoten­cia, injusticia, infelicidad. Pagar por tus pecados, y poder castigar a los pecadores, ah, ¿no es una delicia? Sí, es genial.
María andaba, el dolor y el frío hacían difícil prestar atención a sus palabras, pero ella se esforzaba.
-He visto las marcas en tus muñecas.
Las esposas. Se había puesto varias pulseras para disimular, sin embargo, los ojos acostumbrados saben siempre lo que están bus­cando.
-En fin, si todo aquello que has probado recientemente te es­tá conduciendo a dar ese paso, no seré yo quien te lo impida; pe­ro nada de eso tiene relación con la verdadera vida.
-¿Qué paso?
-Dolor y placer. Sadismo y sadomasoquismo. Llámalo como quieras, pero si estás segura de que ése es tu camino, sufriré, re­cordaré el deseo, las veces que nos vimos, el paseo por el Camino de Santiago, tu luz. Guardaré en un lugar especial tu bolígrafo, y cada vez que encienda aquella chimenea me acordaré de ti. Sin embargo, no te buscaré más.
María sintió miedo, pensó que era el momento de dar marcha atrás, de decir la verdad, de dejar de fingir que sabía más que él. -Lo que he probado recientemente, mejor dicho, ayer, jamás lo había probado antes. Y me asusta que, en el límite de la degra­dación, pudiese encontrarme a mí misma.
Se estaba haciendo difícil seguir hablando, sus dientes casta­ñeteaban de frío, y los pies le dolían mucho.
-En mi exposición, en una región llamada Kumano, apareció un leñador -continuó Ralf, como si no hubiese oído lo que ella decía-. No le gustaron mis cuadros, pero fue capaz de descifrar, a través de la pintura, lo que yo estaba viviendo y sintiendo. Al día siguiente, me buscó en el hotel y me preguntó si estaba contento; si lo estaba, debía seguir haciendo lo que me gustaba. Si no lo es­taba, debía acompañarlo y pasar unos días con él.
»Me hizo andar por las piedras, como yo hago ahora contigo. Me hizo sentir frío. Me obligó a entender la belleza del dolor, pe­ro un dolor aplicado por la naturaleza, no por el hombre. A eso lo llamó Shugen-do, una práctica milenaria.
»Me dijo que era un hombre que no tenía miedo al dolor, y eso era bueno, porque para dominar el alma hay que aprender a do­minar el cuerpo. Me dijo también que estaba usando el dolor de manera equivocada, y que eso era muy ruin.
»Aquel leñador, ignorante, creía que me conocía mejor que yo mismo, y eso me irritaba, al mismo tiempo que me enorgullecía al saber que mis cuadros eran capaces de expresar exactamente lo que yo estaba sintiendo.
María sintió que una piedra más puntiaguda le cortaba el pie, pero el frío era más fuerte, su cuerpo estaba quedándose dormi­do, y no era capaz de seguir las palabras de Ralf. ¿Por qué los hombres, en este mundo de Dios, sólo tenían interés en mostrar­le el dolor? El dolor sagrado, el dolor con placer, el dolor con ex­plicaciones o sin explicaciones, pero siempre era dolor, dolor...
El pie herido tocó otra piedra, ella reprimió el grito y continuó andando. Al principio había intentado mantener su integridad, su autodominio, aquello que él llamaba «luz». Pero ahora andaba despacio, mientras su estómago y su pensamiento daban vueltas: pensó en vomitar. Pensó en parar, nada de aquello tenía sentido, pero no paró.
No paró por respeto a sí misma; podía aguantar aquella cami­nata descalza el tiempo que fuese necesario, porque no iba a du­rar toda la vida. Y de repente otro pensamiento cruzó el espacio: ¿y si no podía ir al Copacabana al día siguiente, por un serio pro­blema en los pies, o por una fiebre causada por la gripe que, segu­ramente, se iba a instalar en su cuerpo poco afortunado? Pensó en los clientes que la esperaban, en Milan, que tanto confiaba en ella, en el dinero que dejaría de ganar, en la hacienda, en sus pa­dres orgullosos. Pero el sufrimiento pronto apartó cualquier tipo de reflexión, y ella daba un paso tras otro, loca porque Ralf Hart reconociese su esfuerzo y le dijese que era suficiente, que podía ponerse los zapatos.
Sin embargo, él parecía indiferente, lejos, como si aquélla fue­se la única manera de librarla de algo que no conocía bien, que la seducía, pero que acabaría dejando marcas más profundas que las de las esposas. Aun sabiendo que intentaba ayudarla, y por más que se esforzase para seguir adelante y mostrar la luz de su fuer­za de voluntad, el dolor no la dejaba tener pensamientos profanos o nobles, era simplemente dolor, que ocupaba todo el espacio, asustaba, y la obligaba a pensar que tenía un límite y que no lo conseguiría.
Pero dio un paso. Y otro.
El dolor ahora parecía invadir el alma y debilitarla espiritual­mente, porque una cosa es hacer un poco de teatro en un hotel de cinco estrellas, desnuda, con vodka, caviar, y un látigo entre las piernas, y otra, estar a la intemperie, descalza, con piedras cortán­dole los pies. Estaba desorientada, no conseguía intercambiar ni una palabra con Ralf Hart, todo lo que existía en su universo eran las piedras pequeñas y cortantes que marcaban el camino por en­tre los árboles.
Entonces, cuando pensaba que iba a desistir, un extraño sen­timiento la invadió: había llegado a su límite, y más allá había un espacio vacío, donde parecía flotar e ignorar lo que sentía. ¿Sería ésa la sensación que experimentaban los penitentes? En la otra extremidad del dolor descubría una puerta a un nivel diferente de conciencia, y ya no había espacio para nada más, sólo para la na­turaleza implacable, y para ella misma, invencible.
Todo a su alrededor se transformó en un sueño: el jardín mal iluminado, el lago oscuro, Ralf en silencio, alguna pareja que otra que paseaba, sin darse cuenta de que ella iba descalza y andaba con dificultad. No sabía si era el frío o el sufrimiento, pero de re­pente dejó de sentir su cuerpo, entró en un estado en el que no hay ningún deseo ni miedo, sólo una misteriosa, ¿cómo definir­lo?, una misteriosa «paz». El límite del dolor no era su límite; po­día ir más allá.
Pensó en todos los seres humanos que sufrían sin pedirlo, y allí estaba ella, provocando su propio sufrimiento, pero aquello ya no le importaba, había cruzado las fronteras del cuerpo, y ahora sim­plemente le quedaba el alma, la «luz», una especie de vacío, que alguien, algún día, llamó Paraíso. Hay ciertos sufrimientos que só­lo pueden ser olvidados cuando podemos flotar sobre nuestro pro­pio dolor.
Por último, recordó a Ralf mientras la tomaba en brazos, se quitaba la chaqueta, y la ponía sobre sus hombros. Debía de tener demasiado frío, pero poco importaba; estaba contenta, no tenía miedo, había vencido. No se había humillado ante él.


Los minutos se convirtieron en horas, ella debía de haber dor­mido en sus brazos, porque cuando despertó, aunque todavía era de noche, estaba en una habitación con un aparato de televisión en una de las esquinas y nada más. Blanco, vacío.
Ralf apareció con un chocolate caliente.
-Todo va bien-dijo él-. Has llegado a donde debías llegar. -No quiero chocolate, quiero vino. Y quiero bajar a nuestro sitio, la chimenea, los libros tirados por todas partes.
Había dicho «nuestro sitio»; eso no era lo que había planeado. Se miró los pies; aparte de un pequeño corte, sólo había mar­cas rojas, que desaparecerían al cabo de algunas horas. Con cier­ta dificultad, bajó la escalera sin prestar mucha atención a nada; se puso en su esquina, en la alfombra, al lado de la chimenea; ha­bía descubierto que allí siempre se sentía bien, como si fuese su «sitio», su lugar en aquella casa.
-El leñador me dijo que, cuando se hace algún tipo de ejerci­cio físico, cuando se le exige todo al cuerpo, la mente gana una fuerza espiritual extraña que tiene que ver con la «luz» que vi en ti. ¿Qué sentiste?
-Que el dolor es amigo de la mujer.
-Ése es el peligro.
-Que el dolor tiene un límite. -Ésa es la salvación. No lo olvides.
La mente de María aún estaba confusa; había experimentado esa «paz», al ir más allá de su límite. Él le había mostrado otro ti­po de sufrimiento, y también ése le había dado un extraño placer. Ralf tomó una gran carpeta y la abrió. Eran dibujos.
-La historia de la prostitución. Es lo que me pediste, cuando nos vimos.
Sí, se lo había pedido, pero era simplemente una manera de pasar el tiempo, de intentar resultar interesante. Eso no tenía la menor importancia ahora.
-Durante todos estos días he estado navegando por un mar desconocido. No creí que hubiese una historia, pensaba simple­mente que era la profesión más antigua del mundo, como dice la gente. Pero hay una historia; mejor dicho, dos historias.
-¿Y estos dibujos?
Ralf Hart pareció un poco decepcionado porque ella no lo comprendía, pero en seguida se controló y siguió adelante. -Son las cosas que pinté mientas leía, investigaba, aprendía. -Hablaremos de eso otro día; hoy no quiero cambiar de te­ma, necesito entender el dolor.
-Lo sentiste ayer y descubriste que conducía al placer. Lo has sentido hoy y has encontrado la paz. Por eso te digo: no te acos­tumbres, porque es muy fácil acostumbrarse a vivir con él, es una droga poderosa. Está en nuestra vida cotidiana, en el sufrimiento escondido, en la renuncia que hacemos y culpamos al amor por la derrota de nuestros sueños. El dolor asusta cuando muestra su verdadera cara, pero es seductor cuando se viste de sacrificio, re­nuncia. O cobardía. El ser humano, por más que lo rechace, siem­pre encuentra alguna manera de estar con él, de enamorarlo, de hacer que sea parte de su vida.
-No lo creo. Nadie desea sufrir.
-Si consigues entender que puedes vivir sin sufrimiento, ya es un gran paso, pero no creas que otras personas van a compren­derte. Sí, nadie desea sufrir y, aun así, casi todos buscan el dolor, el sacrificio, y se sienten justificados, puros, merecedores del res­peto de sus hijos, de sus maridos, de los vecinos, de Dios. No pen­semos en eso ahora, sólo tienes que saber que lo que mueve el mundo no es la búsqueda del placer, sino la renuncia a todo lo que es importante.
»¿El soldado va a la guerra a matar al enemigo? No: va a mo­rir por su país. ¿Le gusta a la mujer mostrarle a su marido lo con­tenta que está? No: quiere que él vea cuánto se dedica, cuánto sufre para verlo feliz. ¿Va el marido al trabajo pensando que lle­gará a su realización personal? No: está dando su sudor y sus lá­grimas por el bien de la familia. Y así sucesivamente: hijos que renuncian a los sueños para alegrar a sus padres, padres que re­nuncian a la vida para alegrar a los hijos, dolor y sufrimiento que justifican aquello que debía proporcionar simplemente alegría: amor.
-Para.
Ralf paró. Era el momento adecuado para cambiar de asunto, se puso a enseñarle los dibujos. Al principio, todo parecía confu­so, había perfiles de personas, pero también garabatos, colores, trazos nerviosos o geométricos. Poco a poco, sin embargo, ella em­pezó a entender lo que él decía, porque cada palabra suya iba acompañada de un gesto, y cada frase la llevaba a un mundo del cual hasta entonces se había negado a formar parte; se decía a sí misma que aquello no dejaba de ser un período de su vida, una manera de ganar dinero y nada más.
-Sí, he descubierto que no hay solamente una, sino dos his­torias de la prostitución. La primera la conoces muy bien porque es también la tuya: una chica hermosa descubre, por diversas razones que ella ha escogido o que han escogido por ella, que la única manera de sobrevivir es vendiendo su cuerpo. Algunas ter­minan dominando naciones, como Mesalina hizo con Roma, otras se convierten en mitos, como Madame Du Barry, otras ena­moran a la aventura y la desgracia al mismo tiempo, como la es­pía Mata Hari. Pero la mayoría jamás tendrá un momento de glo­ria ni un gran desafío: serán para siempre chicas de pueblo que vienen en busca de fama, marido, aventura, que acaban descu­briendo otra realidad, se sumergen en ella por algún tiempo, se acostumbran, creen que siempre tienen el control, y no consiguen hacer nada más.
»Los artistas continúan haciendo sus esculturas, sus pintu­ras, y escribiendo sus libros hace más de tres mil años. De esta misma manera, las prostitutas continúan su trabajo a través del tiempo como si nada hubiese cambiado mucho. ¿Quieres saber detalles?
María asintió con la cabeza. Necesitaba ganar tiempo, enten­der el dolor, empezaba a tener la sensación de que algo muy ruin había salido de su cuerpo mientras caminaba por el parque.
-Aparecen prostitutas en los textos clásicos, en los jeroglífi­cos egipcios, en la tradición sumeria, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pero la profesión no se organiza hasta el siglo vi an­tes de Cristo, cuando el legislador Solón (en Grecia) instituye bur­deles controlados por el Estado, e inicia el cobro de impuestos por el «comercio de la carne». Los hombres de negocios atenienses se alegran porque lo que antes estaba prohibido ahora es legal. Las prostitutas, a su vez, empiezan a ser clasificadas según los impues­tos que pagan.
»A la más barata se la llamaba pornai, esclava que pertenece a los dueños del establecimiento. Después está la peripatética, que consigue a sus clientes en la calle. Finalmente, con el nivel más al­to de precio y de calidad, está la hetaira, la «compañía femenina», que acompaña a los hombres de negocios en sus viajes, frecuenta los restaurantes elegantes, es dueña de su propio dinero, da con­sejos, interfiere en la vida política de la ciudad. Como ves, lo que sucedió ayer, también sucede hoy.
»En la Edad Media, a causa de las enfermedades de transmi­sión sexual...
Silencio, miedo a la gripe, calor de la chimenea, ahora nece­saria para calentar su cuerpo y su alma. María no quería seguir es­cuchando aquella historia, tenía la sensación de que el mundo se había parado, de que todo se repetía, y de que el hombre jamás se­ría capaz de darle al sexo el respeto merecido.
-No pareces interesada.
Ella hizo un esfuerzo. A fin de cuentas, era el hombre al que había decidido entregar su corazón, aunque ya no estuviese tan segura de ello.
-No me interesa aquello que conozco; eso me entristece. Di­jiste que había otra historia.
-La otra historia es exactamente lo contrario: la prostitución sagrada.
De repente, ella había salido de su estado somnoliento y lo es­cuchaba con atención. ¿Prostitución sagrada? ¿Ganar dinero con el sexo y, aun así, acercarse a Dios?
-El historiador griego Herodoto escribe con respecto a Ba­bilonia: «Hay allí una costumbre muy extraña: toda mujer na­cida en Sumeria está obligada, por lo menos una vez en su vida, a ir al templo de la diosa Ishtar y entregar su cuerpo a un des­conocido, como un símbolo de hospitalidad, y por un precio simbólico».
Después preguntaría quién era esa diosa; tal vez también ella la ayudase a recuperar algo que había perdido, pero que no sabía lo que era.
-La influencia de la diosa Ishtar se expandió por todo Oriente Medio, alcanzó Cerdeña, Sicilia y los puertos del mar Medite­rráneo. Más tarde, durante el Imperio romano, otra diosa, Vesta, exigía la virginidad total o la entrega total. Para mantener el fue­go sagrado, mujeres de su templo se encargaban de iniciar a los jóvenes y a los reyes en el camino de la sexualidad, cantaban him­nos eróticos, entraban en trance, y entregaban su éxtasis al uni­verso, en una especie de comunión con la divinidad.
Ralf Hart le enseñó una fotocopia con algunas letras antiguas, con la traducción en alemán a pie de página. Declamó despacio, traduciendo cada verso:

Cuando estoy sentada en la puerta de una taberna,
yo, Ishtar, la diosa,
soy prostituta, madre, esposa, divinidad.
Soy lo que llaman Vida,
aunque ustedes lo llamen Muerte.
Soy lo que llaman Ley,
aunque ustedes lo llamen Marginal.
Soy lo que ustedes buscan
y aquello que consiguieron.
Soy aquello que ustedes esparcieron
y ahora recogen mis pedazos.

María lloró un poco, y Ralf Hart rió; su energía vital esta­ba volviendo, la «luz» empezaba a brillar de nuevo. Era mejor seguir con la historia, enseñarle los dibujos, hacerla sentirse amada.
-Nadie sabe por qué desapareció la prostitución sagrada, des­pués de haber durado por lo menos dos milenios. Tal vez por cul­pa de las enfermedades, o de una sociedad que cambió sus reglas cuando las religiones también cambiaron. En fin, ya no existe y no volverá a existir. Hoy en día, los hombres controlan el mundo, y el término sólo sirve para crear un estigma y llamar prostituta a cualquier mujer que ande por fuera de la línea.
-¿Puedes ir al Copacabana mañana?
Ralf no entendió la pregunta, pero estuvo de acuerdo inmedia­tamente.

Del diario de María, la noche que caminó descalza por el jar­dín Inglés en Genéve:

No me importa si algún día fue sagrado o no, pero YO ODIO LO QUE HAGO. Está destruyendo mi alma, ha­ciéndome perder el contacto conmigo misma, enseñán­dome que el dolor es una recompensa, que el dinero lo compra todo, que lo justifica todo.
Nadie es feliz a mi alrededor, los clientes saben que tienen que pagar por aquello que deberían tener gratis, y eso es deprimente. Las mujeres saben que tienen que vender aquello que les gustaría entregar simplemente por placer y cariño, y eso es destructivo. He luchado mucho antes de escribir esto, de aceptar que era infe­liz, que estaba descontenta, que tenía, y aún tengo, que resistir algunas semanas más.
Sin embargo, ya no puedo seguir así, fingir que to­do es normal, que es un período, una época de mi vi­da. Quiero olvidarla, necesito amar, sólo eso, necesito amar.
La vida es corta, o demasiado larga para que yo pueda permitirme el lujo de vivirla tan mal.

§


No es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, si­no un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siem­pre con los mismos muebles, y ese ambiente que pretende ser fa­miliar, lo que lo hace aún más distante.
No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Cami­no de Santiago, una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pe­ro anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él.
Apagar la luz. Cerrar las cortinas.
Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscu­ridad física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbra­dos, pueden ver, en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo.
Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que no quedase ningún rastro de per­fume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los infier­nos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama.
«No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siem­pre hemos hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus rodillas.»
Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que pagó mil francos, tal vez es­perando más de lo que ella fue capaz de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no se comporta­ba así, no era hombre.
Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, por­que allí está la luz de su propio amor escondido. El pecado origi­nal no fue la manzana que Eva comió, fue creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había probado. Eva tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y entonces qui­so compartir lo que sentía.
Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener mie­do de los océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros.
«Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que re­petir eso decenas, centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras. »
Piensa un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan con ella. Piensa en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea simplemente once minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así; el hombre también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un sentido para su vida.
¿Es que su madre se comporta como ella y finge tener un or­gasmo con su padre? c0 es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar que una mujer siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor, pero ahora, con los ojos ven­dados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo el origen de todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que hubiese comenzado.
El contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su padre, a su madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado to­da la tarde buscando lo que podría darle a un hombre que le de­volvía la dignidad, que la hacía entender que la búsqueda de la ale­gría es más importante que la necesidad del dolor.
«Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, co­mo ayer me enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la ca­lle, las prostitutas sagradas. Vi que es feliz cuando me hace apren­der algo, entonces, que me haga aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al al­ma, a la penetración, al orgasmo.»
Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos, co­mo si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente.
Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún olor en su ma­no, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.
Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la no­che, porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo de­sea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionan­do su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas tienen una textura diferen­te, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero en qué esta­ba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo.
Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez sabiendo eso, él
provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Es­tán duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, de­jando su sexo más caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más alucinante.
Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando só­lo el pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acer­ca al sexo. De repente es como si hubiese recuperado misteriosa­mente la virginidad, como si descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más tiempo, quién sabe.
Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo co­mienza a crecer en sus manos, y ella aumenta lentamente la pre­sión, ahora sabiendo dónde debe tocar, más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos, empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un po­co del líquido que brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.
Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están des­cubriendo el cuerpo, tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Po­drían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sin­tiendo que la calentaba, que la hacía ver el mundo diferente, la ha­cía sentirse más cómoda y más en contacto con la vida.
Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvi­dar para siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.
Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, sien­te que aquel calor se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, ex­pandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el deseo, volver a ser virgen.
Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnu­dos, pero no sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la mú­sica, piensa ella. Vamos a bailar.

Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.
Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día. Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría ce­rrar el ciclo y hacer que todo se acabase.
Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrina­ción de ambos desde que se encontraron.

Del diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a Brasil:

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