Ella
obedeció, impotente por voluntad propia, sumisa porque así lo deseaba. Notó que
él miraba entre sus piernas, podía ver la bombacha negra, las medias, los
muslos, podía imaginar el vello, el sexo.
-¡Ponte
de pie!
Ella
se levantó de la silla. A su cuerpo le costó mantener el equilibrio, y vio que
estaba más embriagada de lo que imaginaba. -¡No me mires! ¡Baja la cabeza,
respeta a tu dueño!
Antes
de bajar la cabeza, un látigo fino fue retirado de la maleta y estalló en el
aire, como si tuviese vida propia.
-Bebe.
Mantén la cabeza baja, pero bebe. Bebió uno más, dos, tres vasos de vodka.
Ahora
no era simplemente una obra de teatro, sino la realidad de la vida: no tenía
control. Se sentía un objeto, un simple instrumento, y por increíble que
parezca, aquella sumisión le daba la sensación de completa libertad. Ya no era
la maestra, la que enseña, la que consuela, la que escucha las confesiones, la
que excita; era sólo la niña del interior de Brasil, ante el poder gigantesco
del hombre.
-Quítate
la ropa.
La
orden fue seca, sin deseo, y, sin embargo, de lo más erótico. Manteniendo la
cabeza baja en señal de reverencia, María desabotonó el vestido y dejó que
resbalase hasta el suelo.
-No
te estás portando bien, ¿lo sabías? De nuevo el látigo estalló en el aire.
-Hay
que castigarte. Una niña de tu edad, ¿cómo te atreves a contrariarme? ¡Deberías
estar de rodillas delante de mí!
María
hizo ademán de arrodillarse, pero el látigo la interrumpió; por primera vez
tocaba su carne, en las nalgas. Escocía, pero parecía no dejar marcas.
-No
te dije que te arrodillases. ¿O sí?
-No.
El
látigo tocó sus nalgas otra vez. -Di «No, mi señor».
Y
un latigazo más. Más escozor. Por una fracción de segundo, ella pensó que podía
parar todo aquello inmediatamente; o también podía escoger ir hasta el final,
no por el dinero, sino por lo que él había dicho la primera vez, un ser humano
sólo se conoce cuando va hasta sus límites.
Y
aquello era nuevo; era la Aventura, podía decidir más tarde si le gustaría
continuar, pero en aquel instante ella dejó de ser la chica que tiene tres
objetivos en la vida, que ganaba dinero con su cuerpo, que había conocido a un
hombre con una chimenea e historias interesantes que contar. Allí ella no era
nadie, y al no ser nadie, era todo lo que soñaba.
-Quítate
toda la ropa. Y anda de un lado para otro, para que yo pueda verte.
Una
vez más obedeció, manteniendo la cabeza baja, sin decir una sola palabra. El
hombre que la miraba estaba vestido, impasible, no era la misma persona con la
que había venido hablando desde la discoteca, era un Ulises que venía de
Londres, un Teseo que llegaba del cielo, un secuestrador que invadía la ciudad
más segura del mundo y el corazón más cerrado de la tierra. Se quitó la bombacha,
el sostén, se sintió indefensa y protegida al mismo tiempo. El látigo estalló
de nuevo en el aire, esta vez sin tocar su cuerpo.
-¡Mantén
la cabeza baja! Estás aquí para ser humillada, para ser sometida a todo lo que
yo desee, ¿entiendes?
-Sí,
señor.
Él
agarró sus brazos y colocó el primer par de esposas en sus muñecas.
-Y
vas a sufrir mucho. Hasta que aprendas a comportarte. Con la mano abierta, le
dio una palmada en las nalgas. María gritó, esta vez le había dolido.
-Así
que te quejas, ¿verdad? Pues vas a ver lo que es bueno. Antes de que ella
pudiese reaccionar, una mordaza de cuero le estaba tapando la boca. No le
impedía hablar, podía decir «amarillo» o «rojo», pero sentía que era su
destino dejar que aquel hombre pudiese hacer con ella lo que quisiese, y no
tenía forma de escapar de allí. Estaba desnuda, amordazada, esposada, con
vodka corriendo por sus venas en lugar de sangre.
Otra
palmada en las nalgas. -¡Anda de un lado para otro!
María
empezó a andar, obedeciendo las órdenes «para», «gira a la derecha»,
«siéntate», «abre las piernas». Alguna vez que otra, incluso sin motivo, se
llevaba una palmada, y sentía el dolor, sentía la humillación, que era más
poderosa y fuerte que el dolor, y se sentía en otro mundo, donde no había nada
más, y eso era una sensación casi religiosa, anularse por completo, servir,
perder la idea del ego, de los deseos, de la propia voluntad. Estaba completamente
mojada, excitada, sin comprender lo que sucedía.
-¡Ponte
otra vez de rodillas!
Como
mantenía siempre la cabeza baja, en señal de obediencia y humillación, María
no podía ver exactamente lo que estaba pasando; pero notaba que, en otro
universo, otro planeta, aquel hombre estaba agotado, cansado de hacer estallar
el látigo y azotarle las nalgas con la palma de la mano abierta, mientras ella
se sentía cada vez más llena de fuerza y energía. Ahora había perdido la
vergüenza, y no se incomodaba por mostrar que le estaba gustando, empezó a
gemir, le pidió que le tocase el sexo, pero él, en vez de eso, la agarró y la
arrojó sobre la cama.
Con
violencia, pero con una violencia que ella sabía que no le iba a causar ningún
daño, abrió las piernas y ató cada una de ellas a un lado de la cama. Las manos
esposadas a la espalda, las piernas abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo
iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que
era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le
mandase?
-¿Te
gustaría que te reventase toda?
Ella
vio que él apoyaba el mango del látigo en su sexo. Lo frotó de arriba abajo y,
en el momento en el que tocó su clítoris, ella perdió el control. No sabía
cuánto tiempo hacía que estaban allí, no imaginaba cuántas veces había sido
azotada, pero de repente vino el orgasmo, el orgasmo que decenas, centenas de
hombres, en todos aquellos meses, jamás habían conseguido despertar. Una luz
explotó, ella sentía que entraba en una especie de agujero negro en su propia
alma, donde el dolor intenso y el miedo se mezclaban con el placer total,
aquello la empujaba más allá de todos los límites que había conocido; María
gimió, gritó con la voz sofocada por la mordaza, se sacudió en la cama,
sintiendo que las esposas le cortaban las muñecas y las tiras de cuero le
destrozaban los tobillos, se movió como nunca justamente porque no podía
moverse, gritó como jamás había gritado, porque tenía una mordaza en la boca y
nadie podría oírla. Aquello era el dolor y el placer, el mango del látigo
presionando el clítoris cada vez más fuerte, y el orgasmo saliendo por la boca,
por el sexo, por los poros, por los ojos, por toda su piel.
Entró
en una especie de trance, y poco a poco fue bajando, bajando, el látigo ya no
estaba entre sus piernas, sólo el vello mojado por el sudor abundante, y manos
cariñosas que le retiraban las esposas y desataban las tiras de cuero de sus
pies.
Ella
permaneció allí acostada, confusa, incapaz de mirar al hombre porque estaba
avergonzada de sí misma, de sus gritos, de su orgasmo. Él le acariciaba el
pelo, y también jadeaba, pero el placer había sido exclusivamente suyo; él no
había tenido ningún momento de éxtasis.
Su cuerpo desnudo
abrazó a aquel hombre completamente vestido, exhausto de tantas órdenes, tantos
gritos, tanto control de la situación. Ahora no sabía qué decir, cómo
continuar, pero estaba segura, protegida, porque él la había invitado a ir
hasta una parte suya que no conocía, era su protector y su maestro. Empezó a llorar,
y él pacientemente esperó a que terminase. -¿Qué has hecho conmigo? -decía
entre lágrimas.
-Lo que querías que
hiciese.
Ella
lo miró y sintió que lo necesitaba desesperadamente. -Yo no te forcé, no te
obligué, y no te oí decir: «amarillo»; mi único poder era el que tú me dabas.
No había ningún tipo de obligación, de chantaje, era simplemente tu voluntad;
aunque tú fueses la esclava y yo el señor, mi único poder era empujarte hacia
tu propia libertad.
Esposas.
Tiras de cuero en los pies. Mordaza. Humillación, que era más fuerte y más
intensa que el dolor. Aun así, él tenía razón, la sensación era de total
libertad. María estaba repleta de energía, de vigor, y sorprendida al ver que
el hombre que estaba a su lado estaba exhausto.
-¿Llegaste
al orgasmo?
-No
-dijo él-. El señor está para forzar al esclavo. El placer del esclavo es la
alegría del señor.
Nada
de aquello tenía sentido, porque no es lo que cuentan las historias, no es así
en la vida real. Pero aquél era un mundo de fantasía, ella estaba llena de luz,
y él parecía opaco, agotado. -Puedes irte cuando quieras -dijo Terence. -No
quiero irme, quiero entender.
-No
hay nada que entender.
Ella
se levantó, con la belleza y la intensidad de su desnudez, y sirvió
dos copas de vino. Encendió dos cigarrillos y le dio uno, los papeles se habían
invertido, era la señora la que servía al esclavo, recompensándolo por el
placer que le había dado.
-Ahora
me vestiré y me marcharé. Pero me gustaría hablar un rato antes.
-No
hay nada de que hablar. Eso era lo que yo quería, y has estado maravillosa.
Estoy cansado, mañana tengo que volver a Londres.
Él
se acostó y cerró los ojos. María no sabía si fingía dormir, pero eso no le
importaba; fumó el cigarrillo con placer, bebió lentamente su copa de vino con
la cara pegada al cristal, mirando el lago y deseando que alguien, en la otra
orilla, la viese así, desnuda, plena, satisfecha, segura.
Se
vistió, salió sin decir adiós, y sin importarle si él le abría o no la puerta,
porque no tenía la certeza de querer volver.
Terence
oyó que la puerta se cerraba, esperó para ver si ella no volvía diciendo que
había olvidado algo, y después de algunos minutos se levantó y encendió otro
cigarrillo.
La
chica tenía estilo, pensó. Había sabido aguantar el látigo, aunque eso fuese lo
más común, lo más antiguo, y el menor de todos los suplicios. Por un momento,
recordó la primera vez que había experimentado esta misteriosa relación entre
dos seres que desean acercarse, pero sólo lo consiguen infligiendo sufrimiento
a los demás. Allí fuera, millones de parejas practicaban sin darse cuenta, todos
los días, el arte del sadomasoquismo. Iban al trabajo, volvían, se quejaban de
todo, agredían o eran agredidos por la mujer, se sentían miserables, pero
profundamente ligados a la propia infelicidad, sin saber que bastaba un gesto,
un «hasta nunca más», para liberarse de la opresión. Terence lo había
experimentado con su primera esposa, una famosa cantante inglesa; vivía
torturado por los celos, haciendo escenas, pasando días bajo los efectos de
calmantes, y noches embriagado de alcohol. Ella lo amaba, no entendía por qué
se comportaba así; él la amaba, y tampoco entendía su propio comportamiento.
Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria,
fundamental para la vida.
Una
vez, un músico, que él consideraba muy extraño porque parecía demasiado normal
en aquel medio de gente exótica, olvidó un libro en el estudio. La Venus de las pieles, de Leopold
von Sacher-Masoch. Terence se puso a hojearlo y, a medida que leía, se comprendía
mejor a sí mismo:
La hermosa mujer se desnudó y
tomó un largo látigo, con un pequeño mango, que ató a la muñeca. «Me lo has
pedido -dijo ella-. Entonces voy a azotarte.» «Hazlo -susurró su amante-. Te lo
imploro. »
Su
mujer estaba del otro lado del cristal del estudio, ensayando. Había pedido
que desconectasen el micrófono que permitía a los técnicos escucharlo todo, y
había sido obedecida. Terence pensaba que tal vez estuviese concertando una
cita con el pianista, y se dio cuenta: ella lo llevaba a la locura, pero
parecía que ya se había acostumbrado a sufrir, y no podía vivir sin aquello.
«Voy
a azotarte», decía la mujer desnuda, en la novela que tenía en las manos.
«Hazlo, te lo imploro.»
Él
era atractivo, tenía poder en la compañía, ¿por qué tenía que llevar esa vida
que llevaba?
Porque
le gustaba. Merecía sufrir mucho, ya que la vida había sido muy buena con él, y
no era digno de todas aquellas bendiciones: dinero, respeto, fama. Creía que
su carrera lo estaba llevando a un punto en el que empezaría a depender del
éxito, y aquello lo asustaba, porque ya había visto a mucha gente despeñarse
desde las alturas.
Leyó
el libro. Leyó todo lo que caía en sus manos sobre la misteriosa unión entre
dolor y placer. Su mujer descubrió los videos que alquilaba, los libros que
escondía, le preguntó qué era aquello, si estaba enfermo. Terence respondió que
no, que era una investigación para el look de un nuevo trabajo que ella debía
hacer. Y sugirió, como quien no quiere la cosa: «Tal vez deberíamos probar».
Probaron.
Al principio con mucha timidez, guiándose sólo por los manuales que encontraban
en tiendas pornográficas. Poco a poco fueron desarrollando nuevas técnicas,
yendo hasta el límite, corriendo riesgos, pero sintiendo que su matrimonio era
cada vez más sólido. Eran cómplices de algo escondido, prohibido, condenado.
La
experiencia de ambos se convirtió en arte: diseñaron trajes nuevos, cuero y
tachuelas de metal. Ella entraba en escena con un látigo, ligas, botas y
llevaba al público al delirio. El nuevo disco llegó al primer lugar de las
listas de éxito de Inglaterra, y desde allí siguió una carrera victoriosa en
toda Europa. Terence se sorprendía de cómo la juventud aceptaba sus delirios
personales con tanta naturalidad, y su única explicación era que de esa manera
la violencia contenida podía manifestarse de forma intensa, pero inofensiva.
El
látigo pasó a ser el símbolo del grupo, lo reprodujeron en camisetas, tatuajes,
pegatinas, postales. La formación intelectual de Terence lo hizo buscar el
origen de todo aquello, de modo que pudiese entenderse mejor a sí mismo.
No
eran, como le había dicho a la prostituta en su cita, los penitentes que
intentaban apartar a la Peste Negra. Desde la noche de los tiempos, el hombre
había entendido que el sufrimiento, una vez encarado sin temor, era su
pasaporte hacia la libertad.
Egipto,
Roma y Persia ya tenían la noción de que, si un hombre se sacrifica, salva al
país y su mundo. En China, cuando había una catástrofe natural, el emperador
era castigado, por ser él el representante de la divinidad en la Tierra. Los
mejores guerreros de Esparta, en la Antigua Grecia, eran azotados una vez al
año, desde la mañana hasta la noche, en homenaje a la diosa Diana, mientras
la multitud gritaba palabras incentivándolos, pidiéndoles que aguantasen el
dolor con dignidad, pues los prepararía para el mundo de las guerras. Al final
del día, los sacerdotes examinaban las heridas dejadas en la espalda de los
guerreros, y a través de ellas predecían el futuro de la ciudad.
Los
padres del desierto, en una antigua comunidad cristiana del siglo iv que se
reunía en un monasterio de Alejandría, usaban la flagelación como medio de
apartar a los demonios, o de demostrar la inutilidad del cuerpo durante la
búsqueda espiritual. La historia de los santos estaba llena de ejemplos: Santa
Rosa corría por el jardín, mientras las espinas herían su carne, Santo Domingo
Loricatus se azotaba regularmente todas las noches antes de dormir, los
mártires se entregaban voluntariamente a la lenta muerte en la cruz o en los
dientes de animales salvajes. Todos decían que el dolor, una vez superado, era
capaz de llevar al éxtasis religioso.
Estudios
recientes, no confirmados, indicaban que un cierto tipo de hongo con
propiedades alucinógenas se desarrollaba en las heridas, lo que causaba las
visiones. El placer parecía ser tanto que la práctica en seguida salió de los
conventos y empezó a difundirse por el mundo.
En
1718, fue publicado el Tratado de
autoflagelación, que enseñaba cómo descubrir el placer a través del
dolor, pero sin causar daño al cuerpo. Al final de ese siglo, había decenas de
lugares en toda Europa donde las personas sufrían para llegar a la alegría. Hay
documentos de reyes y princesas que se hacían flagelar por sus
esclavos, hasta descubrir que el placer no sólo estaba en recibir, sino
también en infligir dolor, aunque fuese más exhaustivo, y menos gratificante.
Mientras
fumaba su cigarrillo, Terence experimentaba un cierto placer al saber que la
mayor parte de la humanidad jamás podría comprender lo que él pensaba.
Mejor
así: pertenecer a un círculo cerrado, al que sólo los elegidos tenían acceso.
Volvió a recordar cómo el tormento de estar casado se transformó en la
maravilla de estar casado. Su mujer sabía que visitaba Géneve con ese
propósito, y no se enfadaba, al contrario, en este mundo enfermo, ella era
feliz porque su marido conseguía la recompensa que deseaba, después de una
semana de arduo trabajo.
La
chica que acababa de salir de la habitación lo había entendido todo. Sentía
que su alma estaba cerca de la de ella, aunque todavía no estuviese preparado
para enamorarse, porque amaba a su mujer. Pero le gustó pensar que era libre y
que podía soñar con una nueva relación.
Sólo
faltaba hacerle experimentar lo más difícil: transformarla en la Venus de las
pieles, en Dominatrix, en la Señora, capaz de humillar y de castigar sin
piedad. Si pasaba la prueba, estaría preparado para abrir su corazón y dejarla
entrar.
Del
diario de María, aún embriagada por el vodka y el placer:
Cuando no tuve nada que perder, lo recibí todo. Cuando dejé de ser
quien era, me encontré a mí misma. Cuando conocí la humillación y la sumisión
total, fui libre. No sé si estoy enferma, si todo aquello fue un sueño, o si
sucede sólo una vez. Sé que puedo vivir sin eso, pero me gustaría hacerlo de
nuevo, repetir la experiencia, ir más lejos de lo que he ido.
Estaba algo asustada por el dolor, pero no era tan fuerte como la
humillación; era sólo un pretexto. En el momento en el que tuve el primer
orgasmo en muchos meses, a pesar de los muchos hombres y de las muchas y
diferentes cosas que han hecho con mi cuerpo, me sentí -¿será eso posible?- más
cerca de Dios. Recordé lo que él dijo respecto de la Peste Negra, sobre el
momento en el que los flagelantes, al ofrecer su dolor por la salvación de la
humanidad, encontraban en ella el placer. Yo no quería salvar a la humanidad,
ni a él, ni a mí misma; simplemente estaba allí.
El arte del sexo es el arte de controlar el descontrol.
§
No
era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a petición de
María, a la que le gustaba una pizza que sólo preparaban allí. No estaba mal
ser un poco caprichosa. Ralf debería haber aparecido un día antes, cuando
todavía era una mujer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la vida
había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin tener
que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente,
simplemente porque no había pensado en él, había descubierto cosas que le
interesaban más.
¿Qué
hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le gustaba, sólo para
pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa? Cuando él entró en
la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle que ya no estaba
interesada, que buscase a otra persona; pero por otro lado, tenía una inmensa
necesidad de hablar con alguien sobre la noche anterior.
Lo
había intentado con alguna otra prostituta que también servía a los «clientes
especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención, porque María era
lista, aprendía de prisa, se había convertido en la gran amenaza del
Copacabana. Ralf Hart, de todos los hombres que conocía, era tal vez el único
que podía en tenderla, pues Milan lo consideraba un «cliente especial». Pero
él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas más difíciles,
mejor no decir nada.
-¿Qué
sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, María no había
conseguido controlarse. Ralf dejó de comer la pizza.
-Lo
sé todo. Y no me interesa.
La
respuesta había sido rápida, y María se quedó sorprendida. Entonces, ¿todo el
mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era aquél?
-He
conocido mis demonios y mis tinieblas -continuó Ralf-. Fui hasta el fondo, lo he
probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin embargo, la
última noche que nos vimos fui hasta mis límites a través del deseo, y no del
dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero cosas buenas,
muchas cosas buenas de esta vida.
Tuvo
ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no sigas por ese camino».
Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que los llevase
hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían caminado juntos el
día en que se habían conocido. A María le extrañó la petición, permaneció
callada, su instinto le decía que tenía mucho que perder, aunque su mente
estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche anterior.
Despertó
de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago; aunque todavía
era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche.
-¿Qué
hacemos aquí? -preguntó cuando salieron del taxi-. Hace viento, voy a
resfriarme.
-He
pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento y placer.
Quítate los zapatos.
Ella
recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo mismo, y
se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no la dejaba
en paz?
-Voy
a resfriarme.
-Haz
lo que te digo -insistió él-. No vas a resfriarte, si no tardamos mucho. Cree
en mí, como yo creo en ti.
Sin
ninguna razón aparente, María entendió que él quería ayudarla; tal vez porque
ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría el mismo riesgo.
No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo, en el que
descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo, pensó en
Brasil, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese universo
diferente, y como Brasil era lo más importante en su vida, se quitó los
zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron sus
medias, pero eso no tenía importancia, compraría otras.
-Quítate
el abrigo.
Ella
podría haber dicho que no pero, desde la noche anterior, se había acostumbrado
a la alegría de poder decir «sí» a todo lo que estaba en su camino. Se quitó el
abrigo, el cuerpo aún caliente no reaccionó en seguida, pero poco a poco el
frío la fue incomodando.
-Vamos
a andar. Y vamos a hablar.
-Aquí
es imposible: el suelo está lleno de piedras. -Justamente por eso; quiero que
sientas estas piedras, quiero que te provoquen dolor, que te hagan daño, porque
debes de haber probado, como yo probé, el sufrimiento aliado al placer, y tengo
que arrancar eso de tu alma.
María
sintió el deseo de decir: «No es necesario, me gusta». Pero caminó sin prisa,
la planta de los pies empezó a escocerle, debido al frío y a las piedras.
-Una
de mis exposiciones me llevó a Japón, justamente cuando estaba totalmente
metido en eso que tú llamaste «sufrimiento, humillación y mucho placer». En
aquella época, yo creía que no había camino de vuelta, que caería cada vez más
bajo, y que ya nada quedaba en mi vida, excepto el deseo de castigar y ser
castigado.
»Somos
seres humanos, nacemos llenos de culpa, nos da miedo cuando la felicidad se
transforma en algo posible, y morimos queriendo castigar a los demás porque
siempre sentimos impotencia, injusticia, infelicidad. Pagar por tus pecados, y
poder castigar a los pecadores, ah, ¿no es una delicia? Sí, es genial.
María
andaba, el dolor y el frío hacían difícil prestar atención a sus palabras, pero
ella se esforzaba.
-He
visto las marcas en tus muñecas.
Las
esposas. Se había puesto varias pulseras para disimular, sin embargo, los ojos
acostumbrados saben siempre lo que están buscando.
-En
fin, si todo aquello que has probado recientemente te está conduciendo a dar
ese paso, no seré yo quien te lo impida; pero nada de eso tiene relación con
la verdadera vida.
-¿Qué
paso?
-Dolor
y placer. Sadismo y sadomasoquismo. Llámalo como quieras, pero si estás segura
de que ése es tu camino, sufriré, recordaré el deseo, las veces que nos vimos,
el paseo por el Camino de Santiago, tu luz. Guardaré en un lugar especial tu
bolígrafo, y cada vez que encienda aquella chimenea me acordaré de ti. Sin
embargo, no te buscaré más.
María
sintió miedo, pensó que era el momento de dar marcha atrás, de decir la verdad,
de dejar de fingir que sabía más que él. -Lo que he probado recientemente,
mejor dicho, ayer, jamás lo había probado antes. Y me asusta que, en el límite
de la degradación, pudiese encontrarme a mí misma.
Se
estaba haciendo difícil seguir hablando, sus dientes castañeteaban de frío, y
los pies le dolían mucho.
-En
mi exposición, en una región llamada Kumano, apareció un leñador -continuó
Ralf, como si no hubiese oído lo que ella decía-. No le gustaron mis cuadros,
pero fue capaz de descifrar, a través de la pintura, lo que yo estaba viviendo
y sintiendo. Al día siguiente, me buscó en el hotel y me preguntó si estaba contento;
si lo estaba, debía seguir haciendo lo que me gustaba. Si no lo estaba, debía
acompañarlo y pasar unos días con él.
»Me
hizo andar por las piedras, como yo hago ahora contigo. Me hizo sentir frío. Me
obligó a entender la belleza del dolor, pero un dolor aplicado por la
naturaleza, no por el hombre. A eso lo llamó Shugen-do,
una
práctica milenaria.
»Me
dijo que era un hombre que no tenía miedo al dolor, y eso era bueno, porque
para dominar el alma hay que aprender a dominar el cuerpo. Me dijo también que
estaba usando el dolor de manera equivocada, y que eso era muy ruin.
»Aquel
leñador, ignorante, creía que me conocía mejor que yo mismo, y eso me irritaba,
al mismo tiempo que me enorgullecía al saber que mis cuadros eran capaces de
expresar exactamente lo que yo estaba sintiendo.
María
sintió que una piedra más puntiaguda le cortaba el pie, pero el frío era más
fuerte, su cuerpo estaba quedándose dormido, y no era capaz de seguir las
palabras de Ralf. ¿Por qué los hombres, en este mundo de Dios, sólo tenían
interés en mostrarle el dolor? El dolor sagrado, el dolor con placer, el dolor
con explicaciones o sin explicaciones, pero siempre era dolor, dolor...
El
pie herido tocó otra piedra, ella reprimió el grito y continuó andando. Al
principio había intentado mantener su integridad, su autodominio, aquello que
él llamaba «luz». Pero ahora andaba despacio, mientras su estómago y su
pensamiento daban vueltas: pensó en vomitar. Pensó en parar, nada de aquello
tenía sentido, pero no paró.
No
paró por respeto a sí misma; podía aguantar aquella caminata descalza el
tiempo que fuese necesario, porque no iba a durar toda la vida. Y de repente
otro pensamiento cruzó el espacio: ¿y si no podía ir al Copacabana al día
siguiente, por un serio problema en los pies, o por una fiebre causada por la
gripe que, seguramente, se iba a instalar en su cuerpo poco afortunado? Pensó
en los clientes que la esperaban, en Milan, que tanto confiaba en ella, en el
dinero que dejaría de ganar, en la hacienda, en sus padres orgullosos. Pero el
sufrimiento pronto apartó cualquier tipo de reflexión, y ella daba un paso tras
otro, loca porque Ralf Hart reconociese su esfuerzo y le dijese que era
suficiente, que podía ponerse los zapatos.
Sin
embargo, él parecía indiferente, lejos, como si aquélla fuese la única manera
de librarla de algo que no conocía bien, que la seducía, pero que acabaría
dejando marcas más profundas que las de las esposas. Aun sabiendo que intentaba
ayudarla, y por más que se esforzase para seguir adelante y mostrar la luz de
su fuerza de voluntad, el dolor no la dejaba tener pensamientos profanos o
nobles, era simplemente dolor, que ocupaba todo el espacio, asustaba, y la
obligaba a pensar que tenía un límite y que no lo conseguiría.
Pero
dio un paso. Y otro.
El
dolor ahora parecía invadir el alma y debilitarla espiritualmente, porque una
cosa es hacer un poco de teatro en un hotel de cinco estrellas, desnuda, con
vodka, caviar, y un látigo entre las piernas, y otra, estar a la intemperie,
descalza, con piedras cortándole los pies. Estaba desorientada, no conseguía
intercambiar ni una palabra con Ralf Hart, todo lo que existía en su universo
eran las piedras pequeñas y cortantes que marcaban el camino por entre los
árboles.
Entonces,
cuando pensaba que iba a desistir, un extraño sentimiento la invadió: había
llegado a su límite, y más allá había un espacio vacío, donde parecía flotar e
ignorar lo que sentía. ¿Sería ésa la sensación que experimentaban los
penitentes? En la otra extremidad del dolor descubría una puerta a un nivel
diferente de conciencia, y ya no había espacio para nada más, sólo para la naturaleza
implacable, y para ella misma, invencible.
Todo
a su alrededor se transformó en un sueño: el jardín mal iluminado, el lago
oscuro, Ralf en silencio, alguna pareja que otra que paseaba, sin darse cuenta
de que ella iba descalza y andaba con dificultad. No sabía si era el frío o el
sufrimiento, pero de repente dejó de sentir su cuerpo, entró en un estado en
el que no hay ningún deseo ni miedo, sólo una misteriosa, ¿cómo definirlo?,
una misteriosa «paz». El límite del dolor no era su límite; podía ir más allá.
Pensó
en todos los seres humanos que sufrían sin pedirlo, y allí estaba ella,
provocando su propio sufrimiento, pero aquello ya no le importaba, había
cruzado las fronteras del cuerpo, y ahora simplemente le quedaba el alma, la
«luz», una especie de vacío, que alguien, algún día, llamó Paraíso. Hay ciertos
sufrimientos que sólo pueden ser olvidados cuando podemos flotar sobre nuestro
propio dolor.
Por
último, recordó a Ralf mientras la tomaba en brazos, se quitaba la chaqueta, y
la ponía sobre sus hombros. Debía de tener demasiado frío, pero poco importaba;
estaba contenta, no tenía miedo, había vencido. No se había humillado ante él.
Los
minutos se convirtieron en horas, ella debía de haber dormido en sus brazos,
porque cuando despertó, aunque todavía era de noche, estaba en una habitación
con un aparato de televisión en una de las esquinas y nada más. Blanco, vacío.
Ralf
apareció con un chocolate caliente.
-Todo
va bien-dijo él-. Has llegado a donde debías llegar. -No quiero chocolate,
quiero vino. Y quiero bajar a nuestro sitio, la chimenea, los libros tirados
por todas partes.
Había
dicho «nuestro sitio»; eso no era lo que había planeado. Se miró los pies;
aparte de un pequeño corte, sólo había marcas rojas, que desaparecerían al
cabo de algunas horas. Con cierta dificultad, bajó la escalera sin prestar
mucha atención a nada; se puso en su esquina, en la alfombra, al lado de la
chimenea; había descubierto que allí siempre se sentía bien, como si fuese su
«sitio», su lugar en aquella casa.
-El
leñador me dijo que, cuando se hace algún tipo de ejercicio físico, cuando se
le exige todo al cuerpo, la mente gana una fuerza espiritual extraña que tiene
que ver con la «luz» que vi en ti. ¿Qué sentiste?
-Que
el dolor es amigo de la mujer.
-Ése
es el peligro.
-Que
el dolor tiene un límite. -Ésa es la salvación. No lo olvides.
La
mente de María aún estaba confusa; había experimentado esa «paz», al ir más
allá de su límite. Él le había mostrado otro tipo de sufrimiento, y también
ése le había dado un extraño placer. Ralf tomó una gran carpeta y la abrió.
Eran dibujos.
-La
historia de la prostitución. Es lo que me pediste, cuando nos vimos.
Sí,
se lo había pedido, pero era simplemente una manera de pasar el tiempo, de
intentar resultar interesante. Eso no tenía la menor importancia ahora.
-Durante
todos estos días he estado navegando por un mar desconocido. No creí que
hubiese una historia, pensaba simplemente que era la profesión más antigua del
mundo, como dice la gente. Pero hay una historia; mejor dicho, dos historias.
-¿Y
estos dibujos?
Ralf
Hart pareció un poco decepcionado porque ella no lo comprendía, pero en seguida
se controló y siguió adelante. -Son las cosas que pinté mientas leía,
investigaba, aprendía. -Hablaremos de eso otro día; hoy no quiero cambiar de tema,
necesito entender el dolor.
-Lo
sentiste ayer y descubriste que conducía al placer. Lo has sentido hoy y has
encontrado la paz. Por eso te digo: no te acostumbres, porque es muy fácil
acostumbrarse a vivir con él, es una droga poderosa. Está en nuestra vida
cotidiana, en el sufrimiento escondido, en la renuncia que hacemos y culpamos
al amor por la derrota de nuestros sueños. El dolor asusta cuando muestra su
verdadera cara, pero es seductor cuando se viste de sacrificio, renuncia. O
cobardía. El ser humano, por más que lo rechace, siempre encuentra alguna
manera de estar con él, de enamorarlo, de hacer que sea parte de su vida.
-No
lo creo. Nadie desea sufrir.
-Si
consigues entender que puedes vivir sin sufrimiento, ya es un gran paso, pero
no creas que otras personas van a comprenderte. Sí, nadie desea sufrir y, aun
así, casi todos buscan el dolor, el sacrificio, y se sienten justificados,
puros, merecedores del respeto de sus hijos, de sus maridos, de los vecinos,
de Dios. No pensemos en eso ahora, sólo tienes que saber que lo que mueve el
mundo no es la búsqueda del placer, sino la renuncia a todo lo que es
importante.
»¿El soldado va a la guerra a matar al enemigo? No:
va a morir por su país. ¿Le gusta a la mujer mostrarle a su marido lo contenta
que está? No: quiere que él vea cuánto se dedica, cuánto sufre para verlo
feliz. ¿Va el marido al trabajo pensando que llegará a su realización
personal? No: está dando su sudor y sus lágrimas por el bien de la familia. Y
así sucesivamente: hijos que renuncian a los sueños para alegrar a sus padres,
padres que renuncian a la vida para alegrar a los hijos, dolor y sufrimiento
que justifican aquello que debía proporcionar simplemente alegría: amor.
-Para.
Ralf
paró. Era el momento adecuado para cambiar de asunto, se puso a enseñarle los
dibujos. Al principio, todo parecía confuso, había perfiles de personas, pero
también garabatos, colores, trazos nerviosos o geométricos. Poco a poco, sin
embargo, ella empezó a entender lo que él decía, porque cada palabra suya iba
acompañada de un gesto, y cada frase la llevaba a un mundo del cual hasta
entonces se había negado a formar parte; se decía a sí misma que aquello no
dejaba de ser un período de su vida, una manera de ganar dinero y nada más.
-Sí,
he descubierto que no hay solamente una, sino dos historias de la
prostitución. La primera la conoces muy bien porque es también la tuya: una chica
hermosa descubre, por diversas razones que ella ha escogido o que han escogido
por ella, que la única manera de sobrevivir es vendiendo su cuerpo. Algunas terminan
dominando naciones, como Mesalina hizo con Roma, otras se convierten en mitos,
como Madame Du Barry, otras enamoran a la aventura y la desgracia al mismo
tiempo, como la espía Mata Hari. Pero la mayoría jamás tendrá un momento de
gloria ni un gran desafío: serán para siempre chicas de pueblo que vienen en
busca de fama, marido, aventura, que acaban descubriendo otra realidad, se
sumergen en ella por algún tiempo, se acostumbran, creen que siempre tienen el
control, y no consiguen hacer nada más.
»Los
artistas continúan haciendo sus esculturas, sus pinturas, y escribiendo sus
libros hace más de tres mil años. De esta misma manera, las prostitutas
continúan su trabajo a través del tiempo como si nada hubiese cambiado mucho.
¿Quieres saber detalles?
María
asintió con la cabeza. Necesitaba ganar tiempo, entender el dolor, empezaba a
tener la sensación de que algo muy ruin había salido de su cuerpo mientras
caminaba por el parque.
-Aparecen
prostitutas en los textos clásicos, en los jeroglíficos egipcios, en la
tradición sumeria, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pero la profesión no
se organiza hasta el siglo vi antes de Cristo, cuando el legislador Solón (en
Grecia) instituye burdeles controlados por el Estado, e inicia el cobro de
impuestos por el «comercio de la carne». Los hombres de negocios atenienses se
alegran porque lo que antes estaba prohibido ahora es legal. Las prostitutas, a
su vez, empiezan a ser clasificadas según los impuestos que pagan.
»A
la más barata se la llamaba pornai, esclava que
pertenece a los dueños del establecimiento. Después está la peripatética, que consigue a sus clientes en
la calle. Finalmente, con el nivel más alto de precio y de calidad, está la hetaira, la «compañía femenina», que
acompaña a los hombres de negocios en sus viajes, frecuenta los restaurantes
elegantes, es dueña de su propio dinero, da consejos, interfiere en la vida
política de la ciudad. Como ves, lo que sucedió ayer, también sucede hoy.
»En
la Edad Media, a causa de las enfermedades de transmisión sexual...
Silencio,
miedo a la gripe, calor de la chimenea, ahora necesaria para calentar su
cuerpo y su alma. María no quería seguir escuchando aquella historia, tenía la
sensación de que el mundo se había parado, de que todo se repetía, y de que el
hombre jamás sería capaz de darle al sexo el respeto merecido.
-No
pareces interesada.
Ella
hizo un esfuerzo. A fin de cuentas, era el hombre al que había decidido
entregar su corazón, aunque ya no estuviese tan segura de ello.
-No
me interesa aquello que conozco; eso me entristece. Dijiste que había otra
historia.
-La
otra historia es exactamente lo contrario: la prostitución sagrada.
De
repente, ella había salido de su estado somnoliento y lo escuchaba con
atención. ¿Prostitución sagrada? ¿Ganar dinero con el sexo y, aun así,
acercarse a Dios?
-El
historiador griego Herodoto escribe con respecto a Babilonia: «Hay allí una
costumbre muy extraña: toda mujer nacida en Sumeria está obligada, por lo
menos una vez en su vida, a ir al templo de la diosa Ishtar y entregar su
cuerpo a un desconocido, como un símbolo de hospitalidad, y por un precio
simbólico».
Después
preguntaría quién era esa diosa; tal vez también ella la ayudase a recuperar
algo que había perdido, pero que no sabía lo que era.
-La
influencia de la diosa Ishtar se expandió por todo Oriente Medio,
alcanzó Cerdeña, Sicilia y los puertos del mar Mediterráneo. Más tarde,
durante el Imperio romano, otra diosa, Vesta, exigía la virginidad total o la
entrega total. Para mantener el fuego sagrado, mujeres de su templo se
encargaban de iniciar a los jóvenes y a los reyes en el camino de la
sexualidad, cantaban himnos eróticos, entraban en trance, y entregaban su
éxtasis al universo, en una especie de comunión con la divinidad.
Ralf
Hart le enseñó una fotocopia con algunas letras antiguas, con la traducción en
alemán a pie de página. Declamó despacio, traduciendo cada verso:
Cuando estoy sentada en la puerta de una taberna,
yo, Ishtar, la diosa,
soy prostituta, madre, esposa, divinidad.
Soy lo que llaman Vida,
aunque ustedes lo llamen Muerte.
Soy lo que llaman Ley,
aunque ustedes lo llamen Marginal.
Soy lo que ustedes buscan
y aquello que consiguieron.
Soy aquello que ustedes esparcieron
y ahora recogen mis pedazos.
María
lloró un poco, y Ralf Hart rió; su energía vital estaba volviendo, la «luz»
empezaba a brillar de nuevo. Era mejor seguir con la historia, enseñarle los
dibujos, hacerla sentirse amada.
-Nadie
sabe por qué desapareció la prostitución sagrada, después de haber durado por
lo menos dos milenios. Tal vez por culpa de las enfermedades, o de una
sociedad que cambió sus reglas cuando las religiones también cambiaron. En fin,
ya no existe y no volverá a existir. Hoy en día, los hombres controlan el
mundo, y el término sólo sirve para crear un estigma y llamar prostituta a
cualquier mujer que ande por fuera de la línea.
-¿Puedes
ir al Copacabana mañana?
Ralf
no entendió la pregunta, pero estuvo de acuerdo inmediatamente.
Del
diario de María, la noche que caminó descalza por el jardín Inglés en Genéve:
No me importa si algún día fue sagrado o no, pero YO ODIO LO QUE HAGO. Está
destruyendo mi alma, haciéndome perder el contacto conmigo misma, enseñándome
que el dolor es una recompensa, que el dinero lo compra todo, que lo justifica
todo.
Nadie es feliz a mi alrededor, los clientes saben
que tienen que pagar por aquello que deberían tener gratis, y eso es
deprimente. Las mujeres saben que tienen que vender aquello que les gustaría
entregar simplemente por placer y cariño, y eso es destructivo. He luchado
mucho antes de escribir esto, de aceptar que era infeliz, que estaba
descontenta, que tenía, y aún tengo, que resistir algunas semanas más.
Sin embargo, ya no puedo seguir así, fingir que todo
es normal, que es un período, una época de mi vida. Quiero olvidarla, necesito
amar, sólo eso, necesito amar.
La vida es corta, o demasiado larga para que yo
pueda permitirme el lujo de vivirla tan mal.
§
No
es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, sino un hotel que
puede estar en cualquier lugar del mundo, siempre con los mismos muebles, y
ese ambiente que pretende ser familiar, lo que lo hace aún más distante.
No
es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del
sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Camino de Santiago, una ruta de
peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra
en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos,
se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pero
anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino
necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se
arrastran por él.
Apagar
la luz. Cerrar las cortinas.
Pedirle
que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscuridad física nunca es
total, y cuando los ojos ya están acostumbrados, pueden ver, en el contorno de
una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez
que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo.
Sacar
dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que
no quedase ningún rastro de perfume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que
le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los
infiernos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que
simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle
algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la
venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera
oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama.
«No,
no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siempre hemos hecho, frente a
frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus
rodillas.»
Siempre
quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer
novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que
pagó mil francos, tal vez esperando más de lo que ella fue capaz de dar;
aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni
con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y
salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también
en ella, a veces con sueños románticos, a veces sólo con el instinto de repetir
algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no
se comportaba así, no era hombre.
Se
acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen
rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, porque allí está la luz de su
propio amor escondido. El pecado original no fue la manzana que Eva comió, fue
creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había probado. Eva
tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y entonces quiso
compartir lo que sentía.
Ciertas
cosas no se comparten. Tampoco se puede tener miedo de los océanos en los que
nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de
todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos
los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros.
«Amo
a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos
libres en nuestra entrega, tengo que repetir eso decenas, centenas, millones
de veces, hasta creerme mis propias palabras. »
Piensa
un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan con ella. Piensa
en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea simplemente once
minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así; el hombre
también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un sentido para su
vida.
¿Es
que su madre se comporta como ella y finge tener un orgasmo con su padre? c0
es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar que una mujer
siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor, pero ahora, con
los ojos vendados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo el origen de
todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que hubiese
comenzado.
El
contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su padre, a su
madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado toda la tarde buscando lo
que podría darle a un hombre que le devolvía la dignidad, que la hacía
entender que la búsqueda de la alegría es más importante que la necesidad del
dolor.
«Me
gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, como ayer me enseñó sobre
el sufrimiento, las prostitutas de la calle, las prostitutas sagradas. Vi que
es feliz cuando me hace aprender algo, entonces, que me haga aprender, que me
guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al alma,
a la penetración, al orgasmo.»
Extiende
el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras,
diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que
descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que
la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no
siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos,
como si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en
que la energía sexual aflora más rápidamente.
Los
dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que
siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de
veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera
casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún
olor en su mano, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en
ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio.
Acaricia,
y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la noche, porque es agradable,
no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no
tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está
húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo
desea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionando su
cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de
prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se
erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez
sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas
tienen una textura diferente, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero
en qué estaba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo.
Los
dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella
quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su
pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez
sabiendo eso, él
provoca,
se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Están duros, él juega
un poco, eso estremece su cuerpo aún más, dejando su sexo más caliente y más
húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los
pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor,
pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más
alucinante.
Ella
hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando sólo el pelo de las
piernas, y también siente el calor, cuando se acerca al sexo. De repente es
como si hubiese recuperado misteriosamente la virginidad, como si descubriese
por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba,
pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más
tiempo, quién sabe.
Y
empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las
prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo comienza a crecer en sus
manos, y ella aumenta lentamente la presión, ahora sabiendo dónde debe tocar,
más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos,
empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy
excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea
pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de
arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un poco del líquido que
brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos circulares que hizo
en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma.
Una
de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que
ahora me abrazase»). Pero no, están descubriendo el cuerpo, tienen tiempo,
necesitan mucho tiempo. Podrían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural
del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que
controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la
primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sintiendo que la calentaba,
que la hacía ver el mundo diferente, la hacía sentirse más cómoda y más en
contacto con la vida.
Desea
también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvidar para siempre el mal
vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que
termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma.
Ella
se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y
desea gemir también, pero se controla, siente que aquel calor se expande por
todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la
energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea
ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, expandir
el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el
deseo, volver a ser virgen.
Se
quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz
de la mesilla de noche. Los dos están desnudos, pero no sonríen, sólo se
miran. Yo soy el amor, yo soy la música, piensa ella. Vamos a bailar.
Pero
no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo,
ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría
invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a
sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar.
Dice
que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando
algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están
danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un
lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día.
Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el
mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría cerrar el
ciclo y hacer que todo se acabase.
Él
dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una
iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de
Santiago, parte de la misteriosa peregrinación de ambos desde que se
encontraron.
Del
diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a Brasil:
No hay comentarios:
Publicar un comentario