El Tulipán Negro
Alejandro Dumas

I
Un Pueblo Agradecido
El 20 de agosto de 1672, la ciudad de
La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días
son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes
árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus
canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la
ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus
calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes,
inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en
mano, hacia la Buytenhoff, formidable prisión de la que aún se conservan hoy
día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada
contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del
ex gran pensionario de Holanda.
Si la historia de ese tiempo, y sobre
todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estuviera
ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las
pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero
anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre
el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en
las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta
explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al
entendimiento del gran acontecimiento político en la cual se enmarca.
Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de
Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de
Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía
cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal
como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un
amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de
Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.
Si raro resulta que, en sus evoluciones
caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe,
así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los
hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto
nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una
prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato
veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al
que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno, adoptado para
la posteridad.
Los dos De Witt trataban con miramiento
a Luis XIV, del que sentían crecer el ascendiente moral sobre toda Europa, y
del que acababan de sentir el ascendiente material sobre Holanda por el éxito
de aquella campaña maravillosa del Rin, ilustrada por ese héroe de romance que
se llamaba conde De Guiche, y cantada por Boileau, campaña que en tres meses
acababa de abatir el poderío de las Provincias Unidas.
Luis XIV era desde hacía tiempo enemigo
de los holandeses, que le insultaban y ridiculizaban cuanto podían, casi
siempre, en verdad, por boca de los franceses refugiados en Holanda. El
orgullo nacional hacía de él el Mitrídates de la república. Existía, pues, contra
los De Witt la doble animadversión que resulta de una enérgica resistencia
seguida por un poder luchando contra el gusto de la nación, y de la fatiga
natural a todos los pueblos vencidos, cuando esperan que otro jefe pueda
salvarlos de la ruina y de la vergüenza.
Ese otro jefe, dispuesto a aparecer,
dispuesto a medirse contra Luis XIV, por gigantesca que pareciera ser su
fortuna futura, era Guillermo, príncipe de Orange, hijo de Guillermo II, y
nieto, por parte de Henriette Stuart, del rey Carlos I de Inglaterra, ese niño
taciturno, del que ya hemos dicho que se veía aparecer su sombra detrás del
estatuderato.
Ese joven tenía veintidós años en 1672.
Jean de Witt había sido su preceptor y lo había educado con el fin de hacer de
este antiguo príncipe un buen ciudadano. En su amor por la patria que lo había
llevado por encima del amor por su alumno, por un edicto perpetuo, le había
quitado la esperanza del estatuderato. Pero Dios se había reído de esta
pretensión de los hombres, que hacen y deshacen las potencias de la Tierra sin
consultar con el Rey del cielo; y por el capricho de los holandeses y el terror
que inspiraba Luis XIV, acababa de cambiar la política del gran pensionario y
de abolir el edicto perpetuo restableciendo el estatuderato en Guillermo de
Orange, sobre el que tenía sus designios, ocultos todavía en las misteriosas
profundidades del porvenir.
El gran pensionario se inclinó ante la
voluntad de sus conciudadanos; pero Corneille de Witt fue más recalcitrante, y
a pesar de las amenazas de muerte de la plebe orangista que le sitiaba en su
casa de Dordrecht, rehusó firmar el acta que restablecía el estatuderato.
Bajo las súplicas de su llorosa mujer,
firmó al fin, añadiendo solamente a su nombre estas dos letras: V. C. (Vi
coactus), lo que quería decir: «Obligado por la fuerza.»
Por un verdadero milagro, aquel día
escapó a los golpes de sus enemigos.
En cuanto a Jean de Witt, su adhesión,
más rápida y más fácil a la voluntad de sus conciudadanos apenas le fue más
provechosa. Pocos días después resultó víctima de una tentativa de asesinato.
Cosido a cuchilladas, poco faltó para que muriera de sus heridas.
No era aquello lo que necesitaban los
orangistas. La vida de los dos hermanos era un eterno obstáculo para sus
proyectos; cambiaron, pues, momentáneamente, de táctica, libres, en un momento
dado, para coronar la segunda con la primera, a intentaron consumar, con ayuda
de la calumnia, lo que no habían podido ejecutar con el puñal.
Resulta bastante raro que, en un
momento dado, se encuentre, bajo la mano de Dios, un gran hombre para ejecutar
una gran acción, y por eso, cuando se produce por casualidad esta combinación
providencial, la Historia registra en el mismo instante el nombre de ese hombre
elegido, y lo recomienda a la posteridad.
Pero cuando el diablo se mezcla en los
asuntos humanos para arruinar una existencia o trastornar un Imperio, es muy
extraño que no se halle inmediatamente a su alcance algún miserable al que no
hay más que soplarle una palabra al oído para que se ponga seguidamente a la
tarea.
Ese miserable, que en esta
circunstancia se encontró dispuesto para ser el agente del espíritu malvado, se
llamaba, como creemos haber dicho ya, Tyckelaer, y era cirujano de profesión.
Declaró que Corneille de Witt,
desesperado, como había demostrado, además, por su apostilla, de la derogación
del edicto perpetuo, a inflamado de odio contra Guillermo de Orange, había
encargado a un asesino que librase a la república del nuevo estatúder, y que
ese asesino era él, Tyckelaer, quien, atormentado por los remordimientos ante
la sola idea de la acción que se le pedía, había preferido revelar el crimen
que cometerlo.
Pueden imaginarse la explosión que
se originó entre los orangistas ante la noticia de este complot. El procurador
fiscal hizo arrestar a Corneille en su casa, el 16 de agosto de 1672; el Ruart
de Pulten, el noble hermano de Jean de Witt, sufrió en una sala de la
Buytenhoff la tortura preparatoria destinada a arrancarle, como a los más
viles criminales, la confesión de su pretendido complot contra Guillermo.
Pero Corneille tenía no solamente un
gran talento, sino también un gran corazón. Pertenecía a la gran familia de
mártires que, teniendo la fe política, como sus antepasados tenían la fe
religiosa, sonríen en los tormentos, y, durante la tortura, recitó con voz
firme y espaciando los versos según su metro, la primera estrofa de Justum
et tenacem de Horacio, no confesó nada, y agotó no solamente la fuerza
sino también el fanatismo de sus verdugos.
No por ello los jueces exoneraron menos
a Tyckelaer de toda acusación, ni dejaron de pronunciar contra Corneille una
sentencia que le degradaba de todos sus cargos y dignidades, condenándole a las
costas del juicio y desterrándole a perpetuidad del territorio de la
república.
Ya era algo para la satisfacción del
pueblo, a los intereses del cual se había dedicado constantemente Corneille
de Witt, ese arresto realizado no solamente contra un inocente, sino también
contra un gran ciudadano. Sin embargo, como se verá, esto no fue bastante.
Los atenienses, que han dejado una
hermosa reputación de ingratitud, cedían en este punto ante los holandeses.
Aquellos se contentaron con desterrar a Arístides.
Jean de Witt, a los primeros rumores‑de
la acusación formulada contra su hermano, había dimitido de su cargo de gran
pensionario. Así era dignamente recompensado por su devoción al país. Se
llevaba a su vida privada sus disgustos y sus heridas, únicos beneficios que
consiguen en general las personas honradas culpables de laborar por su patria
olvidándose de ellas mismas.
Durante este tiempo, Guillermo de
Orange esperaba, no sin apresurar los acontecimientos por todos los medios en
su poder, a que el pueblo del que era ídolo le construyera con los cuerpos de
los dos hermanos los dos peldaños que le hacían falta para alcanzar la silla
del estatuderato.
Ahora bien, el 29 de agosto de 1672,
como hemos dicho al comenzar este capítulo, toda la ciudad corría hacia la
Buytenhoff para asistir a la salida de Corneille de Witt de la prisión, partiendo
para el exilio, y ver qué señales había dejado la tortura sobre el cuerpo de
ese hombre que conocía tan bien a Horacio.
Apresurémonos a añadir que toda aquella
multitud que se dirigía hacia la Buytenhoff no acudía solamente con esta
inocente intención de asistir a un espectáculo, sino que muchos, en sus filas,
tenían que representar un papel, o más bien completar un trabajo que creían había
sido mal realizado.
Nos referimos al trabajo del verdugo.
Había otros, en verdad, que acudían con
intenciones menos hostiles. Para ellos se trataba solamente de ese espectáculo,
siempre atrayente para la multitud, con el que se halaga el instintivo orgullo
de ver arrastrándose por el polvo al que ha estado mucho tiempo de pie.
Ese Corneille de Witt, ese hombre sin miedo,
se decían, ¿no estaba encerrado, debilitado por la tortura? ¿No iban a verlo,
pálido, sangrante, avergonzado? ¿No era un hermoso triunfo para esta burguesía,
más envidiosa todavía que el pueblo, y del que todo buen ciudadano de La Haya
debía tomar parte?
Y, además, se decían los agitadores
orangistas hábilmente mezclados en aquel gentío al que esperaban manejar como
un instrumento decisivo y contundente a la vez, ¿no se encontrará, desde la
Buytenhoff a la puerta de la ciudad, una ocasión para lanzar un poco de barro,
incluso algunas piedras, a ese Ruart de Pulten, que no solamente no ha dado el
estatuderato al príncipe de Orange más que vi coactus, sino que todavía
ha querido hacerlo asesinar?
Sin contar, añadían los feroces
enemigos de Francia, que, si se hacían las cosas bien y se mostraban valientes
en La Haya, no dejarían siquiera partir para el exilio a Corneille de Witt,
quien, una vez libre, tramaría todas sus intrigas con Francia y viviría del oro
del marqués de Louvois con su perverso hermano Jean.
En semejantes disposiciones, como es de
prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los habitantes de
La Haya corrían tan de prisa hacia la Buytenhoff.
En medio de los que más se apresuraban,
lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado
Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor
nacional y de caridad cristiana.
Este valiente facineroso contaba,
embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su
imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud,
las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano
para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.
Y cada frase de su discurso, ávidamente
recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el
príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.
El populacho se dedicaba a maldecir a
aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un
abominable criminal como era ese malvado Corneille.
Y algunos instigadores repetían en voz
baja:
‑¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!
A lo que otros respondían:
‑Un barco le espera en Schweningen, un
barco francés. Tyckelaer lo ha visto.
‑¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado
Tyckelaer! ‑gritaba la muchedumbre a coro.
‑Sin contar ‑decía una voz‑ conque
durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano,
se salvará también.
‑Y los dos bribones se comerán en
Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales,
de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.
‑¡Impidámosles partir! ‑gritaba la voz
de un patriota más avanzado que los otros.
‑¡A la prisión! ¡A la prisión! ‑repetía
el coro.
Y con estos gritos, los ciudadanos
corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos
brillaban.
Sin embargo, no se había cometido
todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes que guardaba los accesos a
la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su
flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus
amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya,
el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el
ángulo de su estribo.
Esta tropa, único escudo que defendía
la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas populares
desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa
que, colocada enfrente a la Buytenhoff para mantener el orden, juntamente con
la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:
‑¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!
La presencia de Tilly y de sus jinetes
era, ciertamente, un freno saludable para todos aquellos soldados burgueses;
mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían
que se puede tener valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los
jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la
turba popular.
Pero entonces, el conde De Tilly avanzó
solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las
cejas.
‑¡Eh, señores de la guardia burguesa! ‑les
increpó‑. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?
Los burgueses agitaron sus mosquetes
repitiendo:
‑¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!
‑¡Viva Orange, sea! ‑dijo el señor De
Tilly‑. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagradables. ¡Muerte a
los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad
tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos
efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré ‑y volviéndose hacia
sus soldados, gritó‑: ¡Arriba las armas, soldados!
Los soldados de De Tilly obedecieron al
mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder inmediatamente a los
burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al
oficial de caballería.
‑¡Vaya, vaya!‑exclamó con ese tono
burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas‑. Tranquilizaos,
burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso
hacia la prisión.
‑¿Sabéis, señor oficial, que nosotros
tenemos mosquetes? ‑replicó furioso el comandante de los burgueses.
‑Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes
‑dijo De Tilly‑. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad
también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola
alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a
veinticinco.
‑¡Muerte a los traidores! ‑gritó la
compañía de los burgueses exasperada.
‑¡Bah! Siempre decís lo mismo ‑gruñó el
oficial‑. ¡Resulta fatigante!
Y recuperó su puesto a la cabeza de la
tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.
Y, sin embargo, el pueblo enardecido no
sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus
víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a
cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose
a la Buytenhoff.
En efecto, Jean de Witt acababa de
descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el
patio principal que precede a la prisión.
Llamó al portero, al que, además,
conocía, diciendo:
‑Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a
mi hermano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciudad, condenado,
como tú sabes, al destierro.
Y el portero, especie de oso
dedicado a abrir y cerrar la puerta de la prisión, lo había saludado y dejado
entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.
A diez pasos de allí, se había
encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de
frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho
pasándole la mano por la barbilla:
‑Buenos días, buena y hermosa Rosa,
¿cómo está mi hermano?
‑¡Oh, Mynheer
Jean! ‑había respondido la joven‑. No es por el daño que
le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.
‑¿Qué temes entonces, bella niña?
‑Temo el daño que le quieren causar Mynheer
Jean.
‑¡Ah, sí! ‑dijo De Witt‑. El pueblo,
¿verdad?
‑¿Lo oís?
‑Está, en efecto, muy alborotado;
pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.
‑Ésta no es, desgraciadamente, una
razón ‑murmuró la joven alejándose para obedecer una señal imperativa que le
había hecho su padre.
‑No, hija mía, no; lo que dices es
verdad ‑luego, continuando su camino, murmuró‑: He aquí una chiquilla que
probablemente no sabe leer y que por consiguiente no ha leído nada, y que
acaba de resumir la historia del mundo en una sola palabra.
Y, siempre tan tranquilo, pero más
melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la
celda de su hermano.
II
Los Dos Hermanos
Como había dicho la bella Rosa en una
duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de
piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían
cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.
Lo cual, visto por el pueblo, que
apreciaba las buenas intenciones de su milicia, se desgañitaba gritando:
‑¡Vivan los burgueses!
En cuanto al señor De Tilly, tan
prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las
pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible
que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de
soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.
‑¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar
la prisión? ‑gritaban los orangistas.
‑¡Ah! ‑respondió el señor De Tilly‑. Me
preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo.
Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se
discute.
‑¡Pero os han dado esta orden para que
los traidores puedan salir de la ciudad!
‑Podría ser, ya que los traidores han
sido condenados al destierro ‑respondió De Tilly.
‑Pero ¿quién ha dado esta orden?
‑¡Los Estados, pardiez!
‑Los Estados nos traicionan.
‑En cuanto a eso, yo no sé nada.
‑Y vos mismo nos traicionáis.
‑¿Yo?
‑Sí, vos.
‑¡Ah, ya! Entendámonos, señores
burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos,
ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.
Y en esto, como el conde tenía tanta
razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y
amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda
la educación posible.
‑Pero, señores burgueses, por favor,
desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere
a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que
lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras
intenciones ni en las mías.
‑Si tal hicierais ‑gritaron los
burgueses‑, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.
‑Sí, pero aunque al hacer fuego sobre
nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes
nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.
‑Cedednos, pues, la plaza, y
ejecutaréis un acto de buen ciudadano.
‑En primer lugar, yo no soy un
ciudadano ‑dijo De Tilly‑, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además,
no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco,
pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la
orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me
aburro enormemente aquí.
‑¡Sí, sí! ‑gritaron cien voces que se
multiplicaron al instante por quinientas más‑. ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos
a buscar a los diputados! Vamos, vamos!
‑Eso es ‑murmuró De Tilly mirando
alejarse a los más furiosos‑. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y
veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.
El digno oficial contaba con el honor
de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.
‑Estará bien, capitán ‑dijo al oído del
conde su primer teniente‑, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que
les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún
mal, creo yo.
Mientras tanto, Jean de Witt, al que
hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el
carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde
yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho
aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.
La sentencia del destierro había hecho
inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.
Corneille, echado sobre su lecho, con
las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un
crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días
de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían
tenido a bien no condenarlo más que al destierro.
Cuerpo enérgico, alma invencible,
hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las
profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su
pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de
haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.
El Ruart había recuperado todas sus
fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y
calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de
la justicia.
Precisamente en aquel momento los
clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra
los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo.
Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las
murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.
Mas, por amenazante que fuera ese
rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse
para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los
murmullos de fuera.
Estaba tan embotado por la continuidad
de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente,
sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de
los estorbos corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas
a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar
casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.
Pensaba también en su hermano.
Probablemente, era que su proximidad,
por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se
hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente
en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se
abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el
cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel
glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios
prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.
Jean besó tiernamente a su hermano en
la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos enfermas.
‑Corneille, mi pobre hermano ‑dijo‑,
sufrís mucho, ¿verdad?
‑No sufro ya, hermano mío, porque os
veo.
‑¡Oh, mi pobre, querido Corneille!
Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo aseguro.
‑Por eso he pensado más en vos que en
mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para
decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a
buscarme, ¿verdad?
‑Sí.
‑Estoy curado; ayudadme a levantar,
hermano mío, y veréis cómo camino bien.
‑No tendréis que caminar mucho tiempo,
hermano mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De
Tilly.
‑¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué
están en el vivero?
‑¡Ah! Es que se supone ‑dijo el ex gran
pensionario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era habitual‑ que las
gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.
‑¿Un tumulto? ‑repitió Corneille
clavando su mirada en su turbado hermano‑. ¿Un tumulto?
‑Sí, Corneille.
‑Entonces, esto es lo que oía hace un
momento ‑dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Luego, volviéndose
hacia su hermano‑: Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad? ‑pregunté.
‑Sí, hermano mío.
‑Pero entonces, para venir aquí...
‑¿Y bien?
‑¿Cómo os han dejado pasar?
‑Sabéis bien que no somos muy queridos,
Corneille ‑explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura‑. He venido
por las calles apartadas.
‑¿Os habéis ocultado, Jean?
‑Tenía el deseo de llegar hasta vos sin
pérdida de tiempo, y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se
tiene el viento de cara: he bordeado.
En ese momento, el ruido ascendió más
furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Sois
realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la
Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente
como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del
Escalda.
‑Con la ayuda de Dios, Corneille,
trataremos de hacerlo, por lo menos ‑respondió Jean‑. Mas, primero, una
palabra.
‑Decid.
Los clamores ascendieron de nuevo.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑continuó Corneille‑. ¡Qué
encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?
‑Creo que es contra los dos, Corneille.
Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangistas nos reprochan en medio
de sus burdas calumnias, es el haber negociado con Francia.
‑Sí, nos lo reprochan.
‑¡Los necios!
‑Pero si esas negociaciones hubieran
tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de
Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse
todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.
‑Todo eso es verdad, hermano mío, pero
lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento
nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera,
no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna fuera
de Holanda. Esta correspondencia, que probaría a esas honradas gentes cuánto
amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su libertad,
por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros vencedores. Así
pues, querido Corneille, me gustaría saber que la habéis quemado antes de
abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.
‑Hermano mío ‑respondió Corneille‑,
vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en
los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de
las siete Provincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra
gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.
‑Entonces estamos perdidos para esta
vida terrenal ‑comentó tranquilamente el ex gran pensionario acercándose a la
ventana.
‑No, muy al contrario, Jean, y
obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popularidad.
‑¿Qué habéis hecho, pues, con esas
cartas?
‑Se las he confiado a Cornelius van
Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.
‑¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a
inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más
que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le
habéis encomendado ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius,
está perdido, hermano mío!
‑¿Perdido?
‑Sí, porque o será fuerte o será débil.
Si es fuerte, porque por inaudito que sea lo que nos suceda; porque, aunque
sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro
sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil,
tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es
débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y
nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos de prisa, si todavía estamos a
tiempo.
Corneille se incorporó de su lecho y,
cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.
‑¿Acaso no conozco a mi ahijado? ‑dijo‑.
¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la cabeza de Van Baerle,
cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni
lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará
el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.
Jean se volvió sorprendido.
‑¡Oh! ‑continuó Corneille con su dulce
sonrisa‑. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os
repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito
que le he confiado.
‑¡De prisa, entonces! ‑exclamó Jean‑.
Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.
‑¿Con quién le damos esa orden?
‑Con mi criado Craeke, que debía
acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a
descender la escalera.
‑Reflexionad antes de quemar esos
títulos gloriosos, Jean.
‑Pienso que antes que nada, mi valiente
Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su
renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos
comprenderá tan solo?
‑¿Creéis, pues, que nos matarían si
encontraran esos papeles?
Jean, sin contestar a su hermano,
extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones
de clamores feroces.
‑Sí, sí ‑dijo Corneille‑, ya oigo esos
clamores; pero ¿qué dicen?
Jean abrió la ventana.
‑¡Muerte a los traidores! ‑aullaba el
populacho.
‑¿Oís ahora, Corneille?
‑¡Y los traidores, somos nosotros! ‑exclamó
el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.
‑Somos nosotros ‑repitió Jean de Witt.
‑¿Dónde está Craeke?
‑Al otro lado de esta puerta, imagino.
‑Hacedle entrar, entonces.
Jean abrió la puerta; el fiel servidor
esperaba, en efecto, ante el umbral.
‑Venid, Craeke, y retened bien lo que
mi hermano va a deciros.
‑Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es
preciso que lo escriba, desgraciadamente.
‑¿Y por qué?
‑Porque Van Baerle no entregará ese
depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
‑Pero ¿podéis escribir, mi querido
hermano? ‑preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y
martirizadas.
‑¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya
veríais!‑dijo Corneille.
‑Aquí hay un lápiz, por lo menos.
‑¿Tenéis papel? Porque aquí no me han
dejado nada.
‑Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.
‑Bien.
‑Pero vuestra escritura ¿será legible?
‑¡Adelante! ‑dijo Corneille mirando a
su hermano‑. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta
voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad
tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y
escribió.
Entonces pudo verse aparecer bajo las
blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz
dejaba escapar de las carnes abiertas.
El sudor perlaba la frente del ex gran
pensionario.
Corneille escribió:
20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que te he confiado,
quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti.
Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y
habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.
Jean, con lágrimas en los ojos,
enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó
a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el
sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
‑Ahora ‑explicó‑, cuando ese valiente
Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de
los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez.
No habían transcurrido cinco minutos,
cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de
follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.
Jean levantó los brazos al cielo para
dar las gracias.
‑Y ahora ‑dijo‑ partamos, Corneille.
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