‑Porque Van Baerle no entregará ese
depósito ni lo quemará sin una orden precisa.
‑Pero ¿podéis escribir, mi querido
hermano? ‑preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y
martirizadas.
‑¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya
veríais!‑dijo Corneille.
‑Aquí hay un lápiz, por lo menos.
‑¿Tenéis papel? Porque aquí no me han
dejado nada.
‑Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.
‑Bien.
‑Pero vuestra escritura ¿será legible?
‑¡Adelante! ‑dijo Corneille mirando a
su hermano‑. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta
voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad
tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.
Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y
escribió.
Entonces pudo verse aparecer bajo las
blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz
dejaba escapar de las carnes abiertas.
El sudor perlaba la frente del ex gran
pensionario.
Corneille escribió:
20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que te he confiado,
quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti.
Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y
habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.
Jean, con lágrimas en los ojos,
enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó
a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el
sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.
‑Ahora ‑explicó‑, cuando ese valiente
Craeke deje oír su antiguo silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de
los grupos del otro lado del vivero... Entonces, partiremos a nuestra vez.
No habían transcurrido cinco minutos,
cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de
follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buytenhoff.
Jean levantó los brazos al cielo para
dar las gracias.
‑Y ahora ‑dijo‑ partamos, Corneille.
III
El Discípulo De Jean De Witt
Mientras los aullidos de la muchedumbre
reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos
hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano
Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al
Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.
No estaba muy lejos la Buytenhoff de la
Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena
había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o
más bien detrás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de
lo que iba a suceder.
Este extraño era un hombre muy joven,
de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba,
porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y
alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse
la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.
Con la mirada fija como un pájaro de
presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien
hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a Lavater,
si Lavater hubiese vivido en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos
que al principio no habrían hablado mucho en su favor.
Entre el rostro de un conquistador y el
de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se
encuentra entre el águila y el buitre.
La serenidad o la inquietud.
Así, aquella fisonomía lívida, ese
cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buytenhoff
a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y
la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría
ciertamente optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en
ocultarse.
Por otra parte, vestía sencillamente y
sin armas aparentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca,
fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial
que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compañero se
puso en camino y lo arrastrara con él, contemplado todas las escenas de la
Buytenhoff con un interés fácil de comprender.
Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el
hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana
abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.
A los frenéticos gritos del pueblo, la
ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el
gentío.
‑¿Quién aparece en el balcón? ‑preguntó
el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy
emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre
ella.
‑Es el diputado Bowelt ‑explicó el
oficial.
‑¿Qué tal hombre es ese diputado
Bowelt? ¿Le conocéis?
‑Es un hombre valiente, según creo al
menos, monseñor.
El joven, al oír esta apreciación del
carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de
desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se
apresuró a añadir:
‑Por lo menos, así se dice, monseñor.
En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de
Bowelt.
‑Hombre valiente ‑repitió el que era
llamado monseñor‑. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?
‑¡Ah!, Monseñor me perdonará; no me
atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra
Alteza, no conozco más que de vista.
‑Al grano ‑murmuró el joven‑,
esperemos, y vamos a ver.
El oficial inclinó la cabeza en señal
de asentimiento y se calló.
‑Si ese Bowelt es un hombre valiente ‑continuo
Su Alteza‑, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a
hacerle.
Y el movimiento nervioso de su mano,
que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho
los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su
ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en
esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.
Se oyó entonces al jefe de la comisión
burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros
diputados, sus colegas.
‑Señores ‑repitió por segunda vez De
Bowelt‑, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no
puedo tomar una decisión por mí mismo.
‑¡La orden! ¡La orden! ‑gritaron varios
millares de gargantas.
El señor De Bowelt hablaba, pero no se
oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en gestos múltiples
y desesperados.
Pero viendo que no podía hacerse
entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.
D'Asperen apareció a su vez en el
balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían
acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.
Emprendió también la difícil tarea de
dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados,
que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el
discurso del señor D'Asperen.
‑Vamos ‑dijo fríamente el joven
mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet‑
parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a
oírla.
‑¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened
cuidado!
‑¿A qué?
‑Entre esos diputados, hay muchos que
han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra
Alteza.
‑Sí, para que se me acuse de ser el
instigador de todo esto. Tienes razón ‑dijo el joven, cuyas mejillas
enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus
deseos‑. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o
sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bowelt es un hombre
valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.
‑Pero ‑observó el oficial mirando con
asombro al que daba el título de monseñor‑ Vuestra Alteza no supondrá por un
solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De
Tilly, ¿verdad?
‑¿Por qué? ‑preguntó fríamente el
joven.
‑Porque si lo ordenaran, esto
significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille
y Jean de Witt.
‑Ya veremos ‑respondió fríamente Su
Alteza‑. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.
El oficial miró a hurtadillas el rostro
impasible de su compañero, y palideció.
Este oficial era a la vez un hombre
valiente y un valiente hombre.
Desde el lugar donde permanecían, Su
Alteza y su compañero oían los rumores y los pisoteos del pueblo en las
escaleras del Ayuntamiento.
Luego se oyó crecer ese ruido y
extenderse sobre la plaza por las ventanas abiertas de aquella sala en cuyo
balcón habían aparecido De Bowe1t y D'Asperen, los cuales habían entrado al
interior, ante el temor sin duda, de que empujándolos, el pueblo no les hiciera
saltar por encima de la balaustrada.
Después se vieron unas sombras
arremolinadas y tumultuosas pasar por delante de aquellas ventanas.
La sala de las deliberaciones se
llenaba de revoltosos.
De repente, cesó el ruido; luego más de
repente todavía, redobló en intensidad y alcanzó tal grado de explosión que
el viejo edificio tembló hasta los cimientos.
Después, finalmente, el torrente volvió
a rodar por las galerías y las escaleras hasta la puerta, bajo cuya bóveda se
le vio desembocar como una tromba.
En cabeza del primer grupo, volaba, más
que corría, un hombre horrorosamente desfigurado por la alegría.
Era el cirujano Tyckelaer.
‑¡La tenemos! ¡La tenemos! ‑gritó
agitando un papel en el aire.
‑¡Tienen la orden! ‑murmuró el oficial
estupefacto.
‑¡Y bien! Ya me he fijado ‑dijo
tranquilamente Su Alteza‑. No sabíais, mi querido coronel, si el señor De
Bowelt era un hombre valiente o un valiente hombre. No es ni lo uno ni lo
otro.
Luego, mientras seguía con la mirada,
sin pestañear, a toda aquella muchedumbre que corría delante de él, ordenó:
‑Ahora venid a la Buytenhoff, coronel;
creo que vamos a ver un extraño espectáculo.
El oficial se inclinó y siguió a su amo
sin responder.
El gentío era inmenso en la plaza y en
los accesos a la prisión. Pero los jinetes de De Tilly lo contenían siempre con
la misma fortuna y sobre todo con la misma firmeza.
Pronto oyó el conde el rumor creciente
originado por el flujo de hombres que se aproximaba, de los que percibió
enseguida las primeras oleadas avanzando con la rapidez de una catarata que se
precipita.
Al mismo tiempo, vio el papel que
flotaba en el aire, por encima de las manos crispadas y de las armas resplandecientes.
‑¡Eh! ‑exclamó levantándose sobre sus
estribos y tocando a su teniente con el pomo de la espada‑. Creo que los
miserables han conseguido su orden.
‑¡Cobardes bribones! ‑gritó el
teniente.
Era en efecto la orden, que la compañía
de burgueses recibió con rugidos de alegría.
Enseguida se puso en movimiento y
marchó con las armas bajas y lanzando grandes gritos al encuentro de los
jinetes del conde De Tilly.
Pero el conde no era hombre que les
dejara aproximarse más de lo conveniente.
‑¡Alto! ‑gritó‑. ¡Alto! Y separaos del
pecho de mis caballos, o cargo contra vosotros.
‑¡Aquí está la orden! ‑respondieron
cien voces insolentes.
La cogió con estupor, lanzó por encima
una ojeada rápida, y en voz alta dijo:
‑Los que han firmado esta orden son los
verdaderos verdugos del señor Corneille de Witt. En cuanto a mí, no quisiera
por mis dos manos haber escrito una sola letra de esta infame orden ‑y
rechazando con el pomo de su espada al hombre que quería cogérsela, añadió‑: Un
momento. Un escrito como éste es de importancia, y se guarda.
Plegó el papel y lo metió con cuidado
en el bolsillo de su casaca.
Luego, volviéndose hacia su tropa,
gritó:
‑¡Jinetes de De Tilly, desfilad por la
derecha!
Luego, a media voz, y no obstante, de
forma que sus palabras no se perdieran para todo el mundo, dijo:
‑Y ahora, asesinos, realizad vuestro
trabajo.
Un grito furioso compuesto de todos los
odios sedientos y de todas las alegrías feroces que reinaban en la Buytenhoff,
acogió esta partida.
Los jinetes desfilaron lentamente.
El conde se quedó atrás, haciendo
frente hasta el último momento al populacho enloquecido que ganaba terreno a
medida que lo perdía el caballo del capitán.
Como se ve, Jean de Witt no había
exagerado el peligro cuando, ayudando a su hermano a levantarse, le apremiaba
a salir.
Corneille descendió, pues, apoyado en
el brazo del ex gran pensionario, la escalera que conducía al patio.
Al pie de la escalera halló a la bella
Rosa toda temblorosa.
‑¡Oh, Mynheer
Jean! ‑exclamó‑. ¡Qué desgracia!
‑¿Qué ocurre, hija mía? ‑preguntó De
Witt.
‑Dicen que han ido a buscar a la
Hoogstraet la orden que debe alejar a los jinetes del conde De Tilly.
‑¡Oh! ¡Oh!
‑exclamó Jean‑. En efecto, hija mía, si los jinetes se
van, la posición es mala para nosotros.
‑Si me atreviera a daros un consejo... ‑aventuró
la joven temblando.
‑Dalo, hija mía. ¿Qué habría de
asombroso que Dios me hablara por tu boca?
‑¡Pues bien! Mynheer Jean, yo no
saldría por la calle. Mayor.
‑¿Y por qué, ya que los jinetes de De
Tilly permanecen en su puesto?
‑Sí, pero mientras no sea revocada, la
orden es de quedarse delante de la prisión.
‑Sin duda.
‑¿Tenéis una orden para que os
acompañen hasta las afueras de la ciudad?
‑No.
‑¡Pues bien! Desde el momento en que
hayáis sobrepasado a los primeros jinetes caeréis en manos del pueblo.
‑Pero ¿y la guardia burguesa?
‑¡Oh! La guardia burguesa es la más
enfurecida.
‑¿Qué hacer, entonces?
‑En vuestro lugar, Mynheer Jean ‑continuó
tímidamente la joven‑, saldría por la poterna. Da a una calle desierta, porque
todo el mundo está en la calle Mayor, esperando en la entrada principal, y
desde allí alcanzaría la puerta de la ciudad por la que queráis salir.
‑Pero mi hermano no podrá caminar ‑objetó
Jean.
‑Lo intentaré ‑respondió Corneille con
una expresión sublime de firmeza.
‑Pero ¿no tenéis vuestro coche? ‑preguntó
la joven.
‑El coche está en el umbral de la gran
puerta.
‑No ‑replicó la joven‑. Pensé que
vuestro cochero sería un hombre fiel y le dije que fuera a esperaros en la
poterna.
Los dos hermanos se miraron con
ternura, y su doble mirada, llevando toda la expresión de su reconocimiento,
se concentró sobre la joven.
‑Ahora ‑dijo el ex gran pensionario‑
queda por saber si Gryphus querrá abrirnos esa puerta.
‑¡Oh, no! ‑exclamó Rosa‑. No
querrá.
‑¡Y bien! ¿Entonces?
‑Entonces, yo he previsto su negativa
y, hace un momento, mientras él conversaba por la ventana de la cárcel con un
jinete de De Tilly, cogí la llave del manojo.
‑¿Y la tienes?
‑Aquí está, Mynheer Jean. ‑
‑Hija mía ‑dijo Corneille‑, no tengo
nada que ofrecerte a cambio del servicio que me rindes, excepto la Biblia que
hallarás en mi celda: éste es el último regalo de un hombre honrado; espero que
te traiga la felicidad.
‑Gracias, Mynheer Corneille, no
me abandonará jamás ‑respondió la joven.
Luego para sí misma y suspirando,
añadió:
‑¡Qué desgracia que no sepa leer!
‑Los clamores se están redoblando, hija
mía ‑lijo Jean‑. Creo que no hay un instante que perder.
‑Venid, pues ‑invitó la bella frisona,
y por un pasillo interior condujo a los dos hermanos al lado opuesto de la
prisión.
Siempre guiados por Rosa, descendieron
una escalera de una docena de peldaños, atravesaron un pequeño patio de
murallas almenadas y, habiendo abierto la puerta cimbrada, se hallaron al otro
lado de la prisión en la calle desierta, frente al coche que les esperaba con
el estribo bajado.
‑¡Eh! De prisa, de prisa, mis amos,
¿los oís? ‑gritó el cochero asustado.
Pero después de haber hecho subir
a Corneille el primero, el ex gran pensionario se volvió hacia la joven.
‑Adiós, hija mía –dijo-. Todo lo que
pudiéramos decirte expresaría sólo muy pobremente nuestro reconocimiento. Te
recomendaremos a Dios, que recordará que acabas de salvar la vida de dos
hombres, como espero.
Rosa cogió la mano que le tendía el ex
gran pensionario y la besó respetuosamente.
‑Marchaos ‑apremió‑, marchaos; se diría
que están hundiendo la puerta.
Jean de Witt subió precipitadamente al
coche, tomó asiento al lado de su hermano, y cerró el capotillo, gritando:
‑¡A la Tol‑Hek!
La Tol‑Hek era la verja que cerraba la
puerta que conducía al pequeño puerto de Schweningen, en el cual un pequeño
buque esperaba a los dos hermanos.
El coche partió al galope de dos
vigorosos caballos flamencos y se llevó a los fugitivos.
Rosa los siguió con la mirada hasta que
hubieron doblado la esquina de la calle.
Después entró para cerrar la puerta a
su espalda y echó la llave a un pozo.
Aquel ruido que había hecho presentir a
Rosa que el pueblo hundía la puerta, procedía en efecto del pueblo que,
después de hacer evacuar la plaza de la prisión, se lanzaba contra la entrada
de la misma.
Por sólida que fuera, y aunque el
carcelero Gryphus, hay que rendirle esta justicia, se rehusaba obstinadamente a
abrirla, veíase a las claras que la puerta no resistiría mucho tiempo y
Gryphus, muy pálido, se preguntaba si no sería mejor abrir cuando sintió que le
tiraban suavemente del vestido.
Se volvió y vio a Rosa.
‑¿Oyes a esos furiosos? ‑dijo.
‑Les oigo tan bien, padre mío, que en
vuestro lugar. ..
‑Abrirías, ¿verdad?
‑No, les dejaría hundir la puerta.
‑Pero van a matarme.
‑Sí, si os ven.
‑¿Cómo quieres tú que no me vean?
‑Escondeos.
‑¿Dónde?
‑En el calabozo secreto.
‑Pero ¿y tú, hija mía?
‑Yo, padre mío, descenderé con vos.
Cerraremos la puerta tras nosotros y, cuando abandonen la prisión, ¡pues bien!,
saldremos de nuestro escondite.
‑Tienes razón, pardiez ‑exclamó Gryphus‑.
Resulta asombroso ‑añadió‑ cuánto juicio hay en esta pequeña cabeza.
Pronto, la puerta se estremeció con
gran alegría del populacho.
‑Venid, venid, padre mío ‑apremió Rosa
abriendo una pequeña trampilla.
‑Pero ¿y nuestros prisioneros? ‑preguntó
Gryphus. ,
‑Dios velará por ellos, padre mío ‑contestó
la joven‑. Permitidme velar por vos.
Gryphus siguió a su hija, y la
trampilla cayó sobre sus cabezas, justo en el momento en que la puerta rota
daba paso al populacho.
Por lo demás, este calabozo al que Rosa
hacía descender a su padre y que llamaban el calabozo secreto, ofrecía a los
dos personajes, a los que nos vemos forzados a abandonar por unos instantes, un
refugio seguro, al no ser conocido más que por las autoridades, que a voces
encerraban en él a algunos de aquellos reos de los cuales se temía alguna
revuelta o algún rapto.
El pueblo se precipitó en la prisión
gritando:
‑¡Muerte a los traidores! ¡A la horca
Corneille de Witt! ¡A muerte! ¡A muerte!
IV
Los Asesinos
El joven, siempre protegido por su gran
sombrero, siempre apoyándose en el brazo del oficial, siempre enjugando su
frente y sus labios con su pañuelo, inmóvil, desde un rincón de la Buytenhoff,
perdido en la sombra de un saledizo de una tienda cerrada, contemplaba el
espectáculo que le ofrecía aquel populacho furioso, que parecía aproximarse a
su desenlace.
‑¡Oh! ‑le dijo al oficial‑. Creo que
teníais razón, Van Deken, y que la orden que los señores diputados han firmado
es la verdadera sentencia de muerte del señor Corneille. ¿Oís a esa gente?
¡Decididamente, señor coronel, quieren mucho a los señores De Witt!
‑En verdad ‑replicó el oficial‑ yo
nunca he oído clamores parecidos.
‑Es de suponer que han hallado la celda
de nuestro hombre. ¡Ah! Observad aquella ventana. ¿No es la del aposento donde
ha sido encerrado el señor Corneille?
En efecto, un hombre agarraba con ambas
manos y sacudía violentamente el enrejado que cerraba la ventana del calabozo
de Corneille, y que éste acababa de abandonar no hacía más de diez minutos.
‑¡Eh! ¡Eh! ‑gritaba aquel hombre‑. ¡No
está aquí!
‑¿Cómo que no está? ‑preguntaron desde
la calle los que, llegados los últimos, no podían entrar de tan llena como
estaba la prisión.
‑¡No! ¡No! ‑repetía el hombre, furioso‑.
No está, debe de haber huido.
‑¿Qué dice ese hombre? ‑preguntó
palideciendo Su Alteza.
‑¡Oh, monseñor! Anuncia una noticia que
sería muy afortunada si fuese verdad.
‑Sí, sin duda, sería una afortunada
noticia si fuese verdad ‑asintió el joven‑. Desgraciadamente, no puede serlo.
.
‑Sin embargo, mirad... ‑señaló el
oficial.
En efecto, otros rostros furiosos,
gesticulando de cólera, se asomaban a las ventanas gritando:
‑¡Salvado! ¡Evadido! Lo han dejado escapar.
Y el pueblo que quedaba en la calle,
repetía con espantosas imprecaciones:
‑¡Salvados! ¡Evadidos! ¡Corramos tras
ellos, persigámosles!
‑Monseñor, parece que el señor
Corneille de Witt se ha salvado realmente ‑observó el oficial.
‑Sí, de la prisión, tal vez ‑respondió
aquél‑, pero no de la ciudad; veréis, Van Deken, cómo el pobre hombre hallará
cerrada la puerta que él cree encontrar abierta.
‑¿Ha sido dada la orden de cerrar las
puertas de la ciudad, monseñor?
‑No, no lo creo, ¿quién habría dado esa
orden?
‑¡Pues bien! ¿Qué os hace suponer...?
‑Existen fatalidades ‑respondió
negligentemente Su Alteza‑ y los más grandes hombres han caído a veces víctimas
de estas fatalidades.
Ante esas palabras, el oficial sintió
correr un temblor por su cuerpo, porque comprendió que, de una forma o de otra,
el prisionero estaba perdido.
En aquel momento, los rugidos de la
muchedumbre estallaban como un trueno, porque quedaba bien demostrado que
Corneille de Witt no estaba ya en la prisión.
En efecto, Corneille y Jean, después de
haber pasado el vivero, rodaban por la gran calle que conduce a la Tol‑Hek,
mientras recomendaban al cochero que retardara la andadura de sus caballos
para que el paso de su carroza no despertara ninguna sospecha.
Pero llegado a la mitad de esta calle,
cuando vio a lo lejos la verja, cuando sintió que dejaba tras él la prisión y
la muerte y que tenía delante la vida y la libertad, el cochero olvidó toda
precaución y puso la carroza al galope.
De repente, se detuvo.
‑¿Qué ocurre? ‑preguntó Jean sacando la
cabeza por la portezuela.
‑¡Oh, mis amos! ‑exclamó el cochero‑.
Es que...
El terror sofocaba la voz del animoso
hombre.
‑Vamos, acaba ‑dijo el ex gran
pensionario.
‑Es que la verja está cerrada.
‑¿Cómo que la verja está cerrada? No es
costumbre cerrar la verja durante el día.
‑Pues, vedlo vos mismo.
Jean de Witt se inclinó fuera del coche
y vio que, en efecto, la verja estaba cerrada.
‑Sigue adelante ‑ordenó Jean‑. Llevo la
orden de conmutación encima; el portero abrirá.
El vehículo reemprendió su carrera,
pero era evidente que el cochero no azuzaba ya a sus caballos con la misma
confianza.
Porque, al sacar su cabeza por la
portezuela, Jean de Witt había sido visto y reconocido por un cervecero que,
con retraso respecto a sus compañeros, cerraba su puerta a toda prisa, para
reunirse con ellos en la Buytenhoff.
Lanzó un grito de sorpresa, y siguió en
pos de otros dos hombres que corrían delante de él.
Al cabo de cien pasos se les unió y les
habló; los tres hombres se detuvieron, mirando alejarse el coche, pero todavía
no muy seguros de lo que en él se encerraba.
El coche, durante ese tiempo, llegaba a
la Tol‑Hek.
‑¡Abrid! ‑gritó el cochero.
‑Abrir ‑replicó el portero apareciendo
en el umbral de su casa‑. Abrir, ¿y con qué quieres que abra?
‑¡Con la llave, pardiez! ‑exclamó el
cochero.
‑Con la llave, sí; mas para ello sería
preciso tenerla.
‑¿Cómo? ¿No tenéis la llave de la
puerta? ‑preguntó el cochero.
‑No.
‑¿Qué habéis hecho de ella, pues?
‑¡Cáspita! Me la han quitado.
‑¿Quién?
‑Alguien que probablemente desea que
nadie salga de la ciudad.
‑Amigo mío ‑dijo el ex gran
pensionario, sacando la cabeza del coche y arriesgando el todo por el todo‑,
amigo mío, es por mí, Jean de Witt y por mi hermano Corneille, a quien llevo al
exilio.
‑¡Oh, señor De Witt! Estoy desesperado ‑contestó
el portero precipitándose hacia el coche‑, mas por mi honor que me han quitado
la llave.
‑¿Cuándo?
‑Esta mañana.
‑¿Quién?
‑Un joven de veintidós años, pálido y
delgado.
‑¿Y por qué se la habéis entregado?
‑Porque traía una orden debidamente
firmada y sellada.
‑¿De quién?
‑De los señores del Ayuntamiento.
Vaya ‑comentó tranquilamente Corneille‑,
parece que decididamente estamos perdidos.
‑¿Sabes si se ha tomado la misma
precaución en todas partes?
‑No lo sé.
‑Vamos ‑dijo Jean al cochero‑. Dios
ordena al hombre que haga todo lo que pueda por conservar su vida; llégate a
otra puerta.
Luego, mientras el cochero hacia girar
el carruaje, saludó al portero:
‑Gracias por tu buena voluntad, amigo
mío. La intención se considera como el hecho; tú tenías la intención de
salvarnos y, a los ojos del Señor, es como si lo hubieras conseguido.
‑¡Ah! ‑exclamó el portero‑. ¿Veis ese
grupo allá abajo?
‑Crúzalo al galope ‑ordenó Jean al
cochero‑ y toma la calle de la izquierda: es nuestra única esperanza.
El grupo del que hablaba Jean había
tenido por núcleo los tres hombres a los que vimos seguir con los ojos al
coche, y que desde entonces y mientras Jean parlamentaba con el portero; se
había engrosado con siete u ocho nuevos individuos.
Aquellos recién llegados tenían
evidentemente intenciones hostiles con respecto a la carroza.
Así, viendo a los caballos venir hacia
ellos a galope tendido, se cruzaron en la calle agitando sus brazos, armados de
garrotes y gritando:
‑¡Deteneos! ¡Deteneos!
Por su parte, el cochero se inclinó
hacia ellos y los fustigó con el látigo.
El coche y los hombres chocaron al fin.
Los hermanos De Witt no podían ver
nada, encerrados como estaban en el coche. Pero sintieron encabritarse a los
caballos, y luego experimentaron una violenta sacudida. Hubo un momento de
vacilación y de temblor en el coche que arrancó de nuevo, pasando sobre algo
redondo y flexible que podía ser el cuerpo de un hombre derribado, y se alejó
en medio de blasfemias.
‑¡Oh! ‑exclamó Corneille‑. Temo que
hayamos causado alguna desgracia.
‑¡Al galope! ¡Al galope! ‑gritó Jean.
Mas, a pesar de esta orden, el cochero
se detuvo de repente.
‑¿Y bien? ‑preguntó Jean.
‑Mirad ‑dijo el cochero.
Jean miró.
Todo el populacho de la Buytenhoff
aparecía en la extremidad de la calle que debía seguir el coche, y avanzaba
aullante y rápida como un huracán.
‑Detente y sálvate tú ‑ordenó Jean al
cochero‑. Es inútil ir más lejos; estamos perdidos.
‑¡Aquí están! ¡Aquí están! ‑gritaron
conjuntamente quinientas voces.
‑¡Sí, aquí están los traidores! ¡Los
asesinos! ¡Los criminales! ‑respondieron a los que venían por delante del
coche, los que corrían detrás de él, llevando en sus brazos el cuerpo magullado
de uno de sus compañeros, que habiendo querido saltar a la brida de los
caballos, había sido derribado por ellos.
Era sobre aquel por quien los dos
hermanos habían sentido pasar el coche.
El cochero se detuvo; mas a pesar de
las instancias que le hizo su amo, no quiso ponerse a salvo.
En un instante, la carroza se halló
cogida entre dos fuegos: los que corrían a su alcance y los que venían por
delante.
Por un momento, el coche dominó a toda
aquella muchedumbre agitada como una isla flotante.
Mas de pronto, la isla flotante se
detuvo. Un herrero acababa de matar, de un mazazo, a uno de los caballos, que
cayó entre las varas del tiro.
En ese momento se entreabrió el postigo
de una ventana y se pudo ver los ojos sombríos del joven, de rostro lívido,
clavándose sobre el espectáculo que se adivinaba.
Tras él apareció el rostro del oficial,
casi tan pálido como el de aquél.
‑¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío, monseñor!
¿Qué va a suceder? ‑murmuró el oficial.
‑Algo terrible, evidentemente ‑respondió
el joven.
‑¡Oh! Ved, monseñor, sacan al ex gran
pensionario del coche, le golpean, le desgarran.
‑En verdad, es preciso que esas gentes
estén animadas por una violenta indignación ‑comentó el joven con el mismo
tono impasible que había conservado hasta entonces.
‑Y ahora sacan a su vez a Corneille de
la carroza, a un Corneille ya roto, mutilado por la tortura. ¡Oh! Mirad, mirad.
‑Sí, en efecto, es realmente Corneille.
El oficial lanzó un débil gemido y
volvió la cabeza.
Es que en el último escalón del
estribo, incluso antes de que hubiera tocado el suelo, el Ruart acababa de
recibir un golpe con una barra de hierro, que le quebró la cabeza.
Se levantó, sin embargo, mas para caer
enseguida.
Luego, unos hombres, cogiéndole por los
pies, lo arrojaron al gentío, en medio del cual se pudo seguir el rastro
sangriento que trazaba en él y que se cerraba por detrás con grandes gritos de
alegría.
El joven palideció más ‑todavía, lo que
se hubiera creído imposible, y sus ojos se velaron un instante bajo sus
párpados.
El oficial vio ese movimiento de
piedad, el primero que su severo compañero había dejado escapar y queriendo
aprovecharse de este enternecimiento, dijo:
‑Venid, venid, monseñor, porque van a
asesinar también al ex gran pensionario.
Pero el joven ya había abierto los
ojos.
‑¡En verdad! ‑comentó‑. Este pueblo es
implacable. No resulta bueno traicionarlo.
‑Monseñor ‑dijo el oficial‑, ¿es que no
se podría salvar a ese pobre hombre, que ha educado a Vuestra Alteza? Si hay
algún medio, decidlo, y estaré dispuesto a perder ahí la vida...
Guillermo de Orange, porque era él,
plegó su frente de una forma siniestra, apagó el relámpago de sombrío furor que
centelleaba bajo sus párpados y respondió:
‑Coronel Van Deken, id, os lo ruego, a
buscar a mis tropas, con el fin de que tomen las armas por lo que pueda
ocurrir.
‑Pero... dejaré entonces a monseñor
solo aquí, frente a esos asesinos...
‑No os inquietéis por mí más de lo que
yo mismo me inquieto ‑contestó bruscamente el príncipe‑. Partid.
El oficial partió con una rapidez que
testimoniaba menos su obediencia que el alivio de no asistir al horroroso
asesinato del segundo de los hermanos.
No había aún cerrado la puerta de la
habitación, cuando Jean, quien con un supremo esfuerzo había alcanzado la
escalinata de una casa situada frente a aquélla donde estaba oculto su
discípulo, se tambaleó bajo las acometidas del populacho.
‑Mi hermano, ¿dónde está mi hermano? ‑imploró.
Uno de aquellos enfurecidos le arrancó
el sombrero de un puñetazo.
Otro, que acababa de destripar a
Corneille, le mostró la sangre que tenía sus manos, y corrió para no perder la
ocasión de hacer otro tanto con el ex gran pensionario, mientras arrastraban a
la horca lo que quedaba del muerto.
Jean lanzó un gemido lastimero y se
tapó los ojos con las manos.
‑¡Ah! Cierras los ojos ‑dijo uno de los
soldados de la guardia burguesa‑. ¡Pues bien, yo te los voy a reventar!
Y le lanzó al rostro una lanzada con la
pica.
‑¡Mi hermano! ‑clamó De Witt intentando
ver lo que había sido de Corneille, a través de la oleada de sangre que le
cegaba‑. ¡Mi hermano!
‑¡Ve a reunirte con él! ‑aulló otro asesino
aplicándole su mosquete en la sien y soltando el gatillo.
Pero el disparo no salió.
Entonces, el asesino invirtió su arma,
y cogiéndola con las dos manos por el cañón, asestó a Jean de Witt un culatazo.
Jean de Witt vaciló y cayó a sus pies.
Pero enseguida, volviéndose a levantar
con un supremo esfuerzo, gritó con voz tan lastimera que el joven cerró la
contraventana ante él.
‑¡Mi hermano!
Por otra parte, quedaba poca cosa que
ver, porque un tercer asesino le disparó a Jean de Witt a bocajarro un
pistoletazo que le hizo saltar el cráneo.
Jean de Witt cayó para no levantarse
más.
Entonces, cada uno de aquellos
miserables, enardecido por esta caída, quiso descargar su arma sobre el
cadáver. Cada uno quiso darle un golpe con la maza, con la espada o con el
cuchillo; cada uno quiso obtener su gota de sangre, arrancar su jirón del
traje.
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