preparó un café, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la mesa,
él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «también te quiero dar las
gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas.
Finalmente él se armó de valor y
preguntó por las maletas.
-Vuelvo a Brasil mañana a
mediodía.
Una mujer sabe cuándo un hombre
es importante para ella. ¿Son ellos capaces también de ese tipo de
comprensión? ¿O debería haberle dicho «te amo», «me gustaría seguir aquí
contigo», «pídeme que me quede»?
-No te vayas -sí, él había
comprendido que podía decírmelo.
-Me voy. He hecho una promesa.
Porque, si no la hubiese hecho,
tal vez creyese que todo aquello era para siempre. Y no lo era, era parte del
sueño de una chica de pueblo de un país distante, que se va a la gran ciudad
(en realidad, no tan grande), pasa por mil dificultades, pero conoce a un hombre
que la ama. Éste era el final feliz para todos los momentos difíciles que pasé,
y siempre que yo recordase mi vida en Europa, terminaría con la historia de un
hombre enamorado de mí, que sería siempre mío, ya que yo había visitado su
alma.
Oh, Ralf, no sabes cuánto te
amo. Pienso que tal vez uno se enamora en el momento en el que ve al hombre de
sus sueños por primera vez, aunque la razón en ese momento diga que estamos
equivocados, y empecemos a luchar, sin deseo de ganar, contra ese instinto.
Hasta que llega el momento en que nos dejamos vencer por la emoción, y eso
sucedió aquella noche, cuando caminé descalza por el parque, sufriendo dolor y
frío, pero entendiendo cuánto me querías.
Sí, te amo mucho, como nunca he
amado a otro hombre, y justamente por eso me voy, porque si me quedase el sueño
se convertiría en realidad, deseo de poseer, de desear que tu vida sea mía...
en fin, de todas esas cosas que acaban convirtiendo el amor en esclavitud.
Mejor así: el sueño. Tenemos que ser cuidadosos con lo que nos llevamos de un
país, o de la vida.
-No has tenido un orgasmo -dijo
él, intentando cambiar de tema, ser cuidadoso, no forzar una situación. Tenía
miedo de perderme, y pensaba que todavía tenía toda la noche para hacerme
cambiar de opinión.
-No he tenido un orgasmo, pero
he sentido un inmenso placer.
-Pero sería mejor si tuvieses un
orgasmo. -Podría haber fingido, simplemente para contentarte, pero no te lo
mereces. Eres un hombre, Ralf Hart, con todo lo que esa palabra pueda tener de
hermoso y de intenso. Supiste ayudarme y apoyarme, aceptaste que yo te apoyase
y te ayudase, sin que eso significase humillación. Sí, me gustaría haber tenido
un orgasmo, pero no lo
he tenido. Sin embargo, me encantó el suelo frío, tu cuerpo caliente, la
violencia consentida con la que entraste en mí.
»Hoy fui a devolver los libros
que todavía tenía, y la bibliotecaria me preguntó si hablaba de sexo con mi
pareja. Me dieron ganas de decirle: ¿qué pareja? ¿Qué tipo de sexo? Pero ella
no lo merecía, ha sido siempre un ángel conmigo.
»En realidad, sólo he tenido dos
parejas desde que llegué a Géneve: uno que despertó lo peor de mí misma,
porque yo se lo permití e incluso se lo imploré. El otro, tú, que me has hecho
sentir parte del mundo otra vez. Me gustaría poder enseñarte dónde tocar en mi
cuerpo, con qué intensidad, durante cuánto tiempo, y sé que no lo tomarías como
una recriminación, sino como una posibilidad de que nuestras almas se comuniquen
mejor. El arte del amor es como tu pintura, requiere técnica, paciencia, y
sobre todo práctica entre la pareja. Requiere osadía, es preciso ir más allá de
aquello que la gente convencionalmente llama "hacer el amor".
Ya está. La profesora había
vuelto, y yo no quería aquello, pero Ralf supo manejar la situación. En vez de
aceptar lo que yo decía, encendió su tercer cigarrillo en menos de media hora:
-En primer lugar, hoy vas a
pasar la noche aquí. No era una petición, era una orden.
-En segundo lugar, haremos el
amor otra vez, con menos ansiedad y más deseo.
»Finalmente, me gustaría que tú
también entendieses mejor a los hombres.
¿Entender mejor a los hombres?
Me pasaba todas las noches con ellos, blancos, negros, asiáticos, judíos,
musulmanes, budistas. ¿Acaso Ralf no lo sabía?
Me sentí más aliviada; qué bien
que la conversación caminaba hacia una discusión. Por un momento había pensado
en pedirle perdón a Dios y romper mi promesa.
Pero allí estaba otra vez la
realidad para decirme que no olvidase conservar mi sueño intacto, y que no me
dejase caer en las trampas del destino.
-Sí, entender mejor a los
hombres -repitió Ralf, al ver mi aire de ironía-. Hablas de expresar tu sexualidad
femenina, de ayudarme a navegar por tu cuerpo, a tener paciencia, tiempo. Estoy
de acuerdo, pero ¿ya se te ha ocurrido pensar que nosotros somos diferentes,
por lo menos en lo que a tiempo se refiere? ¿Por qué no le pides explicaciones
a Dios?
»Cuando nos conocimos, te pedí
que me enseñases sobre sexo, porque mi deseo había desaparecido. ¿Sabes por
qué? Porque después de ciertos años de vida, cualquier relación sexual mía
terminaba en tedio o en frustración, ya que creía que era muy difícil darles a
las mujeres que amé el mismo placer que ellas me daban a mí.
A mí no me gustó lo de «las
mujeres que amé», pero fingí indiferencia y encendí un cigarrillo.
-No tenía valor para pedirte:
enséñame tu cuerpo. Pero cuando te encontré, vi tu luz y te amé inmediatamente,
pensé que a esas alturas de la vida, ya no tenía nada más que perder si era
honesto conmigo, y con la mujer que quería tener a mi lado.
El cigarrillo me resultó
delicioso, y me habría gustado que me hubiera ofrecido un poco de vino, pero
no quería dejar de hablar del tema.
-¿Por qué los hombres, en vez de
hacer lo que tú has hecho conmigo, descubrir cómo me siento, sólo piensan en
sexo?
-¿Quién ha dicho que sólo
pensamos en sexo? Al contrario: pasamos años de nuestra vida intentando hacernos
creer a nosotros mismos que el sexo es importante. Aprendemos el amor con
prostitutas o con vírgenes, contamos nuestras andanzas a todos los que quieran
escuchar, nos paseamos con amantes jóvenes cuando nos hacemos mayores, todo
para demostrarles a los demás que sí, que somos aquello que las mujeres esperaban
que fuésemos.
»Pero ¿sabes una cosa? No es
nada de eso. No entendemos nada. Creemos que sexo y eyaculación son lo mismo,
y como acabas de decir, no lo son. No aprendemos, porque no tenemos valor para
decirle a una mujer: enséñame tu cuerpo. No aprendemos porque ella tampoco
tiene el valor de decir: aprende cómo soy. Nos quedamos en el primitivo
instinto de supervivencia de la especie, y eso es todo. Por más absurdo que
parezca, ¿sabes qué es más importante para el hombre que el sexo?
Y pensé que tal vez fuese el
dinero o el poder, pero no dije nada.
-El deporte. ¿Y sabes por qué?
Porque un hombre entiende el cuerpo de otro hombre. En el deporte, vemos el
diálogo de cuerpos que se entienden.
-Estás loco.
-Puede ser. Pero tiene sentido.
¿Te has parado a pensar qué sentían los hombres con los que has estado en la
cama?
-Sí, lo he hecho: todos se
sentían inseguros. Tenían miedo.
-Peor que miedo. Eran
vulnerables. No entendían muy bien qué estaban haciendo, simplemente sabían que
la sociedad, los amigos, las propias mujeres decían que era importante. «Sexo,
sexo, sexo», ésa es la base de la vida, grita la publicidad, la gente, las
películas, los libros. Nadie sabe de qué habla. Saben, ya que el instinto es
más fuerte que todos nosotros, que hay que hacerlo. Y punto.
Basta. Yo había intentado dar
lecciones de sexo para protegerme, él hacía lo mismo, y por más sabias que
fuesen nuestras palabras, ya que uno siempre quería impresionar al otro, ¡eso
era estúpido, indigno de nuestra relación! Lo atraje hacia mí porque, independientemente
de lo que él tuviese que decir, o de lo que yo pensase respecto a mí misma, la
vida ya me había enseñado muchas cosas. Al principio de los tiempos, todo era
amor, entrega. Pero luego, la serpiente se le aparece a Eva y le dice: lo que
has entregado, lo vas a perder. Eso fue lo que pasó conmigo, fui expulsada del
Paraíso cuando todavía estaba en el colegio, y desde entonces he buscado una
manera de decirle a la serpiente que estaba equivocada, que vivir era más importante
que guardar. Pero la serpiente estaba en lo cierto, y yo estaba equivocada.
Me arrodillé, le quité poco a
poco la ropa, y vi que su sexo estaba allí, durmiente, sin reaccionar. A él parecía
no importarle, y yo besé la parte interior de sus piernas, empezando por los
pies. Su sexo comenzó a reaccionar lentamente, y yo lo toqué, después lo puse
en mi boca, y, sin prisa, sin que él lo interpretase como « ¡Vamos,
prepárate!», lo besé con el cariño de quien no espera nada, y justamente por
eso, lo conseguí todo. Vi que se excitaba, y comenzó a tocar mis pezones, girándolos
como aquella noche de total oscuridad, haciéndome desear tenerlo de nuevo
entre mis piernas, o en mi boca, o como desease o quisiese poseerme.
No me quitó el abrigo; hizo que
me inclinase de bruces sobre la mesa, con las piernas aún apoyadas en el suelo.
Me penetró lentamente, esta vez sin ansiedad, sin miedo a perderme, porque en
el fondo él también había entendido que aquello era un sueño, y que permanecería
para siempre como un sueño, jamás como realidad.
Al mismo tiempo que sentía su
sexo dentro de mí, sentía también su mano en los senos, las nalgas, tocándome
como sólo una mujer sabe hacerlo. Entonces entendí que estábamos hechos el uno
para el otro, porque él conseguía ser mujer como ahora, y yo conseguía ser
hombre como cuando conversamos o nos iniciamos en el encuentro de las dos almas
perdidas, de los dos fragmentos que faltaban para completar el universo.
A medida que me penetraba y me
tocaba al mismo tiempo, sentí que no sólo me lo estaba haciendo a mí, sino a
todo el universo. Teníamos tiempo, ternura y conocimiento el uno del otro. Sí,
había sido estupendo llegar con dos maletas, el deseo de partir, ser inmediatamente
arrojada al suelo y penetrada con violencia y miedo; pero también era bueno
saber que la noche no acabaría nunca, y ahora allí, en la mesa de la cocina, el
orgasmo no era el fin en sí mismo, sino el inicio de ese encuentro.
Su sexo se quedó inmóvil dentro
de mí, mientras sus dedos se movían rápidamente, y yo tuve el primero, después el segundo,
y el tercer orgasmo, seguidos. Tenía ganas de empujarlo, el dolor del placer es
tan grande que machaca, pero aguanté firme, acepté que era así, que podía
aguantar un orgasmo más, dos más, o...
... y de repente, una especie de
luz explotó dentro de mí. Ya no era yo misma, sino un ser infinitamente
superior a todo lo que yo conocía. Cuando su mano me llevó al cuarto orgasmo,
entré en un lugar en el que todo parecía en paz, y en mi quinto orgasmo
conocía Dios. Entonces sentí que él volvía a mover su sexo dentro del mío,
aunque su mano no hubiese parado, y dije: «Dios mío, ¿a qué me he entregado,
el Infierno o el Paraíso?».
Pero era el Paraíso. Yo era la
tierra, las montañas, los tigres, los ríos que corrían hasta los lagos, los
lagos que se transformaban en mar. Él se movía cada vez más de prisa, y el
dolor se mezclaba con el placer, yo podía decir «ya no puedo más», pero no
sería justo, porque a esas alturas, él y yo éramos la misma persona.
Dejé que me penetrase el tiempo
que fuese necesario, sus uñas ahora estaban clavadas en mis nalgas, y yo allí
de bruces, en la mesa de la cocina, pensando que no existía un lugar mejor en
el mundo para hacer el amor. De nuevo el ruido de la mesa, la respiración cada
vez más rápida, las uñas arañándome, y mi sexo golpeando con fuerza su sexo, carne
con carne, hueso con hueso, yo iba a tener otro orgasmo, él también, y nada de
eso, ¡nada de eso era MENTIRA!
-¡Vamos!
Él sabía de qué hablaba, y yo
sabía que era el momento,
sentí que todo mi cuerpo se relajaba, que dejaba de ser yo misma, ya no oía,
ni veía, ni sabía el gusto de nada, simplemente sentía.
-¡Vamos!
Y me fui con él. No fueron once
minutos, sino una eternidad, era como si los dos hubiésemos salido del cuerpo y
caminásemos, en profunda alegría, comprensión y amistad, por los jardines del
Paraíso. Yo era mujer y hombre, él era hombre y mujer. No sé cuánto tiempo
duró, pero todo parecía estar en silencio, en oración, como si el universo y la
vida hubiesen dejado de existir, y se hubiesen transformado en algo sagrado,
sin nombre, sin tiempo.
Pero el tiempo volvió, oí sus
gritos y grité con él, las patas de la mesa golpeaban con fuerza en el suelo,
pero a ninguno de los dos se nos ocurrió preguntar ni pensar qué pensaba el
resto del mundo.
Y él salió de mí sin ningún
aviso, y reía, sentí mi . sexo contraerse, me volví hacia él y también reí, nos
abrazamos como si fuese la primera vez que hacíamos el amor en nuestras vidas.
-Bendíceme -pidió.
Y lo bendije, sin saber qué
hacía. Le pedí que hiciese lo mismo, y él lo hizo, diciendo «bendita sea esta
mujer, que mucho amó». Sus palabras eran bonitas, volvimos a abrazarnos y nos
quedamos allí, sin entender cómo once minutos pueden llevar a un hombre y a
una mujer a todo eso.
Ninguno de los dos estaba
cansado. Fuimos hasta la sala, él puso un disco, e hizo exactamente lo que yo
esperaba: encendió la chimenea y me sirvió vino. Después abrió un libro y
leyó:
Tiempo de nacer, tiempo de
morir,
tiempo de plantar, tiempo de
arrancar la planta,
tiempo de matar, tiempo de
curar,
tiempo de destruir, tiempo de
construir,
tiempo de llorar, tiempo de
reír,
tiempo de gemir, tiempo de
bailar,
tiempo de tirar piedras, tiempo
de recoger piedras,
tiempo de abrazar, tiempo de
separar,
tiempo de buscar, tiempo de
perder,
tiempo de guardar, tiempo de
tirar,
tiempo de rasgar, tiempo de
coser,
tiempo de callar, tiempo de
hablar,
tiempo de amar, tiempo de odiar,
tiempo de guerra, tiempo de paz.
Aquello sonaba como una
despedida. Pero era la más bonita de todas las que podía vivir en mi vida. Lo
abracé, él me abrazó, nos acostamos en la alfombra al lado de la chimenea. La
sensación de plenitud todavía seguía, como si yo siempre hubiese sido una
mujer sabia, feliz, realizada en la vida.
-¿Cómo puedes enamorarte de una
prostituta? -Al principio, no lo entendía. Pero hoy, pensando un poco, creo
que al saber que tu cuerpo jamás sería sólo mío, podía concentrarme en
conquistar tu alma.
-¿Y los celos?
-No se le puede decir a la
primavera: «Ojalá que llegue pronto, y que dure bastante». Sólo se puede decir:
«Ven, bendíceme con tu esperanza, y quédate todo el tiempo que puedas».
Palabras sueltas al viento. Pero
yo necesitaba escucharlas, y él necesitaba decirlas. No sé exactamente cuándo
me dormí. Soñé, no con una situación ni con una persona, sino con un perfume,
que lo inundaba todo.
§
Cuando
María abrió los ojos, algunos rayos de sol empezaban a entrar por las persianas
abiertas.
«He
hecho el amor dos veces con él -pensó, mirando al hombre dormido a su lado-.
Y, sin embargo, parece que siempre hemos estado juntos, y que él siempre ha
conocido mi vida, mi alma, mi cuerpo, mi luz, mi dolor.»
Se
levantó para ir a la cocina y hacer un café. Fue entonces cuando vio las dos
maletas en el pasillo y se acordó de todo: de la promesa, de la oración en la
iglesia, de su vida, del sueño que insiste en convertirse en realidad y perder
su encanto, del hombre perfecto, del amor en el que cuerpo y alma eran lo
mismo, y placer y orgasmo eran cosas diferentes.
Podría
quedarse; no tenía nada más que perder en la vida, sólo una ilusión. Se acordó
del poema: «Tiempo de llorar, tiempo de reír».
Pero
había otra frase: «Tiempo de abrazar, tiempo de separar». Preparó el café,
cerró la puerta de la cocina, telefoneó y pidió un taxi. Reunió toda su fuerza
de voluntad, que la había llevado tan lejos, la fuente de energía de su «luz»,
que le había dicho el momento exacto de partir, que la protegía, que la haría
guardar
para siempre el recuerdo de aquella noche. Se vistió, tomó sus maletas y salió,
deseando que él se despertase antes y le pidiese que se quedara.
Pero
él no se despertó. Mientras esperaba el taxi en la calle, pasó una gitana, con
un ramo de flores.
-¿Quiere
una?
María
la compró, era la señal de que el otoño había llegado, el verano quedaba atrás.
Géneve ya no tendría, durante mucho tiempo, las mesas en las aceras ni los
parques llenos de gente paseando y tomando el sol. No hacía mal; se iba porque
ésa era su elección, y no había de qué lamentarse.
Llegó
al aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro horas el vuelo de París,
siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que, en algún momento
antes de dormirse, le había dicho la hora de su salida. Así era en las
películas: en el momento final, cuando la mujer está casi entrando en el
avión, el hombre aparece desesperado, la agarra, le da un beso, y la lleva de
vuelta a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los funcionarios de
la compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espectadores saben
que, a partir de ahí, vivirán felices para siempre.
«Las
películas nunca dicen qué sucede después», se decía María, intentando
consolarse. Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más inconstante, el
descubrimiento de la primera nota de la amante, decidir, armar un escándalo,
escuchar promesas de que eso no se volverá a repetir, la segunda nota de otra
amante, otro escándalo y la amenaza de separarse, esta vez el hombre no reacciona
con tanta seguridad, simplemente le dice que la ama. La tercera nota, de la
tercera amante, y entonces escoger el silencio, fingiendo que no lo sabe,
porque puede ser que él diga que ya no la ama, que es libre para marcharse.
No.
Las películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el verdadero mundo
empiece. Mejor no pensar en eso.
Leyó
una, dos, tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después de casi una
eternidad en aquella sala de aeropuerto, y embarcó. Todavía se imaginó la
famosa escena en la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano en su
hombro, mira hacia atrás, y allí está él, sonriendo.
Pero
nada de eso sucedió.
Durmió
durante el escaso tiempo que separaba Géneve de París. No tuvo tiempo de
pensar qué diría en casa, qué historia contaría, pero con toda seguridad sus
padres se pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta, una
hacienda y una vejez agradable.
Se
despertó con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la pista durante
mucho tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de terminal, ya
que el vuelo para Brasil salía de la terminal F y ella estaba en la C. Pero
que no se preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho tiempo, y que
si tenía alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a encontrar el
camino.
Mientras
el aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó si valía la pena
pasar un día en aquella ciudad, sólo para sacar unas fotos y contarles a los
demás que había conocido París. Necesitaba tiempo para pensar, estar a solas
consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la noche anterior,
de modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse viva. Sí, París
era una excelente idea; le preguntó a la azafata cuándo saldría el siguiente
vuelo para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.
La
azafata le pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa que no
permitía esa serie de escalas. María se consoló, pensando que ver una ciudad
tan hermosa sola la deprimiría. Estaba consiguiendo mantener su sangre fría,
su fuerza de voluntad, no lo iba a estropear todo con un bello paisaje y la
nostalgia de alguien.
Desembarcó,
pasó por los controles de la policía, su equipaje iría directamente al otro
avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se abrieron, los pasajeros
salían y se abrazaban con alguien que los esperaba, la mujer, la madre, los
hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al mismo tiempo que
pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un secreto, un sueño, no
era tan amarga, y la vida sería más fácil.
-Siempre
nos quedará París.
No
era un guía turístico. No era el chofer de un taxi. Sus piernas temblaron
cuando oyó la voz.
-¿Siempre
nos quedará París?
-Es
la frase de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre Eiffel?
-Sí,
muchísimo. Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de luz, la luz que
ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el viento frío la
hacía sentirse incómoda por estar allí.
-¿Cómo
has llegado antes que yo? -preguntó para disimular la sorpresa, la respuesta
no tenía el menor interés, pero necesitaba algún tiempo para respirar.
-Te
vi leyendo una revista. Podría haberme acercado, pero soy romántico,
incurablemente romántico, y creí que sería mejor tomar el primer puente aéreo
para París, pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas, consultar un
sinfín de veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores, decir la frase
que Rick le dice a su amada en Casablanca,
e
imaginar tu cara de sorpresa. Y tener la certeza de que eso era lo que tú
querías, que me esperabas, que toda la determinación y la voluntad del mundo
no bastan para impedir que el amor cambie las reglas de un momento a otro. No
cuesta nada ser romántico como en las películas, ¿no crees?
No
sabía si costaba o no, pero el precio ahora era lo que menos le importaba, a
pesar de saber que acababa de conocer a aquel hombre, que habían hecho el amor
por primera vez hacía pocas horas, que había sido presentada a sus amigos la
víspera, que él ya había frecuentado la discoteca en la que trabajaba y que se
había casado dos veces. No eran credenciales impecables. Por otro lado, ella
tenía dinero para comprar una hacienda, la juventud por delante, una gran
experiencia de la vida, una gran independencia de alma. Aun así, como siempre
era el destino el que escogía por ella, pensó que una vez más podía correr el
riesgo.
Le
dio un beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa después de que sale el
«Fin» en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien decidía contar
su historia, le pediría que la empezase como los cuentos de hadas, que dicen:
Érase una vez...
Nota
final
Como a todo el
mundo, y en este caso no tengo el menor reparo en generalizar, me costó
descubrir el sentido sagrado del sexo. Mi juventud coincidió con una época de
extrema libertad, con descubrimientos importantes y muchos excesos, seguida de
un período conservador, represivo, el precio que había que pagar por los
abusos que realmente dejaron secuelas un poco duras.
En la década de los
excesos (hablamos de los años setenta), el escritor Irving Wallace escribió un
libro sobre la censura norteamericana, utilizando para ello las maniobras
jurídicas que pretendían impedir la publicación de un texto sobre sexo: Los siete
minutos.
En la novela de
Wallace, el libro que es motivo de la discusión sobre la censura apenas se menciona,
y el tema de la sexualidad raramente aparece. Intenté imaginar qué diría ese
libro prohibido; ¿quién sabe?, podría intentar escribirlo.
Sucede que, en su
novela, Wallace da muchas referencias sobre ese libro inexistente, y eso acabó
limitando, e imposibilitando, la tarea que yo había imaginado. Sólo ha quedado
el recuerdo del título (donde creo que Wallace fue muy conservador con relación
al tiempo, y decidí ampliarlo) y la idea de que era importante aboddar la sexualidad de una manera seria, lo cual, por
cierto, ya han hecho muchos escritores.
En
1997, después de terminar una conferencia en Mantua (Italia), recibí en el
hotel en el que estaba hospedado un manuscrito que habían dejado en recepción.
No leo manuscritos, pero leí aquél, la historia real de una prostituta
brasileña, sus matrimonios, sus dificultades con la ley, sus aventuras. En el
año 2000, al pasar por Zurich, me puse en contacto con esa prostituta, cuyo
nombre de guerra es Sonia, y le dije que me había gustado su texto. Le recomendé
que lo enviase a mi editora brasileña, quien finalmente decidió no publicarlo.
Sonia, que para entonces había fijado su residencia en Italia, tomó un tren y
fue a verme a Zurich. Nos invitó, a mí, a un amigo y a una periodista del
periódico Blick, que acababa de
entrevistarme, a ir a Langstrasse, la zona de prostitución local. Yo no sabía
que Sonia ya había avisado a sus colegas de nuestra visita y, para mi sorpresa,
acabé firmando varios autógrafos en libros míos, en diferentes lenguas.
Entonces
yo ya estaba decidido a escribir sobre sexo, pero aún no tenía ni el argumento,
ni el personaje principal; pensaba en algo mucho más dirigido a la búsqueda
convencional de lo sagrado, pero aquella visita a Langstrasse me enseñó: para
escribir sobre el lado sagrado, era necesario entender por qué había sido tan
profanado.
Conversando
con un periodista de la revista L'Ilustrée
(Suiza), le conté la historia de la improvisada noche de autógrafos en
Langstrasse, y él publicó un gran reportaje al respecto. El resultado fue que,
durante una tarde de autógrafos en Géneve, varias prostitutas aparecieron con
sus libros. Una de ellas me llamó especialmente la atención, salimos, con mi
agente y amiga Mónica Antunes, a tomar un café, que se convirtió en cena, y que
se convirtió en otros encuentros en los días siguientes. Allí nació el hilo
conductor de Once minutos.
Quiero
expresar mi agradecimiento a Anna von Planta, mi editora suiza, que me ayudó
con datos importantes sobre la situación legal de las prostitutas en su país. A
las siguientes mujeres en Zurich (nombres de guerra): Sonia, con la que me vi
por primera vez en Mantua (¡quién sabe, quizás alguien se interese algún día
por su libro!), Martha, Antenora, Isabella. En Géneve (también nombres de
guerra): Amy, Lucia, Andrei, Vanessa, Patrick, Therése, Anna Christina.
Le
agradezco también a Antonella Zara que me permitiese usar pasajes de su libro La ciencia de la pasión para ilustrar
algunas partes del diario de María.
Finalmente,
le agradezco a María (nombre de guerra), que hoy reside en Lausana, está casada
y tiene dos hermosas hijas, que en nuestros varios encuentros haya compartido
conmigo y con Mónica su historia, en la que está basado este libro.
PAULO
COELHO
FIN
* *
*
Este libro fue digitalizado para
distribución libre y gratuita a través de la red
utilizando el software (O.C.R.) “OmniPage
Pro Versión 11” y un scanner “Acer S2W”
Digitalización, Revisión y Edición Electrónica de Hernán.
Rosario - Argentina
14 de Agosto 2003 – 22:58
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