lunes, 4 de febrero de 2013

71-76


preparó un ca­fé, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la me­sa, él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «tam­bién te quiero dar las gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas.
Finalmente él se armó de valor y preguntó por las maletas.
-Vuelvo a Brasil mañana a mediodía.
Una mujer sabe cuándo un hombre es importan­te para ella. ¿Son ellos capaces también de ese tipo de comprensión? ¿O debería haberle dicho «te amo», «me gustaría seguir aquí contigo», «pídeme que me quede»?
-No te vayas -sí, él había comprendido que po­día decírmelo.
-Me voy. He hecho una promesa.
Porque, si no la hubiese hecho, tal vez creyese que todo aquello era para siempre. Y no lo era, era parte del sueño de una chica de pueblo de un país distante, que se va a la gran ciudad (en realidad, no tan gran­de), pasa por mil dificultades, pero conoce a un hom­bre que la ama. Éste era el final feliz para todos los momentos difíciles que pasé, y siempre que yo recor­dase mi vida en Europa, terminaría con la historia de un hombre enamorado de mí, que sería siempre mío, ya que yo había visitado su alma.
Oh, Ralf, no sabes cuánto te amo. Pienso que tal vez uno se enamora en el momento en el que ve al hombre de sus sueños por primera vez, aunque la ra­zón en ese momento diga que estamos equivocados, y empecemos a luchar, sin deseo de ganar, contra ese instinto. Hasta que llega el momento en que nos de­jamos vencer por la emoción, y eso sucedió aquella noche, cuando caminé descalza por el parque, su­friendo dolor y frío, pero entendiendo cuánto me querías.
Sí, te amo mucho, como nunca he amado a otro hombre, y justamente por eso me voy, porque si me quedase el sueño se convertiría en realidad, deseo de poseer, de desear que tu vida sea mía... en fin, de todas esas cosas que acaban convirtiendo el amor en esclavitud. Mejor así: el sueño. Tenemos que ser cuidadosos con lo que nos llevamos de un país, o de la vida.
-No has tenido un orgasmo -dijo él, intentan­do cambiar de tema, ser cuidadoso, no forzar una si­tuación. Tenía miedo de perderme, y pensaba que to­davía tenía toda la noche para hacerme cambiar de opinión.
-No he tenido un orgasmo, pero he sentido un in­menso placer.
-Pero sería mejor si tuvieses un orgasmo. -Podría haber fingido, simplemente para conten­tarte, pero no te lo mereces. Eres un hombre, Ralf Hart, con todo lo que esa palabra pueda tener de hermoso y de intenso. Supiste ayudarme y apoyarme, aceptaste que yo te apoyase y te ayudase, sin que eso significase humillación. Sí, me gustaría haber tenido un orgasmo, pero no lo he tenido. Sin embargo, me encantó el sue­lo frío, tu cuerpo caliente, la violencia consentida con la que entraste en mí.
»Hoy fui a devolver los libros que todavía tenía, y la bibliotecaria me preguntó si hablaba de sexo con mi pareja. Me dieron ganas de decirle: ¿qué pareja? ¿Qué tipo de sexo? Pero ella no lo merecía, ha sido siempre un ángel conmigo.
»En realidad, sólo he tenido dos parejas desde que llegué a Géneve: uno que despertó lo peor de mí mis­ma, porque yo se lo permití e incluso se lo imploré. El otro, tú, que me has hecho sentir parte del mundo otra vez. Me gustaría poder enseñarte dónde tocar en mi cuerpo, con qué intensidad, durante cuánto tiempo, y sé que no lo tomarías como una recriminación, sino como una posibilidad de que nuestras almas se comu­niquen mejor. El arte del amor es como tu pintura, re­quiere técnica, paciencia, y sobre todo práctica entre la pareja. Requiere osadía, es preciso ir más allá de aquello que la gente convencionalmente llama "hacer el amor".
Ya está. La profesora había vuelto, y yo no quería aquello, pero Ralf supo manejar la situación. En vez de aceptar lo que yo decía, encendió su tercer cigarrillo en menos de media hora:
-En primer lugar, hoy vas a pasar la noche aquí. No era una petición, era una orden.
-En segundo lugar, haremos el amor otra vez, con menos ansiedad y más deseo.
»Finalmente, me gustaría que tú también entendie­ses mejor a los hombres.
¿Entender mejor a los hombres? Me pasaba todas las noches con ellos, blancos, negros, asiáticos, judíos, musulmanes, budistas. ¿Acaso Ralf no lo sabía?
Me sentí más aliviada; qué bien que la conversa­ción caminaba hacia una discusión. Por un momento había pensado en pedirle perdón a Dios y romper mi promesa.
Pero allí estaba otra vez la realidad para decirme que no olvidase conservar mi sueño intacto, y que no me dejase caer en las trampas del destino.
-Sí, entender mejor a los hombres -repitió Ralf, al ver mi aire de ironía-. Hablas de expresar tu sexua­lidad femenina, de ayudarme a navegar por tu cuerpo, a tener paciencia, tiempo. Estoy de acuerdo, pero ¿ya se te ha ocurrido pensar que nosotros somos diferentes, por lo menos en lo que a tiempo se refiere? ¿Por qué no le pides explicaciones a Dios?
»Cuando nos conocimos, te pedí que me enseñases sobre sexo, porque mi deseo había desaparecido. ¿Sabes por qué? Porque después de ciertos años de vida, cual­quier relación sexual mía terminaba en tedio o en frus­tración, ya que creía que era muy difícil darles a las mu­jeres que amé el mismo placer que ellas me daban a mí.
A mí no me gustó lo de «las mujeres que amé», pe­ro fingí indiferencia y encendí un cigarrillo.
-No tenía valor para pedirte: enséñame tu cuerpo. Pero cuando te encontré, vi tu luz y te amé inmediata­mente, pensé que a esas alturas de la vida, ya no tenía nada más que perder si era honesto conmigo, y con la mujer que quería tener a mi lado.
El cigarrillo me resultó delicioso, y me habría gus­tado que me hubiera ofrecido un poco de vino, pero no quería dejar de hablar del tema.
-¿Por qué los hombres, en vez de hacer lo que tú has hecho conmigo, descubrir cómo me siento, sólo piensan en sexo?
-¿Quién ha dicho que sólo pensamos en sexo? Al contrario: pasamos años de nuestra vida intentando ha­cernos creer a nosotros mismos que el sexo es importan­te. Aprendemos el amor con prostitutas o con vírgenes, contamos nuestras andanzas a todos los que quieran escuchar, nos paseamos con amantes jóvenes cuando nos hacemos mayores, todo para demostrarles a los de­más que sí, que somos aquello que las mujeres espera­ban que fuésemos.
»Pero ¿sabes una cosa? No es nada de eso. No en­tendemos nada. Creemos que sexo y eyaculación son lo mismo, y como acabas de decir, no lo son. No aprende­mos, porque no tenemos valor para decirle a una mujer: enséñame tu cuerpo. No aprendemos porque ella tam­poco tiene el valor de decir: aprende cómo soy. Nos que­damos en el primitivo instinto de supervivencia de la es­pecie, y eso es todo. Por más absurdo que parezca, ¿sabes qué es más importante para el hombre que el sexo?
Y pensé que tal vez fuese el dinero o el poder, pero no dije nada.
-El deporte. ¿Y sabes por qué? Porque un hombre entiende el cuerpo de otro hombre. En el deporte, ve­mos el diálogo de cuerpos que se entienden.
-Estás loco.
-Puede ser. Pero tiene sentido. ¿Te has parado a pensar qué sentían los hombres con los que has esta­do en la cama?
-Sí, lo he hecho: todos se sentían inseguros. Tenían miedo.
-Peor que miedo. Eran vulnerables. No entendían muy bien qué estaban haciendo, simplemente sabían que la sociedad, los amigos, las propias mujeres decían que era importante. «Sexo, sexo, sexo», ésa es la base de la vida, grita la publicidad, la gente, las películas, los libros. Nadie sabe de qué habla. Saben, ya que el instinto es más fuerte que todos nosotros, que hay que hacerlo. Y punto.
Basta. Yo había intentado dar lecciones de sexo para protegerme, él hacía lo mismo, y por más sabias que fuesen nuestras palabras, ya que uno siempre que­ría impresionar al otro, ¡eso era estúpido, indigno de nuestra relación! Lo atraje hacia mí porque, indepen­dientemente de lo que él tuviese que decir, o de lo que yo pensase respecto a mí misma, la vida ya me había enseñado muchas cosas. Al principio de los tiempos, todo era amor, entrega. Pero luego, la serpiente se le aparece a Eva y le dice: lo que has entregado, lo vas a perder. Eso fue lo que pasó conmigo, fui expulsada del Paraíso cuando todavía estaba en el colegio, y desde entonces he buscado una manera de decirle a la ser­piente que estaba equivocada, que vivir era más im­portante que guardar. Pero la serpiente estaba en lo cierto, y yo estaba equivocada.
Me arrodillé, le quité poco a poco la ropa, y vi que su sexo estaba allí, durmiente, sin reaccionar. A él pa­recía no importarle, y yo besé la parte interior de sus piernas, empezando por los pies. Su sexo comenzó a reaccionar lentamente, y yo lo toqué, después lo puse en mi boca, y, sin prisa, sin que él lo interpretase co­mo « ¡Vamos, prepárate!», lo besé con el cariño de quien no espera nada, y justamente por eso, lo conseguí todo. Vi que se excitaba, y comenzó a tocar mis pezones, girándolos como aquella noche de total os­curidad, haciéndome desear tenerlo de nuevo entre mis piernas, o en mi boca, o como desease o quisiese poseerme.
No me quitó el abrigo; hizo que me inclinase de bruces sobre la mesa, con las piernas aún apoyadas en el suelo. Me penetró lentamente, esta vez sin ansiedad, sin miedo a perderme, porque en el fondo él también había entendido que aquello era un sueño, y que per­manecería para siempre como un sueño, jamás como realidad.
Al mismo tiempo que sentía su sexo dentro de mí, sentía también su mano en los senos, las nalgas, to­cándome como sólo una mujer sabe hacerlo. Enton­ces entendí que estábamos hechos el uno para el otro, porque él conseguía ser mujer como ahora, y yo con­seguía ser hombre como cuando conversamos o nos iniciamos en el encuentro de las dos almas perdidas, de los dos fragmentos que faltaban para completar el universo.
A medida que me penetraba y me tocaba al mismo tiempo, sentí que no sólo me lo estaba haciendo a mí, sino a todo el universo. Teníamos tiempo, ternura y co­nocimiento el uno del otro. Sí, había sido estupendo llegar con dos maletas, el deseo de partir, ser inmedia­tamente arrojada al suelo y penetrada con violencia y miedo; pero también era bueno saber que la noche no acabaría nunca, y ahora allí, en la mesa de la cocina, el orgasmo no era el fin en sí mismo, sino el inicio de ese encuentro.
Su sexo se quedó inmóvil dentro de mí, mientras sus dedos se movían rápidamente, y yo tuve el prime­ro, después el segundo, y el tercer orgasmo, seguidos. Tenía ganas de empujarlo, el dolor del placer es tan grande que machaca, pero aguanté firme, acepté que era así, que podía aguantar un orgasmo más, dos más, o...
... y de repente, una especie de luz explotó dentro de mí. Ya no era yo misma, sino un ser infinitamente superior a todo lo que yo conocía. Cuando su mano me llevó al cuarto orgasmo, entré en un lugar en el que to­do parecía en paz, y en mi quinto orgasmo conocía Dios. Entonces sentí que él volvía a mover su sexo den­tro del mío, aunque su mano no hubiese parado, y di­je: «Dios mío, ¿a qué me he entregado, el Infierno o el Paraíso?».
Pero era el Paraíso. Yo era la tierra, las montañas, los tigres, los ríos que corrían hasta los lagos, los lagos que se transformaban en mar. Él se movía cada vez más de prisa, y el dolor se mezclaba con el placer, yo podía de­cir «ya no puedo más», pero no sería justo, porque a esas alturas, él y yo éramos la misma persona.
Dejé que me penetrase el tiempo que fuese necesa­rio, sus uñas ahora estaban clavadas en mis nalgas, y yo allí de bruces, en la mesa de la cocina, pensando que no existía un lugar mejor en el mundo para hacer el amor. De nuevo el ruido de la mesa, la respiración cada vez más rápida, las uñas arañándome, y mi sexo golpeando con fuerza su sexo, carne con carne, hueso con hueso, yo iba a tener otro orgasmo, él también, y nada de eso, ¡nada de eso era MENTIRA!
-¡Vamos!
Él sabía de qué hablaba, y yo sabía que era el momento, sentí que todo mi cuerpo se relajaba, que deja­ba de ser yo misma, ya no oía, ni veía, ni sabía el gus­to de nada, simplemente sentía.
-¡Vamos!
Y me fui con él. No fueron once minutos, sino una eternidad, era como si los dos hubiésemos salido del cuerpo y caminásemos, en profunda alegría, compren­sión y amistad, por los jardines del Paraíso. Yo era mu­jer y hombre, él era hombre y mujer. No sé cuánto tiempo duró, pero todo parecía estar en silencio, en oración, como si el universo y la vida hubiesen deja­do de existir, y se hubiesen transformado en algo sa­grado, sin nombre, sin tiempo.
Pero el tiempo volvió, oí sus gritos y grité con él, las patas de la mesa golpeaban con fuerza en el suelo, pe­ro a ninguno de los dos se nos ocurrió preguntar ni pen­sar qué pensaba el resto del mundo.
Y él salió de mí sin ningún aviso, y reía, sentí mi . sexo contraerse, me volví hacia él y también reí, nos abrazamos como si fuese la primera vez que hacíamos el amor en nuestras vidas.
-Bendíceme -pidió.
Y lo bendije, sin saber qué hacía. Le pedí que hicie­se lo mismo, y él lo hizo, diciendo «bendita sea esta mujer, que mucho amó». Sus palabras eran bonitas, volvimos a abrazarnos y nos quedamos allí, sin enten­der cómo once minutos pueden llevar a un hombre y a una mujer a todo eso.
Ninguno de los dos estaba cansado. Fuimos hasta la sala, él puso un disco, e hizo exactamente lo que yo esperaba: encendió la chimenea y me sirvió vino. Des­pués abrió un libro y leyó:

Tiempo de nacer, tiempo de morir,
tiempo de plantar, tiempo de arrancar la planta,
tiempo de matar, tiempo de curar,
tiempo de destruir, tiempo de construir,
tiempo de llorar, tiempo de reír,
tiempo de gemir, tiempo de bailar,
tiempo de tirar piedras, tiempo de recoger piedras,
tiempo de abrazar, tiempo de separar,
tiempo de buscar, tiempo de perder,
tiempo de guardar, tiempo de tirar,
tiempo de rasgar, tiempo de coser,
tiempo de callar, tiempo de hablar,
tiempo de amar, tiempo de odiar,
tiempo de guerra, tiempo de paz.

Aquello sonaba como una despedida. Pero era la más bonita de todas las que podía vivir en mi vida. Lo abracé, él me abrazó, nos acostamos en la al­fombra al lado de la chimenea. La sensación de pleni­tud todavía seguía, como si yo siempre hubiese sido una mujer sabia, feliz, realizada en la vida.
-¿Cómo puedes enamorarte de una prostituta? -Al principio, no lo entendía. Pero hoy, pensan­do un poco, creo que al saber que tu cuerpo jamás sería sólo mío, podía concentrarme en conquistar tu alma.
-¿Y los celos?
-No se le puede decir a la primavera: «Ojalá que llegue pronto, y que dure bastante». Sólo se puede de­cir: «Ven, bendíceme con tu esperanza, y quédate todo el tiempo que puedas».
Palabras sueltas al viento. Pero yo necesitaba es­cucharlas, y él necesitaba decirlas. No sé exactamen­te cuándo me dormí. Soñé, no con una situación ni con una persona, sino con un perfume, que lo inun­daba todo.

§



Cuando María abrió los ojos, algunos rayos de sol empezaban a entrar por las persianas abiertas.
«He hecho el amor dos veces con él -pensó, mirando al hom­bre dormido a su lado-. Y, sin embargo, parece que siempre he­mos estado juntos, y que él siempre ha conocido mi vida, mi al­ma, mi cuerpo, mi luz, mi dolor.»
Se levantó para ir a la cocina y hacer un café. Fue entonces cuando vio las dos maletas en el pasillo y se acordó de todo: de la promesa, de la oración en la iglesia, de su vida, del sueño que in­siste en convertirse en realidad y perder su encanto, del hombre perfecto, del amor en el que cuerpo y alma eran lo mismo, y pla­cer y orgasmo eran cosas diferentes.
Podría quedarse; no tenía nada más que perder en la vida, só­lo una ilusión. Se acordó del poema: «Tiempo de llorar, tiempo de reír».
Pero había otra frase: «Tiempo de abrazar, tiempo de sepa­rar». Preparó el café, cerró la puerta de la cocina, telefoneó y pi­dió un taxi. Reunió toda su fuerza de voluntad, que la había lle­vado tan lejos, la fuente de energía de su «luz», que le había dicho el momento exacto de partir, que la protegía, que la haría guardar para siempre el recuerdo de aquella noche. Se vistió, tomó sus maletas y salió, deseando que él se despertase antes y le pi­diese que se quedara.
Pero él no se despertó. Mientras esperaba el taxi en la calle, pasó una gitana, con un ramo de flores.
-¿Quiere una?
María la compró, era la señal de que el otoño había llegado, el verano quedaba atrás. Géneve ya no tendría, durante mucho tiem­po, las mesas en las aceras ni los parques llenos de gente pasean­do y tomando el sol. No hacía mal; se iba porque ésa era su elec­ción, y no había de qué lamentarse.

Llegó al aeropuerto, tomó otro café, esperó durante cuatro ho­ras el vuelo de París, siempre pensando que él entraría en cualquier momento, ya que, en algún momento antes de dormirse, le había di­cho la hora de su salida. Así era en las películas: en el momento fi­nal, cuando la mujer está casi entrando en el avión, el hombre apa­rece desesperado, la agarra, le da un beso, y la lleva de vuelta a su mundo, bajo la mirada risueña y complaciente de los funcionarios de la compañía aérea. Aparece la palabra «Fin», y todos los espec­tadores saben que, a partir de ahí, vivirán felices para siempre.
«Las películas nunca dicen qué sucede después», se decía Ma­ría, intentando consolarse. Matrimonio, cocina, hijos, sexo cada vez más inconstante, el descubrimiento de la primera nota de la amante, decidir, armar un escándalo, escuchar promesas de que eso no se volverá a repetir, la segunda nota de otra amante, otro escándalo y la amenaza de separarse, esta vez el hombre no reac­ciona con tanta seguridad, simplemente le dice que la ama. La ter­cera nota, de la tercera amante, y entonces escoger el silencio, fin­giendo que no lo sabe, porque puede ser que él diga que ya no la ama, que es libre para marcharse.
No. Las películas no lo cuentan. Se acaban antes de que el ver­dadero mundo empiece. Mejor no pensar en eso.
Leyó una, dos, tres revistas. Finalmente anunciaron su vuelo, después de casi una eternidad en aquella sala de aeropuerto, y em­barcó. Todavía se imaginó la famosa escena en la que, en cuanto se pone el cinto, siente una mano en su hombro, mira hacia atrás, y allí está él, sonriendo.
Pero nada de eso sucedió.
Durmió durante el escaso tiempo que separaba Géneve de Pa­rís. No tuvo tiempo de pensar qué diría en casa, qué historia con­taría, pero con toda seguridad sus padres se pondrían contentos, sabiendo que tenían a su hija de vuelta, una hacienda y una vejez agradable.
Se despertó con la sacudida del aterrizaje. El avión anduvo por la pista durante mucho tiempo; la azafata fue a decirle que tenía que cambiar de terminal, ya que el vuelo para Brasil salía de la ter­minal F y ella estaba en la C. Pero que no se preocupase, que no había retrasos, todavía tenía mucho tiempo, y que si tenía alguna duda, el personal de tierra podría ayudarla a encontrar el camino.
Mientras el aparato se acercaba al lugar del desembarque, se preguntó si valía la pena pasar un día en aquella ciudad, sólo pa­ra sacar unas fotos y contarles a los demás que había conocido Pa­rís. Necesitaba tiempo para pensar, estar a solas consigo misma, esconder muy profundamente los recuerdos de la noche anterior, de modo que pudiese usarlos siempre que necesitase sentirse vi­va. Sí, París era una excelente idea; le preguntó a la azafata cuán­do saldría el siguiente vuelo para Brasil, si decidía no embarcar aquel día.
La azafata le pidió su billete, lo lamentó mucho, pero era una tarifa que no permitía esa serie de escalas. María se consoló, pen­sando que ver una ciudad tan hermosa sola la deprimiría. Esta­ba consiguiendo mantener su sangre fría, su fuerza de voluntad, no lo iba a estropear todo con un bello paisaje y la nostalgia de alguien.
Desembarcó, pasó por los controles de la policía, su equipaje iría directamente al otro avión, no había de qué preocuparse. Las puertas se abrieron, los pasajeros salían y se abrazaban con al­guien que los esperaba, la mujer, la madre, los hijos. María fingió que nada de aquello era para ella, al mismo tiempo que pensaba de nuevo en su soledad; aunque esta vez tenía un secreto, un sue­ño, no era tan amarga, y la vida sería más fácil.
-Siempre nos quedará París.
No era un guía turístico. No era el chofer de un taxi. Sus pier­nas temblaron cuando oyó la voz.
-¿Siempre nos quedará París?
-Es la frase de una película que me encanta. ¿Te gustaría ver la torre Eiffel?
-Sí, muchísimo. Ralf llevaba un ramo de rosas, y los ojos llenos de luz, la luz que ella había visto el primer día, cuando la pintaba mientras el viento frío la hacía sentirse incómoda por estar allí.
-¿Cómo has llegado antes que yo? -preguntó para disimu­lar la sorpresa, la respuesta no tenía el menor interés, pero nece­sitaba algún tiempo para respirar.
-Te vi leyendo una revista. Podría haberme acercado, pero soy romántico, incurablemente romántico, y creí que sería mejor tomar el primer puente aéreo para París, pasear un poco por el aeropuerto, esperar tres horas, consultar un sinfín de veces los horarios de los vuelos, comprar tus flores, decir la frase que Rick le dice a su amada en Casablanca, e imaginar tu cara de sorpre­sa. Y tener la certeza de que eso era lo que tú querías, que me es­perabas, que toda la determinación y la voluntad del mundo no bastan para impedir que el amor cambie las reglas de un momen­to a otro. No cuesta nada ser romántico como en las películas, ¿no crees?
No sabía si costaba o no, pero el precio ahora era lo que me­nos le importaba, a pesar de saber que acababa de conocer a aquel hombre, que habían hecho el amor por primera vez hacía pocas horas, que había sido presentada a sus amigos la víspera, que él ya había frecuentado la discoteca en la que trabajaba y que se había casado dos veces. No eran credenciales impecables. Por otro la­do, ella tenía dinero para comprar una hacienda, la juventud por delante, una gran experiencia de la vida, una gran independencia de alma. Aun así, como siempre era el destino el que escogía por ella, pensó que una vez más podía correr el riesgo.
Le dio un beso, sin ninguna curiosidad por saber qué pasa des­pués de que sale el «Fin» en la pantalla del cine. Simplemente, si algún día alguien decidía contar su historia, le pediría que la em­pezase como los cuentos de hadas, que dicen:
Érase una vez...

Nota final

Como a todo el mundo, y en este caso no tengo el menor re­paro en generalizar, me costó descubrir el sentido sagrado del se­xo. Mi juventud coincidió con una época de extrema libertad, con descubrimientos importantes y muchos excesos, seguida de un pe­ríodo conservador, represivo, el precio que había que pagar por los abusos que realmente dejaron secuelas un poco duras.
En la década de los excesos (hablamos de los años setenta), el escritor Irving Wallace escribió un libro sobre la censura nortea­mericana, utilizando para ello las maniobras jurídicas que preten­dían impedir la publicación de un texto sobre sexo: Los siete mi­nutos.
En la novela de Wallace, el libro que es motivo de la discusión sobre la censura apenas se menciona, y el tema de la sexualidad raramente aparece. Intenté imaginar qué diría ese libro prohibi­do; ¿quién sabe?, podría intentar escribirlo.
Sucede que, en su novela, Wallace da muchas referencias so­bre ese libro inexistente, y eso acabó limitando, e imposibilitando, la tarea que yo había imaginado. Sólo ha quedado el recuerdo del título (donde creo que Wallace fue muy conservador con relación al tiempo, y decidí ampliarlo) y la idea de que era importante aboddar la sexualidad de una manera seria, lo cual, por cierto, ya han hecho muchos escritores.
En 1997, después de terminar una conferencia en Mantua (Ita­lia), recibí en el hotel en el que estaba hospedado un manuscrito que habían dejado en recepción. No leo manuscritos, pero leí aquél, la historia real de una prostituta brasileña, sus matrimonios, sus dificultades con la ley, sus aventuras. En el año 2000, al pasar por Zurich, me puse en contacto con esa prostituta, cuyo nombre de guerra es Sonia, y le dije que me había gustado su texto. Le re­comendé que lo enviase a mi editora brasileña, quien finalmente decidió no publicarlo. Sonia, que para entonces había fijado su re­sidencia en Italia, tomó un tren y fue a verme a Zurich. Nos invi­tó, a mí, a un amigo y a una periodista del periódico Blick, que acababa de entrevistarme, a ir a Langstrasse, la zona de prostitu­ción local. Yo no sabía que Sonia ya había avisado a sus colegas de nuestra visita y, para mi sorpresa, acabé firmando varios autó­grafos en libros míos, en diferentes lenguas.
Entonces yo ya estaba decidido a escribir sobre sexo, pero aún no tenía ni el argumento, ni el personaje principal; pensaba en al­go mucho más dirigido a la búsqueda convencional de lo sagrado, pero aquella visita a Langstrasse me enseñó: para escribir sobre el lado sagrado, era necesario entender por qué había sido tan pro­fanado.
Conversando con un periodista de la revista L'Ilustrée (Suiza), le conté la historia de la improvisada noche de autógrafos en Langstrasse, y él publicó un gran reportaje al respecto. El resulta­do fue que, durante una tarde de autógrafos en Géneve, varias prostitutas aparecieron con sus libros. Una de ellas me llamó es­pecialmente la atención, salimos, con mi agente y amiga Mónica Antunes, a tomar un café, que se convirtió en cena, y que se con­virtió en otros encuentros en los días siguientes. Allí nació el hilo conductor de Once minutos.
Quiero expresar mi agradecimiento a Anna von Planta, mi edi­tora suiza, que me ayudó con datos importantes sobre la situación legal de las prostitutas en su país. A las siguientes mujeres en Zu­rich (nombres de guerra): Sonia, con la que me vi por primera vez en Mantua (¡quién sabe, quizás alguien se interese algún día por su libro!), Martha, Antenora, Isabella. En Géneve (también nom­bres de guerra): Amy, Lucia, Andrei, Vanessa, Patrick, Therése, Anna Christina.
Le agradezco también a Antonella Zara que me permitiese usar pasajes de su libro La ciencia de la pasión para ilustrar algu­nas partes del diario de María.
Finalmente, le agradezco a María (nombre de guerra), que hoy reside en Lausana, está casada y tiene dos hermosas hijas, que en nuestros varios encuentros haya compartido conmigo y con Mó­nica su historia, en la que está basado este libro.
PAULO COELHO


FIN

*    *    *

Este libro fue digitalizado para distribución libre y gratuita a través de la red
utilizando el software (O.C.R.) “OmniPage Pro Versión 11” y un scanner “Acer S2W”
Digitalización, Revisión y Edición Electrónica de Hernán.
Rosario - Argentina
14 de Agosto 2003 – 22:58

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