flor en su tallo, pasad las noches
protegiéndola del viento, los días salvándola del sol. Florecerá negra, estoy
seguro. Entonces haced llamar al presidente de la Sociedad Hortícola de
Haarlem. Hará constatar por el congreso el color de la flor, y os entregará los
cien mil florines.
Rosa lanzó un gran suspiro.
‑Ahora ‑continuó Cornelius enjugando
una temblorosa lágrima en el borde de su párpado y que era causada más bien por
este maravilloso tulipán negro que no debía ver nunca‑ no deseo ya nada, sino
que el tulipán se llame Rosa Barloensis,
es decir, que recuerde al mismo tiempo vuestro nombre y el mío, y como no
sabiendo latín, podríais olvidar seguramente esta palabra, procuradme un lápiz
y un papel para que os la escriba.
Rosa estalló en sollozos y le tendió un
libro encuadernado en piel, que llevaba las iniciales C. W.
‑¿Qué es esto? ‑preguntó el prisionero.
‑¡Ay! ‑respondió Rosa‑, es la Biblia de
vuestro pobre padrino, Corneille de Witt. De ella tomó la fuerza para sufrir la
tortura y oír sin palidecer su sentencia. La hallé en esta habitación después
de la muerte del mártir, y la he guardado como una reliquia; hoy os la traía,
porque me parecía que había en este libro una fuerza verdaderamente divina. No
habéis tenido necesidad de esta fuerza que Dios ya había puesto en vos. ¡Dios
sea loado! Escribid encima lo que debéis escribir, señor Cornelius, y aunque
tengo la desgracia de no saber leer, lo que escribáis será cumplido.
Cornelius cogió la Biblia y la besó
respetuosamente. ‑¿Con qué escribiré? ‑preguntó.
‑Hay un lápiz en la Biblia ‑contestó
Rosa‑. Estaba ahí y lo he conservado.
Era el lápiz que Jean de Witt había
prestado a su hermano y que éste no había pensado en devolverle.
Cornelius lo cogió, y en la segunda
página ‑porque, como se recuerda, la primera había sido arrancada‑, próximo a
morir a su vez como su padrino, escribió con una mano no menos firme:
Este 23 de agosto de 1672, a punto de
rendir, aunque inocente, mi alma a Dios sobre un cadalso, lego a Rosa Gryphus
el único bien que me queda de todos mis bienes en este mundo, ya que los otros
han sido confiscados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos que, en mi
convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán negro,
objeto del premio de cien mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem, deseando
que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con
la sola condición de casarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad,
que la ame y a quien ella ame, y de dar al gran tulipán negro que creará una
nueva especie el nombre de Rosa Barloensis,
es decir, su nombre y el mío reunidos.
¡Dios me halle en gracia y a ella en
salud!
CORNELIUS VAN BAERLE.
Luego, devolviendo la Biblia a Rosa:
‑Leed ‑dijo.
‑Ya os he dicho ‑respondió la joven‑
que, por desgracia, no sé leer.
Entonces Cornelius leyó a Rosa el
testamento que acababa de hacer.
Los sollozos de la pobre niña se
redoblaron.
‑¿Aceptáis mis condiciones? ‑preguntó
el prisionero sonriendo con melancolía y besando la punta de los dedos
temblorosos de la bella frisona.
‑¡Oh! No sabría, señor ‑balbuceó ella.
‑No sabríais, niña mía, y ¿por qué?
‑Porque hay una condición que no podría
mantener.
‑¿Cuál? Creo, sin embargo, haber hecho
lo conveniente para nuestro tratado de alianza.
‑¿Me dais vos los cien mil florines a
título de dote?
‑Sí.
‑¿Y para casarme con el hombre que ame?
‑Sin duda.
‑¡Pues bien!, señor, ese dinero no
puede ser para mí. No amaré jamás a nadie y no me casaré.
Y después de estas palabras penosamente
pronunciadas, Rosa dobló las rodillas y estuvo a punto de desmayarse de
dolor.
Cornelius, asustado al verla tan pálida
y desfallecida, iba a cogerla en sus brazos, cuando un paso pesado, seguido de
otros ruidos siniestros, sonó en las escaleras acompañado por los ladridos del
perro.
‑¡Vienen a buscaros! ‑exclamó Rosa
retorciéndose las manos‑. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Señor, ¿no tenéis nada más que
decirme?
Y cayó de rodillas, con la cabeza
hundida en sus brazos, y completamente sofocada por los sollozos y las
lágrimas.
‑Tengo que deciros que guardéis
celosamente vuestros tres bulbos y los cuidéis según las prescripciones que os
he dado, y por mi amor. Adiós, Rosa.
‑¡Oh, sí! ‑murmuró ésta, sin levantar
la cabeza‑. ¡Oh, sí! Haré todo lo que vos habéis dicho. Excepto casarme ‑añadió
por lo bajo‑. Porque esto, ¡oh!, esto, lo juro, es para mí una cosa imposible.
Y hundió en su seno palpitante el
querido tesoro de Cornelius.
Este ruido que habían oído Cornelius y
Rosa, era el que hacía el carcelero que volvía a buscar al condenado, seguido
del ejecutor, de los soldados destinados a la guardia del patíbulo, y de los
curiosos habituales de la prisión.
Cornelius, sin debilidad, pero sin
fanfarronería, los recibió como amigos más que como perseguidores y se dejó
imponer las condiciones que quisieron aquellos hombres para la ejecución de su
oficio.
Luego, de una ojeada lanzada sobre la
plaza por su pequeña ventana enrejada, percibió el patíbulo, y a veinte pasos
del patíbulo, la horca, de la cual habían sido descolgadas por orden del
estatúder, las reliquias ultrajadas de los dos hermanos De Witt.
Cuando se dispuso a descender para
seguir a los guardias, Cornelius buscó con los ojos la mirada angelical de
Rosa; pero no vio detrás de las espadas y las alabardas más que un cuerpo
tendido al lado de un banco de madera y un rostro lívido medio velado por unos
largos cabellos.
Pero al caer inanimada, Rosa, para
seguir obedeciendo a su amigo, había apoyado su mano sobre su corpiño de
terciopelo, a incluso en el olvido de toda vida, continuaba recogiendo
instintivamente el precioso depósito que le había confiado Cornelius.
Y al abandonar el calabozo, el joven
pudo entrever en los dedos crispados de Rosa la hoja amarillenta de aquella
Biblia sobre la que Corneille de Witt había escrito tan penosa y dolorosamente
aquellas líneas que, si Cornelius las hubiese leído, habrían salvado infaliblemente
a un hombre y a un tulipán.
XII
La Ejecución
Cornelius no tenía que dar más de
trescientos pasos fuera de la prisión para llegar al pie del patíbulo.
Al final de la escalera, el perro lo
miró pasar tranquilamente; Cornelius creyó incluso observar en los ojos del
moloso una cierta expresión de dulzura que lindaba con la compasión.
Tal vez el perro conociera a los
condenados y no mordiera más que a los que salían libres.
Se comprende que cuanto más corto fuera
el trayecto de la puerta de la prisión al pie del patíbulo, más lleno
estuviera de curiosos.
Eran aquellos mismos que, mal apagada
la sed de sangre de la que habían bebido ya tres días antes, esperaban una
nueva víctima.
Así, apenas apareció Cornelius, un
aullido inmenso se prolongó por la calle, se extendió por toda la superficie
de la plaza, y se alejó en diferentes direcciones, por las calles que conducían
al patíbulo, y que la muchedumbre llenaba.
De este modo, el patíbulo parecía una
isla que estuviera batida por el oleaje de cuatro o cinco tumultuosos ríos.
En medio de aquellas amenazas, de esos
aullidos y de estas vociferaciones, para no oírlas, sin duda, Cornelius se
había absorbido en sí mismo.
¿En qué pensaba ese justo que iba a
morir?
No era ni en sus enemigos, ni en sus
jueces, ni en sus verdugos.
Era en los bellos tulipanes que vería
desde lo alto del cielo, bien en Ceilán, bien en Bengala, bien más lejos,
cuando sentado con todos los inocentes a la derecha de Dios, pudiera contemplar
con piedad esta tierra donde habían degollado a los señores Jean y Corneille de
Witt por haber pensado demasiado en la política, y donde iban a degollar al
señor Cornelius van Baerle por haber pensado demasiado en los tulipanes.
«Cuestión de un golpe de espada ‑decía
el filósofo‑, y mi bello sueño comenzará.»
Solamente quedaba por saber si como al
señor De Chalais, al señor De Thou, y otras gentes mal ajusticiadas, el
verdugo no le reservaba más de un golpe, es decir, más de un martirio, al
pobre tulipanero.
No por ello Van Baerle subió menos
resueltamente los escalones del patíbulo.
Subió orgullosamente, porque lo estaba,
de ser el amigo de aquel ilustre Jean y el ahijado de aquel noble Corneille que
los bellacos, reunidos para verle, habían despedazado y quemado tres días antes
y colgado en aquel mismo lugar.
Se arrodilló, rezó su oración, y
observó no sin experimentar una viva alegría que al posar su cabeza sobre el
tajo y manteniendo sus ojos abiertos, vería hasta el último momento la ventana
enrejada de la Buytenhoff.
Por fin llegó la hora de hacer ese
terrible movimiento: Cornelius posó su mentón sobre el bloque húmedo y frío.
Pero en ese momento, a su pesar, sus ojos se cerraron para sostener más
resueltamente el horrible alud que iba a caer sobre su cabeza y a engullir su
vida.
Un destello brilló sobre el piso del
patíbulo; el verdugo levantaba su espada.
Van Baerle dijo adiós al gran tulipán
negro, seguro de despertarse diciendo buenos días a Dios en un mundo hecho de
otra luz y de otro color.
Tres veces sintió pasar por su cuello
tembloroso el viento frío de la espada.
Pero ¡oh, sorpresa!
No sintió ni dolor ni conmoción.
No vio ningún cambio de matiz.
Luego, de repente, sin saber por quién,
Van Baerle se sintió levantado por unas manos bastante dulces y se encontró
pronto sobre sus pies, un poco vacilante.
Volvió a abrir los ojos.
Alguien leía algo a su lado, sobre un
gran pergamino sellado con un gran timbre de cera roja.
Y el mismo sol, amarillo y pálido como
conviene a un sol holandés, lucía en el cielo; y la misma ventana enrejada le
miraba desde lo alto de la Buytenhoff; y los mismos bellacos, ya no aullantes
sino pasmados, le contemplaban desde abajo, en la plaza.
A fuerza de abrir los ojos, de mirar,
de escuchar, Van Baerle comenzó a comprender esto:
Que monseñor Guillermo, príncipe de
Orange, temía sin duda que las diecisiete libras de sangre que Van Baerle, con
unas onzas más tenía en el cuerpo, no hicieran desbordar la copa de la
justicia celeste; que había sentido piedad por su carácter y sus apariencias de
inocencia.
En consecuencia, Su Alteza le había
otorgado la gracia de la vida... Por eso la espada que se había alzado con
aquel reflejo siniestro había volteado tres veces alrededor de su cabeza cómo
el pájaro fúnebre alrededor de la de Turnus, pero no se había abatido sobre
ella y había dejado intactas sus vértebras.
Por eso era que no había sentido ni
dolor ni conmoción. Por eso, que el sol continuaba riendo en el mediocre azul,
cierto, aunque muy soportable de las bóvedas celestes.
Cornelius, que había esperado a Dios y
al panorama tulípido del Universo, quedó realmente un poco decepcionado; pero
se consoló haciendo jugar con cierto bienestar los resortes inteligentes de
esa parte del cuerpo que los griegos llamaban trachelos y que nosotros denominamos modestamente cuello.
Y luego Cornelius esperó que la gracia
sería completa, y que se le iba a devolver la libertad y sus platabandas de
Dordrecht.
Pero en eso se equivocó, porque como
decía por aquel tiempo madame De Sévigné, había un post scriptum en la carta,
y lo más importante de esta carta estaba encerrado en el post scriptum.
Por ese post scriptum, Guillermo,
estatúder de Holanda, condenaba a Cornelius van Baerle a prisión perpetua.
No era demasiado culpable para la
muerte, pero sí lo era para la libertad.
Cornelius escuchó, pues, el post
scriptum, y luego, después de la primera contrariedad producida por la
decepción que aquél aportaba, pensó:
«¡Bah! No se ha perdido todo. La
reclusión perpetua tiene algo de bueno. Está Rosa en la reclusión perpetua.
Están también mis tres bulbos del tulipán negro.»
Pero Cornelius olvidaba que las
Siete Provincias pueden tener siete prisiones, una por provincia, y que el pan
del prisionero es menos caro en cualquier parte que en La Haya, que es una
capital.
Su Alteza Guillermo, que no tenía, al
parecer, los medios para alimentar a Van Baerle en La Haya, lo enviaba a
cumplir su prisión perpetua a la fortaleza de Loevestein, muy cerca de
Dordrecht y, sin embargo, por desgracia, muy lejos.
Porque Loevestein, dicen los geógrafos,
está situada en la punta de la isla que forman, frente a Gorcum, el Waal y el
Mosa.
Van Baerle sabía bastante historia de
su país para no ignorar que el célebre Grotius había sido encerrado en ese
castillo después de la muerte de Barneveldt, y que los Estados, en su
generosidad hacia el célebre publicista, jurisconsulto, historiador, poeta y
teólogo; le habían concedido la suma de veinticuatro sous en Holanda por
día para su alimentación.
«A mí, que estoy muy lejos de valer lo
que Grotius ‑se dijo Van Baerle‑, me asignarán doce sous con gran
trabajo, y viviré muy mal, pero en fin, viviré.»
Luego, de repente, golpeado por un
terrible recuerdo, exclamó en voz alta:
‑¡Ah! ¡Ese país es húmedo y nubloso! ¡Y
el terreno es malo para los tulipanes! Y, además, Rosa, Rosa que no estará en
Loevestein ‑murmuró ya en tono menor, dejando caer sobre el pecho la cabeza a
la que tan poco había faltado para que cayera más abajo.
XIII
Lo Que Ocurría Durante Ese Tiempo
En El Alma De Un Espectador
Mientras Cornelius reflexionaba sobre
su suerte, una carroza se había aproximado al patiíbulo.
Aquella carroza era para el prisionero.
Se le invitó a subir a ella; obedeció.
Su última mirada fue para la
Buytenhoff. Esperaba ver en la ventana el rostro consolado de Rosa, pero la
carroza estaba enganchada a buenos caballos que se llevaron enseguida a Van
Baerle del seno de las aclamaciones que vociferaba aquella multitud en honor
del muy magnánimo estatúder, con una cierta mezcla de invectivas dirigidas a
los De Witt y a su ahijado salvado de la muerte.
Lo cual hacía decir a los espectadores:
‑Ha sido una suerte que nos hayamos
apresurado a hacer justicia con aquel gran criminal de Jean y el muy bribón de
Corneille, pues de no haber obrado así, la clemencia de Su Alteza nos los
hubiera quitado como acaba de quitarnos a ése.
Entre todos aquellos espectadores
que la ejecución de Van Baerle había atraído a la Buytenhoff, y a los que el
giro de los acontecimientos había contrariado un poco, el que más era,
evidentemente, cierto burgués vestido adecuadamente y que, desde la mañana,
había empleado tan bien los pies y las manos, que había llegado a no estar
separado del patíbulo más que por la fila de soldados que rodeaban el
instrumento de suplicio.
Muchos se habían mostrado ávidos de ver
correr la sangre pérfida del culpable
Cornelius; pero nadie había puesto en la expresión de este funesto deseo el
encarnizamiento que había empleado el burgués en cuestión.
Los más furiosos habían acudido a la
Buytenhoff al rayar el día para obtener un buen puesto; pero él, adelantándose
a los más furiosos, había pasado la noche en el umbral de la prisión, y de la
prisión había llegado a la primera fila, como hemos dicho, unguibus et rostro, acariciando a los unos y golpeando a los otros.
Y cuando el verdugo había conducido a
su condenado al patíbulo, el burgués, subido a un mojón de la fuente para
mejor ver y ser visto mejor, había hecho al verdugo un gesto que significaba:
«Está convenido, ¿verdad?»
Gesto al que el verdugo había
respondido con otro que quería decir:
«Estad tranquilo.»
¿Quién era, pues, ese burgués que
parecía estar tan a bien con el verdugo, y qué quería decir ese intercambio de
gestos?
Nada más natural; aquel burgués era Mynheer Isaac Boxtel que desde el
arresto de Cornelius había venido, como hemos visto, a La Haya para tratar de
apropiarse de los tres bulbos del tulipán negro.
Boxtel había intentado primero inclinar
a Gryphus hacia sus intereses, pero éste tenía algo de bulldog por la
fidelidad, la desconfianza y la vigilancia de sus presas. En consecuencia,
había tomado a contrapelo el odio de Boxtel, al que había considerado como un
ferviente amigo que se interesaba por cosas indiferentes para preparar
seguramente algún medio de evasión del prisionero.
Así, a las primeras proposiciones que
Boxtel le había hecho, para sustraer los bulbos que Cornelius van Baerle debía
de ocultar, si no en su pecho, al menos en algún rincón de su calabozo, Gryphus
sólo había respondido con una expulsión acompañada de las caricias del perro
de la escalera.
Boxtel no se había descorazonado por un
fondillo de los pantalones dejado en los dientes del moloso. Había vuelto a la
carga.
Al estar Gryphus en su lecho, febril y
con el brazo roto, Boxtel se había vuelto hacia Rosa, ofreciendo a la joven, a
cambio de los tres bulbos, un tocado de oro puro. A lo que la noble joven,
aunque ignorando todavía el valor del robo que se le proponía y por el que le
ofrecían pagar tan bien, había enviado al tentador al verdugo, no solamente el
último juez, sino también el último y macabro heredero del condenado a muerte.
El envío hizo nacer una idea en la
mente de Boxtel.
Entretanto, el fallo se había
pronunciado, fallo expeditivo, como se vio. Isaac se detuvo en consecuencia en
la idea que le había sugerido Rosa; fue a buscar al verdugo.
Isaac no se imaginaba que Cornelius no
muriera con sus tulipanes sobre el corazón.
En efecto, Boxtel no podía adivinar dos
cosas:
Rosa, es decir, el amor.
Guillermo, es decir, la clemencia.
Menos Rosa y Guillermo, los cálculos
del envidioso eran exactos.
Menos Guillermo, Cornelius moriría.
Menos Rosa, Cornelius moriría, con sus
bulbos sobre el corazón.
Mynheer
Boxtel fue, pues, a buscar al verdugo, se presentó a
él como un gran amigo del condenado, y menos las joyas de oro y el dinero que
dejaba al ejecutor, compró todos los expolios del futuro muerto por la suma un
poco exorbitante de cien florines.
Pero ¿qué eran cien florines para un
hombre casi seguro de adquirir por esa suma el premio de la Sociedad de
Haarlem?
Aquello era dinero invertido al mil por
uno, lo que resulta, hay que convenir en ello, una bonita imposición.
La tarea del verdugo, por su parte, era
casi nula para ganarse sus cien florines. Sólo debía, acabada la ejecución,
dejar a Mynheer Boxtel subir al
patíbulo con sus criados para recoger los restos inanimados de su amigo.
Lo que, por lo demás, estaba en uso
entre los fieles cuando uno de sus maestros moría públicamente en la
Buytenhoff.
Un fanático como Cornelius podía muy
bien tener otro fanático que diera cien florines por sus reliquias.
Así pues, el verdugo aceptó la
proposición. No había puesto más que una condición: que sería pagado por
adelantado.
Boxtel, como las gentes que entran en
las barracas de feria, podía no quedar contento y, por consiguiente, no querer
pagar al salir.
Boxtel pagó por adelantado y esperó.
Juzguemos después de esto si Boxtel
estaba emocionado, si vigilaba a los guardias y al carcelero, si los
movimientos de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo,
cómo caería; si al caer no aplastaría en su caída los inestimables bulbos;
¿habría tenido cuidado al menos de encerrarlos en una caja de oro, por ejemplo,
ya que el oro era el más duro de todos los metales?
No intentaremos describir el efecto
producido en este digno mortal por la detención producida en la ejecución de
la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su espada
por encima de la cabeza de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero
cuando vio al carcelero coger la mano del condenado, levantarlo mientras
sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura pública de la gracia
concedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de
la hiena y de la serpiente estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se
hubiera hallado al alcance de Van Baerle, se habría lanzado sobre él y lo
habría asesinado.
Así pues, Cornelius viviría, Cornelius
iría a Loevestein; y se llevaría sus bulbos a la prisión, y tal vez encontraría
un jardín donde hacer florecer el tulipán negro.
Existen ciertas catástrofes que la
pluma de un pobre escritor no puede describir, viéndose obligado a dejar suelta
la imaginación de sus lectores en toda la simplicidad del hecho.
Boxtel, pasmado, cayó de su mojón sobre
algunos orangistas descontentos como él del giro que acababa de tomar el
asunto, los cuales, creyendo que los gritos lanzados por Mynheer Isaac, lo eran de alegría, le colmaron de puñetazos, que,
ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando contrario.
Pero ¿qué podían añadir algunos
puñetazos al dolor que sentía Boxtel?
Quiso entonces correr hacia la carroza
que se llevaba a Cornelius con sus bulbos. Pero en su apresuramiento, no vio
un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó diez
pasos y sólo se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso populacho
de La Haya hubo pasado por encima de su cuerpo.
Dentro de estas circunstancias, Boxtel,
que se hallaba en vena de desgracias, lo fue también por sus ropas
desgarradas, su espalda martirizada y sus manos arañadas.
Podría creerse que esto ya era bastante
para Boxtel.
Nos equivocaríamos.
Boxtel, puesto en pie, se arrancó
cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa divinidad feroz e insensible
que se llama Envidia.
XIV
Los Palomos De Dordrecht
Constituía ya ciertamente un gran honor
para Cornelius van Baerle el ser encerrado justamente en aquella misma
prisión que había recibido al sabio Grotius.
Pero una vez llegado a la prisión, le
esperaba un honor mucho más grande. Ocurrió que la celda ocupada por el ilustre
amigo de Barneveldt estaba vacante en Loevestein cuando la clemencia del
príncipe Guillermo de Orange envió allí al tulipanero Cornelius van Baerle.
Esa celda tenía realmente una mala
reputación en el castillo desde que, gracias a la imaginación de su mujer,
Grotius había huido en el famoso baúl de libros que se habían olvidado de
registrar.
Por otro lado, el que le dieran aquella
celda por alojamiento, le pareció de muy buen augurio a Van Baerle, porque
nunca, según su punto de vista, un carcelero hubiera debido hacer habitar a un
segundo palomo la jaula de donde un primero había volado tan fácilmente.
La celda es histórica. No perderemos,
pues, nuestro tiempo consignando aquí los detalles, salvo un hueco que había
sido practicado por madame Grotius. Era una celda de prisión como las otras,
más alta tal vez; así, por la ventana enrejada, se disponía de una encantadora
vista.
Por otra parte, el interés de nuestra
historia no reside en un cierto número de descripciones de interiores. Para
Van Baerle, la vida era otra cosa que un aparato respiratorio, El pobre
prisionero amaba más allá de su máquina neumática dos cosas de las que sólo el
pensamiento, este libre viajero, podía en lo sucesivo conseguirle la posesión
artificial:
Una flor y una mujer, la una y la otra
perdidas para siempre para él.
¡Por fortuna, el bueno de Van Baerle se
equivocaba! Dios, que en el momento en que caminaba hacia el patíbulo, le
había mirado con la sonrisa de un padre, le reservaba en el seno mismo de su
prisión, en la celda de Grotius, la existencia más venturosa que jamás tulipanero
alguno hubiera podido vivir.
Una mañana, desde su ventana, mientras
aspiraba el aire fresco que subía del Waal y admiraba en la lejanía, tras un
bosque de chimeneas, los molinos de Dordrecht, su patria, vio una bandada de
palomos que venían desde ese punto del horizonte a posarse, agitándose al sol,
sobre los remates agudos de Loevestein.
«Estos palomos ‑se dijo Van Baerle‑
vienen de Dordrecht, y por consiguiente deben de regresar allí.» Alguien que
fijara un mensaje en el ala de uno de esos palomos tendría la oportunidad de
comunicar sus noticias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo.
«Ese alguien ‑añadió Van Baerle para sí
después de un momento de meditación‑ sere yo.»
Se es paciente cuando se tienen
veintiocho años y se está condenado a prisión perpetua, es decir, a algo como
veintidós o veintitrés mil días de prisión.
Van Baerle, siempre pensando en sus
tres bulbos, porque este pensamiento latía siempre en el fondo de su pecho,
confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con todos
los recursos de su hacienda, dieciocho sous de Holanda por día ‑doce sous
de Francia‑ y al cabo de un mes de infructuosas tentativas, cazó una hembra.
Tardó otros dos meses para capturar un
macho; luego los encerró juntos, y hacia principios del año 1673, habiendo
obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los
cubría en su lugar, se dirigió alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo
el ala.
Regresó por la noche.
Había conservado el mensaje.
Lo guardó así quince días, con gran
decepción de Van Baerle al principio y luego con gran desesperación.
Al decimosexto día, por fin, regresó de
vacío.
Ahora bien, Van Baerle dirigía esa nota
a su nodriza, la vieja frisona, y suplicaba a las almas caritativas que la
hallaran, que la entregaran con la mayor seguridad y rapidez posible.
En esta carta, dirigida a su nodriza,
había una pequeña nota destinada a Rosa.
Dios, que transporta con su aliento las
simientes de alhelíes a las murallas de los viejos castillos y las hace
florecer con un poco de lluvia, permitió que la nodriza de Van Baerle recibiera
aquella carta.
Sucedió así:
Dejando Dordrecht por La Haya y La Haya
por Gorcum, Mynheer Isaac Boxtel
había abandonado no solamente su casa, a su criado, su observatorio, su telescopio,
sino también sus palomos.
El criado, al que había dejado sin
dinero, comenzó por comerse los pocos ahorros que tenía y a continuación se
puso a comerse los palomos.
Viendo lo cual, los palomos emigraron
del tejado de Isaac Boxtel al tejado de Cornelius van Baerle.
La nodriza poseía un bondadoso corazón
y tenía necesidad de amar algo. Sintió una buena amistad por los palomos que
habían acudido demandándole hospitalidad, y cuando el criado de Isaac reclamó
para comérselos a los doce o quince últimos como se había comido los doce o
quince primeros, le ofreció rescatarlos mediante seis sous de Holanda el
ejemplar.
Esto era el doble de lo que valían los
palomos; así pues, el criado lo aceptó con gran alegría.
La nodriza pasó a ser entonces la
legítima propietaria de los palomos del envidioso.
Estos palomos estaban mezclados con
aquellos que en sus peregrinaciones visitaban La Haya, Loevestein y Rótterdam,
yendo a buscar sin duda trigo de otra naturaleza, cañamones de otro gusto.
El azar, o más bien Dios, Dios al que
vemos en el fondo de todas las cosas, había hecho que Cornelius van Baerle
cazara precisamente uno de aquellos palomos.
Resulta de ello que si el envidioso no
hubiera abandonado Dordrecht para seguir a su rival a La Haya primero, luego
a Gorcum o a Loevestein, como se verá, no estando separadas las dos localidades
más que por la unión del Waal y del Mosa, hubiera sido en sus manos y no en las
de la nodriza donde habría caído la nota escrita por Van Baerle, de suerte que
el pobre prisionero, como el cuervo del remendón romano, habría perdido su
tiempo y su trabajo, y en lugar de tener que contar los variados sucesos que,
semejantes a un tapiz de mil colores van a desarrollarse bajo nuestra pluma, no
hubiéramos tenido que describir más que una serie de días pálidos, tristes y
sombríos como el manto de la noche.
La nota cayó, pues, en manos de la
nodriza de Van Baerle.
De este modo, hacia los primeros días
de febrero, cuando las primeras horas de la noche descendían del cielo dejando
tras ellas las estrellas nacientes, Cornelius oyó en la escalera de la
torrecilla una voz que le hizo estremecer.
Se llevó la mano al corazón y escuchó.
Aquélla era la voz dulce y armoniosa de
Rosa.
Confesémoslo, Cornelius no hubiera
quedado tan aturdido por la sorpresa, tan loco de alegría como lo hubiese
estado sin la historia del palomo. El palomo le había traído la esperanza bajo
su ala vacía a cambio de su carta, y como conocía a Rosa esperaba tener cada
día, si le habían entregado la nota, noticias de su amor y de sus bulbos.
Se levantó, aguzando el oído,
inclinando el cuerpo hacia la puerta.
Sí, aquellos eran realmente los acentos
que tan dulcemente le habían emocionado en La Haya.
Pero ahora, Rosa, que había realizado
el viaje de La Haya a Loevestein; Rosa, que había conseguido, Cornelius no
sabía cómo, penetrar en la prisión, ¿lograría llegar felizmente hasta el
prisionero?
Mientras Cornelius, a ese respecto,
amontonaba pensamiento sobre pensamiento, deseos sobre inquietudes, el postigo
colocado en la puerta de su celda se abrió, y Rosa, resplandeciente de alegría,
de compostura, bella sobre todo por la pena que había empalidecido sus
mejillas desde hacía cinco meses, pegó su rostro al enrejado de Cornelius
diciéndole:
‑¡Oh, señor! Señor, aquí estoy.
Cornelius extendió el brazo, miró al
cielo y lanzó un grito de alegría.
‑¡Oh! ¡Rosa, Rosa! ‑exclamó.
‑¡Silencio! Hablemos bajo, mi padre me
sigue ‑advirtió la joven.
‑¿Vuestro padre?
‑Sí, está en el patio, al pie de la
escalera, recibe las instrucciones del gobernador, va a subir.
‑¿Las instrucciones del gobernador...?
‑Escuchadme, voy a tratar de decíroslo
todo en dos palabras: El estatúder tiene una casa de campo a una legua de
Leiden, una gran lechería no es otra cosa: mi tía, su nodriza, es la que lleva
la dirección de todos los animales que están encerrados en esa granja. Cuando
recibí vuestra carta no pude leerla, por desgracia, pero cuando vuestra nodriza
me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé hasta que el príncipe vino a
la lechería, y cuando vino, le pedí que mi padre cambiara sus funciones de
primer portallaves de la prisión de La Haya por las funciones de carcelero de
la fortaleza de Loevestein. No se imaginaba mi propósito; de haberlo sabido,
tal vez hubiera rehusado; por el contrario, lo concedió.
‑De forma que estáis aquí.
‑Como véis.
‑¿De forma que os veré todos los días?
‑Lo más a menudo que pueda.
‑¡Oh, Rosa! ¡Mi bella madona Rosa! ‑dijo
Cornelius‑. ¿Me amáis, pues, un poco?
‑Un poco... ‑contestó ella‑. ¡Oh! No
sois bastante exigente, señor Cornelius.
Cornelius le tendió
apasionadamente las manos, pero sólo sus dedos pudieron tocarse a través del enrejado.
‑¡Aquí está mi padre! ‑exclamó la
joven.
Y Rosa abandonó vivamente la puerta y
se lanzó hacia el viejo Gryphus que apareció en lo alto de la escalera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario