viernes, 22 de febrero de 2013


flor en su tallo, pasad las noches protegiéndola del viento, los días sal­vándola del sol. Florecerá negra, estoy seguro. Enton­ces haced llamar al presidente de la Sociedad Hortícola de Haarlem. Hará constatar por el congreso el color de la flor, y os entregará los cien mil florines.
Rosa lanzó un gran suspiro.
‑Ahora ‑continuó Cornelius enjugando una temblorosa lágrima en el borde de su párpado y que era causada más bien por este maravilloso tulipán negro que no debía ver nunca‑ no deseo ya nada, sino que el tuli­pán se llame Rosa Barloensis, es decir, que recuerde al mismo tiempo vuestro nombre y el mío, y como no sa­biendo latín, podríais olvidar seguramente esta palabra, procuradme un lápiz y un papel para que os la escriba.
Rosa estalló en sollozos y le tendió un libro encua­dernado en piel, que llevaba las iniciales C. W.
‑¿Qué es esto? ‑preguntó el prisionero.
‑¡Ay! ‑respondió Rosa‑, es la Biblia de vuestro pobre padrino, Corneille de Witt. De ella tomó la fuerza para sufrir la tortura y oír sin palidecer su sentencia. La hallé en esta habitación después de la muerte del már­tir, y la he guardado como una reliquia; hoy os la traía, porque me parecía que había en este libro una fuerza verdaderamente divina. No habéis tenido necesidad de esta fuerza que Dios ya había puesto en vos. ¡Dios sea loado! Escribid encima lo que debéis escribir, señor Cornelius, y aunque tengo la desgracia de no saber leer, lo que escribáis será cumplido.
Cornelius cogió la Biblia y la besó respetuosamente. ‑¿Con qué escribiré? ‑preguntó.
‑Hay un lápiz en la Biblia ‑contestó Rosa‑. Es­taba ahí y lo he conservado.
Era el lápiz que Jean de Witt había prestado a su hermano y que éste no había pensado en devolverle.
Cornelius lo cogió, y en la segunda página ‑por­que, como se recuerda, la primera había sido arranca­da‑, próximo a morir a su vez como su padrino, escri­bió con una mano no menos firme:

Este 23 de agosto de 1672, a punto de rendir, aun­que inocente, mi alma a Dios sobre un cadalso, lego a Rosa Gryphus el único bien que me queda de todos mis bienes en este mundo, ya que los otros han sido confis­cados; lego, digo, a Rosa Gryphus, tres bulbos que, en mi convicción profunda, deben dar en el mes de mayo próximo el gran tulipán negro, objeto del premio de cien mil florines ofrecido por la Sociedad de Haarlem, de­seando que ella cobre esos cien mil florines en mi lugar y como mi única heredera, con la sola condición de ca­sarse con un hombre joven de aproximadamente mi edad, que la ame y a quien ella ame, y de dar al gran tu­lipán negro que creará una nueva especie el nombre de Rosa Barloensis, es decir, su nombre y el mío reunidos.
¡Dios me halle en gracia y a ella en salud!

CORNELIUS VAN BAERLE.

Luego, devolviendo la Biblia a Rosa:
‑Leed ‑dijo.
‑Ya os he dicho ‑respondió la joven‑ que, por desgracia, no sé leer.
Entonces Cornelius leyó a Rosa el testamento que acababa de hacer.
Los sollozos de la pobre niña se redoblaron.
‑¿Aceptáis mis condiciones? ‑preguntó el prisionero sonriendo con melancolía y besando la punta de los dedos temblorosos de la bella frisona.
‑¡Oh! No sabría, señor ‑balbuceó ella.
‑No sabríais, niña mía, y ¿por qué?
‑Porque hay una condición que no podría man­tener.
‑¿Cuál? Creo, sin embargo, haber hecho lo conve­niente para nuestro tratado de alianza.
‑¿Me dais vos los cien mil florines a título de dote?
‑Sí.
‑¿Y para casarme con el hombre que ame?
‑Sin duda.
‑¡Pues bien!, señor, ese dinero no puede ser para mí. No amaré jamás a nadie y no me casaré.
Y después de estas palabras penosamente pronun­ciadas, Rosa dobló las rodillas y estuvo a punto de des­mayarse de dolor.
Cornelius, asustado al verla tan pálida y desfalleci­da, iba a cogerla en sus brazos, cuando un paso pesado, seguido de otros ruidos siniestros, sonó en las escaleras acompañado por los ladridos del perro.
‑¡Vienen a buscaros! ‑exclamó Rosa retorciéndo­se las manos‑. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Señor, ¿no tenéis nada más que decirme?
Y cayó de rodillas, con la cabeza hundida en sus brazos, y completamente sofocada por los sollozos y las lágrimas.
‑Tengo que deciros que guardéis celosamente vuestros tres bulbos y los cuidéis según las prescripcio­nes que os he dado, y por mi amor. Adiós, Rosa.
‑¡Oh, sí! ‑murmuró ésta, sin levantar la cabeza‑. ¡Oh, sí! Haré todo lo que vos habéis dicho. Excepto ca­sarme ‑añadió por lo bajo‑. Porque esto, ¡oh!, esto, lo juro, es para mí una cosa imposible.
Y hundió en su seno palpitante el querido tesoro de Cornelius.
Este ruido que habían oído Cornelius y Rosa, era el que hacía el carcelero que volvía a buscar al condenado, seguido del ejecutor, de los soldados destinados a la guardia del patíbulo, y de los curiosos habituales de la prisión.
Cornelius, sin debilidad, pero sin fanfarronería, los recibió como amigos más que como perseguidores y se dejó imponer las condiciones que quisieron aquellos hombres para la ejecución de su oficio.
Luego, de una ojeada lanzada sobre la plaza por su pequeña ventana enrejada, percibió el patíbulo, y a vein­te pasos del patíbulo, la horca, de la cual habían sido descolgadas por orden del estatúder, las reliquias ultra­jadas de los dos hermanos De Witt.
Cuando se dispuso a descender para seguir a los guardias, Cornelius buscó con los ojos la mirada angelical de Rosa; pero no vio detrás de las espadas y las ala­bardas más que un cuerpo tendido al lado de un banco de madera y un rostro lívido medio velado por unos largos cabellos.
Pero al caer inanimada, Rosa, para seguir obedecien­do a su amigo, había apoyado su mano sobre su corpi­ño de terciopelo, a incluso en el olvido de toda vida, continuaba recogiendo instintivamente el precioso de­pósito que le había confiado Cornelius.
Y al abandonar el calabozo, el joven pudo entrever en los dedos crispados de Rosa la hoja amarillenta de aquella Biblia sobre la que Corneille de Witt había es­crito tan penosa y dolorosamente aquellas líneas que, si Cornelius las hubiese leído, habrían salvado infalible­mente a un hombre y a un tulipán.

XII
La Ejecución


Cornelius no tenía que dar más de trescientos pasos fuera de la prisión para llegar al pie del patíbulo.
Al final de la escalera, el perro lo miró pasar tran­quilamente; Cornelius creyó incluso observar en los ojos del moloso una cierta expresión de dulzura que lin­daba con la compasión.
Tal vez el perro conociera a los condenados y no mordiera más que a los que salían libres.
Se comprende que cuanto más corto fuera el trayec­to de la puerta de la prisión al pie del patíbulo, más lle­no estuviera de curiosos.
Eran aquellos mismos que, mal apagada la sed de sangre de la que habían bebido ya tres días antes, espe­raban una nueva víctima.
Así, apenas apareció Cornelius, un aullido inmenso se prolongó por la calle, se extendió por toda la super­ficie de la plaza, y se alejó en diferentes direcciones, por las calles que conducían al patíbulo, y que la muche­dumbre llenaba.
De este modo, el patíbulo parecía una isla que estu­viera batida por el oleaje de cuatro o cinco tumultuosos ríos.
En medio de aquellas amenazas, de esos aullidos y de estas vociferaciones, para no oírlas, sin duda, Corne­lius se había absorbido en sí mismo.
¿En qué pensaba ese justo que iba a morir?
No era ni en sus enemigos, ni en sus jueces, ni en sus verdugos.
Era en los bellos tulipanes que vería desde lo alto del cielo, bien en Ceilán, bien en Bengala, bien más lejos, cuando sentado con todos los inocentes a la derecha de Dios, pudiera contemplar con piedad esta tierra donde habían degollado a los señores Jean y Corneille de Witt por haber pensado demasiado en la política, y donde iban a degollar al señor Cornelius van Baerle por haber pensado demasiado en los tulipanes.
«Cuestión de un golpe de espada ‑decía el filóso­fo‑, y mi bello sueño comenzará.»
Solamente quedaba por saber si como al señor De Chalais, al señor De Thou, y otras gentes mal ajusticia­das, el verdugo no le reservaba más de un golpe, es de­cir, más de un martirio, al pobre tulipanero.
No por ello Van Baerle subió menos resueltamente los escalones del patíbulo.
Subió orgullosamente, porque lo estaba, de ser el amigo de aquel ilustre Jean y el ahijado de aquel noble Corneille que los bellacos, reunidos para verle, habían despedazado y quemado tres días antes y colgado en aquel mismo lugar.
Se arrodilló, rezó su oración, y observó no sin experimentar una viva alegría que al posar su cabeza sobre el tajo y manteniendo sus ojos abiertos, vería hasta el últi­mo momento la ventana enrejada de la Buytenhoff.
Por fin llegó la hora de hacer ese terrible movimien­to: Cornelius posó su mentón sobre el bloque húmedo y frío. Pero en ese momento, a su pesar, sus ojos se ce­rraron para sostener más resueltamente el horrible alud que iba a caer sobre su cabeza y a engullir su vida.
Un destello brilló sobre el piso del patíbulo; el ver­dugo levantaba su espada.
Van Baerle dijo adiós al gran tulipán negro, seguro de despertarse diciendo buenos días a Dios en un mun­do hecho de otra luz y de otro color.
Tres veces sintió pasar por su cuello tembloroso el viento frío de la espada.
Pero ¡oh, sorpresa!
No sintió ni dolor ni conmoción.
No vio ningún cambio de matiz.
Luego, de repente, sin saber por quién, Van Baerle se sintió levantado por unas manos bastante dulces y se encontró pronto sobre sus pies, un poco vacilante.
Volvió a abrir los ojos.
Alguien leía algo a su lado, sobre un gran pergami­no sellado con un gran timbre de cera roja.
Y el mismo sol, amarillo y pálido como conviene a un sol holandés, lucía en el cielo; y la misma ventana enrejada le miraba desde lo alto de la Buytenhoff; y los mismos bellacos, ya no aullantes sino pasmados, le con­templaban desde abajo, en la plaza.
A fuerza de abrir los ojos, de mirar, de escuchar, Van Baerle comenzó a comprender esto:
Que monseñor Guillermo, príncipe de Orange, te­mía sin duda que las diecisiete libras de sangre que Van Baerle, con unas onzas más tenía en el cuerpo, no hicie­ran desbordar la copa de la justicia celeste; que había sentido piedad por su carácter y sus apariencias de ino­cencia.
En consecuencia, Su Alteza le había otorgado la gracia de la vida... Por eso la espada que se había alza­do con aquel reflejo siniestro había volteado tres veces alrededor de su cabeza cómo el pájaro fúnebre alrede­dor de la de Turnus, pero no se había abatido sobre ella y había dejado intactas sus vértebras.
Por eso era que no había sentido ni dolor ni conmoción. Por eso, que el sol continuaba riendo en el medio­cre azul, cierto, aunque muy soportable de las bóvedas celestes.
Cornelius, que había esperado a Dios y al panora­ma tulípido del Universo, quedó realmente un poco decepcionado; pero se consoló haciendo jugar con cier­to bienestar los resortes inteligentes de esa parte del cuerpo que los griegos llamaban trachelos y que noso­tros denominamos modestamente cuello.
Y luego Cornelius esperó que la gracia sería comple­ta, y que se le iba a devolver la libertad y sus plataban­das de Dordrecht.
Pero en eso se equivocó, porque como decía por aquel tiempo madame De Sévigné, había un post scrip­tum en la carta, y lo más importante de esta carta esta­ba encerrado en el post scriptum.
Por ese post scriptum, Guillermo, estatúder de Holanda, condenaba a Cornelius van Baerle a prisión perpetua.
No era demasiado culpable para la muerte, pero sí lo era para la libertad.
Cornelius escuchó, pues, el post scriptum, y luego, después de la primera contrariedad producida por la decepción que aquél aportaba, pensó:
«¡Bah! No se ha perdido todo. La reclusión perpe­tua tiene algo de bueno. Está Rosa en la reclusión per­petua. Están también mis tres bulbos del tulipán negro.»
Pero Cornelius olvidaba que las Siete Provincias pueden tener siete prisiones, una por provincia, y que el pan del prisionero es menos caro en cualquier parte que en La Haya, que es una capital.
Su Alteza Guillermo, que no tenía, al parecer, los medios para alimentar a Van Baerle en La Haya, lo en­viaba a cumplir su prisión perpetua a la fortaleza de Loevestein, muy cerca de Dordrecht y, sin embargo, por desgracia, muy lejos.
Porque Loevestein, dicen los geógrafos, está situa­da en la punta de la isla que forman, frente a Gorcum, el Waal y el Mosa.
Van Baerle sabía bastante historia de su país para no ignorar que el célebre Grotius había sido encerrado en ese castillo después de la muerte de Barneveldt, y que los Estados, en su generosidad hacia el célebre publicis­ta, jurisconsulto, historiador, poeta y teólogo; le habían concedido la suma de veinticuatro sous en Holanda por día para su alimentación.
«A mí, que estoy muy lejos de valer lo que Grotius ‑se dijo Van Baerle‑, me asignarán doce sous con gran trabajo, y viviré muy mal, pero en fin, viviré.»
Luego, de repente, golpeado por un terrible recuer­do, exclamó en voz alta:
‑¡Ah! ¡Ese país es húmedo y nubloso! ¡Y el terreno es malo para los tulipanes! Y, además, Rosa, Rosa que no estará en Loevestein ‑murmuró ya en tono menor, dejando caer sobre el pecho la cabeza a la que tan poco había faltado para que cayera más abajo.




XIII
Lo Que Ocurría Durante Ese Tiempo
En El Alma De Un Espectador


Mientras Cornelius reflexionaba sobre su suerte, una carroza se había aproximado al patiíbulo.
Aquella carroza era para el prisionero. Se le invitó a subir a ella; obedeció.
Su última mirada fue para la Buytenhoff. Esperaba ver en la ventana el rostro consolado de Rosa, pero la carroza estaba enganchada a buenos caballos que se llevaron ense­guida a Van Baerle del seno de las aclamaciones que voci­feraba aquella multitud en honor del muy magnánimo es­tatúder, con una cierta mezcla de invectivas dirigidas a los De Witt y a su ahijado salvado de la muerte.
Lo cual hacía decir a los espectadores:
‑Ha sido una suerte que nos hayamos apresurado a hacer justicia con aquel gran criminal de Jean y el muy bribón de Corneille, pues de no haber obrado así, la clemencia de Su Alteza nos los hubiera quitado como acaba de quitarnos a ése.
Entre todos aquellos espectadores que la ejecución de Van Baerle había atraído a la Buytenhoff, y a los que el giro de los acontecimientos había contrariado un poco, el que más era, evidentemente, cierto burgués vestido adecuadamente y que, desde la mañana, había empleado tan bien los pies y las manos, que había llega­do a no estar separado del patíbulo más que por la fila de soldados que rodeaban el instrumento de suplicio.
Muchos se habían mostrado ávidos de ver correr la sangre pérfida del culpable Cornelius; pero nadie había puesto en la expresión de este funesto deseo el encarni­zamiento que había empleado el burgués en cuestión.
Los más furiosos habían acudido a la Buytenhoff al rayar el día para obtener un buen puesto; pero él, ade­lantándose a los más furiosos, había pasado la noche en el umbral de la prisión, y de la prisión había llegado a la primera fila, como hemos dicho, unguibus et rostro, acariciando a los unos y golpeando a los otros.
Y cuando el verdugo había conducido a su conde­nado al patíbulo, el burgués, subido a un mojón de la fuente para mejor ver y ser visto mejor, había hecho al verdugo un gesto que significaba:
«Está convenido, ¿verdad?»
Gesto al que el verdugo había respondido con otro que quería decir:
«Estad tranquilo.»
¿Quién era, pues, ese burgués que parecía estar tan a bien con el verdugo, y qué quería decir ese intercam­bio de gestos?
Nada más natural; aquel burgués era Mynheer Isaac Boxtel que desde el arresto de Cornelius había venido, como hemos visto, a La Haya para tratar de apropiarse de los tres bulbos del tulipán negro.
Boxtel había intentado primero inclinar a Gryphus hacia sus intereses, pero éste tenía algo de bulldog por la fidelidad, la desconfianza y la vigilancia de sus presas. En consecuencia, había tomado a contrapelo el odio de Box­tel, al que había considerado como un ferviente amigo que se interesaba por cosas indiferentes para preparar seguramente algún medio de evasión del prisionero.
Así, a las primeras proposiciones que Boxtel le ha­bía hecho, para sustraer los bulbos que Cornelius van Baerle debía de ocultar, si no en su pecho, al menos en algún rincón de su calabozo, Gryphus sólo había res­pondido con una expulsión acompañada de las caricias del perro de la escalera.
Boxtel no se había descorazonado por un fondillo de los pantalones dejado en los dientes del moloso. Había vuelto a la carga.
Al estar Gryphus en su lecho, febril y con el brazo roto, Boxtel se había vuelto hacia Rosa, ofreciendo a la joven, a cambio de los tres bulbos, un tocado de oro puro. A lo que la noble joven, aunque ignorando toda­vía el valor del robo que se le proponía y por el que le ofrecían pagar tan bien, había enviado al tentador al verdugo, no solamente el último juez, sino también el último y macabro heredero del condenado a muerte.
El envío hizo nacer una idea en la mente de Boxtel.
Entretanto, el fallo se había pronunciado, fallo expe­ditivo, como se vio. Isaac se detuvo en consecuencia en la idea que le había sugerido Rosa; fue a buscar al verdugo.
Isaac no se imaginaba que Cornelius no muriera con sus tulipanes sobre el corazón.
En efecto, Boxtel no podía adivinar dos cosas:
Rosa, es decir, el amor.
Guillermo, es decir, la clemencia.
Menos Rosa y Guillermo, los cálculos del envidio­so eran exactos.
Menos Guillermo, Cornelius moriría.
Menos Rosa, Cornelius moriría, con sus bulbos so­bre el corazón.
Mynheer Boxtel fue, pues, a buscar al verdugo, se presentó a él como un gran amigo del condenado, y menos las joyas de oro y el dinero que dejaba al ejecu­tor, compró todos los expolios del futuro muerto por la suma un poco exorbitante de cien florines.
Pero ¿qué eran cien florines para un hombre casi seguro de adquirir por esa suma el premio de la Socie­dad de Haarlem?
Aquello era dinero invertido al mil por uno, lo que resulta, hay que convenir en ello, una bonita imposición.
La tarea del verdugo, por su parte, era casi nula para ganarse sus cien florines. Sólo debía, acabada la ejecu­ción, dejar a Mynheer Boxtel subir al patíbulo con sus criados para recoger los restos inanimados de su amigo.
Lo que, por lo demás, estaba en uso entre los fieles cuando uno de sus maestros moría públicamente en la Buytenhoff.
Un fanático como Cornelius podía muy bien tener otro fanático que diera cien florines por sus reliquias.
Así pues, el verdugo aceptó la proposición. No ha­bía puesto más que una condición: que sería pagado por adelantado.
Boxtel, como las gentes que entran en las barracas de feria, podía no quedar contento y, por consiguiente, no querer pagar al salir.
Boxtel pagó por adelantado y esperó.
Juzguemos después de esto si Boxtel estaba emocio­nado, si vigilaba a los guardias y al carcelero, si los movimientos de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo, cómo caería; si al caer no aplastaría en su caída los inestimables bulbos; ¿habría tenido cuidado al menos de encerrarlos en una caja de oro, por ejemplo, ya que el oro era el más duro de to­dos los metales?
No intentaremos describir el efecto producido en este digno mortal por la detención producida en la eje­cución de la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su espada por encima de la cabeza de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero cuando vio al carcelero coger la mano del conde­nado, levantarlo mientras sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura pública de la gracia con­cedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de la hiena y de la serpiente estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se hubiera hallado al alcance de Van Baerle, se habría lanzado sobre él y lo habría asesinado.
Así pues, Cornelius viviría, Cornelius iría a Loeve­stein; y se llevaría sus bulbos a la prisión, y tal vez encon­traría un jardín donde hacer florecer el tulipán negro.
Existen ciertas catástrofes que la pluma de un pobre escritor no puede describir, viéndose obligado a dejar suelta la imaginación de sus lectores en toda la simpli­cidad del hecho.
Boxtel, pasmado, cayó de su mojón sobre algunos orangistas descontentos como él del giro que acababa de tomar el asunto, los cuales, creyendo que los gritos lan­zados por Mynheer Isaac, lo eran de alegría, le colma­ron de puñetazos, que, ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando contrario.
Pero ¿qué podían añadir algunos puñetazos al dolor que sentía Boxtel?
Quiso entonces correr hacia la carroza que se lleva­ba a Cornelius con sus bulbos. Pero en su apresuramien­to, no vio un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó diez pasos y sólo se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso popu­lacho de La Haya hubo pasado por encima de su cuerpo.
Dentro de estas circunstancias, Boxtel, que se halla­ba en vena de desgracias, lo fue también por sus ropas desgarradas, su espalda martirizada y sus manos arañadas.
Podría creerse que esto ya era bastante para Boxtel.
Nos equivocaríamos.
Boxtel, puesto en pie, se arrancó cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa divinidad feroz e insensible que se llama Envidia.


XIV
Los Palomos De Dordrecht


Constituía ya ciertamente un gran honor para Cor­nelius van Baerle el ser encerrado justamente en aque­lla misma prisión que había recibido al sabio Grotius.
Pero una vez llegado a la prisión, le esperaba un honor mucho más grande. Ocurrió que la celda ocupada por el ilustre amigo de Barneveldt estaba vacante en Loevestein cuando la clemencia del príncipe Guillermo de Orange envió allí al tulipanero Cornelius van Baerle.
Esa celda tenía realmente una mala reputación en el castillo desde que, gracias a la imaginación de su mujer, Grotius había huido en el famoso baúl de libros que se habían olvidado de registrar.
Por otro lado, el que le dieran aquella celda por alo­jamiento, le pareció de muy buen augurio a Van Baerle, porque nunca, según su punto de vista, un carcelero hu­biera debido hacer habitar a un segundo palomo la jaula de donde un primero había volado tan fácilmente.
La celda es histórica. No perderemos, pues, nuestro tiempo consignando aquí los detalles, salvo un hueco que había sido practicado por madame Grotius. Era una cel­da de prisión como las otras, más alta tal vez; así, por la ventana enrejada, se disponía de una encantadora vista.
Por otra parte, el interés de nuestra historia no re­side en un cierto número de descripciones de interiores. Para Van Baerle, la vida era otra cosa que un aparato respiratorio, El pobre prisionero amaba más allá de su máquina neumática dos cosas de las que sólo el pensa­miento, este libre viajero, podía en lo sucesivo conse­guirle la posesión artificial:
Una flor y una mujer, la una y la otra perdidas para siempre para él.
¡Por fortuna, el bueno de Van Baerle se equivocaba! Dios, que en el momento en que caminaba hacia el pa­tíbulo, le había mirado con la sonrisa de un padre, le reservaba en el seno mismo de su prisión, en la celda de Grotius, la existencia más venturosa que jamás tulipane­ro alguno hubiera podido vivir.
Una mañana, desde su ventana, mientras aspiraba el aire fresco que subía del Waal y admiraba en la lejanía, tras un bosque de chimeneas, los molinos de Dordrecht, su patria, vio una bandada de palomos que venían des­de ese punto del horizonte a posarse, agitándose al sol, sobre los remates agudos de Loevestein.
«Estos palomos ‑se dijo Van Baerle‑ vienen de Dordrecht, y por consiguiente deben de regresar allí.» Alguien que fijara un mensaje en el ala de uno de esos palomos tendría la oportunidad de comunicar sus noti­cias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo.
«Ese alguien ‑añadió Van Baerle para sí después de un momento de meditación‑ sere yo.»
Se es paciente cuando se tienen veintiocho años y se está condenado a prisión perpetua, es decir, a algo como veintidós o veintitrés mil días de prisión.
Van Baerle, siempre pensando en sus tres bulbos, porque este pensamiento latía siempre en el fondo de su pecho, confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con todos los recursos de su ha­cienda, dieciocho sous de Holanda por día ‑doce sous de Francia‑ y al cabo de un mes de infructuosas ten­tativas, cazó una hembra.
Tardó otros dos meses para capturar un macho; lue­go los encerró juntos, y hacia principios del año 1673, habiendo obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los cubría en su lugar, se dirigió alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo el ala.
Regresó por la noche.
Había conservado el mensaje.
Lo guardó así quince días, con gran decepción de Van Baerle al principio y luego con gran desesperación.
Al decimosexto día, por fin, regresó de vacío.
Ahora bien, Van Baerle dirigía esa nota a su nodri­za, la vieja frisona, y suplicaba a las almas caritativas que la hallaran, que la entregaran con la mayor seguridad y rapidez posible.
En esta carta, dirigida a su nodriza, había una pe­queña nota destinada a Rosa.
Dios, que transporta con su aliento las simientes de alhelíes a las murallas de los viejos castillos y las hace florecer con un poco de lluvia, permitió que la nodriza de Van Baerle recibiera aquella carta.
Sucedió así:
Dejando Dordrecht por La Haya y La Haya por Gorcum, Mynheer Isaac Boxtel había abandonado no solamente su casa, a su criado, su observatorio, su teles­copio, sino también sus palomos.
El criado, al que había dejado sin dinero, comenzó por comerse los pocos ahorros que tenía y a continua­ción se puso a comerse los palomos.
Viendo lo cual, los palomos emigraron del tejado de Isaac Boxtel al tejado de Cornelius van Baerle.
La nodriza poseía un bondadoso corazón y tenía necesidad de amar algo. Sintió una buena amistad por los palomos que habían acudido demandándole hospitalidad, y cuando el criado de Isaac reclamó para comér­selos a los doce o quince últimos como se había comi­do los doce o quince primeros, le ofreció rescatarlos mediante seis sous de Holanda el ejemplar.
Esto era el doble de lo que valían los palomos; así pues, el criado lo aceptó con gran alegría.
La nodriza pasó a ser entonces la legítima propieta­ria de los palomos del envidioso.
Estos palomos estaban mezclados con aquellos que en sus peregrinaciones visitaban La Haya, Loevestein y Rótterdam, yendo a buscar sin duda trigo de otra natu­raleza, cañamones de otro gusto.
El azar, o más bien Dios, Dios al que vemos en el fondo de todas las cosas, había hecho que Cornelius van Baerle cazara precisamente uno de aquellos palomos.
Resulta de ello que si el envidioso no hubiera aban­donado Dordrecht para seguir a su rival a La Haya pri­mero, luego a Gorcum o a Loevestein, como se verá, no estando separadas las dos localidades más que por la unión del Waal y del Mosa, hubiera sido en sus manos y no en las de la nodriza donde habría caído la nota escrita por Van Baerle, de suerte que el pobre prisione­ro, como el cuervo del remendón romano, habría per­dido su tiempo y su trabajo, y en lugar de tener que contar los variados sucesos que, semejantes a un tapiz de mil colores van a desarrollarse bajo nuestra pluma, no hubiéramos tenido que describir más que una serie de días pálidos, tristes y sombríos como el manto de la noche.
La nota cayó, pues, en manos de la nodriza de Van Baerle.
De este modo, hacia los primeros días de febrero, cuando las primeras horas de la noche descendían del cielo dejando tras ellas las estrellas nacientes, Cornelius oyó en la escalera de la torrecilla una voz que le hizo estremecer.
Se llevó la mano al corazón y escuchó.
Aquélla era la voz dulce y armoniosa de Rosa.
Confesémoslo, Cornelius no hubiera quedado tan aturdido por la sorpresa, tan loco de alegría como lo hubiese estado sin la historia del palomo. El palomo le había traído la esperanza bajo su ala vacía a cambio de su carta, y como conocía a Rosa esperaba tener cada día, si le habían entregado la nota, noticias de su amor y de sus bulbos.
Se levantó, aguzando el oído, inclinando el cuerpo hacia la puerta.
Sí, aquellos eran realmente los acentos que tan dul­cemente le habían emocionado en La Haya.
Pero ahora, Rosa, que había realizado el viaje de La Haya a Loevestein; Rosa, que había conseguido, Corne­lius no sabía cómo, penetrar en la prisión, ¿lograría lle­gar felizmente hasta el prisionero?
Mientras Cornelius, a ese respecto, amontonaba pensamiento sobre pensamiento, deseos sobre inquietu­des, el postigo colocado en la puerta de su celda se abrió, y Rosa, resplandeciente de alegría, de compostu­ra, bella sobre todo por la pena que había empalideci­do sus mejillas desde hacía cinco meses, pegó su rostro al enrejado de Cornelius diciéndole:
‑¡Oh, señor! Señor, aquí estoy.
Cornelius extendió el brazo, miró al cielo y lanzó un grito de alegría.
‑¡Oh! ¡Rosa, Rosa! ‑exclamó.
‑¡Silencio! Hablemos bajo, mi padre me sigue ‑advirtió la joven.
‑¿Vuestro padre?
‑Sí, está en el patio, al pie de la escalera, recibe las instrucciones del gobernador, va a subir.
‑¿Las instrucciones del gobernador...?
‑Escuchadme, voy a tratar de decíroslo todo en dos palabras: El estatúder tiene una casa de campo a una legua de Leiden, una gran lechería no es otra cosa: mi tía, su nodriza, es la que lleva la dirección de todos los animales que están encerrados en esa granja. Cuando recibí vuestra carta no pude leerla, por desgracia, pero cuando vuestra nodriza me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé hasta que el príncipe vino a la lechería, y cuando vino, le pedí que mi padre cambiara sus funcio­nes de primer portallaves de la prisión de La Haya por las funciones de carcelero de la fortaleza de Loevestein. No se imaginaba mi propósito; de haberlo sabido, tal vez hubiera rehusado; por el contrario, lo concedió.
‑De forma que estáis aquí.
‑Como véis.
‑¿De forma que os veré todos los días?
‑Lo más a menudo que pueda.
‑¡Oh, Rosa! ¡Mi bella madona Rosa! ‑dijo Cor­nelius‑. ¿Me amáis, pues, un poco?
‑Un poco... ‑contestó ella‑. ¡Oh! No sois bas­tante exigente, señor Cornelius.
Cornelius le tendió apasionadamente las manos, pero sólo sus dedos pudieron tocarse a través del enre­jado.
‑¡Aquí está mi padre! ‑exclamó la joven.
Y Rosa abandonó vivamente la puerta y se lanzó hacia el viejo Gryphus que apareció en lo alto de la escalera.

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