Luego, cuando ambos fueron bien
martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el populacho los arrastró
desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron
por los pies.
Tras éstos acudieron los más cobardes,
que no habiéndose atrevido a golpear la carne viviente, cortaron en tiras la
carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de Jean y de
Corneille a diez sous[1]
el trozo.
No podríamos decir si a través de la
abertura casi imperceptible del postigo el joven vio el final de aquella
terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momento en que colgaban a
los dos mártires en la horca, él atravesaba la muchedumbre, que se hallaba
demasiado ocupada con la alegre tarea que realizaba para ocuparse de su
presencia, y llegaba a la Tol‑Hek, siempre cerrada.
‑¡Ah, señor! ‑exclamó el portero‑. ¿Me
traéis la llave?
‑Sí, amigo mío, aquí está ‑respondió el
joven.
‑¡Oh! Es una gran desgracia que no me
hayáis traído esta llave solamente media hora antes ‑dijo el portero
suspirando.
‑¿Y por qué? ‑preguntó el joven.
‑Porque hubiese podido abrir a los
señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la puerta cerrada, se han visto
obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les perseguían.
‑¡La puerta! ¡La puerta! ‑exclamó una
voz que parecía pertenecer a un hombre con prisas.
El príncipe se volvió y reconoció al
coronel Van Deken.
‑¿Sois vos, coronel? ‑dijo‑. ¿No habéis
salido todavía de La Haya? Esto es cumplir tardíamente mi orden.
‑Monseñor ‑respondió el coronel‑, ésta
es la tercera puerta ante la que me presento. Las otras dos las he hallado
cerradas.
‑¡Pues bien! Este valiente nos abrirá
ésta. Abrid, amigo mío ‑ordenó el príncipe al portero que se había quedado
pasmado ante el título de monseñor que acababa de darle el coronel Van Deken a
aquel joven tan pálido al que había tratado tan familiarmente.
Así, para reparar su falta, se apresuró
a abrir la Tol-Hek, que giró chirriando sobre sus goznes.
‑¿Monseñor quiere mi caballo? ‑preguntó
el coronel a Guillermo.
‑Gracias, coronel, tengo una montura
que me espera a unos pasos de aquí.
Y cogiendo un silbato de oro de su
bolsillo, sacó de este instrumento, que en aquella época servía para llamar a
los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a
caballo, llevando una segunda montura de la brida.
Guillermo saltó sobre el caballo sin
utilizar los estribos, y picando espuelas tomó el camino de Leiden.
Cuando estuvo en él, se volvió.
El coronel le seguía a un largo de
caballo.
El príncipe le hizo señal de que se
pusiera a su lado.
‑¿Sabéis ‑dijo sin detenerse‑ que
aquellos bribones han matado también al señor Jean de Witt al igual que
acababan de matar a Corneille?
‑¡Ah, monseñor! ‑exclamó tristemente el
coronel‑. Preferiría por vos que todavía quedasen esas dos dificultades a
franquear para ser de hecho el estatúder de Holanda.
‑Evidentemente, hubiese sido mejor ‑dijo
el joven‑ que lo que acaba de suceder no hubiera ocurrido. Pero en fin, lo
hecho, hecho está, y nosotros no tenemos la culpa. Apresurémonos, coronel, para
llegar a Alphen antes que el mensaje que seguramente los Estados van a enviarme
al campamento.
El coronel se inclinó, dejó pasar a su
príncipe delante, y tomó a continuación el lugar que tenía antes de que él le
dirigiera la palabra.
‑¡Ah! Me gustaría ‑murmuró
siniestramente Guillermo de Orange frunciendo las cejas, apretando sus labios y
hundiendo sus espuelas en el vientre de su caballo‑, me gustaría ver la cara
que pondrá Luis el Sol, cuando sepa de qué forma acaban de tratar a sus buenos
amigos los señores De Witt. ¡Oh! Sol, sol, como me llamo Guillermo el
Taciturno; ¡sol, guarda tus rayos!
Y galopó sobre su buen caballo ese
joven príncipe, el encarnizado rival del gran rey, ese estatúder tan poco firme
todavía la víspera en su nuevo poderío, pero al que los burgueses de La Haya
acababan de ponerle un estribo con los cadáveres de Jean y Corneille, dos
nobles príncipes tanto delante de los hombres como ante Dios.
V
El Aficionado A Los Tulipanes Y Su Vecino
Entretanto, mientras los burgueses de
La Haya troceaban los cadáveres de Jean y de Corneille, mientras Guillermo de
Orange, después de haberse asegurado que sus dos antagonistas estaban bien
muertos, galopaba por el camino de Leiden seguido del coronel Van Deken, al
que hallaba demasiado compasivo para continuar otorgándole la confianza con que
le había honrado hasta entonces, Craeke, el fiel servidor, montado por su parte
en un buen caballo, y muy lejos de imaginarse los terribles sucesos que habían
acontecido desde su partida, galopó sobre las calzadas bordeadas de árboles
hasta que estuvo fuera de la ciudad y de los pueblos vecinos.
Una vez en seguridad, para no despertar
sospechas, dejó su caballo en una cuadra y continuó tranquilamente su viaje en
barcos que por etapas le condujeran a Dordrecht pasando con habilidad por los
caminos más cortos de esos brazos sinuosos del río los cuales estrechan bajo
sus caricias húmedas aquellas islas encantadoras bordeadas de sauces, juncos y
hierbas floridas, en las que ramoneaban indolentemente los gordos rebaños
reluciendo al sol.
Craeke reconoció desde lejos a
Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina sembrada de molinos. Vio las
bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de
ladrillos, y dejando flotar por los balcones abiertos sobre el río sus tapices
de seda salpicados de flores de oro, maravillas de India y China, y al lado de
aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas permanentes para coger las
voraces anguilas atraídas ante las viviendas por los desperdicios cotidianos
que las cocinas lanzan al agua por sus ventanas.
Craeke, desde el puente de la barca, a
través de todos aquellos molinos de aspas giratorias, percibía en el declive
de la colina la casa blanca y rosa, final de su misión. Los caballetes del
tejado se perdían en el follaje amarillento de una cortina de álamos,
destacando sobre el fondo sombrío que le proporcionaba un bosque de olmos
gigantescos. Se hallaba situada de tal modo que el sol, cayendo sobre ella como
en un embudo, venía a secar, templar a incluso fecundar las últimas neblinas
que la barrera de vegetación no podía impedir al viento del río que llevara
cada mañana y cada noche.
Desembarcado en medio del tumulto
ordinario de la ciudad, Craeke se dirigió enseguida hacia la casa de la que
vamos a ofrecer a nuestros lectores una indispensable descripción.
Blanca, limpia, reluciente, más
propiamente lavada, más cuidadosamente encerada en los lugares ocultos que lo
estaba en los sitios visibles, aquella casa encerraba un feliz mortal.
Este feliz mortal, rara avis,
como dice Juvenal, era el doctor Van Baerle, ahijado de Corneille. Habitaba en
la casa que acabamos de describir, desde su infancia; porque aquélla era la
casa natal de su padre y de su abuelo, antiguos mercaderes nobles de la noble
ciudad de Dordrecht.
El señor Van Baerle, el padre, había
amasado en el comercio de las Indias de tres a cuatrocientos mil florines que
Van Baerle, hijo, había hallado completamente nuevos, en 1668, a la muerte de
sus buenos y queridos padres, aunque aquellos florines estuvieran grabados con
las milésimas de 1640 unos, y 1610 otros; lo que probaba que había florines del
padre Van Baerle y florines del abuelo Van Baerle esos cuatrocientos mil
florines, apresurémonos a decirlo, no eran más que el efectivo, el dinero de
bolsillo de Cornelius van Baerle, el héroe de esta historia ya que sus
propiedades en la provincia le proporcionaban unos intereses de alrededor de
los diez mil florines.
Cuando el digno ciudadano que era el
padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses después de los funerales de su
mujer, que parecía haber partido la primera para hacerle más fácil el camino
de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, díjole a su
hijo abrazándole por última vez:
‑Bebe, come y gasta si quieres vivir en
realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o
en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y,
si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis florines
se asombrarán al hallarse con un amo desconocido, esos florines nuevos que
nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor. Sobre todo, no imites
a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más
ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal.
Luego, el digno señor Van Baerle murió,
dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy poco los
florines y mucho a su padre.
Cornelius se quedó, pues, solo en la
gran casa.
En vano su padrino Corneille le ofreció
un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria
cuando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el
navío Les Sept Provinces, que
mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante
iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando,
conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mosquete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el
duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe,
fue realizado tan brusca y hábilmente que, sintiendo su barco a punto de ser
destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint‑Michel; cuando vio al Saint‑Michel, roto, triturado bajo las
balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las
olas o en el fuego a cuatrocientos marineros; cuando vio que al final de todo
aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hombres,
heridos cinco mil, nada se había decidido ni a favor ni en contra, que cada
uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente
un nombre más, la batalla de Southwood‑Bay, se había añadido al catálogo de las
batallas; cuando hubo calculado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los
oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se
cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruyter, al Ruart de Pulten y a la
gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una profunda
veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido,
por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que
por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta,
por la convicción de que un hombre ha recibido siempre del cielo mucho para
ser feliz, bastante para no serlo.
En consecuencia, y para labrarse una
felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos,
recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de
su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos realizados
por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre
todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre
todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más
costosas.
Se dedicó al cultivo de los tulipanes.
Aquél era el momento, como se sabe, en
que los flamencos y los portugueses, explotando a cual más este género de
horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor
venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con
la raza humana, por miedo de dar celos a Dios.
Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no
se habló más que de los tulipanes de Mynheer[2]
Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuadernos
de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las
bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos.
Van Baerle comenzó por gastar sus
rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nuevos en
perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado:
halló cinco especies diferentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Corneille, por el nombre de su padrino... los otros nombres no los
sabemos, pero los aficionados podrán seguramente encontrarlos en los catálogos
de la época.
En 1672, al comienzo del año, Corneille
de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar;
porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que
la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad.
Corneille comenzaba entonces, como
decía Guillermo de Orange, a gozar de la más perfecta impopularidad. Sin
embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era
todavía un facineroso a prender, y aquellos, poco satisfechos de su republicanismo
algo demasiado puro, pero orgullosos de su valor personal, quisieron ofrecerle
el vino de la ciudad cuando llegó.
Después de haber dado las gracias a sus
conciudadanos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas
reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para
instalarse con sus hijos.
Luego, el Ruart se dirigió a la casa de
su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la
presencia del Ruart en su ciudad natal.
Tanto como Corneille de Witt había
levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones
políticas, otro tanto había amasado Van Baerle simpatías olvidando
completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de
los tulipanes.
Por eso, Van Baerle era querido por sus
criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo
un hombre que quisiera mal a otro hombre.
Y sin embargo, digámoslo para vergüenza
de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más
feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta
entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los orangistas más
hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de
prolongarse por el sacrificio más allá de la muerte.
En el momento en que Cornelius comenzó
a entregarse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los
florines de su padre. Había en Dordrecht y viviendo puerta a puerta con él, un
burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la
edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado
de la palabra tulban, que, como
asegura el floriste français, es
decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en
la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la
creación que se llama tulipán.
Boxtel no tenía la suerte de ser rico
como Van Baerle. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de
cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de
Dordrecht; había preparado el terreno según las prescripciones requeridas y
dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la farmacopea de
los jardineros autoriza.
Con la casi veinteava parte de un
grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento
y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus
flores. Así, sus productos comenzaban a gustar. Eran bellos, incluso poco comunes.
Varios aficionados habían venido a visitar los tulipanes de Boxtel. Por
último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los Tournefort un
tulipán con su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España,
penetró hasta Portugal, y el rey don Alfonso VI que, expulsado de Lisboa, se
había retirado a la isla de Terceira, donde se divertía, como el gran Conde,
regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando
el susodicho Boxtel.
De pronto, como continuación a
todos los estudios a que se había dedicado, y habiendo invadido a Cornelius
van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de
Dordrecht que, como hemos dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un
piso a cierto edificio de su patio, el cual, al alzarse, robó medio grado de
calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de Boxtel, sin contar
con que cortó el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortícola
de su vecino.
Después de todo, esa desgracia no era
nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no era más que un pintor, es
decir, una especie de loco que intenta reproducir sobre la tela,
desfigurándolas, las maravillas de la Naturaleza. El pintor hacía levantar un
piso a su taller para tener mejor luz, lo que entraba en su derecho. El señor
Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista‑tulipanero; quería sol
para sus cuadros, y le robaba medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.
La ley estaba de parte del señor Van
Baerle. Bene sit.
Por otra parte, Boxtel había
descubierto que demasiado sol perjudicaba al tulipán, y que esta flor crece
mejor y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el
ardiente sol del mediodía.
Tuvo, pues, casi que agradecer a
Cornelius van Baerle el haberle proporcionado gratis un parasol.
Tal vez no fuera esto enteramente
verdad, y lo que decía Boxtel respecto a su vecino Van Baerle no fuese la total
expresión de su pensamiento. Sin embargo, las grandes almas hallan en la
filosofía asombrosos recursos en medio de las grandes catástrofes.
Pero desgraciadamente, ¡qué fue de este
infortunado Boxtel, cuando vio los vidrios del nuevo piso edificado llenarse
de cebollas, de bulbos, de tulipanes en plena tierra, de tulipanes en botes, en
fin de todo lo que concierne a la profesión de un monómano tulipanero!
Había paquetes de etiquetas,
casilleros, cajas con compartimientos y los enrejados de hierro destinados a
cerrar esos casilleros para renovarles el aire sin permitir el acceso a las
ratas, a los lirones, a los hurones[3]
y a los ratones, curiosos aficionados a los tulipanes de dos mil francos la
cebolla.
Boxtel quedó muy impresionado cuando
vio todo aquel material, pero todavía no comprendía la extensión de su
desgracia. Se sabía que Van Baerle era amigo de todo lo que alegraba la vista.
Estudiaba a fondo la Naturaleza para sus cuadros, acabados como los de Gérard
Dow, su maestro, y los de Miéris, su amigo. ¡No era posible que teniendo que
pintar el interior de un tulipanero, hubiera reunido en su nuevo taller todos
los accesorios de la decoración!
Sin embargo, aunque tranquilizado por
esta engañosa idea, Boxtel no pudo resistir la ardiente curiosidad que le
devoraba. Llegada la noche, aplicó una escala contra el muro medianero y,
mirando la casa de su vecino Baerle, se convenció de que la tierra de un
enorme cuadrado, poblado hacía poco de plantas diferentes, había sido removido,
dispuesto en platabandas de mantillo mezclado con lodo de río, combinación
esencialmente simpática a los tulipanes, todo rodeado con un borde de césped
para impedir los desmoronamientos. Además, al sol naciente, al sol poniente,
sombra dispuesta para tamizar el sol del mediodía; agua en abundancia y al
alcance, exposición al sur suroeste, en fin, condiciones completas, no
solamente para el éxito, sino para el progreso. Sin ningún género de duda, Van
Baerle se había convertido en un tulipanero.
Boxtel se representó inmediatamente a
ese sabio de cuatrocientos mil florines de capital y diez mil de venta,
empleando sus recursos morales y físicos en el cultivo de los tulipanes al por
mayor. Entrevió su éxito en un vago pero cercano porvenir, y concibió, por
adelantado, tal dolor por ese éxito, que sus manos se relajaron, las rodillas
se debilitaron, y cayó desesperado al pie de su escala.
Así pues, no era por tulipanes
pintados, sino por tulipanes reales por lo que Van Baerle le robaba medio grado
de calor. Así pues, Van Baerle iba a tener la más admirable de las exposiciones
solares y, además, una vasta habitación donde conservar sus cebollas y sus
bulbos: habitación alumbrada, aireada, ventilada, riqueza prohibida a Boxtel,
que se había visto obligado a dedicar a ese use su dormitorio y que, para no
perjudicar con la influencia de los espíritus animales a sus bulbos y sus
tubérculos, se resignaba a acostarse en el granero.
Así, puerta a puerta, pared por pared,
Boxtel iba a tener un rival, un emulador, un vencedor tal vez, y ese rival, en
lugar de ser cualquier oscuro jardinero, desconocido, ¡era el ahijado del amo
Corneille de Witt, es decir, una celebridad!
Boxtel, como se ve, tenía un espíritu
menos fuerte que el de Porus, que se consolaba por haber sido vencido por
Alejandro justamente a causa de la celebridad de su vencedor.
En efecto, ¡qué sucedería si alguna vez
Van Baerle hallaba un tulipán nuevo y lo llamaba el Jean de Witt, después de haber llamado a uno el Corneille! Era como para ahogarse de
rabia.
Así, en su envidiosa prevención,
Boxtel, profeta de la desgracia para sí mismo, adivinaba lo que iba a suceder.
Hecho este descubrimiento, Boxtel pasó
la más execrable noche que imaginarse pueda.
VI
El Odio De Un Tulipanero
A partir de aquel momento, en lugar de
una preocupación, Boxtel tuvo un temor. Lo que da vigor y nobleza a los
esfuerzos del cuerpo y del espíritu, el cultivo de una idea favorita, lo perdió
Boxtel rumiando todo el daño que iba a causarle la acción del vecino.
Van Baerle, como pueden imaginarse,
desde el momento en que aplicó a esa idea la perfecta inteligencia con que la
Naturaleza le había dotado, consiguió obtener los más bellos tulipanes.
Mejor que los que se hallaban en
Haarlem y en Leiden, ciudades que ofrecen los mejores terrenos y los climas
más sanos, Cornelius consiguió variar los colores, modelar las formas,
multiplicar las especies.
Pertenecía a aquella escuela ingeniosa
y sencilla que tomó por divisa, desde el siglo XVII, este aforismo desarrollado
en 1653 por uno de sus adeptos:
«Despreciar las flores es ofender a
Dios.»
Premisa con la que la escuela
tulipanera, la más exclusivista, enunció en 1653 el siguiente silogismo:
«Despreciar las flores es ofender a
Dios.»
«Cuanto más bella es la flor, más al
despreciarla se ofende a Dios.»
«El tulipán es la más bella de todas
las flores.»
«Por lo tanto, quien desprecia al
tulipán ofende desmesuradamente a Dios.»
Razonamiento con ayuda del cual, según
se ve con mala voluntad, los cuatro o cinco mil tulipaneros de Holanda, de
Francia y de Portugal, no hablemos ya de los de Ceilán, de India y China,
hubieran puesto al Universo fuera de la ley, y declarados cismáticos, heréticos
y dignos de muerte a varios centenares de millones de hombres indiferentes al
tulipán.
No cabe la menor duda que, por una
causa semejante, Boxtel, aunque enemigo mortal de Van Baerle, hubiera
marchado bajo la misma bandera que aquél.
Así pues, Van Baerle obtuvo numerosos
éxitos que le dieron cierta fama, y Boxtel desapareció para siempre de la lista
de los tulipaneros notables de Holanda, y la tulipanería de Dordrecht fue
representada por Cornelius van Baerle, el modesto e inofensivo sabio.
Así, de la más humilde rama, el injerto
hizo brotar los vástagos más orgullosos, como el escaramujo de cuatro pétalos
incoloros dio origen a la rosa gigantesca y perfumada. Así las casas reales han
nacido a veces en la choza de un leñador o en la cabaña de un pescador.
Van Baerle, entregado por entero a sus
trabajos de semillero, de plantador, de cosechero, mimado por toda la
tulipanería de Europa, ni siquiera sospechó que a su lado hubiera un
desgraciado destronado, y que él era el usurpador. Continuó sus experimentos, y
por consiguiente sus victorias, y en dos años cubrió sus plantabandas de especies
tan maravillosas que puede decirse que nadie, excepto tal vez Shakespeare y
Rubens, había creado tanto después de Dios.
Con tal motivo, era preciso ver a
Boxtel durante ese tiempo para darse uno una idea de un condenado olvidado por
Dante. Mientras Van Baerle escarbaba, abonaba, humedecía sus platabandas,
mientras arrodillado sobre los taludes de césped, analizaba cada nervio del
tulipán en floración y meditaba sobre las modificaciones que se podían hacer,
las combinaciones de color que podían ensayarse, Boxtel, oculto tras un pequeño
sicomoro que había plantado a lo largo del muro y que le hacía de pantalla,
seguía, con los ojos dilatados, la boca espumante, cada paso, cada gesto de su
vecino, y, cuando creía verle alegre, cuando sorprendía una sonrisa en sus
labios, un destello de felicidad en sus ojos, entonces le enviaba tantas
maldiciones, tantas furiosas amenazas, que no puede concebirse cómo esos
alientos emponzoñados de envidia y de cólera no se filtraban en los tallos de
las flores para llevarles los principios de decadencia y los gérmenes de
muerte.
Una vez el mal adueñado de un alma
humana, hace en ella tan rápidos progresos, que pronto Boxtel no se conformó
con ver a Van Baerle, y quiso ver también sus flores: en el fondo era un artista,
y la obra de arte de un rival tan calificado le atenazaba y corroía el corazón.
Compró un telescopio con ayuda del
cual, tan bien como al mismo rival, pudo seguir cada evolución de la flor,
desde el momento en que saca, el primer año, su pálida yema fuera de la tierra,
hasta que, después de haber cumplido su período de cinco años, redondea su noble
y gracioso cilindro sobre el que aparece el incierto matiz de su color y se
desarrollan los pétalos de la flor, que solamente entonces revela los tesoros
secretos de su cáliz.
¡Oh, cuántas veces el desgraciado
celoso, inclinado sobre su escala, percibió en las platabandas de Van Baerle
tulipanes que le cegaban por su belleza, le sofocaban por su perfección!
Entonces, después del período de
admiración que no podía vencer, sufría la fiebre de la envidia, ese mal que roe
el pecho y que transforma el corazón en una miríada de pequeñas serpientes que
se devoran la una a la otra, fuente infame de horribles dolores.
Cuántas voces en medio de sus torturas,
de las que ninguna descripción podría dar una idea, Boxtel estuvo tentado de
saltar por la noche al jardín, destrozar las plantas, devorar las cebollas con
los dientes, y sacrificar a su cólera al mismo propietario si se atrevía a
defender sus tulipanes.
¡Pero matar un tulipán, a los ojos de
un verdadero horticultor, es un crimen tan espantoso!
Matar a un hombre, puede ser excusable.
Sin embargo, gracias a los progresos
que realizaba todos los días Van Baerle en la ciencia que parecía adivinar por
instinto, Boxtel llegó a tal paroxismo de furor que pensó tirar piedras y palos
en los parterres de tulipanes de su vecino.
Pero como reflexionó que al día
siguiente, a la vista del destrozo, Van Baerle se informaría, que se comprobaría
entonces que la calle estaba lejana, que las piedras y los palos no caen del
cielo en el siglo XVII como en los tiempos de los amalecitas, que el autor del
crimen, aunque hubiera operado por la noche, sería descubierto y no solamente
castigado por la ley, sino también deshonrado para siempre a los ojos de la
Europa tulipanera, Boxtel aguzó el odio por la astucia y resolvió emplear un
medio que no le comprometiera.
Una noche, ató dos gatos, cada uno por
una pata trasera con un bramante de tres metros de longitud, y los lanzó desde
lo alto del muro, en medio de la platabanda maestra, de la platabanda
magnífica, de la platabanda real, que no solamente contenía el Corneille de Witt, sino también el Babançonne, blanco de leche, púrpura y
rojo; el Marbrée, de Rotre, gris
amarillo, rojo y encarnado brillante; y el Merveille,
de Haarlem; el tulipán Colombin
obscur y Colombin clair terni.
Los asustados animales, cayendo de lo
alto al pie del muro, rodaron primero sobre la platabanda, intentando huir cada
uno por su lado, hasta que el hilo que los retenía juntos quedó tenso; pero
entonces, sintiendo la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con espantosos
maullidos, segando con su cuerda las flores en medio de las cuales se
debatieron hasta que, por último, después de un cuarto de hora de lucha
encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía, desaparecieron.
Boxtel, oculto detrás de su sicomoro,
no veía nada a causa de la oscuridad de la noche; pero a juzgar por los
maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de
la hiel, se hinchaba de alegría.
El deseo de asegurarse del destrozo
cometido era tan grande en el corazón de Boxtel, que se quedó hasta el alba
para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos gatos
por la libertad había dejado las platabandas de su vecino.
Estaba helado por la neblina de la
madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de su venganza le mantenía
caliente.
El dolor de su rival iba a pagarle
todas sus penas.
A los primeros rayos del sol, la puerta
de la casa blanca se abrió, apareció Van Baerle y se acercó a sus platabandas,
sonriendo como un hombre que ha pasado la noche en su lecho, teniendo buenos
sueños.
De repente, percibió los surcos y los
montículos en aquel terreno la víspera más liso que un espejo; enseguida,
percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desordenadas como quedan las
picas de un batallón en medio del cual hubiera caído una bomba.
Acudió muy pálido.
Boxtel se estremecía de alegría. Quince
o veinte tulipanes yacían desgarrados, destrozados, los unos curvados, los
otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas; la
savia, esa sangre preciosa que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de
la suya.
Pero, ¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van
Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel! Ninguno de los cuatro tulipanes
amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban
orgullosamente sus nobles cabezas por encima de los cadáveres de sus
compañeros. Esto era bastante para consolar a Van Baerle, bastante para hacer
reventar de disgusto al asesino, que se arrancaba los cabellos a la vista de
su crimen cometido inútilmente.
Van Baerle, mientras deploraba la
desgracia que acababa de golpearle, desgracia que, por lo demás, por la providencia
de Dios, era menos grande de lo que hubiera podido ser, no pudo adivinar la
causa de la misma. Se informó solamente y supo que toda la noche había sido
turbada por maullidos terribles. Por lo demás, reconoció el paso de los gatos
por el rastro dejado por sus garras, por el pelo que había en el campo de
batalla y en el cual las gotas indiferentes del rocío temblaban como lo hacían
al lado, sobre las hojas de una flor rota, y para evitar que desgracia
semejante se reprodujera en el porvenir, ordenó que un muchacho jardinero se
acostara todas las noches en el jardín, en una caseta, al lado de las
platabandas.
Boxtel oyó dar la orden. Vio alzarse la
caseta en el mismo día, y muy feliz por no haber sido considerado como
sospechoso del estropicio y más animado que nunca contra el feliz horticultor,
esperó mejores ocasiones.
Fue hacia aquella época cuando la
sociedad tulipanera de Haarlem propuso un premio para el descubrimiento, no
nos atrevemos a decir para la fabricación, del gran tulipán negro y sin mácula,
problema no resuelto y considerado como insoluble, si se considera que en
aquella época ni siquiera existía la especie de color pardo en la Naturaleza.
Lo que hacía decir a todos, que los
fundadores del premio hubieran podido ofrecer dos millones en lugar de las cien
mil libras, dado que la cosa resultaba imposible.
El mundo tulipanero, sin embargo, no se
quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización.
Algunos aficionados acogieron la idea,
pero sin creer en su aplicación; tal es el poder imaginativo de los
horticultores que, aun considerando su especulación como fallida por
adelantado, no pensaron al principio más que en este gran tulipán negro
reputado quiméricamente como el cisne negro de Horacio, y como el mirlo blanco
de la tradición francesa.
Van Baerle fue uno de los tulipaneros
que acogieron la idea; Boxtel fue de los que pensaron en la especulación.
Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrustada esta tarea en su perspicaz
é ingeniosa cabeza, comenzó lentamente las siembras y las operaciones necesarias
para llevar del rojo al pardo, y del pardo al marrón oscuro, los tulipanes que
había cultivado hasta entonces.
A partir del año siguiente, obtuvo
especies de un pardo perfecto, y Boxtel los percibió en su platabanda, cuando
él no había encontrado todavía más que el castaño claro.
Tal vez resultaría interesante explicar
a los lectores las bellas teorías que tienden a demostrar que el tulipán toma
sus colores de los elementos; tal vez nos agradaría establecer que nada es imposible
para el horticultor que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el
fuego del sol, el candor del agua, los jugos de la tierra y los soplos del
aire. Pero éste no es un tratado del tulipán en general; es la historia de un
tulipán en particular lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por
atrayentes que sean los incentivos del sujeto yuxtapuesto al que nos
proponemos.
Boxtel, una vez más vencido por la
superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y, medio loco, se dedicó por
entero a la observación.
La casa de su rival era una claraboya
jardín abierto al sol, cuartos vidriados penetrables a la vista, casilleros,
armarios, botes y etiquetas en los cuales el telescopio se sumergía
fácilmente; Boxtel dejó pudrirse las cebollas en sus camas, secar los capullos
en sus cajas, morir los tulipanes en sus platabandas, y, desde entonces,
concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que ocurría en casa
de Van Baerle: respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua
que les echaban, y se sació con la tierra blanda y fina que espolvoreaba el
vecino sobre sus queridas cebollas. Pero lo más curioso del trabajo no se
operaba en el jardín.
Sonaba una hora, la una de la noche, y
Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto vidriado donde el telescopio de
Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los
rayos del día iluminaban paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el genio
inventivo de su rival.
Le contemplaba escoger sus granos,
regándolos con sustancias destinadas a modificarlos o a colorearlos. Lo
adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos granos, humedeciéndolos
luego, combinándolos después con otros en una especie de injerto, operación
minuciosa y maravillosamente realizada, encerraba en las tinieblas los que
debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara los que debían dar el
color rojo, miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el
color blanco, cándida representación hermética del elemento húmedo.
Esta magia inocente, fruto del sueño
infantil y del genio viril conjuntamente, ese trabajo paciente, eterno, del que
Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telescopio del envidioso toda su
vida, todo su pensamiento, toda su esperanza.
¡Cosa extraña! Tanto interés y el amor
propio del arte no había apagado en Isaac la feroz envidia, la sed de venganza.
Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la ilusión
que lo apuntaba con un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo
para soltar el disparo que debía matarlo; pero ya es tiempo de que volvamos de
aquella época de los trabajos de uno y del espionaje del otro a la visita que
Corneille de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad natal.
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