miércoles, 13 de febrero de 2013

21-30


Luego, cuando ambos fueron bien martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el populacho los arrastró desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron por los pies.
Tras éstos acudieron los más cobardes, que no ha­biéndose atrevido a golpear la carne viviente, cortaron en tiras la carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de Jean y de Corneille a diez sous[1] el trozo.
No podríamos decir si a través de la abertura casi imperceptible del postigo el joven vio el final de aquella terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momen­to en que colgaban a los dos mártires en la horca, él atra­vesaba la muchedumbre, que se hallaba demasiado ocu­pada con la alegre tarea que realizaba para ocuparse de su presencia, y llegaba a la Tol‑Hek, siempre cerrada.
‑¡Ah, señor! ‑exclamó el portero‑. ¿Me traéis la llave?
‑Sí, amigo mío, aquí está ‑respondió el joven.
‑¡Oh! Es una gran desgracia que no me hayáis traí­do esta llave solamente media hora antes ‑dijo el por­tero suspirando.
‑¿Y por qué? ‑preguntó el joven.
‑Porque hubiese podido abrir a los señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la puerta ce­rrada, se han visto obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les perseguían.
‑¡La puerta! ¡La puerta! ‑exclamó una voz que parecía pertenecer a un hombre con prisas.
El príncipe se volvió y reconoció al coronel Van Deken.
‑¿Sois vos, coronel? ‑dijo‑. ¿No habéis salido todavía de La Haya? Esto es cumplir tardíamente mi orden.
‑Monseñor ‑respondió el coronel‑, ésta es la tercera puerta ante la que me presento. Las otras dos las he hallado cerradas.
‑¡Pues bien! Este valiente nos abrirá ésta. Abrid, amigo mío ‑ordenó el príncipe al portero que se había quedado pasmado ante el título de monseñor que acaba­ba de darle el coronel Van Deken a aquel joven tan pá­lido al que había tratado tan familiarmente.
Así, para reparar su falta, se apresuró a abrir la Tol-­Hek, que giró chirriando sobre sus goznes.
‑¿Monseñor quiere mi caballo? ‑preguntó el co­ronel a Guillermo.
‑Gracias, coronel, tengo una montura que me es­pera a unos pasos de aquí.
Y cogiendo un silbato de oro de su bolsillo, sacó de este instrumento, que en aquella época servía para lla­mar a los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a caballo, llevando una segun­da montura de la brida.
Guillermo saltó sobre el caballo sin utilizar los es­tribos, y picando espuelas tomó el camino de Leiden.
Cuando estuvo en él, se volvió.
El coronel le seguía a un largo de caballo.
El príncipe le hizo señal de que se pusiera a su lado.
‑¿Sabéis ‑dijo sin detenerse‑ que aquellos bribo­nes han matado también al señor Jean de Witt al igual que acababan de matar a Corneille?
‑¡Ah, monseñor! ‑exclamó tristemente el coro­nel‑. Preferiría por vos que todavía quedasen esas dos dificultades a franquear para ser de hecho el estatúder de Holanda.
‑Evidentemente, hubiese sido mejor ‑dijo el jo­ven‑ que lo que acaba de suceder no hubiera ocurrido. Pero en fin, lo hecho, hecho está, y nosotros no tenemos la culpa. Apresurémonos, coronel, para llegar a Alphen antes que el mensaje que seguramente los Estados van a enviarme al campamento.
El coronel se inclinó, dejó pasar a su príncipe delan­te, y tomó a continuación el lugar que tenía antes de que él le dirigiera la palabra.
‑¡Ah! Me gustaría ‑murmuró siniestramente Guillermo de Orange frunciendo las cejas, apretando sus labios y hundiendo sus espuelas en el vientre de su caballo‑, me gustaría ver la cara que pondrá Luis el Sol, cuando sepa de qué forma acaban de tratar a sus buenos amigos los señores De Witt. ¡Oh! Sol, sol, como me llamo Guillermo el Taciturno; ¡sol, guarda tus rayos!
Y galopó sobre su buen caballo ese joven príncipe, el encarnizado rival del gran rey, ese estatúder tan poco firme todavía la víspera en su nuevo poderío, pero al que los burgueses de La Haya acababan de ponerle un estribo con los cadáveres de Jean y Corneille, dos nobles príncipes tanto delante de los hombres como ante Dios.


V
El Aficionado A Los Tulipanes Y Su Vecino


Entretanto, mientras los burgueses de La Haya tro­ceaban los cadáveres de Jean y de Corneille, mientras Guillermo de Orange, después de haberse asegurado que sus dos antagonistas estaban bien muertos, galopaba por el camino de Leiden seguido del coronel Van De­ken, al que hallaba demasiado compasivo para continuar otorgándole la confianza con que le había honrado hasta entonces, Craeke, el fiel servidor, montado por su par­te en un buen caballo, y muy lejos de imaginarse los terribles sucesos que habían acontecido desde su parti­da, galopó sobre las calzadas bordeadas de árboles hasta que estuvo fuera de la ciudad y de los pueblos vecinos.
Una vez en seguridad, para no despertar sospechas, dejó su caballo en una cuadra y continuó tranquilamen­te su viaje en barcos que por etapas le condujeran a Dordrecht pasando con habilidad por los caminos más cortos de esos brazos sinuosos del río los cuales estre­chan bajo sus caricias húmedas aquellas islas encantado­ras bordeadas de sauces, juncos y hierbas floridas, en las que ramoneaban indolentemente los gordos rebaños reluciendo al sol.
Craeke reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina sembrada de molinos. Vio las bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de ladrillos, y dejando flotar por los balcones abiertos sobre el río sus tapices de seda salpicados de flores de oro, maravillas de India y China, y al lado de aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas perma­nentes para coger las voraces anguilas atraídas ante las viviendas por los desperdicios cotidianos que las coci­nas lanzan al agua por sus ventanas.
Craeke, desde el puente de la barca, a través de to­dos aquellos molinos de aspas giratorias, percibía en el declive de la colina la casa blanca y rosa, final de su misión. Los caballetes del tejado se perdían en el folla­je amarillento de una cortina de álamos, destacando sobre el fondo sombrío que le proporcionaba un bos­que de olmos gigantescos. Se hallaba situada de tal modo que el sol, cayendo sobre ella como en un embu­do, venía a secar, templar a incluso fecundar las últimas neblinas que la barrera de vegetación no podía impedir al viento del río que llevara cada mañana y cada noche.
Desembarcado en medio del tumulto ordinario de la ciudad, Craeke se dirigió enseguida hacia la casa de la que vamos a ofrecer a nuestros lectores una indispensa­ble descripción.
Blanca, limpia, reluciente, más propiamente lavada, más cuidadosamente encerada en los lugares ocultos que lo estaba en los sitios visibles, aquella casa encerraba un feliz mortal.
Este feliz mortal, rara avis, como dice Juvenal, era el doctor Van Baerle, ahijado de Corneille. Habitaba en la casa que acabamos de describir, desde su infancia; porque aquélla era la casa natal de su padre y de su abuelo, antiguos mercaderes nobles de la noble ciudad de Dordrecht.
El señor Van Baerle, el padre, había amasado en el comercio de las Indias de tres a cuatrocientos mil flori­nes que Van Baerle, hijo, había hallado completamente nuevos, en 1668, a la muerte de sus buenos y queridos padres, aunque aquellos florines estuvieran graba­dos con las milésimas de 1640 unos, y 1610 otros; lo que probaba que había florines del padre Van Baerle y flo­rines del abuelo Van Baerle esos cuatrocientos mil florines, apresurémonos a decirlo, no eran más que el efectivo, el dinero de bolsillo de Cornelius van Baerle, el héroe de esta historia ya que sus propiedades en la provincia le proporcionaban unos intereses de alrededor de los diez mil florines.
Cuando el digno ciudadano que era el padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses después de los funerales de su mujer, que parecía haber partido la pri­mera para hacerle más fácil el camino de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, dí­jole a su hijo abrazándole por última vez:
‑Bebe, come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y, si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis flo­rines se asombrarán al hallarse con un amo desconoci­do, esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor. Sobre todo, no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal.
Luego, el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy poco los florines y mucho a su padre.
Cornelius se quedó, pues, solo en la gran casa.
En vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria cuando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el navío Les Sept Pro­vinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mos­quete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábil­mente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint‑Michel; cuando vio al Saint‑Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos ma­rineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hom­bres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a fa­vor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood‑Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calcu­lado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruyter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una pro­funda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hom­bre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo.
En consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos, recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos reali­zados por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más costosas.
Se dedicó al cultivo de los tulipanes.
Aquél era el momento, como se sabe, en que los fla­mencos y los portugueses, explotando a cual más este género de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de dar celos a Dios.
Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de Mynheer[2] Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuader­nos de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos.
Van Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nue­vos en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado: halló cinco especies dife­rentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Cornei­lle, por el nombre de su padrino... los otros nombres no los sabemos, pero los aficionados podrán seguramente encontrarlos en los catálogos de la época.
En 1672, al comienzo del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad.
Corneille comenzaba entonces, como decía Guiller­mo de Orange, a gozar de la más perfecta impopulari­dad. Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era todavía un facineroso a prender, y aquellos, poco satisfechos de su republica­nismo algo demasiado puro, pero orgullosos de su va­lor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando llegó.
Después de haber dado las gracias a sus conciudada­nos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos.
Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal.
Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baer­le simpatías olvidando completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de los tu­lipanes.
Por eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.
Y sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los oran­gistas más hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de prolongarse por el sa­crificio más allá de la muerte.
En el momento en que Cornelius comenzó a entre­garse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre. Había en Dordrecht y vivien­do puerta a puerta con él, un burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura el floriste français, es decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.
Boxtel no tenía la suerte de ser rico como Van Baer­le. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de Dordrecht; había preparado el te­rreno según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la far­macopea de los jardineros autoriza.
Con la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores. Así, sus productos comenzaban a gustar. Eran bellos, incluso poco comu­nes. Varios aficionados habían venido a visitar los tuli­panes de Boxtel. Por último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los Tournefort un tulipán con su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España, penetró hasta Portugal, y el rey don Alfon­so VI que, expulsado de Lisboa, se había retirado a la isla de Terceira, donde se divertía, como el gran Conde, regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando el susodicho Boxtel.
De pronto, como continuación a todos los estudios a que se había dedicado, y habiendo invadido a Corne­lius van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de Dordrecht que, como hemos dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un piso a cierto edificio de su patio, el cual, al alzarse, robó medio gra­do de calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de Boxtel, sin contar con que cortó el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortí­cola de su vecino.
Después de todo, esa desgracia no era nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no era más que un pintor, es decir, una especie de loco que intenta repro­ducir sobre la tela, desfigurándolas, las maravillas de la Naturaleza. El pintor hacía levantar un piso a su taller para tener mejor luz, lo que entraba en su derecho. El señor Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista‑tulipanero; quería sol para sus cuadros, y le robaba medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.
La ley estaba de parte del señor Van Baerle. Bene sit.
Por otra parte, Boxtel había descubierto que dema­siado sol perjudicaba al tulipán, y que esta flor crece mejor y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el ardiente sol del mediodía.
Tuvo, pues, casi que agradecer a Cornelius van Baerle el haberle proporcionado gratis un parasol.
Tal vez no fuera esto enteramente verdad, y lo que decía Boxtel respecto a su vecino Van Baerle no fuese la total expresión de su pensamiento. Sin embargo, las grandes almas hallan en la filosofía asombrosos recur­sos en medio de las grandes catástrofes.
Pero desgraciadamente, ¡qué fue de este infortuna­do Boxtel, cuando vio los vidrios del nuevo piso edifi­cado llenarse de cebollas, de bulbos, de tulipanes en plena tierra, de tulipanes en botes, en fin de todo lo que concierne a la profesión de un monómano tulipanero!
Había paquetes de etiquetas, casilleros, cajas con compartimientos y los enrejados de hierro destinados a cerrar esos casilleros para renovarles el aire sin permi­tir el acceso a las ratas, a los lirones, a los hurones[3] y a los ratones, curiosos aficionados a los tulipanes de dos mil francos la cebolla.
Boxtel quedó muy impresionado cuando vio todo aquel material, pero todavía no comprendía la extensión de su desgracia. Se sabía que Van Baerle era amigo de todo lo que alegraba la vista. Estudiaba a fondo la Na­turaleza para sus cuadros, acabados como los de Gérard Dow, su maestro, y los de Miéris, su amigo. ¡No era posible que teniendo que pintar el interior de un tulipa­nero, hubiera reunido en su nuevo taller todos los acce­sorios de la decoración!
Sin embargo, aunque tranquilizado por esta engaño­sa idea, Boxtel no pudo resistir la ardiente curiosidad que le devoraba. Llegada la noche, aplicó una escala contra el muro medianero y, mirando la casa de su ve­cino Baerle, se convenció de que la tierra de un enorme cuadrado, poblado hacía poco de plantas diferentes, había sido removido, dispuesto en platabandas de man­tillo mezclado con lodo de río, combinación esencial­mente simpática a los tulipanes, todo rodeado con un borde de césped para impedir los desmoronamientos. Además, al sol naciente, al sol poniente, sombra dis­puesta para tamizar el sol del mediodía; agua en abun­dancia y al alcance, exposición al sur suroeste, en fin, condiciones completas, no solamente para el éxito, sino para el progreso. Sin ningún género de duda, Van Baerle se había convertido en un tulipanero.
Boxtel se representó inmediatamente a ese sabio de cuatrocientos mil florines de capital y diez mil de ven­ta, empleando sus recursos morales y físicos en el cul­tivo de los tulipanes al por mayor. Entrevió su éxito en un vago pero cercano porvenir, y concibió, por adelan­tado, tal dolor por ese éxito, que sus manos se relajaron, las rodillas se debilitaron, y cayó desesperado al pie de su escala.
Así pues, no era por tulipanes pintados, sino por tulipanes reales por lo que Van Baerle le robaba medio grado de calor. Así pues, Van Baerle iba a tener la más admirable de las exposiciones solares y, además, una vasta habitación donde conservar sus cebollas y sus bulbos: habitación alumbrada, aireada, ventilada, rique­za prohibida a Boxtel, que se había visto obligado a dedicar a ese use su dormitorio y que, para no perjudi­car con la influencia de los espíritus animales a sus bul­bos y sus tubérculos, se resignaba a acostarse en el gra­nero.
Así, puerta a puerta, pared por pared, Boxtel iba a tener un rival, un emulador, un vencedor tal vez, y ese rival, en lugar de ser cualquier oscuro jardinero, desco­nocido, ¡era el ahijado del amo Corneille de Witt, es decir, una celebridad!
Boxtel, como se ve, tenía un espíritu menos fuerte que el de Porus, que se consolaba por haber sido ven­cido por Alejandro justamente a causa de la celebridad de su vencedor.
En efecto, ¡qué sucedería si alguna vez Van Baerle hallaba un tulipán nuevo y lo llamaba el Jean de Witt, después de haber llamado a uno el Corneille! Era como para ahogarse de rabia.
Así, en su envidiosa prevención, Boxtel, profeta de la desgracia para sí mismo, adivinaba lo que iba a su­ceder.
Hecho este descubrimiento, Boxtel pasó la más exe­crable noche que imaginarse pueda.


VI
El Odio De Un Tulipanero


A partir de aquel momento, en lugar de una preocu­pación, Boxtel tuvo un temor. Lo que da vigor y noble­za a los esfuerzos del cuerpo y del espíritu, el cultivo de una idea favorita, lo perdió Boxtel rumiando todo el daño que iba a causarle la acción del vecino.
Van Baerle, como pueden imaginarse, desde el mo­mento en que aplicó a esa idea la perfecta inteligencia con que la Naturaleza le había dotado, consiguió obte­ner los más bellos tulipanes.
Mejor que los que se hallaban en Haarlem y en Lei­den, ciudades que ofrecen los mejores terrenos y los climas más sanos, Cornelius consiguió variar los colo­res, modelar las formas, multiplicar las especies.
Pertenecía a aquella escuela ingeniosa y sencilla que tomó por divisa, desde el siglo XVII, este aforismo desa­rrollado en 1653 por uno de sus adeptos:
«Despreciar las flores es ofender a Dios.»
Premisa con la que la escuela tulipanera, la más ex­clusivista, enunció en 1653 el siguiente silogismo:
«Despreciar las flores es ofender a Dios.»
«Cuanto más bella es la flor, más al despreciarla se ofende a Dios.»
«El tulipán es la más bella de todas las flores.»
«Por lo tanto, quien desprecia al tulipán ofende des­mesuradamente a Dios.»
Razonamiento con ayuda del cual, según se ve con mala voluntad, los cuatro o cinco mil tulipaneros de Holanda, de Francia y de Portugal, no hablemos ya de los de Ceilán, de India y China, hubieran puesto al Universo fuera de la ley, y declarados cismáticos, heré­ticos y dignos de muerte a varios centenares de millo­nes de hombres indiferentes al tulipán.
No cabe la menor duda que, por una causa semejan­te, Boxtel, aunque enemigo mortal de Van Baerle, hu­biera marchado bajo la misma bandera que aquél.
Así pues, Van Baerle obtuvo numerosos éxitos que le dieron cierta fama, y Boxtel desapareció para siempre de la lista de los tulipaneros notables de Holanda, y la tulipanería de Dordrecht fue representada por Corne­lius van Baerle, el modesto e inofensivo sabio.
Así, de la más humilde rama, el injerto hizo brotar los vástagos más orgullosos, como el escaramujo de cuatro pétalos incoloros dio origen a la rosa gigantesca y perfumada. Así las casas reales han nacido a veces en la choza de un leñador o en la cabaña de un pescador.
Van Baerle, entregado por entero a sus trabajos de semillero, de plantador, de cosechero, mimado por toda la tulipanería de Europa, ni siquiera sospechó que a su lado hubiera un desgraciado destronado, y que él era el usurpador. Continuó sus experimentos, y por consi­guiente sus victorias, y en dos años cubrió sus planta­bandas de especies tan maravillosas que puede decirse que nadie, excepto tal vez Shakespeare y Rubens, había creado tanto después de Dios.
Con tal motivo, era preciso ver a Boxtel durante ese tiempo para darse uno una idea de un condenado olvi­dado por Dante. Mientras Van Baerle escarbaba, abona­ba, humedecía sus platabandas, mientras arrodillado sobre los taludes de césped, analizaba cada nervio del tulipán en floración y meditaba sobre las modificacio­nes que se podían hacer, las combinaciones de color que podían ensayarse, Boxtel, oculto tras un pequeño sico­moro que había plantado a lo largo del muro y que le hacía de pantalla, seguía, con los ojos dilatados, la boca espumante, cada paso, cada gesto de su vecino, y, cuan­do creía verle alegre, cuando sorprendía una sonrisa en sus labios, un destello de felicidad en sus ojos, entonces le enviaba tantas maldiciones, tantas furiosas amenazas, que no puede concebirse cómo esos alientos emponzo­ñados de envidia y de cólera no se filtraban en los tallos de las flores para llevarles los principios de decadencia y los gérmenes de muerte.
Una vez el mal adueñado de un alma humana, hace en ella tan rápidos progresos, que pronto Boxtel no se conformó con ver a Van Baerle, y quiso ver también sus flores: en el fondo era un artista, y la obra de arte de un rival tan calificado le atenazaba y corroía el corazón.
Compró un telescopio con ayuda del cual, tan bien como al mismo rival, pudo seguir cada evolución de la flor, desde el momento en que saca, el primer año, su pálida yema fuera de la tierra, hasta que, después de ha­ber cumplido su período de cinco años, redondea su no­ble y gracioso cilindro sobre el que aparece el incierto matiz de su color y se desarrollan los pétalos de la flor, que solamente entonces revela los tesoros secretos de su cáliz.
¡Oh, cuántas veces el desgraciado celoso, inclinado sobre su escala, percibió en las platabandas de Van Baer­le tulipanes que le cegaban por su belleza, le sofocaban por su perfección!
Entonces, después del período de admiración que no podía vencer, sufría la fiebre de la envidia, ese mal que roe el pecho y que transforma el corazón en una miríada de pequeñas serpientes que se devoran la una a la otra, fuente infame de horribles dolores.
Cuántas voces en medio de sus torturas, de las que ninguna descripción podría dar una idea, Boxtel estuvo tentado de saltar por la noche al jardín, destrozar las plantas, devorar las cebollas con los dientes, y sacrificar a su cólera al mismo propietario si se atrevía a defender sus tulipanes.
¡Pero matar un tulipán, a los ojos de un verdadero horticultor, es un crimen tan espantoso!
Matar a un hombre, puede ser excusable.
Sin embargo, gracias a los progresos que realizaba todos los días Van Baerle en la ciencia que parecía adi­vinar por instinto, Boxtel llegó a tal paroxismo de furor que pensó tirar piedras y palos en los parterres de tuli­panes de su vecino.
Pero como reflexionó que al día siguiente, a la vis­ta del destrozo, Van Baerle se informaría, que se com­probaría entonces que la calle estaba lejana, que las pie­dras y los palos no caen del cielo en el siglo XVII como en los tiempos de los amalecitas, que el autor del crimen, aunque hubiera operado por la noche, sería descubier­to y no solamente castigado por la ley, sino también deshonrado para siempre a los ojos de la Europa tulipa­nera, Boxtel aguzó el odio por la astucia y resolvió emplear un medio que no le comprometiera.
Una noche, ató dos gatos, cada uno por una pata trasera con un bramante de tres metros de longitud, y los lanzó desde lo alto del muro, en medio de la plata­banda maestra, de la platabanda magnífica, de la pla­tabanda real, que no solamente contenía el Corneille de Witt, sino también el Babançonne, blanco de leche, púr­pura y rojo; el Marbrée, de Rotre, gris amarillo, rojo y encarnado brillante; y el Merveille, de Haarlem; el tu­lipán Colombin obscur y Colombin clair terni.
Los asustados animales, cayendo de lo alto al pie del muro, rodaron primero sobre la platabanda, intentando huir cada uno por su lado, hasta que el hilo que los retenía juntos quedó tenso; pero entonces, sintiendo la imposibilidad de ir más lejos, vagaron inciertos con es­pantosos maullidos, segando con su cuerda las flores en medio de las cuales se debatieron hasta que, por último, después de un cuarto de hora de lucha encarnizada, habiendo conseguido romper el hilo que los unía, de­saparecieron.
Boxtel, oculto detrás de su sicomoro, no veía nada a causa de la oscuridad de la noche; pero a juzgar por los maullidos rabiosos de los dos gatos, lo suponía todo, y su corazón, aliviado de la hiel, se hinchaba de alegría.
El deseo de asegurarse del destrozo cometido era tan grande en el corazón de Boxtel, que se quedó hasta el alba para juzgar por sus propios ojos del estado en que la lucha de los dos gatos por la libertad había deja­do las platabandas de su vecino.
Estaba helado por la neblina de la madrugada, pero no sentía el frío: la esperanza de su venganza le mante­nía caliente.
El dolor de su rival iba a pagarle todas sus penas.
A los primeros rayos del sol, la puerta de la casa blanca se abrió, apareció Van Baerle y se acercó a sus platabandas, sonriendo como un hombre que ha pasa­do la noche en su lecho, teniendo buenos sueños.
De repente, percibió los surcos y los montículos en aquel terreno la víspera más liso que un espejo; ensegui­da, percibió las filas simétricas de sus tulipanes, desor­denadas como quedan las picas de un batallón en medio del cual hubiera caído una bomba.
Acudió muy pálido.
Boxtel se estremecía de alegría. Quince o veinte tu­lipanes yacían desgarrados, destrozados, los unos cur­vados, los otros completamente rotos y ya descoloridos; la savia corría de sus heridas; la savia, esa sangre preciosa que Van Baerle hubiera querido rescatar al precio de la suya.
Pero, ¡oh sorpresa!, ¡oh alegría de Van Baerle!, ¡oh dolor inexpresable de Boxtel! Ninguno de los cuatro tulipanes amenazados por el atentado de aquél había sido alcanzado. Alzaban orgullosamente sus nobles ca­bezas por encima de los cadáveres de sus compañeros. Esto era bastante para consolar a Van Baerle, bastante para hacer reventar de disgusto al asesino, que se arran­caba los cabellos a la vista de su crimen cometido inú­tilmente.
Van Baerle, mientras deploraba la desgracia que acababa de golpearle, desgracia que, por lo demás, por la providencia de Dios, era menos grande de lo que hu­biera podido ser, no pudo adivinar la causa de la misma. Se informó solamente y supo que toda la noche había sido turbada por maullidos terribles. Por lo demás, re­conoció el paso de los gatos por el rastro dejado por sus garras, por el pelo que había en el campo de batalla y en el cual las gotas indiferentes del rocío temblaban como lo hacían al lado, sobre las hojas de una flor rota, y para evitar que desgracia semejante se reprodujera en el por­venir, ordenó que un muchacho jardinero se acostara todas las noches en el jardín, en una caseta, al lado de las platabandas.
Boxtel oyó dar la orden. Vio alzarse la caseta en el mismo día, y muy feliz por no haber sido considerado como sospechoso del estropicio y más animado que nunca contra el feliz horticultor, esperó mejores oca­siones.
Fue hacia aquella época cuando la sociedad tulipa­nera de Haarlem propuso un premio para el descubri­miento, no nos atrevemos a decir para la fabricación, del gran tulipán negro y sin mácula, problema no resuelto y considerado como insoluble, si se considera que en aquella época ni siquiera existía la especie de color par­do en la Naturaleza.
Lo que hacía decir a todos, que los fundadores del premio hubieran podido ofrecer dos millones en lugar de las cien mil libras, dado que la cosa resultaba impo­sible.
El mundo tulipanero, sin embargo, no se quedó menos emocionado por la posibilidad de su realización.
Algunos aficionados acogieron la idea, pero sin creer en su aplicación; tal es el poder imaginativo de los horticultores que, aun considerando su especulación como fallida por adelantado, no pensaron al principio más que en este gran tulipán negro reputado quiméri­camente como el cisne negro de Horacio, y como el mirlo blanco de la tradición francesa.
Van Baerle fue uno de los tulipaneros que acogieron la idea; Boxtel fue de los que pensaron en la especula­ción. Desde el momento en que Van Baerle tuvo incrus­tada esta tarea en su perspicaz é ingeniosa cabeza, comenzó lentamente las siembras y las operaciones ne­cesarias para llevar del rojo al pardo, y del pardo al marrón oscuro, los tulipanes que había cultivado hasta entonces.
A partir del año siguiente, obtuvo especies de un pardo perfecto, y Boxtel los percibió en su platabanda, cuando él no había encontrado todavía más que el cas­taño claro.
Tal vez resultaría interesante explicar a los lectores las bellas teorías que tienden a demostrar que el tulipán toma sus colores de los elementos; tal vez nos agrada­ría establecer que nada es imposible para el horticultor que pone a contribución, con su paciencia y su genio, el fuego del sol, el candor del agua, los jugos de la tierra y los soplos del aire. Pero éste no es un tratado del tuli­pán en general; es la historia de un tulipán en particu­lar lo que hemos resuelto escribir; nos ceñiremos a él por atrayentes que sean los incentivos del sujeto yuxta­puesto al que nos proponemos.
Boxtel, una vez más vencido por la superioridad de su enemigo, se aburrió del cultivo y, medio loco, se dedicó por entero a la observación.
La casa de su rival era una claraboya jardín abier­to al sol, cuartos vidriados penetrables a la vista, casille­ros, armarios, botes y etiquetas en los cuales el telesco­pio se sumergía fácilmente; Boxtel dejó pudrirse las cebollas en sus camas, secar los capullos en sus cajas, morir los tulipanes en sus platabandas, y, desde enton­ces, concentrando su vida en su vista, no se ocupó más que de lo que ocurría en casa de Van Baerle: respiró por el tallo de sus tulipanes, apagó su sed con el agua que les echaban, y se sació con la tierra blanda y fina que espol­voreaba el vecino sobre sus queridas cebollas. Pero lo más curioso del trabajo no se operaba en el jardín.
Sonaba una hora, la una de la noche, y Van Baerle subía a su laboratorio, en el cuarto vidriado donde el telescopio de Boxtel penetraba también, y allí, cuando las luces del sabio sucediendo a los rayos del día ilumi­naban paredes y ventanas, Boxtel veía funcionar el ge­nio inventivo de su rival.
Le contemplaba escoger sus granos, regándolos con sustancias destinadas a modificarlos o a colorearlos. Lo adivinaba, cuando calentando algunos de aquellos gra­nos, humedeciéndolos luego, combinándolos después con otros en una especie de injerto, operación minucio­sa y maravillosamente realizada, encerraba en las tinie­blas los que debían dar el color negro, exponía al sol o a la lámpara los que debían dar el color rojo, miraba en el eterno reflejo del agua los que debían proporcionar el color blanco, cándida representación hermética del ele­mento húmedo.
Esta magia inocente, fruto del sueño infantil y del genio viril conjuntamente, ese trabajo paciente, eterno, del que Boxtel se reconocía incapaz, vertía en el telesco­pio del envidioso toda su vida, todo su pensamiento, toda su esperanza.
¡Cosa extraña! Tanto interés y el amor propio del arte no había apagado en Isaac la feroz envidia, la sed de venganza. Algunas veces, teniendo a Van Baerle bajo su telescopio, se hacía la ilusión que lo apuntaba con un mosquete infalible, y buscaba con el dedo el gatillo para soltar el disparo que debía matarlo; pero ya es tiempo de que volvamos de aquella época de los trabajos de uno y del espionaje del otro a la visita que Corneille de Witt, Ruart de Pulten, acababa de hacer a su ciudad natal.




[1] Moneda de cobre de cinco céntimos
[2] Título equivalente a Señor en holandés
[3] Ratones campestres

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