La vida es a veces muy avara:
la gente pasa días, semanas, meses y años sin sentir nada nuevo. Sin embargo,
una vez que abre una puerta, y ése fue el caso de María con Ralf Hart, una verdadera
avalancha entra por el espacio abierto. En un momento no tienes nada, y al
momento siguiente tienes más de lo que puedes aceptar.
Dos horas después de haber
escrito su diario, cuando llegó al trabajo, Milan, el dueño, habló con ella:
-Entonces saliste con el
pintor...
Debía de ser conocido de la
casa, ella lo había comprendido cuando él pagó por tres clientes, la cantidad
exacta, sin preguntar el precio. María simplemente asintió con la cabeza,
procurando crear un cierto misterio, al que Milan no dio la menor importancia,
ya que conocía esa vida mejor que ella.
-Tal vez ya estés preparada
para dar un siguiente paso. Hay un cliente especial que siempre pregunta por
ti. Yo le digo que no tienes experiencia y él me cree; pero tal vez ahora sea
el momento de intentarlo.
¿Un cliente
especial?
-¿Y qué
tiene eso que ver con el pintor? -También él es un cliente especial.
Entonces
todo lo que había hecho con Ralf Hart ya debía de haber sido probado y hecho
por otra de sus colegas. Se mordió el labio y no dijo nada, había pasado una
hermosa semana, no podía olvidar lo que había escrito.
-¿Debo
hacer lo mismo que hice con él?
-No sé lo
que hicieron; pero hoy, si alguien te ofrece una copa, no aceptes. Los
clientes especiales pagan mejor, y no te arrepentirás.
El trabajo
comenzó como de costumbre. Las tailandesas sentadas juntas como siempre, las
colombianas con aire de quien lo entiende todo, las tres brasileñas (entre las
cuales se incluía) fingiendo estar distraídas, como si nada de aquello fuese
nuevo o interesante. Había una austríaca, dos alemanas, y el resto se componía
de mujeres del antiguo este de Europa, todas altas, de ojos claros, guapas, y
que acababan casándose más rápido que las demás.
Los hombres
entraron: rusos, suizos, alemanes, siempre ejecutivos ocupados, dispuestos a
pagar por los servicios de las prostitutas más caras de una de las ciudades más
caras del mundo. Algunos se dirigieron a su mesa, pero ella siempre miraba a
Milan, y él negaba con la cabeza. María estaba contenta: no tendría que
abrirse de piernas aquella noche, aguantar olores, ducharse en baños que no
siempre estaban calientes; todo lo que tenía que hacer era enseñar a un hombre,
ya cansado del sexo, cómo debía hacer el amor. Y ahora, pensándolo bien,
ninguna otra mujer tendría la misma creatividad para inventar la historia del
presente.
Al mismo
tiempo se preguntaba: «¿Por qué será que, después de haberlo probado todo,
quieren volver al principio?». En fin, eso no era problema suyo; siempre que
pagasen bien, ella estaba allí para servirlos.
Un hombre
más joven que Ralf Hart entró en el local; guapo, pelo negro, dientes
perfectos, y un traje que le recordaba a los de los chinos, sin corbata,
simplemente con un cuello alto, y una impecable camisa blanca por debajo. Se
dirigió hasta el bar, donde estaba Milan, ambos miraron a María, y él se
acercó: -¿Aceptas una copa?
Milan
asintió con la cabeza, y ella lo invitó a sentarse en su mesa. Pidió su cóctel
de frutas, y estaba esperando la invitación para bailar, cuando el hombre se
presentó:
-Mi nombre
es Terence, y trabajo en una compañía discográfica en Inglaterra. Como sé que
estoy en un lugar en el que puedo confiar en la gente, pienso que esto quedará
entre nosotros.
María iba a
empezar a hablar de Brasil, cuando él la interrumpió:
-Milan dijo
que entiendes lo que quiero.
-No sé qué
quieres. Pero entiendo de lo que hago.
El ritual
no fue cumplido; él pagó la cuenta, la tomó del brazo, entraron en el taxi, y
le tendió mil francos. Por un momento, ella se acordó del árabe con el que
había ido a cenar a aquel restaurante lleno de pinturas famosas; era la
primera vez que volvía a recibir la misma cantidad, y en vez de contentarla,
eso la puso nerviosa.
El taxi se
detuvo frente a uno de los hoteles más caros de la ciudad. Él dio las buenas
noches al portero, demostrando una gran familiaridad con el sitio. Subieron
directamente a la habitación, una suite con vista al río. Él abrió una botella
de vino, posiblemente muy caro, y le ofreció una copa.
María lo
miraba mientras bebía; ¿qué quería un hombre como aquél, rico, guapo, de una
prostituta? Como él casi no hablaba, ella también permaneció la mayor parte del
tiempo en silencio, intentando descubrir qué era lo que podía dejar a un
cliente especial satisfecho. Entendió que no debía tomar la iniciativa, pero
una vez que el proceso comenzase, pretendía acompañarlo con la velocidad que
fuese necesaria; al fin y al cabo, no todas las noches ganaba mil francos.
-Tenemos
tiempo -dijo Terence-. Todo el tiempo que queramos. Puedes dormir aquí, si lo
deseas.
La
inseguridad volvió. No parecía intimidado, y hablaba con una voz tranquila,
diferente de la de los demás. Sabía lo que deseaba; puso una música perfecta,
en el momento perfecto, en la habitación perfecta, con la ventana perfecta, que
daba al lago de una ciudad perfecta. Su traje era de buen corte, la maleta estaba
en una esquina, pequeña, como si no necesitase muchas cosas para viajar, o
como si hubiese venido a Géneve sólo por aquella noche.
-Voy a
dormir a casa -respondió María.
Él cambió
por completo. Sus ojos de caballero ganaron un brillo frío, glacial.
-Siéntate
allí -dijo, señalando una silla al lado del escritorio.
¡Era una
orden! Una verdadera orden. María obedeció y, curiosamente, aquello la excitó.
-Siéntate
bien. Endereza la espalda, como una mujer con clase. Si no lo haces, te voy a
castigar.
¡Castigar!
¡Cliente especial! En un minuto ella lo entendió todo, sacó los mil francos
del bolso y los puso sobre el escritorio. -Sé lo que quieres -dijo, mirando al
fondo de aquellos helados ojos azules-. Y no estoy dispuesta.
Él pareció
volver a la normalidad, y vio que ella decía la verdad. -Toma tu vino -dijo-.
No voy a forzarte a nada. Puedes quedarte un rato más, o puedes salir si
quieres.
Aquello la
dejó más tranquila.
-Tengo un
empleo. Tengo un jefe que me protege y que cree en mí. Por favor, no le digas
nada de esto.
María lo
dijo sin ningún tono de piedad, sin implorar nada, era simplemente la realidad
de su vida. Terence también había vuelto a ser el mismo hombre, ni dulce, ni
duro, simplemente alguien que, al contrario de los otros clientes, daba la
impresión de saber lo que deseaba. Ahora parecía salir de un trance, de una
obra de teatro que aún no había comenzado.
¿Valía la
pena irse así, sin descubrir qué significa aquello de un «cliente especial»?
-¿Qué
quieres exactamente?
-Ya sabes.
Dolor, sufrimiento. Y mucho placer.
«Dolor y
sufrimiento no encajan mucho con placer», pensó María. Aunque quisiese
desesperadamente creer que sí, y de esta manera convertir en positivas una gran
parte de las experiencias negativas de su vida.
Él la tomó
de la mano, y la llevó hasta la ventana: al otro lado del lago podían ver la
torre de una catedral, María recordó que había pasado por allí mientras
recorría con Ralf Hart el Camino de Santiago.
-¿Ves ese
río, ese lago, esas casas, aquella iglesia? Hace quinientos años, era todo más
o menos igual.
»Excepto
porque la ciudad estaba completamente vacía; una enfermedad desconocida se
había extendido por toda Europa, y nadie sabía por qué moría tanta gente.
Llamaron a la enfermedad la Peste Negra, un castigo que Dios había enviado al
mundo a causa de los pecados del hombre.
»Entonces,
un grupo de personas decidió sacrificarse por la humanidad: ofrecieron aquello
que más temían: el dolor físico. Empezaron a caminar día y noche por estos
puentes, estas calles, azotando su propio cuerpo con látigos o cadenas. Sufrían
en nombre de Dios, y alababan a Dios con su dolor. Al cabo de poco tiempo,
descubrieron que eran más felices haciendo eso que cociendo pan, trabajando a
jornal, alimentando animales. El dolor ya no era sufrimiento, sino el placer de
rescatar a la humanidad de sus pecados. El dolor se transformó en alegría, en
el sentido de la vida, en el placer.
Sus ojos
volvieron a tener la misma frialdad que había visto algunos minutos antes.
Recogió el dinero que ella había dejado sobre el escritorio, separó ciento
cincuenta francos y los metió en su bolso.
-No te
preocupes por tu jefe. Aquí está su comisión, y prometo no decirle nada.
Puedes irte.
Ella tomó
todo el dinero. -¡No!
Era el
vino, el árabe en el restaurante, la mujer de sonrisa triste, la idea de que
nunca volvería a aquel maldito lugar, el miedo al amor que llegaba bajo la
forma de un hombre, las cartas a su madre que contaban una bonita vida llena de
oportunidades de trabajo, el niño que le había pedido un lápiz en la infancia,
las luchas consigo misma, la culpa, la curiosidad, el dinero, la búsqueda de
sus propios límites, las ocasiones y las oportunidades que había perdido. Era
otra María la que estaba allí: ya no ofrecía regalos, sino que se entregaba en
sacrificio.
-Ya no
tengo miedo. Sigamos adelante. Si es necesario, castígame por ser rebelde.
Mentí, traicioné, actué equivocadamente con quien me protegió y me amó.
María había
entrado en el juego. Estaba diciendo las cosas adecuadas.
-¡Arrodíllate!
-dijo Terence, con una voz baja y amenazante. María obedeció. Nunca había sido
tratada de aquella manera, y no sabía si era bueno o malo, simplemente quería
ir más lejos, merecía ser humillada por todo lo que había hecho en toda su vida.
Estaba entrando en un personaje, un nuevo personaje, una mujer que desconocía
completamente.
-Serás
castigada. Porque eres inútil, porque no conoces las reglas, nada sabes sobre el
sexo, sobre la vida, sobre el amor. Mientras hablaba, Terence se transformaba
en dos hombres distintos: el que explicaba tranquilamente las reglas, y el que
la hacía sentirse la persona más miserable del mundo.
-¿Sabes por
qué te lo permito? Porque no hay mayor placer que iniciar a alguien en un mundo
desconocido. Arrancarle la virginidad, no del cuerpo, sino del alma,
¿entiendes?
Entendía.
-Hoy podrás
hacer preguntas. Pero la próxima vez, cuando el telón de nuestro teatro se
abra, la obra comenzará y no podrás parar. Si paras, es porque nuestras almas
no se han entendido. Recuerda: es una obra de teatro. Tienes que ser el
personaje que nunca has tenido el coraje de ser. Poco a poco, descubrirás que
ese personaje eres tú misma, pero hasta que seas capaz de verlo con claridad,
procura fingir, inventar.
-¿Y si no
soporto el dolor?
-No existe
el dolor, existe algo que se convierte en delicia, en misterio. Forma parte de
la obra pedir «no me trates así, me estás haciendo mucho daño». Está permitido
pedir: «¡Para, no aguanto más!». Para evitar el peligro... baja la cabeza, ¡y
no me mires! María, arrodillada, bajó la cabeza y miraba al suelo.
-Para
evitar que esta relación cause daños físicos serios, tendremos dos códigos. Si
uno de nosotros dice «amarillo», eso significa que la violencia debe ser
reducida un poco. Si decimos «rojo», hay que parar inmediatamente.
-¿Has dicho
«uno de nosotros»?
-Los
papeles se alternan. No existe uno sin el otro, y nadie sabrá humillar si no es
humillado también.
Aquéllas eran
palabras terribles, venidas de un mundo que no conocía, lleno de sombras, de
fango, de podredumbre. Aun así, María deseaba seguir adelante, su cuerpo
temblaba, de miedo y excitación.
La mano de
Terence tocó su cabeza, con una ternura inesperada.
-Fin.
Le pidió
que se levantase. Sin especial cariño, pero sin la agresividad seca que había
demostrado. María se puso la chaqueta, todavía temblando. Terence notó su
estado.
-Fúmate un
cigarrillo antes de irte. -No ha sucedido nada.
-No hace
falta. Comenzará a suceder en tu alma, y la próxima vez que nos veamos estarás
preparada.
-¿Esta
noche ha valido mil francos?
Él no
respondió. Encendió también un cigarrillo, terminaron el vino, escucharon
música perfecta, saborearon juntos el silencio. Hasta que llegó el momento de
decir algo, y María se sorprendió de sus propias palabras.
-No
entiendo por qué tengo ganas de pisar este fango. -Mil francos.
-No es eso.
Terence
parecía contento con la respuesta.
-Yo también
me pregunté lo mismo. El marqués de Sade decía que las experiencias más
importantes del hombre son aquellas que lo llevan al límite; sólo así
aprendemos, porque eso requiere todo nuestro coraje.
»Cuando un
jefe humilla a un empleado, o un hombre humilla a su mujer, simplemente está
siendo cobarde, o vengándose de la vida; son personas que jamás se han atrevido
a mirar en el fondo de sus almas, que jamás han procurado saber de dónde viene
el deseo de soltar la fiera salvaje, de entender qué el sexo, el dolor y el
amor son experiencias límite del hombre.
»Y
solamente aquel que conoce esas fronteras conoce la vida; el resto es
simplemente pasar el tiempo, repetir una misma tarea, envejecer y morir sin
saber realmente lo que se estaba haciendo aquí.
De nuevo la
calle, de nuevo el frío, de nuevo el deseo de andar. Él estaba equivocado, no
era necesario conocer sus demonios para encontrar a Dios. Se cruzó con un
grupo de estudiantes que salían de un bar; estaban alegres, habían bebido un
poco, eran guapos, llenos de salud, pronto terminarían la universidad y
comenzarían aquello que llaman «la verdadera vida». Trabajo, matrimonio, hijos,
televisión, amargura, vejez, sensación de haber perdido muchas cosas,
frustraciones, enfermedad, invalidez, dependencia de los demás, soledad,
muerte.
¿Qué estaba
sucediendo? Ella también buscaba tranquilidad para vivir su «verdadera vida»;
el tiempo pasado en Suiza, haciendo algo que jamás había soñado, era
simplemente un período difícil, al que todo el mundo se enfrenta tarde o
temprano. En ese período difícil, frecuentaba el Copacabana, salía con hombres
por dinero, interpretaba a la Niña Ingenua, la Mujer Fatal y la Madre
Comprensiva, dependiendo del cliente.
Era
simplemente un trabajo, al cual se dedicaba con el máximo de profesionalidad,
por las propinas, y el mínimo de interés, por miedo a acostumbrarse a él. Había
pasado nueve meses controlando el mundo a su alrededor, y poco tiempo antes de
volver a su tierra, se estaba descubriendo capaz de amar sin exigir nada a
cambio, y sufrir sin motivo. Como si la vida hubiese escogido este medio
sórdido, extraño, para enseñarle algo sobre sus propios misterios, su luz y sus
tinieblas.
§
Del diario
de María, la noche en que salió con Terence por primera vez:
Él citó a Sade, del que yo nunca había oído nada,
solamente los comentarios habituales sobre sadismo: «Sólo nos conocemos cuando
conocemos nuestros propios límites», y eso es verdad. Pero también es un
error, porque no es importante conocerlo todo de nosotros mismos; el ser humano
no fue hecho sólo para buscar la sabiduría, sino también para arar la tierra,
esperar la lluvia, plantar trigo, recoger el grano, hacer el pan.
Soy dos mujeres: una desea tener toda la alegría, la
pasión, las aventuras que la vida me puede dar. La otra quiere ser esclava de
una rutina, de la vida familiar, de las cosas que pueden ser planeadas y
cumplidas. Soy el ama de casa y la prostituta, ambas viviendo en el mismo
cuerpo, y una luchando contra la otra.
El encuentro de una mujer consigo misma es un juego
con riesgos serios. Una danza divina. Cuando nos encontramos somos dos energías
divinas, dos universos que chocan. Si el encuentro no tiene la reverencia
necesaria, un universo destruye al otro.
§
Se
encontraba de nuevo en la sala de estar de la casa de Ralf Hart, el fuego en la
chimenea, el vino, los dos sentados en el suelo, y todo lo que había
experimentado el día anterior, con aquel ejecutivo inglés de la compañía
discográfica, no pasaba de un sueño o de una pesadilla, dependiendo de su
estado de ánimo. Ahora volvía a la búsqueda de su razón de vivir, mejor dicho,
a la entrega más disparatada posible, aquella en la que uno ofrece su corazón
y no pide nada a cambio.
Había
crecido mucho mientras esperaba ese momento. Había descubierto, por fin, que el
amor real nada tenía que ver con lo que imaginaba, o sea, una cadena de
acontecimientos provocados por la energía amorosa: enamoramiento, compromiso,
matrimonio, hijos, espera, cocina, parque de atracciones los domingos, más
espera, vejez juntos, la espera acaba y en su lugar llega el retiro del marido,
las enfermedades, la sensación de que ya es muy tarde para vivir juntos lo que
soñaban.
Miró al
hombre a quien había decidido entregarse, y a quien había decidido no contar
jamás lo que sentía, porque lo que sentía ahora estaba lejos de cualquier
forma, incluso la física. Él parecía más cómodo, como si estuviese empezando
un período interesante de su existencia. Sonreía, contaba historias de su reciente
viaje a Munich, para reunirse con un importante director de museo.
-Me preguntó
si el lienzo sobre los rostros de Géneve estaba acabado. Le dije que había
encontrado a una de las principales personas a las que me gustaría pintar; una
mujer llena de luz. Pero no quiero hablar de mí, quiero abrazarte. Te deseo.
Deseo.
¡.Deseo? ¡Deseo! Eso, ése el punto de partida para aquella noche, porque era
algo que ella conocía muy bien.
Por
ejemplo: despertar el deseo sin entregar ya su objeto. -Entonces, deséame. Es
lo que estamos haciendo, en este momento. Estás a menos de un metro de mí,
fuiste hasta una discoteca, pagaste por mis servicios, sabes que tienes
derecho a tocarme. Pero no te atreves. Mírame. Mírame, y piensa que tal vez yo
no quiera que me mires. Imagina lo que está escondido bajo mi ropa.
Siempre
usaba vestidos negros para trabajar, y no entendía por qué las demás chicas del
Copacabana intentaban ser provocativas con sus escotes y sus colores agresivos.
Para ella, excitar a un hombre era vestirse como cualquier mujer que él puede
encontrar en la oficina, en el tren, o en casa de una amiga de su mujer.
Ralf la
miró, María sintió que él la desnudaba, y le gustó ser deseada de aquella
manera, sin contacto, como en un restaurante o en la cola del cine.
-Estamos en
una estación -continuó María-. Estoy esperando el tren junto a ti, tú no me
conoces. Pero mis ojos se cruzan con los tuyos, por casualidad, y no se
desvían. Tú no sabes qué intento decir, porque aunque seas un hombre
inteligente, capaz de ver la «luz» de la gente, no eres lo suficientemente
sensible como para ver lo que la luz ilumina.
Se había
aprendido el «teatro». Quiso olvidar rápidamente la cara del ejecutivo inglés,
pero él estaba allí, guiando su imaginación.
-Mis ojos
están fijos en los tuyos, y puedo estar preguntándome a mí misma: «¿Lo conozco
de algún sitio?». O puedo estar distraída. O puede que tema ser antipática,
tal vez tú me conozcas, voy a darle el beneficio de la duda por algunos
segundos, hasta concluir que es un hecho, o un malentendido.
»Pero
también puede que quiera la cosa más simple del mundo: encontrar a un hombre.
Puedo estar intentando huir de un amor que sufrí. Puedo estar procurando
vengarme de una traición que acaba de suceder, y he decidido ir hasta la
estación en busca de un desconocido. Puedo desear ser tu prostituta sólo por
una noche, sólo para hacer algo diferente en mi vida aburrida. Puedo, incluso,
ser una prostituta de verdad, que está allí buscando trabajo.
Un rápido
silencio; María se había distraído de repente. Había vuelto al hotel, la
humillación, «amarillo», «rojo», dolor y mucho placer. Aquello perturbaba su
alma de una manera que no le estaba gustando.
Ralf lo
notó e intentó empujarla de nuevo hacia la estación de tren:
-¿En este
encuentro tú también me deseas? -No lo sé. No nos hablamos, no lo sabes.
Otros
segundos de distracción. En cualquier caso, la idea de «teatro» ayudaba mucho;
hacía surgir al verdadero personaje, apartaba a muchas personas falsas que
habitan en nosotros mismos.
-Pero el
hecho es que yo no desvío mis ojos, y tú no sabes qué hacer. ¿Debes acercarte? ¿Serás
rechazado? ¿Llamaré a un guardia? ¿O te invitaré a tomar un café?
-Vuelvo de
Munich -dijo Ralf Hart, y su tono de voz era diferente, como si realmente se
estuviesen viendo por primera vezEstoy pensando en una colección de cuadros
sobre las personalidades del sexo. Las muchas máscaras que usa la
gente para no vivir jamás el verdadero encuentro.
Él conocía
el «teatro». Milan había dicho que también era un cliente especial. La alarma
sonó, pero ella necesitaba tiempo para pensar.
-El
director del museo me dijo: ¿en qué pretendes basar tu trabajo? Yo respondí:
en mujeres que se sienten libres para ganar dinero haciendo el amor. Él
comentó: no puede ser, llamamos a esas mujeres prostitutas. Yo respondí: bueno,
son prostitutas, voy a estudiar su historia y haré algo más intelectual, pero
al gusto de las familias que visitarán el museo. Todo es cuestión de cultura,
¿sabes? De presentar de una manera agradable aquello que cuesta digerir.
»El
director insistió: pero el sexo ya no es tabú. Es algo tan explorado, que es
difícil hacer un trabajo sobre él. Yo respondí: ¿y tú sabes de dónde viene el
deseo sexual? Del instinto, dijo el director. Sí, del instinto, pero eso todo
el mundo lo sabe. ¿Cómo hacer una bonita exposición, si simplemente estamos
hablando de ciencia? Yo quiero hablar de cómo un hombre explica esa atracción.
Cómo un filósofo, por ejemplo, lo contaría. El director me pidió que pusiese
un ejemplo. Yo dije que, cuando tomase el tren de vuelta a casa y alguna mujer
me mirase, hablaría con ella; diría que, por ser una extraña, podríamos tener
la libertad de hacer todo lo que habíamos soñado, vivir todas nuestras
fantasías, y después irnos a nuestras casas, nuestras mujeres y nuestros
maridos, y no volver a vernos jamás. Y entonces, en esa estación de tren, te
veo.
-Tu
historia es tan interesante que está matando el deseo. Ralf Hart rió y estuvo
de acuerdo. El vino se había acabado, él fue hasta la cocina a buscar otra
botella, y ella se quedó mirando el fuego, sabiendo ya cuál sería el siguiente
paso, pero al mismo tiempo saboreando aquel ambiente acogedor, olvidando al
ejecutivo inglés, volviendo a entregarse.
Ralf llenó
los dos vasos.
-Simplemente
por curiosidad, ¿cómo acabarías esta historia con el director?
-Citaría a
Platón, ya que estaría ante un intelectual. Según él, al principio de la
creación, los hombres y las mujeres no eran como son hoy; había sólo un ser,
que era bajo, con un cuerpo y un cuello, pero cuya cabeza tenía dos caras, cada
una mirando en una dirección. Era como si dos criaturas estuviesen pegadas por
la espalda, con dos sexos opuestos, cuatro piernas, cuatro brazos.
»Los dioses
griegos, sin embargo, eran celosos, y vieron que una criatura que tenía cuatro
brazos trabajaba más, dos caras opuestas estaban siempre vigilantes y no podían
ser atacadas a traición, cuatro piernas no exigían tanto esfuerzo para permanecer
de pie o andar durante largos períodos. Y lo que era más peligroso: la
criatura tenía dos sexos diferentes, no necesitaba a nadie más para seguir
reproduciéndose en la tierra.
»Entonces
dijo Zeus, el supremo señor del Olimpo: «Tengo un plan para hacer que estos
mortales pierdan su fuerza».
»Y, con un
rayo, partió a la criatura en dos, y así creó al hombre y a la mujer. Eso
aumentó mucho la población del mundo, y al mismo tiempo desorientó y debilitó a
los que en él habitaban, porque ahora tenían que buscar su parte perdida,
abrazarla de nuevo, y en ese abrazo recuperar la antigua fuerza, la capacidad
de evitar la traición, la resistencia para andar largos períodos y soportar el
trabajo agotador. A ese abrazo donde los dos cuerpos se confunden de nuevo en
uno lo llamamos sexo.
-¿Esa
historia es cierta? -Según Platón, el filósofo griego.
María lo
miraba fascinada, y la experiencia de la noche anterior había desaparecido por
completo. Ella veía a aquel hombre lleno de la misma «luz» que él había visto
en ella, al contar aquella extraña historia con entusiasmo, con los ojos
brillándole, ya no de deseo, sino de alegría.
-¿Puedo
pedirte un favor?
Ralf
respondió que podía pedirle cualquier cosa.
-¿Puedes
enterarte de por qué, después de que los dioses dividiesen a la criatura de
cuatro piernas, algunas de ellas decidieron que ese abrazo podía ser
simplemente una cosa, un negocio como otro cualquiera, que en vez de
enriquecer, absorbe toda la energía de la gente?
-¿Te
refieres a la prostitución?
-Eso.
¿Puedes enterarte de cuándo el sexo dejó de ser sagrado? -Lo haré si quieres
-respondió Ralf-. Pero nunca he pensado en ello, y no creo que nadie más lo
haya hecho.
María no
aguantó la presión:
-¿Y se te
ha ocurrido pensar que las mujeres, principalmente las prostitutas, son
capaces de amar?
-Sí, se me
ha ocurrido. Se me ocurrió el primer día, cuando estábamos en la mesa del café,
cuando vi tu luz. Entonces, cuando pensé en invitarte a un café, escogí creer
en todo, incluso en la posibilidad de que tú me devolvieses al mundo de donde
partí hace mucho tiempo.
Ahora ya no
había vuelta atrás. María, la maestra, tenía que acudir rápidamente en su
auxilio, o ella lo besaría, lo abrazaría, le pediría que no la dejase.
-Volvamos a
la estación de tren -dijo-. Mejor dicho, volvamos a esta sala, al día en que
vinimos aquí por primera vez, y tú reconociste que yo existía, y me hiciste un
regalo. Fue la primera tentativa de entrar en mi alma, y no sabías si eras
bienvenido. Pero, como dice tu historia, los seres humanos fueron divididos, y
ahora buscan de nuevo ese abrazo que los una. Ése es nuestro instinto. Pero
también nuestra razón para soportar todas las cosas difíciles que suceden
durante esa búsqueda.
»Quiero que
me mires, y quiero, al mismo tiempo, que evites que yo lo note. El primer deseo
es importante porque está escondido, prohibido, no permitido. No sabes si
estás ante tu otra mitad perdida, ella tampoco lo sabe, pero algo los atrae, y
es preciso creer que es verdad.
«¿De dónde
saco todo esto? Lo saco del fondo de mi corazón, porque me gustaría que siempre
hubiese sido así. Saco estos sueños de mi propio sueño de mujer.»
Ella bajó
un poco el tirante de su vestido, de modo que una parte, sólo una ínfima parte
de su pezón quedase al descubierto. -El deseo no es lo que ves, sino aquello
que imaginas.
Ralf Hart
miraba a una mujer de cabellos negros, y ropa igual que el cabello, sentada en
el suelo de su sala de estar, llena de deseos absurdos, como tener una
chimenea encendida en pleno verano. Sí, quería imaginar lo que aquella ropa
escondía, podía ver el tamaño de sus senos, sabía que el sostén que ella usaba
era innecesario, aunque tal vez fuese una obligación del oficio. Sus senos no
eran grandes, no eran pequeños, eran jóvenes. Su mirada no mostraba nada; ¿qué
estaba ella haciendo allí? ¿Por qué él alimentaba esa relación peligrosa,
absurda, si no tenía ningún problema en conseguir a una mujer? Era rico, joven,
famoso, de buena apariencia. Le encantaba su trabajo, había amado a mujeres con
las que se había casado, había sido amado. En fin, era una persona que, dadas
las circunstancias, debería decir: «Soy feliz».
Pero no lo
era. Mientras que la mayoría de los seres humanos se mataban por un pedazo de
pan, un techo bajo el cual vivir, un empleo que les permitiese vivir con
dignidad, Ralf Hart tenía todo eso, lo cual lo hacía más miserable. Si tuviera
que hacer un balance reciente de su vida, tal vez habría dos, tres días en los
que se levantó, vio el sol, o la lluvia, y se sintió alegre porque era la
mañana, simplemente alegre, sin desear nada, sin planear nada, sin pedir nada a
cambio. Aparte de esos pocos días, el resto de su existencia se había gastado
en sueños, frustraciones y realizaciones, deseo de superarse a sí mismo,
viajes más allá de sus límites; no sabía exactamente a quién, o a qué, pero se
había pasado la vida intentando probar algo.
Miraba a
aquella hermosa mujer, discretamente vestida de negro, alguien a quien había
conocido por casualidad, aunque ya la hubiese visto antes en una discoteca y se
hubiese fijado en que no encajaba en aquel lugar. Ella pedía que la desease, y
él la deseaba mucho, mucho más de lo que podía imaginar, pero no eran sus senos,
ni su cuerpo; era su compañía. Quería abrazarla, quedarse en silencio mirando
al fuego, bebiendo vino, fumando un cigarrillo después de otro, eso era
suficiente. La vida estaba hecha de cosas simples, estaba cansado de todos esos
años buscando algo que no sabía qué era.
Sin
embargo, si lo hiciese, si la tocase, todo estaría perdido. Porque a pesar de
su «luz», no estaba seguro de si ella entendía lo bueno que era estar a su
lado. ¿Estaba pagando? Sí, y seguiría pagando el tiempo que fuese necesario
para poder conquistarla, hasta poder sentarse con ella a orillas del lago,
hablarle de amor, y oír lo mismo de ella. Era mejor no arriesgarse, no
precipitar las cosas, no decir nada.
Ralf Hart
dejó de torturarse, y volvió a concentrarse en el juego que acababan de crear
juntos. Aquella mujer estaba en lo cierto: no bastaba con el vino, el fuego,
el cigarrillo, la compañía; era preciso otro tipo de embriaguez, otro tipo de
llama.
Ella
llevaba un vestido de tirantes, había dejado un pecho al descubierto, pudo ver
su carne, más morena que blanca. Y la deseó. La deseó mucho.
María notó
el cambio en los ojos de Ralf. Saberse deseada la excitaba más que cualquier
otra cosa. No tenía nada que ver con la receta convencional: quiero hacer el
amor contigo, quiero casarme, quiero que tengas un orgasmo, quiero tener un
hijo, quiero compromisos. No, el deseo era una sensación libre, suelta en el
espacio, vibrando, llenando la vida con la voluntad de tener algo, y eso era
suficiente, ese deseo lo empujaba todo hacia adelante, desmoronaba las
montañas, humedecía su sexo.
El deseo
era la fuente de todo, de salir de su tierra, de descubrir un nuevo mundo, de
aprender francés, superar sus prejuicios, soñar con una hacienda, amar sin
pedir nada a cambio, sentirse mujer simplemente con la mirada de un hombre. Con
una lentitud calculada, se bajó el otro tirante y el vestido se deslizó por su
cuerpo. Después, se desabrochó el sujetador. Permaneció allí, con la parte
superior del cuerpo completamente desnuda, imaginando que él saltaría sobre
ella, la tocaría, le haría promesas de amor, o si era lo suficientemente
sensible para sentir, en el propio deseo, el mismo placer del sexo.
El entorno
de ambos empezó a cambiar, ya no había ruidos, la chimenea, los cuadros, los
libros fueron desapareciendo, y fueron sustituidos por una especie de trance,
donde únicamente existe el oscuro objeto del deseo, y nada más tiene
importancia.
Él no se
movió. Al principio sintió una cierta timidez en sus ojos, pero no duró mucho.
Él la miraba, y en el mundo de su imaginación la acariciaba con su lengua,
hacían el amor, sudaban, se abrazaban, mezclaban ternura y violencia, gritaban
y gemían juntos.
En el mundo
real, sin embargo, no decían nada, ninguno de los dos se movía, y eso la
excitaba más todavía, porque también ella era libre para pensar lo que
quisiera. Le pedía que la tocase con suavidad, abría las piernas, se masturbaba
delante de él, decía frases románticas y vulgares como si fuesen lo mismo,
tenía varios orgasmos, despertaba a los vecinos, despertaba al mundo entero
con sus gritos. Allí estaba su hombre, que le daba placer y alegría, con quien
podía ser quien era, hablar de sus problemas sexuales, contarle cuánto le
gustaría pasar junto a él el resto de la noche, de la semana, de la vida.
El sudor
comenzó a gotear de la frente de ambos. Era la chimenea, le decía uno
mentalmente al otro. Pero tanto el hombre como la mujer en aquella sala habían
llegado a su límite, habían usado toda la imaginación, habían vivido juntos una
eternidad de buenos momentos. Tenían que parar, porque un paso más y aquella
magia sería destruida por la realidad.
Con mucha
lentitud, porque el final es siempre más difícil que el principio, ella volvió
a ponerse el sujetador y escondió los senos. El universo volvió a su lugar,
las cosas del entorno volvieron a surgir, ella levantó el vestido que había
caído hasta su cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó su
mano y la apretó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mantenerla
allí, ni con qué intensidad debía agarrarla.
Ella sintió
ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropearía todo, podía asustarlo o,
lo que era peor, podía hacer que respondiese que él también la amaba. María no
quería eso: la libertad de su amor era no pedir ni esperar nada.
-El que es
capaz de sentir sabe que es posible tener placer incluso antes de tocar a la
otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de la
danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte en
este viaje hasta... ¿hasta dónde?
-De vuelta
a Géneve -respondió Ralf.
-El que
observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la
energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo,
es la pasión con la que se practica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo
viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal.
-Hablas del
amor como una profesora.
María
decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin
comprometerse con nada:
-El que
está enamorado hace el amor todo el tiempo, incluso cuando no lo está
haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el
vaso. Pueden permanecer juntos durante horas, incluso días. Pueden empezar la
danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer.
Nada que ver con once minutos.
-¿Qué? -Te
amo. -Yo también te amo. -Perdón. No sé lo que digo. -Ni yo.
Se levantó,
le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la
superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la
primera vez que se marchase.
Del diario
de María, a la mañana siguiente:
Ayer por la noche, cuando Ralf Hart me miró, abrió
una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marcharse, no se llevó nada de
mí, al contrario, dejó olor a rosas, no era un ladrón, sino un novio que me
visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma parte de su tesoro, y,
aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien, generalmente trae a quien
es importante. Es una emoción que mi alma escogió, y tan intensa que puede
contagiarlo todo y a todos a mi alrededor.
Cada día escojo la verdad con la que pretendo vivir.
Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me gustaría poder escoger,
siempre, el deseo como mi compañero. No por obligación, ni para atenuar la
soledad de mi vida, sino porque es bueno. Sí, es muy bueno.
§
El
Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa
con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por
María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como
mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una
proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la
atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro
lugar de trabajo.
Por eso,
era importante respetar la clientela de cada una, y jamás intentar seducir a
los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una determinada
chica. Además de ser deshonesto, podía ser muy peligroso; la semana anterior,
una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar del bolso, y poniéndola
sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la voz más tranquila del
mundo que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director
de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había
alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir
que no.
Aquella
noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que
estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y -María creyó que era demasiada
provocación- la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me
ha escogido él!».
Pero aquel
guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha escogido porque soy más
atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven.
La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se
sentó a su lado, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca
de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para dejarle
una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron,
la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados.
Cuando la
policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había cortado
la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había estanterías en
el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la omertá, como lo
llamaban las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne,
desde el amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley.
Allí, ellos hacían la ley.
La policía
sabía lo de la omertá, vio que la mujer mentía, pero no
insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al contribuyente suizo si
decidía apresarla, procesarla, y alimentarla durante el tiempo que estuviese en
prisión. Milan agradeció a los policías la rápida intervención, pero todo era
un malentendido, o alguna artimaña de un competidor.
En cuanto
salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al cabo, el
Copacabana era un local familiar (una afirmación que a María le costaba
entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más
todavía). Allí no había peleas, porque la primera ley era respetar al cliente
ajeno.
La segunda
ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía él.
Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que eran
seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta
corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos
antecedentes. A veces había algún equívoco, algunos casos raros de impago, de
agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que había
creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía
identificar a los que debían o no frecuentar la casa. Ninguna de las mujeres
sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien
bien vestido ser informado de que la discoteca estaba llena aquella noche
(aunque estuviese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuelva).
También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser
eufóricamente invitados por Milan a una copa de champán. El dueño del
Copacabana no juzgaba por las apariencias, pero al final siempre tenía razón.
En una
buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La
gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante
en alguna empresa. Por otro lado, algunas de las mujeres que trabajaban allí
estaban casadas, tenían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los
colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres
aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir
nada: así funcionaba la omertá.
Había
camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mucho de su vida. En las
pocas conversaciones que había mantenido, María no había descubierto amargura,
ni culpa, ni tristeza entre sus compañeras: simplemente una especie de
resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgullosas
de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de
una semana, cualquier chica recién llegada ya era considerada una
«profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios -una
prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar-, jamás
aceptar invitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin
dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgasmo -María
descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque
era uno de los trucos de la profesión-, saludar a la policía en la calle,
mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y
finalmente, no cuestionarse demasiado sobre los aspectos morales o legales de
lo que hacían; eran lo que eran, y punto.
Antes de
que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en
seguida pasó a ser conocida como la «intelectual» del grupo. Al principio
querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos
áridos y poco interesantes como economía, psicología y, recientemente,
administración de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continuase
con su investigación y sus anotaciones.
Por tener
muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso cuando el
movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la envidia de sus
compañeras; comentaban que la brasileña era ambiciosa, arrogante, y que sólo
pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de ser verdad, aunque
ella tuviese ganas de preguntarlés si todas ellas no estaban allí por el mismo
motivo.
En
cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier
persona de éxito. Era mejor ignorarlos y concentrar la atención en sus dos
únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda.
Ralf Hart
estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez era
capaz de ser feliz con un amado ausente, aunque estaba algo arrepentida de
haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo todo. ¿Pero qué tenía
que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su corazón había latido más
de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya había sido, un cliente
especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió traicionada, se puso celosa.
Claro que
los celos eran normales, aunque la vida ya le hubiese enseñado que era inútil
pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es posible
se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de los
celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que es
un signo de fragilidad.
«El amor
más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si mi
amor es verdadero -y no sólo una manera de distraerme, de engañarme, de pasar
el tiempo que no corre nunca en esta ciudad-, la libertad vencerá los celos, y
el dolor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso natural.
El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros objetivos,
tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o malestar.
Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo entendemos
que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en que, sin el
dolor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo el efecto
deseado.»
Lo
peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de persona, mantenerlo
siempre presente en el pensamiento; y de eso, gracias a Dios, María ya había
conseguido librarse.
Aun así, a
veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba, si
había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y
deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su
amor... Para evitar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufrimiento,
María desarrolló un método: cuando algo positivo relacionado con Ralf Hart
viniese a su cabeza, y eso podía ser la chimenea y el vino, una idea que le
gustaría discutir con él, o simplemente la agradable ansiedad de saber cuándo
volvería, María dejaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y
agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba.
Sin
embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausencia, o de las
equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí
misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas,
mientras yo me dedico a cosas más importantes».
Seguía
leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar atención a todo lo que
había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus
pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de
conversación, y el pensamiento incómodo acababa desapareciendo. Si volvía
cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al
ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo considerable.
Uno de esos
«pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con un poco
de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento positivo»:
cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy largo y
pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le preguntara, muchos
años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María podría
responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado».
Del diario
de María, en un día de poco movimiento en el Copacabana:
De tanto convivir con las personas que vienen aquí,
llego a la conclusión de que el sexo ha sido utilizado como cualquier otra
droga: para huir de la realidad, para olvidar los problemas, para relajarse.
Y, como todas las drogas, es una práctica nociva y destructiva.
Si una persona quiere drogarse, ya sea con sexo o
con cualquier otra cosa, es problema suyo; las consecuencias de sus actos
serán mejores o peores de acuerdo con aquello que ella ha escogido para sí
misma. Pero si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que entender que lo que
es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor».
Al contrario de lo que mis clientes piensan, el sexo
no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un reloj escondido en cada uno de
nosotros, y para hacer el amor las manecillas de ambas personas tienen que
marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no sucede todos los días. Aquel que
ama no depende del acto sexual para sentirse bien. Dos personas que están juntas,
y que se quieren, tienen que sincronizar sus manecillas, con paciencia y
perseverancia, con juegos y representaciones «teatrales», hasta entender que
hacer el amor es mucho más que un encuentro: es un «abrazo» de las partes
genitales.
Todo tiene importancia. Una persona que vive intensamente
su vida goza todo el tiempo y no echa de menos el sexo. Cuando practica el
sexo, es por abundancia, porque el vaso de vino está tan lleno que desborda
naturalmente, porque es absolutamente inevitable, porque acepta la llamada de
la vida, porque en ese momento, sólo en ese momento, consigue perder el
control.
P. D. Acabo de releer lo que he escrito: ¡Dios mío,
me estoy volviendo demasiado intelectual!
§
Poco después
de haber escrito eso, y cuando se preparaba para una noche más de Madre
Cariñosa o Niña Ingenua, la puerta del Copacabana se abrió y entró Terence, el
ejecutivo de la compañía discográfica, uno de los clientes especiales.
Milan
pareció satisfecho detrás de la barra: ella no lo había decepcionado. María
recordó en ese mismo momento palabras que decían tantas cosas y al mismo tiempo
no decían nada: «Dolor, sufrimiento, y mucho placer».
-He venido
de Londres especialmente para verte. He pensado mucho en ti.
Ella
sonrió, intentando que su sonrisa no fuese una invitación. Pero una vez más él
no siguió el ritual, no la invitó a nada, sólo se sentó a la mesa.
-Cuando se
hace que una persona descubra algo, el profesor también acaba descubriendo algo
nuevo.
-Sé a qué
te refieres -respondió María, acordándose de Ralf Hart, e irritándose con su
propio recuerdo. Estaba con otro cliente, tenía que respetarlo y hacer lo
posible para dejarlo contento. -¿Quieres seguir adelante?
Mil
francos. Un universo escondido. Un jefe que la miraba. La certeza de que podría
parar cuando quisiese. La fecha marcada para el regreso a Brasil. Otro hombre,
que no aparecía nunca. -¿Tienes prisa? -preguntó María.
Él dijo que
no. ¿Qué quería ella?
-Quiero mi
copa, mi baile, el respeto por mi profesión.
Él dudó
durante algunos minutos, pero era parte del teatro, de dominar y de ser
dominado. Pagó la copa, bailó, pidió un taxi, le entregó el dinero mientras
cruzaban la ciudad, y fueron al mismo hotel. Entraron, él saludó al portero
italiano de la misma manera en que lo había hecho la noche que se conocieron,
subieron a la misma habitación con vista al río.
Terence
prendió un fósforo; fue entonces cuando María se dio cuenta de que había
decenas de velas esparcidas por la habitación. Él empezó a encenderlas.
-¿Qué
quieres saber? ¿Por qué soy así? ¿Por qué, si no me equivoco, te encantó la
noche que pasamos juntos? ¿Quieres saber por qué tú también eres así?
-Pienso
que en Brasil tenemos la superstición de no encender más de tres cosas con el
mismo fósforo. Y no la estás respetando.
Él
ignoró el comentario.
-Tú
eres como yo. No estás aquí por los mil francos, sino por el sentimiento de
culpa, de dependencia, por tus complejos y tu inseguridad. Y eso no es bueno ni
malo, es la naturaleza humana.
Tomó
el control remoto de la tele y cambió varias veces de canal, hasta detenerse
en un informativo, en el que unos refugiados intentaban escapar de una guerra.
-¿Lo
ves? ¿Conoces esos programas en los que la gente va a discutir sus problemas
personales delante de todo el mundo? ¿Has visto los titulares en el quiosco? El
mundo se alegra con el sufrimiento y con el dolor. Sadismo al ver, masoquismo
al concluir que no tenemos que saber todo eso para ser felices y, aun así,
asistimos a la tragedia ajena, y a veces sufrimos con ella.
Él
sirvió otras dos copas de champán, apagó la tele y siguió encendiendo las
velas.
-Repito:
es la condición humana. Desde que fuimos expulsados del paraíso, sufrimos, o
hacemos sufrir a alguien, u observamos el sufrimiento de los demás. Es
incontrolable.
Oyeron
el ruido de los truenos afuera, una enorme tempestad se estaba aproximando.
-Pero
yo no soy capaz -dijo María-. Me parece ridículo creer que tú eres mi maestro y
yo tu esclava.
Terence
había acabado de encender todas las velas. Tomó una de ellas, la colocó en el
centro de la mesa, volvió a servir champán y caviar. María bebía de prisa,
pensando en los mil francos que ya estaban en su bolso, en lo desconocido que
la fascinaba y la amedrentaba, en la manera de controlar su pavor. Sabía que,
con aquel hombre, una noche jamás era como la otra, no podía amenazarlo.
-Siéntate.
La
voz se alternaba entre dulce y autoritaria. María obedeció, y una ola de calor
recorrió su cuerpo; aquella orden era familiar, ella se sentía más segura.
«Teatro.
Tengo que entrar en la obra de teatro.»
Estaba
bien recibir órdenes. No tenía que pensar, simplemente obedecer. Pidió más
champán, él le trajo vodka; subía más de prisa, liberaba con más facilidad,
acompañaba mejor el caviar.
Abrió
la botella, María prácticamente bebió sola, mientras oía los truenos. Todo
colaboraba para el momento perfecto, como si la energía de los cielos y de la
tierra mostrase también su lado violento.
En
un momento dado, Terence sacó una pequeña maleta del armario y la puso sobre la
cama.
-No
te muevas.
María
se quedó inmóvil. Él abrió la maleta y sacó dos pares de esposas de metal
cromado.
-Siéntate
con las piernas abiertas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario