lunes, 4 de febrero de 2013

40-41


La vida es a veces muy avara: la gente pasa días, semanas, me­ses y años sin sentir nada nuevo. Sin embargo, una vez que abre una puerta, y ése fue el caso de María con Ralf Hart, una verda­dera avalancha entra por el espacio abierto. En un momento no tienes nada, y al momento siguiente tienes más de lo que puedes aceptar.

Dos horas después de haber escrito su diario, cuando llegó al trabajo, Milan, el dueño, habló con ella:
-Entonces saliste con el pintor...
Debía de ser conocido de la casa, ella lo había comprendido cuando él pagó por tres clientes, la cantidad exacta, sin preguntar el precio. María simplemente asintió con la cabeza, procurando crear un cierto misterio, al que Milan no dio la menor importan­cia, ya que conocía esa vida mejor que ella.
-Tal vez ya estés preparada para dar un siguiente paso. Hay un cliente especial que siempre pregunta por ti. Yo le digo que no tienes experiencia y él me cree; pero tal vez ahora sea el momen­to de intentarlo.
¿Un cliente especial?
-¿Y qué tiene eso que ver con el pintor? -También él es un cliente especial.
Entonces todo lo que había hecho con Ralf Hart ya debía de haber sido probado y hecho por otra de sus colegas. Se mordió el labio y no dijo nada, había pasado una hermosa semana, no po­día olvidar lo que había escrito.
-¿Debo hacer lo mismo que hice con él?
-No sé lo que hicieron; pero hoy, si alguien te ofrece una co­pa, no aceptes. Los clientes especiales pagan mejor, y no te arre­pentirás.
El trabajo comenzó como de costumbre. Las tailandesas sen­tadas juntas como siempre, las colombianas con aire de quien lo entiende todo, las tres brasileñas (entre las cuales se incluía) fin­giendo estar distraídas, como si nada de aquello fuese nuevo o interesante. Había una austríaca, dos alemanas, y el resto se componía de mujeres del antiguo este de Europa, todas altas, de ojos claros, guapas, y que acababan casándose más rápido que las demás.
Los hombres entraron: rusos, suizos, alemanes, siempre eje­cutivos ocupados, dispuestos a pagar por los servicios de las prostitutas más caras de una de las ciudades más caras del mun­do. Algunos se dirigieron a su mesa, pero ella siempre miraba a Milan, y él negaba con la cabeza. María estaba contenta: no ten­dría que abrirse de piernas aquella noche, aguantar olores, du­charse en baños que no siempre estaban calientes; todo lo que tenía que hacer era enseñar a un hombre, ya cansado del sexo, cómo debía hacer el amor. Y ahora, pensándolo bien, ninguna otra mujer tendría la misma creatividad para inventar la histo­ria del presente.
Al mismo tiempo se preguntaba: «¿Por qué será que, después de haberlo probado todo, quieren volver al principio?». En fin, eso no era problema suyo; siempre que pagasen bien, ella estaba allí para servirlos.
Un hombre más joven que Ralf Hart entró en el local; guapo, pelo negro, dientes perfectos, y un traje que le recordaba a los de los chinos, sin corbata, simplemente con un cuello alto, y una im­pecable camisa blanca por debajo. Se dirigió hasta el bar, donde estaba Milan, ambos miraron a María, y él se acercó: -¿Aceptas una copa?
Milan asintió con la cabeza, y ella lo invitó a sentarse en su mesa. Pidió su cóctel de frutas, y estaba esperando la invitación para bailar, cuando el hombre se presentó:
-Mi nombre es Terence, y trabajo en una compañía disco­gráfica en Inglaterra. Como sé que estoy en un lugar en el que puedo confiar en la gente, pienso que esto quedará entre no­sotros.
María iba a empezar a hablar de Brasil, cuando él la inte­rrumpió:
-Milan dijo que entiendes lo que quiero.
-No sé qué quieres. Pero entiendo de lo que hago.
El ritual no fue cumplido; él pagó la cuenta, la tomó del bra­zo, entraron en el taxi, y le tendió mil francos. Por un momento, ella se acordó del árabe con el que había ido a cenar a aquel res­taurante lleno de pinturas famosas; era la primera vez que volvía a recibir la misma cantidad, y en vez de contentarla, eso la puso nerviosa.
El taxi se detuvo frente a uno de los hoteles más caros de la ciudad. Él dio las buenas noches al portero, demostrando una gran familiaridad con el sitio. Subieron directamente a la habitación, una suite con vista al río. Él abrió una botella de vino, posiblemen­te muy caro, y le ofreció una copa.
María lo miraba mientras bebía; ¿qué quería un hombre como aquél, rico, guapo, de una prostituta? Como él casi no hablaba, ella también permaneció la mayor parte del tiempo en silencio, in­tentando descubrir qué era lo que podía dejar a un cliente espe­cial satisfecho. Entendió que no debía tomar la iniciativa, pero una vez que el proceso comenzase, pretendía acompañarlo con la ve­locidad que fuese necesaria; al fin y al cabo, no todas las noches ganaba mil francos.
-Tenemos tiempo -dijo Terence-. Todo el tiempo que que­ramos. Puedes dormir aquí, si lo deseas.
La inseguridad volvió. No parecía intimidado, y hablaba con una voz tranquila, diferente de la de los demás. Sabía lo que de­seaba; puso una música perfecta, en el momento perfecto, en la habitación perfecta, con la ventana perfecta, que daba al lago de una ciudad perfecta. Su traje era de buen corte, la maleta esta­ba en una esquina, pequeña, como si no necesitase muchas co­sas para viajar, o como si hubiese venido a Géneve sólo por aquella noche.
-Voy a dormir a casa -respondió María.
Él cambió por completo. Sus ojos de caballero ganaron un bri­llo frío, glacial.
-Siéntate allí -dijo, señalando una silla al lado del escri­torio.
¡Era una orden! Una verdadera orden. María obedeció y, cu­riosamente, aquello la excitó.
-Siéntate bien. Endereza la espalda, como una mujer con cla­se. Si no lo haces, te voy a castigar.
¡Castigar! ¡Cliente especial! En un minuto ella lo entendió to­do, sacó los mil francos del bolso y los puso sobre el escritorio. -Sé lo que quieres -dijo, mirando al fondo de aquellos hela­dos ojos azules-. Y no estoy dispuesta.
Él pareció volver a la normalidad, y vio que ella decía la verdad. -Toma tu vino -dijo-. No voy a forzarte a nada. Puedes quedarte un rato más, o puedes salir si quieres.
Aquello la dejó más tranquila.
-Tengo un empleo. Tengo un jefe que me protege y que cree en mí. Por favor, no le digas nada de esto.
María lo dijo sin ningún tono de piedad, sin implorar nada, era simplemente la realidad de su vida. Terence también había vuelto a ser el mismo hombre, ni dul­ce, ni duro, simplemente alguien que, al contrario de los otros clientes, daba la impresión de saber lo que deseaba. Ahora pare­cía salir de un trance, de una obra de teatro que aún no había co­menzado.
¿Valía la pena irse así, sin descubrir qué significa aquello de un «cliente especial»?
-¿Qué quieres exactamente?
-Ya sabes. Dolor, sufrimiento. Y mucho placer.

«Dolor y sufrimiento no encajan mucho con placer», pensó María. Aunque quisiese desesperadamente creer que sí, y de esta manera convertir en positivas una gran parte de las experiencias negativas de su vida.
Él la tomó de la mano, y la llevó hasta la ventana: al otro lado del lago podían ver la torre de una catedral, María recordó que ha­bía pasado por allí mientras recorría con Ralf Hart el Camino de Santiago.
-¿Ves ese río, ese lago, esas casas, aquella iglesia? Hace qui­nientos años, era todo más o menos igual.
»Excepto porque la ciudad estaba completamente vacía; una enfermedad desconocida se había extendido por toda Europa, y nadie sabía por qué moría tanta gente. Llamaron a la enfermedad la Peste Negra, un castigo que Dios había enviado al mundo a cau­sa de los pecados del hombre.
»Entonces, un grupo de personas decidió sacrificarse por la humanidad: ofrecieron aquello que más temían: el dolor físico. Empezaron a caminar día y noche por estos puentes, estas calles, azotando su propio cuerpo con látigos o cadenas. Sufrían en nom­bre de Dios, y alababan a Dios con su dolor. Al cabo de poco tiem­po, descubrieron que eran más felices haciendo eso que cociendo pan, trabajando a jornal, alimentando animales. El dolor ya no era sufrimiento, sino el placer de rescatar a la humanidad de sus pe­cados. El dolor se transformó en alegría, en el sentido de la vida, en el placer.
Sus ojos volvieron a tener la misma frialdad que había visto al­gunos minutos antes. Recogió el dinero que ella había dejado so­bre el escritorio, separó ciento cincuenta francos y los metió en su bolso.
-No te preocupes por tu jefe. Aquí está su comisión, y prome­to no decirle nada. Puedes irte.
Ella tomó todo el dinero. -¡No!
Era el vino, el árabe en el restaurante, la mujer de sonrisa tris­te, la idea de que nunca volvería a aquel maldito lugar, el miedo al amor que llegaba bajo la forma de un hombre, las cartas a su madre que contaban una bonita vida llena de oportunidades de trabajo, el niño que le había pedido un lápiz en la infancia, las lu­chas consigo misma, la culpa, la curiosidad, el dinero, la búsque­da de sus propios límites, las ocasiones y las oportunidades que había perdido. Era otra María la que estaba allí: ya no ofrecía re­galos, sino que se entregaba en sacrificio.
-Ya no tengo miedo. Sigamos adelante. Si es necesario, cas­tígame por ser rebelde. Mentí, traicioné, actué equivocadamente con quien me protegió y me amó.
María había entrado en el juego. Estaba diciendo las cosas ade­cuadas.
-¡Arrodíllate! -dijo Terence, con una voz baja y amenazante. María obedeció. Nunca había sido tratada de aquella manera, y no sabía si era bueno o malo, simplemente quería ir más lejos, merecía ser humillada por todo lo que había hecho en toda su vi­da. Estaba entrando en un personaje, un nuevo personaje, una mu­jer que desconocía completamente.
-Serás castigada. Porque eres inútil, porque no conoces las reglas, nada sabes sobre el sexo, sobre la vida, sobre el amor. Mientras hablaba, Terence se transformaba en dos hombres distintos: el que explicaba tranquilamente las reglas, y el que la ha­cía sentirse la persona más miserable del mundo.
-¿Sabes por qué te lo permito? Porque no hay mayor placer que iniciar a alguien en un mundo desconocido. Arrancarle la vir­ginidad, no del cuerpo, sino del alma, ¿entiendes?
Entendía.
-Hoy podrás hacer preguntas. Pero la próxima vez, cuando el telón de nuestro teatro se abra, la obra comenzará y no podrás parar. Si paras, es porque nuestras almas no se han entendido. Re­cuerda: es una obra de teatro. Tienes que ser el personaje que nun­ca has tenido el coraje de ser. Poco a poco, descubrirás que ese personaje eres tú misma, pero hasta que seas capaz de verlo con claridad, procura fingir, inventar.
-¿Y si no soporto el dolor?
-No existe el dolor, existe algo que se convierte en delicia, en misterio. Forma parte de la obra pedir «no me trates así, me estás haciendo mucho daño». Está permitido pedir: «¡Para, no aguan­to más!». Para evitar el peligro... baja la cabeza, ¡y no me mires! María, arrodillada, bajó la cabeza y miraba al suelo.
-Para evitar que esta relación cause daños físicos serios, ten­dremos dos códigos. Si uno de nosotros dice «amarillo», eso significa que la violencia debe ser reducida un poco. Si decimos «ro­jo», hay que parar inmediatamente.
-¿Has dicho «uno de nosotros»?
-Los papeles se alternan. No existe uno sin el otro, y nadie sabrá humillar si no es humillado también.
Aquéllas eran palabras terribles, venidas de un mundo que no conocía, lleno de sombras, de fango, de podredumbre. Aun así, María deseaba seguir adelante, su cuerpo temblaba, de miedo y excitación.
La mano de Terence tocó su cabeza, con una ternura ines­perada.
-Fin.
Le pidió que se levantase. Sin especial cariño, pero sin la agre­sividad seca que había demostrado. María se puso la chaqueta, to­davía temblando. Terence notó su estado.
-Fúmate un cigarrillo antes de irte. -No ha sucedido nada.
-No hace falta. Comenzará a suceder en tu alma, y la próxi­ma vez que nos veamos estarás preparada.
-¿Esta noche ha valido mil francos?
Él no respondió. Encendió también un cigarrillo, terminaron el vino, escucharon música perfecta, saborearon juntos el silencio. Hasta que llegó el momento de decir algo, y María se sorprendió de sus propias palabras.
-No entiendo por qué tengo ganas de pisar este fango. -Mil francos.
-No es eso.
Terence parecía contento con la respuesta.
-Yo también me pregunté lo mismo. El marqués de Sade de­cía que las experiencias más importantes del hombre son aquellas que lo llevan al límite; sólo así aprendemos, porque eso requiere todo nuestro coraje.
»Cuando un jefe humilla a un empleado, o un hombre humi­lla a su mujer, simplemente está siendo cobarde, o vengándose de la vida; son personas que jamás se han atrevido a mirar en el fon­do de sus almas, que jamás han procurado saber de dónde viene el deseo de soltar la fiera salvaje, de entender qué el sexo, el do­lor y el amor son experiencias límite del hombre.
»Y solamente aquel que conoce esas fronteras conoce la vi­da; el resto es simplemente pasar el tiempo, repetir una misma tarea, envejecer y morir sin saber realmente lo que se estaba ha­ciendo aquí.

De nuevo la calle, de nuevo el frío, de nuevo el deseo de an­dar. Él estaba equivocado, no era necesario conocer sus demo­nios para encontrar a Dios. Se cruzó con un grupo de estudian­tes que salían de un bar; estaban alegres, habían bebido un poco, eran guapos, llenos de salud, pronto terminarían la universidad y comenzarían aquello que llaman «la verdadera vida». Trabajo, matrimonio, hijos, televisión, amargura, vejez, sensación de ha­ber perdido muchas cosas, frustraciones, enfermedad, invalidez, dependencia de los demás, soledad, muerte.
¿Qué estaba sucediendo? Ella también buscaba tranquilidad para vivir su «verdadera vida»; el tiempo pasado en Suiza, hacien­do algo que jamás había soñado, era simplemente un período di­fícil, al que todo el mundo se enfrenta tarde o temprano. En ese período difícil, frecuentaba el Copacabana, salía con hombres por dinero, interpretaba a la Niña Ingenua, la Mujer Fatal y la Madre Comprensiva, dependiendo del cliente.
Era simplemente un trabajo, al cual se dedicaba con el máxi­mo de profesionalidad, por las propinas, y el mínimo de interés, por miedo a acostumbrarse a él. Había pasado nueve meses con­trolando el mundo a su alrededor, y poco tiempo antes de volver a su tierra, se estaba descubriendo capaz de amar sin exigir nada a cambio, y sufrir sin motivo. Como si la vida hubiese escogido es­te medio sórdido, extraño, para enseñarle algo sobre sus propios misterios, su luz y sus tinieblas.

§

Del diario de María, la noche en que salió con Terence por pri­mera vez:

Él citó a Sade, del que yo nunca había oído nada, solamente los comentarios habituales sobre sadismo: «Sólo nos conocemos cuando conocemos nuestros pro­pios límites», y eso es verdad. Pero también es un error, porque no es importante conocerlo todo de nosotros mismos; el ser humano no fue hecho sólo para buscar la sabiduría, sino también para arar la tierra, esperar la lluvia, plantar trigo, recoger el grano, hacer el pan.
Soy dos mujeres: una desea tener toda la alegría, la pasión, las aventuras que la vida me puede dar. La otra quiere ser esclava de una rutina, de la vida familiar, de las cosas que pueden ser planeadas y cumplidas. Soy el ama de casa y la prostituta, ambas viviendo en el mismo cuerpo, y una luchando contra la otra.
El encuentro de una mujer consigo misma es un juego con riesgos serios. Una danza divina. Cuando nos encontramos somos dos energías divinas, dos univer­sos que chocan. Si el encuentro no tiene la reverencia necesaria, un universo destruye al otro.

§


Se encontraba de nuevo en la sala de estar de la casa de Ralf Hart, el fuego en la chimenea, el vino, los dos sentados en el sue­lo, y todo lo que había experimentado el día anterior, con aquel ejecutivo inglés de la compañía discográfica, no pasaba de un sue­ño o de una pesadilla, dependiendo de su estado de ánimo. Aho­ra volvía a la búsqueda de su razón de vivir, mejor dicho, a la en­trega más disparatada posible, aquella en la que uno ofrece su corazón y no pide nada a cambio.
Había crecido mucho mientras esperaba ese momento. Había descubierto, por fin, que el amor real nada tenía que ver con lo que imaginaba, o sea, una cadena de acontecimientos provocados por la energía amorosa: enamoramiento, compromiso, matrimonio, hi­jos, espera, cocina, parque de atracciones los domingos, más espe­ra, vejez juntos, la espera acaba y en su lugar llega el retiro del ma­rido, las enfermedades, la sensación de que ya es muy tarde para vivir juntos lo que soñaban.
Miró al hombre a quien había decidido entregarse, y a quien había decidido no contar jamás lo que sentía, porque lo que sen­tía ahora estaba lejos de cualquier forma, incluso la física. Él pa­recía más cómodo, como si estuviese empezando un período in­teresante de su existencia. Sonreía, contaba historias de su re­ciente viaje a Munich, para reunirse con un importante director de museo.
-Me preguntó si el lienzo sobre los rostros de Géneve estaba acabado. Le dije que había encontrado a una de las principales personas a las que me gustaría pintar; una mujer llena de luz. Pe­ro no quiero hablar de mí, quiero abrazarte. Te deseo.
Deseo. ¡.Deseo? ¡Deseo! Eso, ése el punto de partida para aquella noche, porque era algo que ella conocía muy bien.
Por ejemplo: despertar el deseo sin entregar ya su objeto. -Entonces, deséame. Es lo que estamos haciendo, en este mo­mento. Estás a menos de un metro de mí, fuiste hasta una disco­teca, pagaste por mis servicios, sabes que tienes derecho a tocar­me. Pero no te atreves. Mírame. Mírame, y piensa que tal vez yo no quiera que me mires. Imagina lo que está escondido bajo mi ropa.
Siempre usaba vestidos negros para trabajar, y no entendía por qué las demás chicas del Copacabana intentaban ser provocativas con sus escotes y sus colores agresivos. Para ella, excitar a un hom­bre era vestirse como cualquier mujer que él puede encontrar en la oficina, en el tren, o en casa de una amiga de su mujer.
Ralf la miró, María sintió que él la desnudaba, y le gustó ser de­seada de aquella manera, sin contacto, como en un restaurante o en la cola del cine.
-Estamos en una estación -continuó María-. Estoy espe­rando el tren junto a ti, tú no me conoces. Pero mis ojos se cru­zan con los tuyos, por casualidad, y no se desvían. Tú no sabes qué intento decir, porque aunque seas un hombre inteligente, capaz de ver la «luz» de la gente, no eres lo suficientemente sensible como para ver lo que la luz ilumina.
Se había aprendido el «teatro». Quiso olvidar rápidamente la cara del ejecutivo inglés, pero él estaba allí, guiando su imaginación.
-Mis ojos están fijos en los tuyos, y puedo estar preguntándo­me a mí misma: «¿Lo conozco de algún sitio?». O puedo estar dis­traída. O puede que tema ser antipática, tal vez tú me conozcas, voy a darle el beneficio de la duda por algunos segundos, hasta concluir que es un hecho, o un malentendido.
»Pero también puede que quiera la cosa más simple del mun­do: encontrar a un hombre. Puedo estar intentando huir de un amor que sufrí. Puedo estar procurando vengarme de una traición que acaba de suceder, y he decidido ir hasta la estación en busca de un desconocido. Puedo desear ser tu prostituta sólo por una no­che, sólo para hacer algo diferente en mi vida aburrida. Puedo, in­cluso, ser una prostituta de verdad, que está allí buscando trabajo.
Un rápido silencio; María se había distraído de repente. Había vuelto al hotel, la humillación, «amarillo», «rojo», dolor y mucho placer. Aquello perturbaba su alma de una manera que no le es­taba gustando.
Ralf lo notó e intentó empujarla de nuevo hacia la estación de tren:
-¿En este encuentro tú también me deseas? -No lo sé. No nos hablamos, no lo sabes.
Otros segundos de distracción. En cualquier caso, la idea de «teatro» ayudaba mucho; hacía surgir al verdadero personaje, apar­taba a muchas personas falsas que habitan en nosotros mismos.
-Pero el hecho es que yo no desvío mis ojos, y tú no sabes qué hacer. ¿Debes acercarte? ¿Serás rechazado? ¿Llamaré a un guar­dia? ¿O te invitaré a tomar un café?
-Vuelvo de Munich -dijo Ralf Hart, y su tono de voz era di­ferente, como si realmente se estuviesen viendo por primera vez­Estoy pensando en una colección de cuadros sobre las personali­dades del sexo. Las muchas máscaras que usa la gente para no vi­vir jamás el verdadero encuentro.
Él conocía el «teatro». Milan había dicho que también era un cliente especial. La alarma sonó, pero ella necesitaba tiempo pa­ra pensar.
-El director del museo me dijo: ¿en qué pretendes basar tu tra­bajo? Yo respondí: en mujeres que se sienten libres para ganar di­nero haciendo el amor. Él comentó: no puede ser, llamamos a esas mujeres prostitutas. Yo respondí: bueno, son prostitutas, voy a es­tudiar su historia y haré algo más intelectual, pero al gusto de las fa­milias que visitarán el museo. Todo es cuestión de cultura, ¿sabes? De presentar de una manera agradable aquello que cuesta digerir.
»El director insistió: pero el sexo ya no es tabú. Es algo tan ex­plorado, que es difícil hacer un trabajo sobre él. Yo respondí: ¿y tú sabes de dónde viene el deseo sexual? Del instinto, dijo el director. Sí, del instinto, pero eso todo el mundo lo sabe. ¿Cómo hacer una bonita exposición, si simplemente estamos hablando de ciencia? Yo quiero hablar de cómo un hombre explica esa atracción. Cómo un filósofo, por ejemplo, lo contaría. El director me pidió que pu­siese un ejemplo. Yo dije que, cuando tomase el tren de vuelta a ca­sa y alguna mujer me mirase, hablaría con ella; diría que, por ser una extraña, podríamos tener la libertad de hacer todo lo que ha­bíamos soñado, vivir todas nuestras fantasías, y después irnos a nuestras casas, nuestras mujeres y nuestros maridos, y no volver a vernos jamás. Y entonces, en esa estación de tren, te veo.
-Tu historia es tan interesante que está matando el deseo. Ralf Hart rió y estuvo de acuerdo. El vino se había acabado, él fue hasta la cocina a buscar otra botella, y ella se quedó mirando el fuego, sabiendo ya cuál sería el siguiente paso, pero al mismo tiempo saboreando aquel ambiente acogedor, olvidando al ejecu­tivo inglés, volviendo a entregarse.
Ralf llenó los dos vasos.
-Simplemente por curiosidad, ¿cómo acabarías esta historia con el director?
-Citaría a Platón, ya que estaría ante un intelectual. Según él, al principio de la creación, los hombres y las mujeres no eran co­mo son hoy; había sólo un ser, que era bajo, con un cuerpo y un cuello, pero cuya cabeza tenía dos caras, cada una mirando en una dirección. Era como si dos criaturas estuviesen pegadas por la es­palda, con dos sexos opuestos, cuatro piernas, cuatro brazos.
»Los dioses griegos, sin embargo, eran celosos, y vieron que una criatura que tenía cuatro brazos trabajaba más, dos caras opuestas estaban siempre vigilantes y no podían ser atacadas a traición, cuatro piernas no exigían tanto esfuerzo para permane­cer de pie o andar durante largos períodos. Y lo que era más peli­groso: la criatura tenía dos sexos diferentes, no necesitaba a nadie más para seguir reproduciéndose en la tierra.
»Entonces dijo Zeus, el supremo señor del Olimpo: «Tengo un plan para hacer que estos mortales pierdan su fuerza».
»Y, con un rayo, partió a la criatura en dos, y así creó al hom­bre y a la mujer. Eso aumentó mucho la población del mundo, y al mismo tiempo desorientó y debilitó a los que en él habitaban, porque ahora tenían que buscar su parte perdida, abrazarla de nuevo, y en ese abrazo recuperar la antigua fuerza, la capacidad de evitar la traición, la resistencia para andar largos períodos y so­portar el trabajo agotador. A ese abrazo donde los dos cuerpos se confunden de nuevo en uno lo llamamos sexo.
-¿Esa historia es cierta? -Según Platón, el filósofo griego.
María lo miraba fascinada, y la experiencia de la noche ante­rior había desaparecido por completo. Ella veía a aquel hombre lleno de la misma «luz» que él había visto en ella, al contar aque­lla extraña historia con entusiasmo, con los ojos brillándole, ya no de deseo, sino de alegría.
-¿Puedo pedirte un favor?
Ralf respondió que podía pedirle cualquier cosa.
-¿Puedes enterarte de por qué, después de que los dioses di­vidiesen a la criatura de cuatro piernas, algunas de ellas decidie­ron que ese abrazo podía ser simplemente una cosa, un negocio como otro cualquiera, que en vez de enriquecer, absorbe toda la energía de la gente?
-¿Te refieres a la prostitución?
-Eso. ¿Puedes enterarte de cuándo el sexo dejó de ser sagrado? -Lo haré si quieres -respondió Ralf-. Pero nunca he pen­sado en ello, y no creo que nadie más lo haya hecho.
María no aguantó la presión:
-¿Y se te ha ocurrido pensar que las mujeres, principalmen­te las prostitutas, son capaces de amar?
-Sí, se me ha ocurrido. Se me ocurrió el primer día, cuando estábamos en la mesa del café, cuando vi tu luz. Entonces, cuan­do pensé en invitarte a un café, escogí creer en todo, incluso en la posibilidad de que tú me devolvieses al mundo de donde partí ha­ce mucho tiempo.
Ahora ya no había vuelta atrás. María, la maestra, tenía que acudir rápidamente en su auxilio, o ella lo besaría, lo abrazaría, le pediría que no la dejase.
-Volvamos a la estación de tren -dijo-. Mejor dicho, vol­vamos a esta sala, al día en que vinimos aquí por primera vez, y tú reconociste que yo existía, y me hiciste un regalo. Fue la prime­ra tentativa de entrar en mi alma, y no sabías si eras bienvenido. Pero, como dice tu historia, los seres humanos fueron divididos, y ahora buscan de nuevo ese abrazo que los una. Ése es nuestro ins­tinto. Pero también nuestra razón para soportar todas las cosas di­fíciles que suceden durante esa búsqueda.
»Quiero que me mires, y quiero, al mismo tiempo, que evites que yo lo note. El primer deseo es importante porque está escon­dido, prohibido, no permitido. No sabes si estás ante tu otra mi­tad perdida, ella tampoco lo sabe, pero algo los atrae, y es preci­so creer que es verdad.
«¿De dónde saco todo esto? Lo saco del fondo de mi corazón, porque me gustaría que siempre hubiese sido así. Saco estos sue­ños de mi propio sueño de mujer.»
Ella bajó un poco el tirante de su vestido, de modo que una parte, sólo una ínfima parte de su pezón quedase al descubierto. -El deseo no es lo que ves, sino aquello que imaginas.

Ralf Hart miraba a una mujer de cabellos negros, y ropa igual que el cabello, sentada en el suelo de su sala de estar, lle­na de deseos absurdos, como tener una chimenea encendida en pleno verano. Sí, quería imaginar lo que aquella ropa escondía, podía ver el tamaño de sus senos, sabía que el sostén que ella usaba era innecesario, aunque tal vez fuese una obligación del oficio. Sus senos no eran grandes, no eran pequeños, eran jóve­nes. Su mirada no mostraba nada; ¿qué estaba ella haciendo allí? ¿Por qué él alimentaba esa relación peligrosa, absurda, si no tenía ningún problema en conseguir a una mujer? Era rico, joven, famoso, de buena apariencia. Le encantaba su trabajo, había amado a mujeres con las que se había casado, había sido amado. En fin, era una persona que, dadas las circunstancias, de­bería decir: «Soy feliz».

Pero no lo era. Mientras que la mayoría de los seres humanos se mataban por un pedazo de pan, un techo bajo el cual vivir, un empleo que les permitiese vivir con dignidad, Ralf Hart tenía to­do eso, lo cual lo hacía más miserable. Si tuviera que hacer un ba­lance reciente de su vida, tal vez habría dos, tres días en los que se levantó, vio el sol, o la lluvia, y se sintió alegre porque era la mañana, simplemente alegre, sin desear nada, sin planear nada, sin pedir nada a cambio. Aparte de esos pocos días, el resto de su existencia se había gastado en sueños, frustraciones y realizacio­nes, deseo de superarse a sí mismo, viajes más allá de sus límites; no sabía exactamente a quién, o a qué, pero se había pasado la vi­da intentando probar algo.
Miraba a aquella hermosa mujer, discretamente vestida de ne­gro, alguien a quien había conocido por casualidad, aunque ya la hubiese visto antes en una discoteca y se hubiese fijado en que no encajaba en aquel lugar. Ella pedía que la desease, y él la deseaba mucho, mucho más de lo que podía imaginar, pero no eran sus se­nos, ni su cuerpo; era su compañía. Quería abrazarla, quedarse en silencio mirando al fuego, bebiendo vino, fumando un cigarrillo después de otro, eso era suficiente. La vida estaba hecha de cosas simples, estaba cansado de todos esos años buscando algo que no sabía qué era.
Sin embargo, si lo hiciese, si la tocase, todo estaría perdido. Porque a pesar de su «luz», no estaba seguro de si ella entendía lo bueno que era estar a su lado. ¿Estaba pagando? Sí, y seguiría pa­gando el tiempo que fuese necesario para poder conquistarla, has­ta poder sentarse con ella a orillas del lago, hablarle de amor, y oír lo mismo de ella. Era mejor no arriesgarse, no precipitar las co­sas, no decir nada.
Ralf Hart dejó de torturarse, y volvió a concentrarse en el jue­go que acababan de crear juntos. Aquella mujer estaba en lo cier­to: no bastaba con el vino, el fuego, el cigarrillo, la compañía; era preciso otro tipo de embriaguez, otro tipo de llama.
Ella llevaba un vestido de tirantes, había dejado un pecho al descubierto, pudo ver su carne, más morena que blanca. Y la de­seó. La deseó mucho.
María notó el cambio en los ojos de Ralf. Saberse deseada la excitaba más que cualquier otra cosa. No tenía nada que ver con la receta convencional: quiero hacer el amor contigo, quiero ca­sarme, quiero que tengas un orgasmo, quiero tener un hijo, quie­ro compromisos. No, el deseo era una sensación libre, suelta en el espacio, vibrando, llenando la vida con la voluntad de tener algo, y eso era suficiente, ese deseo lo empujaba todo hacia adelante, desmoronaba las montañas, humedecía su sexo.
El deseo era la fuente de todo, de salir de su tierra, de descu­brir un nuevo mundo, de aprender francés, superar sus prejuicios, soñar con una hacienda, amar sin pedir nada a cambio, sentirse mujer simplemente con la mirada de un hombre. Con una lenti­tud calculada, se bajó el otro tirante y el vestido se deslizó por su cuerpo. Después, se desabrochó el sujetador. Permaneció allí, con la parte superior del cuerpo completamente desnuda, imaginando que él saltaría sobre ella, la tocaría, le haría promesas de amor, o si era lo suficientemente sensible para sentir, en el propio deseo, el mismo placer del sexo.
El entorno de ambos empezó a cambiar, ya no había ruidos, la chimenea, los cuadros, los libros fueron desapareciendo, y fueron sustituidos por una especie de trance, donde únicamente existe el oscuro objeto del deseo, y nada más tiene importancia.
Él no se movió. Al principio sintió una cierta timidez en sus ojos, pero no duró mucho. Él la miraba, y en el mundo de su imagina­ción la acariciaba con su lengua, hacían el amor, sudaban, se abra­zaban, mezclaban ternura y violencia, gritaban y gemían juntos.
En el mundo real, sin embargo, no decían nada, ninguno de los dos se movía, y eso la excitaba más todavía, porque también ella era libre para pensar lo que quisiera. Le pedía que la tocase con suavidad, abría las piernas, se masturbaba delante de él, de­cía frases románticas y vulgares como si fuesen lo mismo, tenía va­rios orgasmos, despertaba a los vecinos, despertaba al mundo en­tero con sus gritos. Allí estaba su hombre, que le daba placer y ale­gría, con quien podía ser quien era, hablar de sus problemas se­xuales, contarle cuánto le gustaría pasar junto a él el resto de la noche, de la semana, de la vida.
El sudor comenzó a gotear de la frente de ambos. Era la chi­menea, le decía uno mentalmente al otro. Pero tanto el hombre como la mujer en aquella sala habían llegado a su límite, habían usado toda la imaginación, habían vivido juntos una eternidad de buenos momentos. Tenían que parar, porque un paso más y aque­lla magia sería destruida por la realidad.
Con mucha lentitud, porque el final es siempre más difícil que el principio, ella volvió a ponerse el sujetador y escondió los se­nos. El universo volvió a su lugar, las cosas del entorno volvieron a surgir, ella levantó el vestido que había caído hasta su cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó su mano y la apre­tó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mante­nerla allí, ni con qué intensidad debía agarrarla.
Ella sintió ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropea­ría todo, podía asustarlo o, lo que era peor, podía hacer que res­pondiese que él también la amaba. María no quería eso: la liber­tad de su amor era no pedir ni esperar nada.
-El que es capaz de sentir sabe que es posible tener placer in­cluso antes de tocar a la otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de la danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte en este viaje has­ta... ¿hasta dónde?
-De vuelta a Géneve -respondió Ralf.
-El que observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo, es la pasión con la que se prac­tica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal.
-Hablas del amor como una profesora.
María decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin comprometerse con nada:
-El que está enamorado hace el amor todo el tiempo, inclu­so cuando no lo está haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el vaso. Pueden permanecer jun­tos durante horas, incluso días. Pueden empezar la danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer. Na­da que ver con once minutos.
-¿Qué? -Te amo. -Yo también te amo. -Perdón. No sé lo que digo. -Ni yo.
Se levantó, le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la primera vez que se marchase.

Del diario de María, a la mañana siguiente:

Ayer por la noche, cuando Ralf Hart me miró, abrió una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marchar­se, no se llevó nada de mí, al contrario, dejó olor a ro­sas, no era un ladrón, sino un novio que me visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma par­te de su tesoro, y, aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien, generalmente trae a quien es impor­tante. Es una emoción que mi alma escogió, y tan intensa que puede contagiarlo todo y a todos a mi alre­dedor.
Cada día escojo la verdad con la que pretendo vi­vir. Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me gustaría poder escoger, siempre, el deseo como mi com­pañero. No por obligación, ni para atenuar la soledad de mi vida, sino porque es bueno. Sí, es muy bueno.

§


El Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro lugar de trabajo.
Por eso, era importante respetar la clientela de cada una, y ja­más intentar seducir a los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una determinada chica. Además de ser deshones­to, podía ser muy peligroso; la semana anterior, una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar del bolso, y po­niéndola sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la voz más tranquila del mundo que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no.
Aquella noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y -María creyó que era demasiada provocación- la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me ha escogi­do él!».
Pero aquel guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha es­cogido porque soy más atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven. La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se sentó a su la­do, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para de­jarle una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron, la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados.
Cuando la policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había cortado la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había estanterías en el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la omertá, como lo llamaban las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne, desde el amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley. Allí, ellos hacían la ley.
La policía sabía lo de la omertá, vio que la mujer mentía, pero no insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al contribuyen­te suizo si decidía apresarla, procesarla, y alimentarla durante el tiempo que estuviese en prisión. Milan agradeció a los policías la rápida intervención, pero todo era un malentendido, o alguna ar­timaña de un competidor.
En cuanto salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al cabo, el Copacabana era un local familiar (una afir­mación que a María le costaba entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más todavía). Allí no había pe­leas, porque la primera ley era respetar al cliente ajeno.
La segunda ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía él. Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que eran seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos antecedentes. A veces ha­bía algún equívoco, algunos casos raros de impago, de agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que ha­bía creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía identificar a los que debían o no frecuentar la ca­sa. Ninguna de las mujeres sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien bien vestido ser informa­do de que la discoteca estaba llena aquella noche (aunque estu­viese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuel­va). También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser eufóricamente invitados por Milan a una copa de cham­pán. El dueño del Copacabana no juzgaba por las apariencias, pe­ro al final siempre tenía razón.
En una buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante en alguna empresa. Por otro la­do, algunas de las mujeres que trabajaban allí estaban casadas, te­nían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir nada: así funcionaba la omertá.
Había camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mu­cho de su vida. En las pocas conversaciones que había manteni­do, María no había descubierto amargura, ni culpa, ni tristeza en­tre sus compañeras: simplemente una especie de resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgu­llosas de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de una semana, cualquier chica recién llega­da ya era considerada una «profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios -una prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar-, jamás aceptar in­vitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgas­mo -María descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque era uno de los trucos de la profesión-, saludar a la policía en la calle, mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y finalmente, no cuestionar­se demasiado sobre los aspectos morales o legales de lo que ha­cían; eran lo que eran, y punto.
Antes de que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en seguida pasó a ser conocida como la «in­telectual» del grupo. Al principio querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos áridos y poco inte­resantes como economía, psicología y, recientemente, administra­ción de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continua­se con su investigación y sus anotaciones.

Por tener muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso cuando el movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la envidia de sus compañeras; comenta­ban que la brasileña era ambiciosa, arrogante, y que sólo pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de ser verdad, aun­que ella tuviese ganas de preguntarlés si todas ellas no estaban allí por el mismo motivo.
En cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier persona de éxito. Era mejor ignorarlos y con­centrar la atención en sus dos únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda.
Ralf Hart estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez era capaz de ser feliz con un amado au­sente, aunque estaba algo arrepentida de haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo todo. ¿Pero qué tenía que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su corazón había latido más de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya había si­do, un cliente especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió trai­cionada, se puso celosa.
Claro que los celos eran normales, aunque la vida ya le hubie­se enseñado que era inútil pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es posible se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de los celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que es un signo de fragilidad.
«El amor más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si mi amor es verdadero -y no sólo una ma­nera de distraerme, de engañarme, de pasar el tiempo que no co­rre nunca en esta ciudad-, la libertad vencerá los celos, y el do­lor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso natural. El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros objetivos, tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o malestar. Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo entendemos que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en que, sin el do­lor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo el efecto deseado.»
Lo peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de perso­na, mantenerlo siempre presente en el pensamiento; y de eso, gra­cias a Dios, María ya había conseguido librarse.
Aun así, a veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba, si había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su amor... Para evi­tar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufri­miento, María desarrolló un método: cuando algo positivo rela­cionado con Ralf Hart viniese a su cabeza, y eso podía ser la chi­menea y el vino, una idea que le gustaría discutir con él, o simple­mente la agradable ansiedad de saber cuándo volvería, María de­jaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba.
Sin embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausen­cia, o de las equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas, mientras yo me dedico a cosas más importantes».
Seguía leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar aten­ción a todo lo que había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de conversación, y el pensamiento incó­modo acababa desapareciendo. Si volvía cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo consi­derable.
Uno de esos «pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con un poco de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento positivo»: cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy largo y pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le pregun­tara, muchos años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María podría responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado».

Del diario de María, en un día de poco movimiento en el Co­pacabana:

De tanto convivir con las personas que vienen aquí, llego a la conclusión de que el sexo ha sido utilizado como cualquier otra droga: para huir de la realidad, pa­ra olvidar los problemas, para relajarse. Y, como todas las drogas, es una práctica nociva y destructiva.
Si una persona quiere drogarse, ya sea con sexo o con cualquier otra cosa, es problema suyo; las conse­cuencias de sus actos serán mejores o peores de acuer­do con aquello que ella ha escogido para sí misma. Pe­ro si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que entender que lo que es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor».
Al contrario de lo que mis clientes piensan, el sexo no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un reloj escondido en cada uno de nosotros, y para hacer el amor las manecillas de ambas personas tienen que marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no suce­de todos los días. Aquel que ama no depende del acto sexual para sentirse bien. Dos personas que están jun­tas, y que se quieren, tienen que sincronizar sus mane­cillas, con paciencia y perseverancia, con juegos y re­presentaciones «teatrales», hasta entender que hacer el amor es mucho más que un encuentro: es un «abrazo» de las partes genitales.
Todo tiene importancia. Una persona que vive inten­samente su vida goza todo el tiempo y no echa de me­nos el sexo. Cuando practica el sexo, es por abundan­cia, porque el vaso de vino está tan lleno que desborda naturalmente, porque es absolutamente inevitable, por­que acepta la llamada de la vida, porque en ese momen­to, sólo en ese momento, consigue perder el control.

P. D. Acabo de releer lo que he escrito: ¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual!

§


Poco después de haber escrito eso, y cuando se preparaba pa­ra una noche más de Madre Cariñosa o Niña Ingenua, la puerta del Copacabana se abrió y entró Terence, el ejecutivo de la com­pañía discográfica, uno de los clientes especiales.
Milan pareció satisfecho detrás de la barra: ella no lo había de­cepcionado. María recordó en ese mismo momento palabras que decían tantas cosas y al mismo tiempo no decían nada: «Dolor, sufrimiento, y mucho placer».
-He venido de Londres especialmente para verte. He pensa­do mucho en ti.
Ella sonrió, intentando que su sonrisa no fuese una invitación. Pero una vez más él no siguió el ritual, no la invitó a nada, sólo se sentó a la mesa.
-Cuando se hace que una persona descubra algo, el profesor también acaba descubriendo algo nuevo.
-Sé a qué te refieres -respondió María, acordándose de Ralf Hart, e irritándose con su propio recuerdo. Estaba con otro clien­te, tenía que respetarlo y hacer lo posible para dejarlo contento. -¿Quieres seguir adelante?
Mil francos. Un universo escondido. Un jefe que la miraba. La certeza de que podría parar cuando quisiese. La fecha marcada para el regreso a Brasil. Otro hombre, que no aparecía nunca. -¿Tienes prisa? -preguntó María.
Él dijo que no. ¿Qué quería ella?
-Quiero mi copa, mi baile, el respeto por mi profesión.
Él dudó durante algunos minutos, pero era parte del teatro, de dominar y de ser dominado. Pagó la copa, bailó, pidió un taxi, le entregó el dinero mientras cruzaban la ciudad, y fueron al mismo hotel. Entraron, él saludó al portero italiano de la misma manera en que lo había hecho la noche que se conocieron, subieron a la misma habitación con vista al río.

Terence prendió un fósforo; fue entonces cuando María se dio cuenta de que había decenas de velas esparcidas por la habitación. Él empezó a encenderlas.
-¿Qué quieres saber? ¿Por qué soy así? ¿Por qué, si no me equivoco, te encantó la noche que pasamos juntos? ¿Quieres sa­ber por qué tú también eres así?
-Pienso que en Brasil tenemos la superstición de no encen­der más de tres cosas con el mismo fósforo. Y no la estás respe­tando.
Él ignoró el comentario.
-Tú eres como yo. No estás aquí por los mil francos, sino por el sentimiento de culpa, de dependencia, por tus complejos y tu inseguridad. Y eso no es bueno ni malo, es la naturaleza humana.
Tomó el control remoto de la tele y cambió varias veces de ca­nal, hasta detenerse en un informativo, en el que unos refugiados intentaban escapar de una guerra.
-¿Lo ves? ¿Conoces esos programas en los que la gente va a discutir sus problemas personales delante de todo el mundo? ¿Has visto los titulares en el quiosco? El mundo se alegra con el sufrimiento y con el dolor. Sadismo al ver, masoquismo al concluir que no tenemos que saber todo eso para ser felices y, aun así, asisti­mos a la tragedia ajena, y a veces sufrimos con ella.
Él sirvió otras dos copas de champán, apagó la tele y siguió en­cendiendo las velas.
-Repito: es la condición humana. Desde que fuimos expulsa­dos del paraíso, sufrimos, o hacemos sufrir a alguien, u observa­mos el sufrimiento de los demás. Es incontrolable.
Oyeron el ruido de los truenos afuera, una enorme tempestad se estaba aproximando.
-Pero yo no soy capaz -dijo María-. Me parece ridículo creer que tú eres mi maestro y yo tu esclava.
Terence había acabado de encender todas las velas. Tomó una de ellas, la colocó en el centro de la mesa, volvió a servir cham­pán y caviar. María bebía de prisa, pensando en los mil francos que ya estaban en su bolso, en lo desconocido que la fascinaba y la amedrentaba, en la manera de controlar su pavor. Sabía que, con aquel hombre, una noche jamás era como la otra, no podía amenazarlo.
-Siéntate.
La voz se alternaba entre dulce y autoritaria. María obedeció, y una ola de calor recorrió su cuerpo; aquella orden era familiar, ella se sentía más segura.
«Teatro. Tengo que entrar en la obra de teatro.»
Estaba bien recibir órdenes. No tenía que pensar, simplemen­te obedecer. Pidió más champán, él le trajo vodka; subía más de prisa, liberaba con más facilidad, acompañaba mejor el caviar.
Abrió la botella, María prácticamente bebió sola, mientras oía los truenos. Todo colaboraba para el momento perfecto, como si la ener­gía de los cielos y de la tierra mostrase también su lado violento.
En un momento dado, Terence sacó una pequeña maleta del armario y la puso sobre la cama.
-No te muevas.
María se quedó inmóvil. Él abrió la maleta y sacó dos pares de esposas de metal cromado.
-Siéntate con las piernas abiertas.

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