Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas
perfectas y plumas relucientes, coloridas y maravillosas. En fin, un animal
hecho para volar libre e independiente, para alegrar a quien lo observase. Un
día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó mirando su vuelo con la
boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los
ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viajaron por
el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro.
Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algunas
montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Miedo de no volver a sentir nunca
más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de volar
del pájaro.
Y se sintió sola.
Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que
el pájaro venga, no volverá a marcharse».
El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al
día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula.
Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el
objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una
persona que lo tiene todo». Sin embargo, empezó a producirse una extraña
transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue
perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su
vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le
prestaba atención, excepto para alimentarlo y limpiar la jaula.
Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy triste,
y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día
que lo había visto por primera vez, volando contento entre las nubes.
Si profundizase en sí misma, descubriría que aquello
que la emocionaba tanto del pájaro era su libertad, la energía de las alas en
movimiento, no su cuerpo físico.
Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la
muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has venido?», le preguntó a la
muerte.
«Para que puedas volar de nuevo con él por el cielo
-respondió la muerte-. Si lo hubieses dejado partir y volver siempre, lo
admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para
poder encontrarlo de nuevo.»
§
Empezó
el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando
en una agencia de viajes, y comprando un pasaje para Brasil, en la fecha
marcada en su calendario.
Ahora
ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de aquel momento,
Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había amado. La rue de
Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza. Recordaría su
habitación, el lago, la lengua francesa, las locuras que una chica de
veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de hacer hasta
que entiende que hay un límite.
No
enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él era lo único
verdaderamente puro que le había sucedido. Un pájaro como ése tiene que ser
libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a alguien. Y
ella también era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería recordar para
siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su futuro.
Decidió
que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el momento de partir; no iba a
sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por tanto, engañó a
su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre hubiese paseado
por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el puente de Montblanc,
los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo de las gaviotas en el
río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la gente que salía de su
oficina para comer, el color y el gusto de la manzana que estaba comiendo, los
aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en la columna de agua que
surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida de todos los que
pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin expresión, las miradas.
Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como otras tantas ciudades
pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura peculiar y por el
exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el interior de Brasil.
Había feria. Había mercado. Había amas de casa que regateaban el precio. Había
estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora, quizá con la
disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se besaban a
orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se sentía
extranjera. Había periódicos que hablaban de escándalos y respetables revistas
para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía leyendo
periódicos sobre escándalos.
Fue
hasta la biblioteca a devolver el manual sobre administración de haciendas. No
había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en momentos en los que
pensaba haber perdido el control de sí misma y de su destino, cuál era el
objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso, con su tapa amarilla
sin dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras
noches de las semanas más recientes.
Siempre
haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida por el presente,
se decía a sí misma. Pensaba en cómo se había descubierto a sí misma a través
de la independencia, de la desesperación, del amor, del dolor, para luego encontrarse
de nuevo con el amor (y le gustaría que las cosas se detuviesen allí).
Lo
más curioso de todo es que, mientras algunas de sus compañeras de trabajo
hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en la cama,
ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No había
resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración, y
había vulgarizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a encontrar
en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría
que buscaba.
O
tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era imposible
obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los libros
románticos.
La
bibliotecaria, normalmente seria -y su única amiga, aunque jamás se lo hubiese
dicho-, estaba de buen humor. La atendió a la hora de la comida y la invitó a
compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo que acababa de
comer. -Has tardado mucho en leerlo.
-No
he entendido nada.
-¿Recuerdas
lo que me pediste una vez?
No,
no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa maliciosa de la bibliotecaria,
imaginó de qué se trataba: sexo. -¿Sabes?, desde que viniste aquí buscando ese
tipo de cosas, decidí hacer un inventario de lo que teníamos. No era mucho, y
como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué algunos. Así, no tienen
que aprender de la peor manera posible, con prostitutas, por ejemplo.
La
bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, todos cuidadosamente
forrados con un papel pardo.
-Todavía
no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un vistazo y me ha
horrorizado lo que he descubierto. Bien, ya se imaginaba lo que ella iba a
decir: posturas incómodas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo. Mejor decirle
que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que trabajaba en
un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho trabajo, ella siempre se
olvidaba).
Le
dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó: -Tú también te ibas
a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una invención reciente?
¿Invención?
¿Reciente? Esa misma semana alguien había tocado el suyo, como si siempre
hubiese estado allí, y como si aquellas manos conociesen bien el terreno que
estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad.
-Fue
oficialmente aceptado en 1559, después de que un médico, Realdo Columbo,
publicase un libro llamado De re anatomica.
Durante
mil quinientos años de la era cristiana fue oficialmente ignorado. Columbo lo
describe, en su libro, como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer?
Las
dos rieron.
-Dos
años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallopio, dijo que el
«descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos, claro,
que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido
oficialmente el clítoris en la historia del mundo!
Aquella
conversación era interesante, pero María no quería pensar en el asunto, sobre
todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo poniéndose húmedo,
sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las manos que paseaban
por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel hombre la había
rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva.
La
bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada: -Incluso después de
«descubierto», siguió sin ser respetado -dijo ella, dando la impresión de que
se había vuelto una experta en clitoriología, o como se llame esa ciencia-.
Las mutilaciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas tribus de África
todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son ninguna novedad. Aquí
mismo, en Europa, en el siglo xix, todavía se hacían operaciones para
eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante parte de la
anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la epilepsia, la
tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos.
María
le tendió la mano para despedirse, pero la bibliotecaria no daba señales de
cansancio.
-Peor
todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psicoanálisis, decía que el
orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a la vagina. Sus
más fieles seguidores, desarrollando esta tesis, pasaron a afirmar que el
hecho de mantener el placer sexual concentrado en el clítoris era una señal de
infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad.
»Y,
sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difícil tener un orgasmo sólo
con la penetración. Está bien ser poseída por un hombre, pero el placer está
en ese garbancito, ¡descubierto por un italiano!
Distraída,
María reconoció que tenía el problema diagnosticado por Freud: todavía era
infantil, su orgasmo no había pasado a su vagina. ¿O estaba equivocado Freud?
-¿Y
el punto G, qué crees? -¿Sabe usted dónde está?
La
mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para responder:
-Al
entrar, en el primer piso, ventana del fondo.
¡Genial!
¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese leído aquella
explicación en un libro para chicas: al llamar a la puerta y entrar, descubrirás
todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se masturbaba, prefería
más el punto G que el clítoris, ya que éste le daba una cierta aflicción, un
placer mezclado con agonía, algo angustioso.
¡Iba
siempre al primer piso, ventana del fondo!
Viendo
que la mujer no iba a parar de hablar -tal vez acabase de descubrir en ella
una cómplice de su propia sexualidad perdida-, dijo adiós con la mano, salió e
intentó seguir concentrándose en cualquier tontería, porque no era el día
adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad recuperada, ni en el
punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que sonaban, perros ladrando,
el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la respiración, los letreros que
ofrecían de todo.
Ya
no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación
de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al
fin y al cabo, ya había conseguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella
tarde, podía hacer algunas compras, hablar con un director de banco que era
cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su economía, tomar un café
y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño,
estaba un poco triste, no conseguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban
dos semanas, tenía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos,
alegrarse por haber vivido todo aquello.
Llegó
a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el
lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro
lado de la calzada, el hermoso reloj de flores, uno de los símbolos de la
ciudad, y él no la dejaba mentir, porque...
De
repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.
¿Qué
historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba
desde que se había levantado?
El
mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nunca, ella estaba ante algo
muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como
con sus sueños nocturnos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba...
«No
pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»
¡BASTA!
El
pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Ralf
Hart?
¡No,
era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!
Eran
las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una
extranjera en su propio cuerpo, estaba redescubriendo la virginidad recién
recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida
para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la
Aventura llegaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una semana,
tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con
turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el
motivo de su tristeza.
Y
el motivo era el siguiente: no quería volver.
Y
la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era
demasiado simple: dinero.
¡Dinero!
Un trozo de papel especial, pintado con colores sobrios, que todo el mundo
decía que valía algo (y ella lo creía, todos lo creían) hasta el momento en
que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable,
tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas
de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de
su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito
sonriente que hablaba inglés y que le pedía que retrocediese (el semáforo
estaba rojo para los peatones).
«Bien,
creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber. »
Pero
no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabizbaja, corriendo para ir
al trabajo, a clase, a una agencia de trabajo, a la rue de Berne, diciendo
continuamente: «Puedo esperar un poco más. Tengo un sueño, pero no tiene que
ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su empleo estaba mal
visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo, como todo el
mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como todo el mundo. Aguantar a gente
insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo y su preciosa
alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el mundo. Decir que
todavía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar sólo un poquito más,
como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más, posponer sus sueños,
de momento estaba muy ocupada, tenía una oportunidad ante sí, clientes que la
esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde trescientos cincuenta
hasta mil francos por noche.
Y
por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas buenas que podía
comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella decidió
consciente, lúcida, y a propósito, dejar pasar una oportunidad.
María
esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante
del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de deseo en la
noche en la que ella había bajado parte de su vestido, sintió sus manos
tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa
columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su
cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo.
Nadie
lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.
§
Nyah,
la única de sus colegas con la que tenía una relación parecida a lo que se
podría llamar amistad, la llamó en cuanto entró. Estaba sentada con un
oriental, y los dos se reían.
-Mira
esto -le dijo a María-. ¡Mira lo que quiere que haga con él!
El
oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en los labios,
abrió la tapa de una especie de caja de puros. Desde lejos, Milan alargó el
ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era simplemente
aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era nada
especial. -¡Parece del siglo pasado! -dijo María.
-¡Es
del siglo pasado! -afirmó el oriental, indignado con la ignorancia del
comentario-. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una fortuna.
Lo
que María veía era una serie de válvulas, una manivela, circuitos eléctricos,
pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el interior de un antiguo aparato
de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos pequeños
bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese costar una
fortuna. -¿Cómo funciona?
A
Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la brasileña, la
gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo a su cliente.
-Ya
me lo ha explicado. Es la Varita Violeta.
Y
volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había decidido
aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasmado con el interés que
despertaba su jueguecito.
-Hacia
el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por el mercado, la
medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con electricidad, para ver si
curaba enfermedades mentales o la histeria. También se utilizó para combatir
las espinillas, y para estimular la vitalidad de la piel. ¿Ves estos dos extremos?
Se ponían aquí -señaló sus sienes- y la batería provocaba la misma descarga
estática que cuando el aire está muy seco.
Aquello
era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy común, María lo
descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un chasquido y
recibió una descarga. Pensó que era un problema del coche, se quejó, dijo que
no iba a pagar el viaje, y el chofer casi la agredió, llamándola ignorante. Él
tenía razón; no era el coche, sino el aire seco. Después de varias descargas,
empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa metálica, hasta que descubrió en
un supermercado una pulsera que descargaba la electricidad acumulada en el
cuerpo.
María
se volvió hacia el oriental:
-¡Pero
eso es extremadamente desagradable!
Nyah
se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para evitar futuros
conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en torno al hombro del
hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién pertenecía.
-Depende
de dónde lo apliques -el oriental rió alto.
Giró
la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color violeta. Con un
movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un chasquido, pero
la descarga parecía más una especie de picor que de dolor.
Milan
se acercó.
-Por
favor, no use eso aquí.
El
hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La filipina aprovechó la
oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció un poco
decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la Varita
Violeta que la mujer que ahora lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y guardó
la caja en un maletín de cuero, al tiempo que comentaba:
-Hoy
en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda entre las personas que
buscan placeres especiales. Pero éste que acabas de ver sólo se puede
encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios.
Milan
y María se quedaron callados, sin saber qué decir. -¿Habías visto eso antes?
-De
este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hombre es un alto
ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos.
-¿Y
qué hacen?
-Lo
ponen en el cuerpo... y le piden a ella que gire la manivela. Reciben la
descarga dentro.
-¿Y
no pueden hacerlo solos?
-Cualquier
cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacerla solo. Pero es mejor que
sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra persona, o mi bar
iría a la ruina y tú tendrías que trabajar en una tienda de verduras. Hablando
de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche; por favor, rechaza
cualquier invitación.
-La
rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a despedirme, me marcho.
Milan
pareció no acusar el golpe.
-¿Es
por el pintor?
-No.
Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta mañana, mientras miraba
aquel reloj de flores cerca del lago.
-¿Cuál
es el límite?
-El
precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo ganar más,
trabajar un año más, qué más da, ¿no?
»Pues
yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como estás tú, y como
están los clientes, los ejecutivos, los auxiliares de vuelo, los cazatalentos,
los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he conocido, a quienes
vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un día más, me quedo un
año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca.
Milan
hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y estuviese de acuerdo
con todo, aunque no pudiese decir nada, porque podía contagiar a todas las
chicas que trabajaban para él. Pero era un buen hombre, y aunque no le hubiese
dado su bendición, tampoco intentó convencer a la brasileña de que estaba
actuando equivocadamente.
Le
dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no soportaba más el cóctel
de frutas. Ahora podía beber, no estaba de servicio. Milan le dijo que lo
llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida.
Quiso
pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella aceptó: le había
dado a aquella casa mucho más que una copa.
Del
diario de María, al volver a casa:
Ya no me acuerdo de cuándo fue, pero uno de estos
domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa. Después de mucho
tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado: era un
templo protestante.
Iba a salir, pero el pastor comenzó el sermón, creí
que no sería delicado levantarme, y eso fue una bendición, porque aquel día
habló de cosas que necesitaba mucho oír.
El pastor dijo algo como: «En todas las lenguas del
mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Pues yo
afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos, más cerca del corazón
están los sentimientos que intentamos sofocary olvidar. Si estamos en el
exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras raíces, si estamos
lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la calle nos hace
recordarla.
»Los evangelios y todos los textos sagrados de todas
las religiones fueron escritos en el exilio, en busca de la comprensión de
Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la peregrinación de las almas
errantes por la faz de la tierra. No lo sabían nuestros antepasados, y tampoco
nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de nuestras vidas, y es en ese momento
cuando se escriben los libros, se pintan los cuadros, porque no queremos y no
podemos olvidar quiénes somos».
Al final del culto, fui hasta él y le di las
gracias: le dije que era una extranjera
en una tierra extranjera, y le agradecí que me recordase que lo que los ojos
no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido tanto, hoy me voy.
§
Tomó
las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí,
esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de
regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales
europeas, recuerdos de un tiempo feliz en el que había conocido el país más
seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y
algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso,
nada más era como había imaginado.
Había
llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre
quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a
la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para
realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora
era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había llegado
el momento de terminar con todo aquello.
Poca
gente en el mundo lo sabe.
Había
vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un cabaret, aprender francés,
trabajar como prostituta y amar perdidamente a un hombre. ¿Cuánta gente puede
vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza,
y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni dinero,
sino Ralf Hart. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón
le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una
iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.
Pensó
en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del aeropuerto, ya que el
vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a
su lado sería un año de sufrimiento en el futuro, por todo aquello que ella
podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su
apoyo, de sus historias.
Abrió
de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la
primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la
basura; aquel tren no merecía conocer Brasil, había sido inútil e injusto con
el niño que siempre lo había deseado.
No,
no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si contestaba la verdad
(«me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no
perderla en aquel momento, le declararía su amor ya demostrado en todo el
tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad,
y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el
cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres
siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le
gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado,
dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.
Todavía
tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de momento tenía que
concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado fuera de las
maletas; no sabía dónde meterlo. Decidió que el dueño del inmueble tomaría la
decisión cuando entrase en el departamento y encontrase los electrodomésticos
en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de segunda mano, las toallas
y la ropa de cama. No podría llevarse nada de eso a Brasil, ni aunque sus
padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le recordarían siempre
todo en lo que se había aventurado.
Salió,
fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía allí depositado.
El director, que ya había frecuentado su cama, dijo que era una mala idea, que
aquellos francos podrían seguir rindiendo y que ella recibiría los intereses
en Brasil. Además, en caso de que le robasen, serían muchos meses de trabajo
perdido. María dudó por un momento, creyendo, como siempre creía, que querían
ayudarla de verdad. Pero, después de reflexionar un poco, concluyó que el
objetivo de aquel dinero no era convertirse en más papel, sino en una
hacienda, una casa para sus padres, algún ganado y mucho más trabajo.
Retiró
cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado para la ocasión
y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa.
Fue
hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir adelante;
cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día siguiente hacía
escala en París, para hacer trasbordo. No tenía importancia, lo que necesitaba
era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos veces.
Fue
hasta uno de los puentes, compró un helado, aunque ya empezaba a hacer frío de
nuevo, y miró Géneve. Entonces todo le pareció diferente, como si hubiese
acabado de llegar, y tuviese que ir a los museos, a los monumentos históricos,
a los bares y restaurantes de moda. Es gracioso, cuando se vive en una ciudad,
siempre se deja para después conocerla, y generalmente se termina por no
conocerla nunca.
Pensó
en ponerse contenta porque volvía a su tierra, pero no lo consiguió. Pensó en
ponerse triste por dejar una ciudad que la había tratado tan bien, y
tampoco lo consiguió. Lo único que pudo hacer fue derramar algunas lágrimas,
con miedo de sí misma, una chica inteligente, que lo tenía todo para tener
éxito, pero que generalmente tomaba decisiones equivocadas.
Deseó
estar haciendo lo correcto esta vez.
La
iglesia estaba completamente vacía cuando ella entró, y pudo contemplar en
silencio los bonitos vitrales, iluminados por la luz del exterior, la luz de un
día lavado por la tempestad de la noche anterior. Ante ella, un altar y una
cruz vacía; no estaba ante un instrumento de tortura, con un hombre
ensangrentado al borde de la muerte, sino ante un símbolo de resurrección,
donde el instrumento de suplicio perdía todo su significado, su terror, su
importancia. Se acordó del látigo la noche de las tormentas, era la misma cosa,
«Dios mío, ¿en qué estoy pensando?».
También
se puso contenta porque no vio ninguna imagen de santos sufriendo, con marcas
de sangre y heridas abiertas; aquél era simplemente un lugar donde los hombres
se reunían para adorar algo que no eran capaces de comprender.
Se
detuvo delante del sagrario, donde se guardaba el cuerpo de un Jesús en el que
ella todavía creía, aunque hiciese mucho tiempo que no pensaba en él. Se
arrodilló y prometió a Dios, a la Virgen, a Jesús, y a todos los santos, que
pasase lo que pasase durante aquel día, jamás cambiaría de idea, que se
marcharía de cualquier manera. Hizo esta promesa porque conocía bien las
trampas del amor y cómo son capaces de transformar la voluntad de una mujer.
Poco
después, María sintió la mano que le tocaba el hombro e inclinó su rostro para
tocar la mano.
-¿Cómo
estás?
-Bien
-dijo, la voz sin ninguna angustia-. Muy bien. Vamos a tomar nuestro café.
Salieron
de la mano, como si fuesen dos enamorados que se encontraban después de mucho
tiempo. Se besaron en público, algunas personas los miraban escandalizados,
ambos sonreían por el malestar que estaban causando y por los deseos que
despertaban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos querían
hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso.
Entraron
en un café igual que todos los demás, pero que aquella tarde era diferente,
porque ellos dos estaban allí, y se amaban. Hablaron sobre Géneve, las
dificultades de la lengua francesa, los vitrales de la iglesia, los males del
tabaco, ya que ambos fumaban, y no tenían la menor intención de dejar el vicio.
María
quiso pagar el café, y él aceptó. Fueron a la exposición, ella conoció su
mundo, artistas, ricos que parecían aún más ricos, millonarios que parecían
pobres, gente que preguntaba cosas sobre las cuales jamás había oído hablar.
Les gustó a todos, elogiaron su manera de hablar francés, le hicieron preguntas
sobre el carnaval, el fútbol, la música de su país. Educados, amables, simpáticos,
encantadores.
Al
salir, él le dijo que iría a la discoteca aquella noche, a verla. Ella le
pidió que no lo hiciese, que tenía la noche libre y que le gustaría invitarlo a
cenar.
Él
aceptó, se despidieron, quedaron en verse en casa de él, para cenar en un
simpático restaurante en la pequeña plaza de Cologny, por donde siempre
pasaban en taxi, pero ella jamás le había pedido que se detuviesen para
conocer el sitio.
Entonces
María se acordó de su única amiga, y decidió ir hasta la biblioteca para
decirle que no volvería más.
Estuvo
atrapada en el tráfico durante un rato que parecía una eternidad, hasta que los
kurdos terminasen de manifestarse (¡otra vez!) y los coches pudiesen volver a
circular normalmente. Pero ahora era de nuevo dueña de su tiempo, eso no tenía
importancia.
Llegó
cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar.
-Puede
que sea demasiado íntimo, pero no tengo ninguna amiga a quien confiar ciertas
cosas -dijo la bibliotecaria, en cuanto María entró.
¿Aquella
mujer no tenía amigas? Después de vivir toda su vida en el mismo lugar, estar
con gente durante el día, ¡,acaso no tenía a nadie con quien hablar? En fin,
descubría a alguien como ella, o mejor dicho, a alguien como todo el mundo.
-He
estado pensando en lo que leí sobre el clítoris... ¡No! ¿Acaso no podía pensar
en otra cosa?
-Y
vi que, aunque hubiese sentido siempre mucho placer durante las relaciones con
mi marido, me costaba mucho tener un orgasmo. ¡,Crees que eso es normal?
-¿Cree
usted que es normal que los kurdos se manifiesten todos los días? ¿Que las
mujeres enamoradas huyan de su príncipe encantado? ¿Que la gente sueñe con
haciendas en vez de pensar en el amor? ¿Hombres y mujeres que venden su tiempo,
sin poder volver a comprarlo? Y, sin embargo, todo eso sucede; así que no
importa lo que yo crea o deje de creer, es siempre normal. Todo aquello que
vaya contra la naturaleza, contra nuestros deseos más íntimos, todo eso es
normal a nuestros ojos, aunque parezca una aberración a los ojos de Dios.
Buscamos nuestro infierno, llevamos milenios construyéndolo, y después de
mucho esfuerzo, ahora podemos vivir de la peor manera posible.
Miró
a la mujer y, por primera vez en todo aquel tiempo, le preguntó su nombre (sólo
conocía su nombre de casada). Se llamaba Heidi, estaba casada hacía treinta
años, y jamás, ¡jamás!, se había cuestionado si era normal no tener un orgasmo
durante la relación sexual con su marido.
-¡No
sé si debería haber leído todo eso! Tal vez fuese mejor vivir en la ignorancia,
creyendo que un marido fiel, un departamento con vista al lago, tres hijos y
un empleo público era todo lo que una mujer podía soñar. Ahora, desde que tú
llegaste aquí, y desde que leí el primer libro, estoy muy preocupada por
aquello en lo que he convertido mi vida. ¡,Será todo el mundo así?
-Le
puedo garantizar que sí -y María se sintió una joven sabia ante aquella mujer
que le pedía consejos.
-¿Te
gustaría que entrase en detalles? María asintió con la cabeza.
-Está
claro que todavía eres muy joven para entender de estas cosas, pero justamente
por eso me gustaría compartir un poco mi vida, para que no cometas los mismos
errores que yo cometí.
»Pero
el clítoris, ¡,por qué será que mi marido nunca le prestó atención? Creía que
el orgasmo tiene lugar en la vagina, y me costaba mucho, pero mucho, fingir
algo que él imaginaba que yo debía sentir. Claro, yo sentía placer, pero un
placer diferente. Sólo cuando la fricción era en la parte superior... ¿entiendes?
-Sí.
-Y
ahora he descubierto por qué. Está allí -señaló un libro en su mesa, cuyo
título María no conseguía ver-. Hay un grupo de nervios que van desde el
clítoris hasta el punto G, y que es predominante. Pero los hombres piensan que
no, que penetrar lo es todo. ¿Sabes qué es el punto G?
-Hablamos
de eso el otro día -dijo María, esta vez como la Niña Ingenua-. justo al
entrar, primer piso, ventana del fondo. -¡Claro, claro! -los ojos de la
bibliotecaria se iluminaron-.
Comprueba
por ti misma cuántos de tus amigos han oído hablar de eso: ¡ninguno! ¡Qué
absurdo! ¡Pero así como el clítoris fue una invención de ese italiano, el punto
G es una conquista de nuestro siglo! ¡Muy pronto ocupará todos los titulares, y
ya nadie podrá ignorarlo! ¿Te imaginas qué momento revolucionario estamos viviendo?
María
miró su reloj, y Heidi se dio cuenta de que tenía que hablar de prisa,
enseñarle a aquella hermosa joven que las mujeres tenían todo el derecho de ser
felices, de realizarse, de modo que la siguiente generación pudiese
beneficiarse de todas esas extraordinarias conquistas científicas.
-El
doctor Freud no estaba de acuerdo porque no era mujer, y como tenía el orgasmo
en su pene, creía que todas estábamos obligadas a sentir el placer en la
vagina. Tenemos que volver al origen, a aquello que siempre nos ha dado
placer: ¡el clítoris y el punto G! Muy pocas mujeres consiguen tener una
relación sexual satisfactoria, de modo que, si tienes dificultades para
conseguir la alegría que mereces, voy a sugerirte algo: invierte la posición.
Que se acueste tu pareja, y tú ponte siempre encima; tu clítoris golpeará con
más fuerza en su cuerpo, y tú, no él, conseguirás el estímulo que necesitas.
¡Mejor dicho, el estímulo que mereces!
María,
sin embargo, sólo fingía no estar prestando atención a la conversación.
¡Entonces no era sólo ella! ¡No tenía ningún problema sexual, era todo una
cuestión de anatomía! Sintió ganas de besar a aquella mujer, mientras un peso
inmenso, enorme, salía de su corazón. ¡Qué bien haberlo descubierto siendo
joven todavía! ¡Qué magnífico día estaba viviendo!
Heidi
sonrió con un aire cómplice.
-¡Ellos
no lo saben, pero nosotras también tenemos una erección! ¡El clítoris se pone
erecto!
«Ellos»
debían de ser los hombres. María se armó de valor, ya que la conversación
estaba tan íntima.
-¿Ha
tenido alguna aventura fuera del matrimonio?
La
bibliotecaria se sorprendió. Sus ojos emitieron una especie de fuego sagrado,
su piel se puso roja, no sabía decir si de rabia o de vergüenza.
Después
de un rato, la lucha entre contar o fingir terminó. Bastaba con cambiar de
asunto.
-Volvamos
a nuestra erección: ¡el clítoris! Se pone rígido, ¿lo sabías?
-Desde
niña.
Heidi
parecía desconcertada. Tal vez no hubiese prestado mucha atención a aquello.
Aun así, decidió continuar:
-Y
al parecer, si mueves el dedo en círculos alrededor de él, incluso sin tocar su
punta, se puede sentir el placer de manera más intensa todavía. ¡Aprende! Los
hombres que respetan el cuerpo de una mujer en seguida se ponen a tocar la cima
del clítoris, sin saber que eso a veces puede ser doloroso, ¿no estás de
acuerdo? Por eso, ya desde la primera o segunda cita, asume el control de la situación:
ponte encima, decide cómo y dónde aplicar la presión, aumenta y disminuye el
ritmo según tu criterio. Además de eso, una conversación franca es siempre
necesaria, según el libro que estoy leyendo.
-¿Ha
tenido usted una conversación franca con su marido? Una vez más Heidi huyó de
la pregunta directa, diciendo que eran otros tiempos. Ahora estaba más
interesada en compartir sus experiencias intelectuales.
-Procura
ver tu clítoris como la aguja de un reloj, y pídele a tu compañero que lo mueva
entre las once y la una, ¿comprendes? Sí, sabía de qué hablaba la mujer y no
estaba muy de acuerdo, aunque el libro tampoco estuviese lejos de la verdad.
Pero en cuanto dijo reloj, María miró el suyo, comentó que había ido sólo a
despedirse, pues su estancia allí había terminado. La mujer pareció no
escucharla.
-¿No
quieres llevarte este libro sobre el clítoris? -No, gracias. Tengo que pensar
en otras cosas. -¿Y no te vas a llevar nada nuevo?
-No.
Vuelvo a mi país, pero quería agradecerle el haberme tratado siempre con
respeto y comprensión. Hasta otro día.
Se
dieron la mano y se desearon felicidad mutuamente.
§
Heidi
esperó a que la chica saliese, antes de perder el control y dar un puñetazo en
la mesa. ¿Por qué no había aprovechado el momento para compartir algo que, tal
y como iban las cosas, terminaría muriendo con ella? Ya que la chica había
tenido el coraje de preguntar si algún día había traicionado a su marido, ¿por
qué no responder, ahora que estaba descubriendo un mundo nuevo, en el que
finalmente las mujeres aceptaban que era muy difícil tener un orgasmo vaginal?
«Bueno,
eso no es importante. El mundo no es sólo sexo.» No era lo más importante del
mundo, pero era importante, sí. Miró a su alrededor; gran parte de aquellos
miles de libros que la rodeaban contaba una historia de amor. Siempre la misma
historia, alguien se enamora, encuentra, pierde y vuelve a encontrar otra vez.
Almas que se comunican, lugares distantes, aventura, sufrimiento,
preocupaciones, y casi nunca alguien que decía «mira, querido, entiende mejor
el cuerpo de una mujer». ¿Por qué los libros no hablaban abiertamente de eso?
Tal
vez nadie estuviese realmente interesado. Porque el hombre iba a seguir
buscando la novedad, todavía era el troglodita cazador, que seguía el instinto
reproductor de la raza humana. ¿Y la mujer? Por su experiencia personal, las
ganas de tener un buen orgasmo con su compañero sólo duraban los primeros años;
después la frecuencia disminuía, y ninguna mujer hablaba de eso, porque creía
que sólo le sucedía a ella. Y mentía, fingiendo que ya no aguantaba el deseo
irrefrenable de su marido. Y al mentir hacía que todas las demás se
preocupasen.
Luego
se dedicaban a pensar en algo diferente: los hijos, la cocina, los horarios,
la limpieza de la casa, las cuentas que pagar, la tolerancia con las escapadas
del marido, viajes durante las vacaciones en los que se preocupaban más por
los hijos que por sí mismos, la complicidad, o incluso el amor, pero nada de
sexo. Debería haber sido más abierta con la joven brasileña, que le parecía una
chica inocente, con edad para ser su hija, y todavía incapaz de comprender bien
el mundo. Una emigrante viviendo lejos de su tierra, dándolo todo en un trabajo
sin gracia, esperando a un hombre con el que pudiese casarse, fingir algunos
orgasmos, encontrar la seguridad, reproducir esta misteriosa raza humana, y
después olvidar esas cosas llamadas orgasmos, clítoris, punto G (¡recién
descubierto en el siglo xx!). Ser una buena esposa, una buena madre, cuidar
que nada faltase en casa, masturbarse a escondidas de vez en cuando, pensando
en el hombre que se había cruzado con ella en la calle y la había mirado con
deseo. Mantener las apariencias, ¿por qué estará el mundo tan preocupado por
las apariencias?
Por
eso no había respondido a la pregunta: «¿Ha tenido alguna aventura fuera del
matrimonio?».
Esas
cosas mueren con uno, pensó. Su marido siempre había sido el hombre de su vida,
aunque el sexo fuese cosa del pasado remoto. Era un excelente compañero,
honesto, generoso, con buen humor, luchaba para sustentar a la familia, y
procuraba hacer felices a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad.
El hombre ideal, con el que todas las mujeres sueñan, y justamente por eso se
sentía tan mal al pensar que un día había deseado, y había estado, con otro
hombre.
Recordaba
cómo lo había conocido. Volvía de la pequeña ciudad de Davos, en las montañas,
cuando una avalancha de nieve interrumpió durante algunas horas la circulación
de los trenes. Telefoneó, para que nadie se preocupase, compró algunas
revistas y se preparó para una larga espera en la estación.
Fue
entonces cuando vio a un hombre a su lado, con una mochila y un saco de
dormir. Tenía el pelo gris, la piel quemada por el sol, era el único que no
parecía estar preocupado por el retraso; al contrario, sonreía y miraba a su
alrededor, buscando a alguien con quien charlar. Heidi abrió una de las
revistas pero, ¡ah, vida misteriosa!, sus ojos se cruzaron rápidamente con los
de él, y no consiguió desviarlos lo bastante rápido como para evitar que se
acercase.
Antes
de que ella pudiese, educadamente, decir que realmente tenía que terminar un
artículo importante, él empezó a hablar. Dijo que era escritor, que volvía de
una reunión en la ciudad, y que el retraso de los trenes lo haría perder el
avión a su país. Al llegar a Géneve, ¿podría ayudarlo a encontrar un hotel?
Heidi
lo miraba: ¿cómo alguien podía estar de tan buen humor después de perder un
vuelo, y tener que esperar en una incómoda estación de tren hasta que las
cosas se resolviesen?
Pero
el hombre empezó a hablar, como si fuesen viejos amigos. Habló de sus viajes,
del misterio de la creación literaria y, para su espanto y horror, sobre todas
las mujeres que había amado y encontrado a lo largo de su vida. Heidi
simplemente decía que sí con la cabeza, y él continuaba. Alguna que otra vez,
se disculpaba por hablar mucho, y le pedía que le hablase un poco de sí misma,
pero todo lo que se le ocurría decir era «soy una persona común, sin nada de
extraordinario».
De
repente, ella se vio deseando que el tren no llegase nunca, aquella
conversación era muy interesante, estaba descubriendo cosas que sólo habían
entrado en su mundo a través de las novelas de ficción. Y como jamás volvería
a verlo, se armó de valor -más tarde no sabría explicar por qué- y comenzó a
hacerle preguntas sobre temas que le interesaban. Pasaba por una época difícil
en su matrimonio, su marido reclamaba mucho su presencia, y Heidi quiso saber
qué podía hacerlo feliz. Él le dio algunas explicaciones interesantes, le
contó una historia, pero no parecía muy contento al tener que hablar del
marido.
«Eres
una mujer muy interesante», dijo, usando una frase que hacía muchos años que
ella no oía.
Heidi
no supo cómo reaccionar, él notó su bochorno, y en seguida se puso a hablar
sobre desiertos, ciudades perdidas, mujeres cubiertas con un velo o con la
cintura desnuda, guerreros, piratas, sabios.
El
tren llegó. Se sentaron uno al lado del otro, y ahora ella ya no era la mujer
casada, con una casa junto al lago, tres hijos que criar, sino una aventurera
que llegaba a Géneve por primera vez. Miraba las montañas, el río, y se sentía
contenta por estar con un hombre que quería llevársela a la cama (porque los
hombres sólo piensan en eso), que hacía lo posible para impresionarla. Pensó
en cuántos hombres habían sentido lo mismo, y jamás les había dado ninguna oportunidad,
pero aquella mañana el mundo había cambiado, era una adolescente de treinta y
ocho años que asistía deslumbrada a las tentativas de seducirla; era lo mejor
del mundo.
En
el otoño prematuro de su vida, cuando pensaba que ya tenía todo lo que podía
desear, aparecía aquel hombre en la estación de tren y entraba sin pedir
permiso. Se apearon en Géneve, ella le indicó un hotel (modesto, había
insistido él, porque debía partir aquella mañana, y no estaba prevenido para un
día más en la carísima Suiza), le pidió que lo acompañase hasta la habitación con él,
para ver si todo estaba en orden. Heidi sabía lo que le esperaba pero, aun
así, aceptó la proposición. Cerraron la puerta, se besaron con violencia y
deseo, él le arrancó la ropa, y, ¡Dios mío!, conocía el cuerpo de una mujer,
porque había conocido el sufrimiento o la frustración de muchas.
Hicieron
el amor toda la tarde, pero al llegar la noche el encanto se disipó, y ella
dijo la frase que no le gustaría haber pronunciado jamás: «Tengo que volver,
mi marido me espera».
Él
encendió un cigarrillo, permanecieron en silencio algunos minutos, y ninguno de
los dos dijo «adiós». Heidi se levantó y salió sin mirar atrás, sabiendo que,
no importaba lo que dijesen, ninguna palabra o frase tendría sentido.
Nunca
más volvería a verlo, pero, en el otoño de su desesperanza, durante algunas
horas, había dejado de ser la esposa fiel, el ama de casa, la madre amorosa, la
funcionaria ejemplar, la amiga constante; y había vuelto a ser simplemente
mujer.
«Qué
pena que no le conté esto a la chica -se dijo-. En cualquier caso, ella no
habría entendido nada, todavía vive en un mundo en el que la gente es fiel y
las promesas de amor son eternas.»
Del
diario de María:
No sé qué pensó cuando abrió la
puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas.
-No te asustes -comenté en
seguida-. No me estoy mudando aquí. Vamos a cenar.
Me ayudó, sin ningún comentario,
a meter mi equipaje dentro. En seguida, antes de decir «qué es eso» o «qué
alegría que hayas venido», simplemente me agarró, y comenzó a besarme, a tocar
mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho tiempo, y ahora
presintiese que tal vez el momento no iba a llegar nunca.
Me quitó el abrigo, el vestido,
me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada, sin ningún ritual ni
preparación, incluso sin tiempo para decir lo que estaría bien o mal, con el
viento frío entrando por la rendija de la puerta, dónde hicimos el amor por
primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que parase, que buscásemos
un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar el inmenso mundo de
nuestra sensualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería dentro de mí, porque
era el hombre que yo nunca había poseído, y que jamás poseería. Por eso podía
amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante una noche, aquello que
jamás había tenido antes, y que posiblemente nunca, tendría después.
Me acostó en el suelo, entró
dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero no, el dolor
no me molestó, al contrario, me gustó que fuese así porque debía entender que
yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para enseñarle
nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibilidad era mejor o más intensa que
la de las demás mujeres, sino para decirle que sí, que era bienvenido, que yo
también lo estaba esperando, que me alegraba mucho su total falta de respeto a
las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora exigía que sólo
nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Estábamos en la postura más
convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él encima, entrando
y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fingir, ni de gemir, ni de
nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y procurar recordar
cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que agarraban mi
cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares, de caricias,
de preparaciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de mí, y yo en su
alma.
Entraba y salía, aumentaba y
disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no preguntaba si
me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras
almas se comunicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los
once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre,
porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y izo poseer!
Todo con los ojos muy abiertos, y yo noté, cuando ya no veíamos bien, que
parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran madre, el
universo, la mujer amada, la prostituta sagrada de los antiguos rituales de la
que él me había hablado con un vaso de vino y una chimenea encendida.
Sentí que su orgasmo llegaba, y
sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos aumentaron de
intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los dientes, sino que
gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi cabeza pasó rápidamente
el pensamiento de que los vecinos tal vez llamasen a la policía, pero eso no
tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque era así desde el inicio
de los tiempos, cuando el primer hombre encontró a la primera mujer e hicieron
el amor por primera vez: gritaron.
Después su cuerpo se derrumbó
sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al otro, yo
acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos encerramos en la
oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía poco a poco a la
normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicadamente por mis brazos, y
aquello hizo que todos los pelos de mi cuerpo se erizasen.
Debió de pensar en algo
práctico, como el peso de su cuerpo encima del mío, porque se echó hacia un lado,
agarró mis manos, y permanecimos mirando el techo y el lustre de tres lámparas
encendidas.
-Buenas noches -le dije.
Él me empujó e hizo que apoyase
la cabeza en su pecho. Me acarició durante un buen rato, antes de decir
también «buenas noches».
-Seguro que los vecinos lo han
oído todo -comenté, sin saber cómo íbamos a continuar, porque decir «te amo»
en aquel momento no tenía mucho sentido, él ya lo sabía, y yo también.
-Entra una corriente de aire
frío por debajo de la puerta -fue
su respuesta, cuando podría haber dicho «¡qué maravilla!».
-Vayamos a la cocina.
Nos levantamos y vi que él ni siquiera se había quitado
el pantalón, estaba vestido como cuando llegué, sólo que con el sexo afuera. Me
puse el abrigo sobre mi cuerpo desnudo. Fuimos a la cocina, él
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