lunes, 4 de febrero de 2013

61-70


Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y mara­villosas. En fin, un animal hecho para volar libre e in­dependiente, para alegrar a quien lo observase. Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó miran­do su vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viaja­ron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro.
Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algu­nas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Mie­do de no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de vo­lar del pájaro.
Y se sintió sola.
Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse».
El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula.
Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una persona que lo tiene to­do». Sin embargo, empezó a producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le prestaba atención, excepto para alimen­tarlo y limpiar la jaula.
Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy tris­te, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por pri­mera vez, volando contento entre las nubes.
Si profundizase en sí misma, descubriría que aque­llo que la emocionaba tanto del pájaro era su liber­tad, la energía de las alas en movimiento, no su cuer­po físico.
Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has veni­do?», le preguntó a la muerte.
«Para que puedas volar de nuevo con él por el cie­lo -respondió la muerte-. Si lo hubieses dejado par­tir y volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para poder en­contrarlo de nuevo.»


§


Empezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando en una agencia de viajes, y com­prando un pasaje para Brasil, en la fecha marcada en su calen­dario.
Ahora ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de aquel momento, Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había amado. La rue de Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza. Recordaría su habitación, el la­go, la lengua francesa, las locuras que una chica de veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de hacer hasta que entiende que hay un límite.
No enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él era lo único verdaderamente puro que le había suce­dido. Un pájaro como ése tiene que ser libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a alguien. Y ella tam­bién era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería recordar para siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su futuro.
Decidió que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el mo­mento de partir; no iba a sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por tanto, engañó a su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre hubiese paseado por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el puente de Montblanc, los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo de las gaviotas en el río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la gente que salía de su oficina para comer, el co­lor y el gusto de la manzana que estaba comiendo, los aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en la columna de agua que surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida de todos los que pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin expresión, las miradas. Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como otras tantas ciudades pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura peculiar y por el exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el interior de Bra­sil. Había feria. Había mercado. Había amas de casa que rega­teaban el precio. Había estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora, quizá con la disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se besaban a orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se sentía extranjera. Ha­bía periódicos que hablaban de escándalos y respetables revistas para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía leyendo periódicos sobre escándalos.
Fue hasta la biblioteca a devolver el manual sobre adminis­tración de haciendas. No había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en momentos en los que pensaba haber per­dido el control de sí misma y de su destino, cuál era el objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso, con su tapa amarilla sin dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes.
Siempre haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida por el presente, se decía a sí misma. Pensaba en có­mo se había descubierto a sí misma a través de la independencia, de la desesperación, del amor, del dolor, para luego encon­trarse de nuevo con el amor (y le gustaría que las cosas se detu­viesen allí).
Lo más curioso de todo es que, mientras algunas de sus com­pañeras de trabajo hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en la cama, ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No había resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración, y había vul­garizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a en­contrar en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría que buscaba.
O tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era imposible obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los libros románticos.
La bibliotecaria, normalmente seria -y su única amiga, aun­que jamás se lo hubiese dicho-, estaba de buen humor. La aten­dió a la hora de la comida y la invitó a compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo que acababa de comer. -Has tardado mucho en leerlo.
-No he entendido nada.
-¿Recuerdas lo que me pediste una vez?
No, no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa malicio­sa de la bibliotecaria, imaginó de qué se trataba: sexo. -¿Sabes?, desde que viniste aquí buscando ese tipo de co­sas, decidí hacer un inventario de lo que teníamos. No era mu­cho, y como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué algunos. Así, no tienen que aprender de la peor manera posible, con prostitutas, por ejemplo.

La bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, to­dos cuidadosamente forrados con un papel pardo.
-Todavía no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un vistazo y me ha horrorizado lo que he descubierto. Bien, ya se imaginaba lo que ella iba a decir: posturas incó­modas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo. Mejor decirle que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que traba­jaba en un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho tra­bajo, ella siempre se olvidaba).
Le dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó: -Tú también te ibas a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una invención reciente?
¿Invención? ¿Reciente? Esa misma semana alguien había to­cado el suyo, como si siempre hubiese estado allí, y como si aque­llas manos conociesen bien el terreno que estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad.
-Fue oficialmente aceptado en 1559, después de que un mé­dico, Realdo Columbo, publicase un libro llamado De re anato­mica. Durante mil quinientos años de la era cristiana fue oficial­mente ignorado. Columbo lo describe, en su libro, como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer?
Las dos rieron.
-Dos años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallo­pio, dijo que el «descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos, claro, que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido oficialmente el clítoris en la his­toria del mundo!
Aquella conversación era interesante, pero María no que­ría pensar en el asunto, sobre todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo poniéndose húmedo, sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las manos que pa­seaban por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel hombre la había rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva.
La bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada: -Incluso después de «descubierto», siguió sin ser respetado -dijo ella, dando la impresión de que se había vuelto una ex­perta en clitoriología, o como se llame esa ciencia-. Las muti­laciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas tribus de África todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son ninguna novedad. Aquí mismo, en Europa, en el siglo xix, todavía se hacían operaciones para eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante parte de la anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la epilepsia, la tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos.
María le tendió la mano para despedirse, pero la biblioteca­ria no daba señales de cansancio.
-Peor todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psi­coanálisis, decía que el orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a la vagina. Sus más fieles seguidores, de­sarrollando esta tesis, pasaron a afirmar que el hecho de mante­ner el placer sexual concentrado en el clítoris era una señal de infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad.
»Y, sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difí­cil tener un orgasmo sólo con la penetración. Está bien ser po­seída por un hombre, pero el placer está en ese garbancito, ¡des­cubierto por un italiano!
Distraída, María reconoció que tenía el problema diagnosti­cado por Freud: todavía era infantil, su orgasmo no había pasa­do a su vagina. ¿O estaba equivocado Freud?
-¿Y el punto G, qué crees? -¿Sabe usted dónde está?
La mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para res­ponder:
-Al entrar, en el primer piso, ventana del fondo.
¡Genial! ¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese leído aquella explicación en un libro para chicas: al lla­mar a la puerta y entrar, descubrirás todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se masturbaba, prefería más el pun­to G que el clítoris, ya que éste le daba una cierta aflicción, un placer mezclado con agonía, algo angustioso.
¡Iba siempre al primer piso, ventana del fondo!
Viendo que la mujer no iba a parar de hablar -tal vez aca­base de descubrir en ella una cómplice de su propia sexualidad perdida-, dijo adiós con la mano, salió e intentó seguir concen­trándose en cualquier tontería, porque no era el día adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad recuperada, ni en el punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que sonaban, perros ladrando, el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la respiración, los letreros que ofrecían de todo.

Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al fin y al cabo, ya había con­seguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella tarde, podía ha­cer algunas compras, hablar con un director de banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su econo­mía, tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no con­seguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban dos semanas, te­nía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos, alegrar­se por haber vivido todo aquello.
Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro lado de la calzada, el her­moso reloj de flores, uno de los símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque...

De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil.
¿Qué historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba desde que se había levantado?
El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nun­ca, ella estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como con sus sueños noctur­nos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba...
«No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?»
¡BASTA!
El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Ralf Hart?
¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL!
Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una extranjera en su propio cuerpo, estaba redes­cubriendo la virginidad recién recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la Aventura lle­gaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una se­mana, tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el motivo de su tristeza.
Y el motivo era el siguiente: no quería volver.
Y la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era demasiado simple: dinero.
¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores so­brios, que todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, to­dos lo creían) hasta el momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable, tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito sonriente que hablaba in­glés y que le pedía que retrocediese (el semáforo estaba rojo pa­ra los peatones).
«Bien, creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber. »
Pero no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabiz­baja, corriendo para ir al trabajo, a clase, a una agencia de tra­bajo, a la rue de Berne, diciendo continuamente: «Puedo espe­rar un poco más. Tengo un sueño, pero no tiene que ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su empleo estaba mal visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo, como todo el mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como to­do el mundo. Aguantar a gente insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo y su preciosa alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el mundo. Decir que toda­vía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar sólo un poquito más, como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más, posponer sus sueños, de momento estaba muy ocupa­da, tenía una oportunidad ante sí, clientes que la esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde trescientos cincuen­ta hasta mil francos por noche.
Y por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas bue­nas que podía comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella decidió consciente, lúcida, y a propó­sito, dejar pasar una oportunidad.
María esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de deseo en la noche en la que ella había ba­jado parte de su vestido, sintió sus manos tocándole los senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo.
Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados.

§


Nyah, la única de sus colegas con la que tenía una relación pa­recida a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto en­tró. Estaba sentada con un oriental, y los dos se reían.
-Mira esto -le dijo a María-. ¡Mira lo que quiere que haga con él!
El oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en los labios, abrió la tapa de una especie de caja de pu­ros. Desde lejos, Milan alargó el ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era simplemente aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era nada especial. -¡Parece del siglo pasado! -dijo María.
-¡Es del siglo pasado! -afirmó el oriental, indignado con la ignorancia del comentario-. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una fortuna.
Lo que María veía era una serie de válvulas, una manivela, cir­cuitos eléctricos, pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el in­terior de un antiguo aparato de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos pequeños bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese costar una fortuna. -¿Cómo funciona?
A Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la brasileña, la gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo a su cliente.
-Ya me lo ha explicado. Es la Varita Violeta.
Y volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había decidido aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasma­do con el interés que despertaba su jueguecito.
-Hacia el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por el mercado, la medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con electricidad, para ver si curaba enfermedades mentales o la histeria. También se utilizó para combatir las espi­nillas, y para estimular la vitalidad de la piel. ¿Ves estos dos extre­mos? Se ponían aquí -señaló sus sienes- y la batería provoca­ba la misma descarga estática que cuando el aire está muy seco.
Aquello era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy común, María lo descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un chasquido y recibió una descarga. Pen­só que era un problema del coche, se quejó, dijo que no iba a pa­gar el viaje, y el chofer casi la agredió, llamándola ignorante. Él te­nía razón; no era el coche, sino el aire seco. Después de varias descargas, empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa metáli­ca, hasta que descubrió en un supermercado una pulsera que des­cargaba la electricidad acumulada en el cuerpo.
María se volvió hacia el oriental:
-¡Pero eso es extremadamente desagradable!
Nyah se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para evitar futuros conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en torno al hombro del hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién pertenecía.
-Depende de dónde lo apliques -el oriental rió alto.
Giró la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color violeta. Con un movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un chasquido, pero la descarga parecía más una especie de picor que de dolor.
Milan se acercó.
-Por favor, no use eso aquí.
El hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La fili­pina aprovechó la oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció un poco decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la Varita Violeta que la mujer que aho­ra lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y guardó la caja en un ma­letín de cuero, al tiempo que comentaba:
-Hoy en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda en­tre las personas que buscan placeres especiales. Pero éste que aca­bas de ver sólo se puede encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios.
Milan y María se quedaron callados, sin saber qué decir. -¿Habías visto eso antes?
-De este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hom­bre es un alto ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos.
-¿Y qué hacen?
-Lo ponen en el cuerpo... y le piden a ella que gire la mani­vela. Reciben la descarga dentro.
-¿Y no pueden hacerlo solos?
-Cualquier cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacer­la solo. Pero es mejor que sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra persona, o mi bar iría a la ruina y tú ten­drías que trabajar en una tienda de verduras. Hablando de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche; por favor, recha­za cualquier invitación.
-La rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a des­pedirme, me marcho.
Milan pareció no acusar el golpe.
-¿Es por el pintor?
-No. Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta ma­ñana, mientras miraba aquel reloj de flores cerca del lago.
-¿Cuál es el límite?
-El precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo ganar más, trabajar un año más, qué más da, ¿no?
»Pues yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como estás tú, y como están los clientes, los ejecutivos, los auxi­liares de vuelo, los cazatalentos, los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he conocido, a quienes vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un día más, me quedo un año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca.
Milan hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y estuviese de acuerdo con todo, aunque no pudiese decir nada, por­que podía contagiar a todas las chicas que trabajaban para él. Pe­ro era un buen hombre, y aunque no le hubiese dado su bendición, tampoco intentó convencer a la brasileña de que estaba actuando equivocadamente.
Le dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no sopor­taba más el cóctel de frutas. Ahora podía beber, no estaba de ser­vicio. Milan le dijo que lo llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida.
Quiso pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella aceptó: le había dado a aquella casa mucho más que una copa.

Del diario de María, al volver a casa:

Ya no me acuerdo de cuándo fue, pero uno de es­tos domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa. Después de mucho tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado: era un templo protestante.
Iba a salir, pero el pastor comenzó el sermón, creí que no sería delicado levantarme, y eso fue una ben­dición, porque aquel día habló de cosas que necesita­ba mucho oír.
El pastor dijo algo como: «En todas las lenguas del mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, co­razón que no siente. Pues yo afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos, más cerca del co­razón están los sentimientos que intentamos sofocar­y olvidar. Si estamos en el exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras raíces, si estamos lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la calle nos hace recordarla.
»Los evangelios y todos los textos sagrados de to­das las religiones fueron escritos en el exilio, en bus­ca de la comprensión de Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la peregrinación de las almas errantes por la faz de la tierra. No lo sabían nuestros antepasados, y tampoco nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de nuestras vidas, y es en ese mo­mento cuando se escriben los libros, se pintan los cuadros, porque no queremos y no podemos olvidar quiénes somos».
Al final del culto, fui hasta él y le di las gracias: le dije que era una extranjera en una tierra extranje­ra, y le agradecí que me recordase que lo que los ojos no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido tan­to, hoy me voy.

§


Tomó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales europeas, recuerdos de un tiem­po feliz en el que había conocido el país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso, nada más era como había imaginado.
Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había lle­gado el momento de terminar con todo aquello.
Poca gente en el mundo lo sabe.
Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un caba­ret, aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamen­te a un hombre. ¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni di­nero, sino Ralf Hart. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo.
Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del ae­ropuerto, ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a su lado sería un año de sufrimien­to en el futuro, por todo aquello que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su apoyo, de sus historias.
Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no mere­cía conocer Brasil, había sido inútil e injusto con el niño que siem­pre lo había deseado.
No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si con­testaba la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no perderla en aquel momento, le declara­ría su amor ya demostrado en todo el tiempo que habían pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad, y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado, dispuesto a hacer cualquier cosa por ella.
Todavía tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de mo­mento tenía que concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado fuera de las maletas; no sabía dónde meter­lo. Decidió que el dueño del inmueble tomaría la decisión cuan­do entrase en el departamento y encontrase los electrodomésti­cos en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de se­gunda mano, las toallas y la ropa de cama. No podría llevarse na­da de eso a Brasil, ni aunque sus padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le recordarían siempre todo en lo que se había aventurado.
Salió, fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía allí depositado. El director, que ya había frecuentado su ca­ma, dijo que era una mala idea, que aquellos francos podrían se­guir rindiendo y que ella recibiría los intereses en Brasil. Además, en caso de que le robasen, serían muchos meses de trabajo perdi­do. María dudó por un momento, creyendo, como siempre creía, que querían ayudarla de verdad. Pero, después de reflexionar un poco, concluyó que el objetivo de aquel dinero no era convertir­se en más papel, sino en una hacienda, una casa para sus padres, algún ganado y mucho más trabajo.
Retiró cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado para la ocasión y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa.
Fue hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir adelante; cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día siguiente hacía escala en París, para hacer trasbor­do. No tenía importancia, lo que necesitaba era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos veces.
Fue hasta uno de los puentes, compró un helado, aunque ya empezaba a hacer frío de nuevo, y miró Géneve. Entonces todo le pareció diferente, como si hubiese acabado de llegar, y tuviese que ir a los museos, a los monumentos históricos, a los bares y restau­rantes de moda. Es gracioso, cuando se vive en una ciudad, siem­pre se deja para después conocerla, y generalmente se termina por no conocerla nunca.
Pensó en ponerse contenta porque volvía a su tierra, pero no lo consiguió. Pensó en ponerse triste por dejar una ciudad que la había tratado tan bien, y tampoco lo consiguió. Lo único que pu­do hacer fue derramar algunas lágrimas, con miedo de sí misma, una chica inteligente, que lo tenía todo para tener éxito, pero que generalmente tomaba decisiones equivocadas.
Deseó estar haciendo lo correcto esta vez.

La iglesia estaba completamente vacía cuando ella entró, y pu­do contemplar en silencio los bonitos vitrales, iluminados por la luz del exterior, la luz de un día lavado por la tempestad de la no­che anterior. Ante ella, un altar y una cruz vacía; no estaba ante un instrumento de tortura, con un hombre ensangrentado al bor­de de la muerte, sino ante un símbolo de resurrección, donde el instrumento de suplicio perdía todo su significado, su terror, su importancia. Se acordó del látigo la noche de las tormentas, era la misma cosa, «Dios mío, ¿en qué estoy pensando?».
También se puso contenta porque no vio ninguna imagen de santos sufriendo, con marcas de sangre y heridas abiertas; aquél era simplemente un lugar donde los hombres se reunían para ado­rar algo que no eran capaces de comprender.
Se detuvo delante del sagrario, donde se guardaba el cuerpo de un Jesús en el que ella todavía creía, aunque hiciese mucho tiempo que no pensaba en él. Se arrodilló y prometió a Dios, a la Virgen, a Jesús, y a todos los santos, que pasase lo que pasase durante aquel día, jamás cambiaría de idea, que se marcharía de cualquier mane­ra. Hizo esta promesa porque conocía bien las trampas del amor y cómo son capaces de transformar la voluntad de una mujer.
Poco después, María sintió la mano que le tocaba el hombro e inclinó su rostro para tocar la mano.
-¿Cómo estás?
-Bien -dijo, la voz sin ninguna angustia-. Muy bien. Vamos a tomar nuestro café.
Salieron de la mano, como si fuesen dos enamorados que se encontraban después de mucho tiempo. Se besaron en público, al­gunas personas los miraban escandalizados, ambos sonreían por el malestar que estaban causando y por los deseos que desperta­ban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos que­rían hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso.
Entraron en un café igual que todos los demás, pero que aque­lla tarde era diferente, porque ellos dos estaban allí, y se amaban. Hablaron sobre Géneve, las dificultades de la lengua francesa, los vitrales de la iglesia, los males del tabaco, ya que ambos fumaban, y no tenían la menor intención de dejar el vicio.
María quiso pagar el café, y él aceptó. Fueron a la exposición, ella conoció su mundo, artistas, ricos que parecían aún más ricos, millonarios que parecían pobres, gente que preguntaba cosas so­bre las cuales jamás había oído hablar. Les gustó a todos, elogia­ron su manera de hablar francés, le hicieron preguntas sobre el carnaval, el fútbol, la música de su país. Educados, amables, sim­páticos, encantadores.
Al salir, él le dijo que iría a la discoteca aquella noche, a ver­la. Ella le pidió que no lo hiciese, que tenía la noche libre y que le gustaría invitarlo a cenar.
Él aceptó, se despidieron, quedaron en verse en casa de él, pa­ra cenar en un simpático restaurante en la pequeña plaza de Co­logny, por donde siempre pasaban en taxi, pero ella jamás le ha­bía pedido que se detuviesen para conocer el sitio.
Entonces María se acordó de su única amiga, y decidió ir has­ta la biblioteca para decirle que no volvería más.
Estuvo atrapada en el tráfico durante un rato que parecía una eternidad, hasta que los kurdos terminasen de manifestar­se (¡otra vez!) y los coches pudiesen volver a circular normal­mente. Pero ahora era de nuevo dueña de su tiempo, eso no te­nía importancia.
Llegó cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar.
-Puede que sea demasiado íntimo, pero no tengo ninguna amiga a quien confiar ciertas cosas -dijo la bibliotecaria, en cuan­to María entró.
¿Aquella mujer no tenía amigas? Después de vivir toda su vi­da en el mismo lugar, estar con gente durante el día, ¡,acaso no te­nía a nadie con quien hablar? En fin, descubría a alguien como ella, o mejor dicho, a alguien como todo el mundo.
-He estado pensando en lo que leí sobre el clítoris... ¡No! ¿Acaso no podía pensar en otra cosa?
-Y vi que, aunque hubiese sentido siempre mucho placer du­rante las relaciones con mi marido, me costaba mucho tener un orgasmo. ¡,Crees que eso es normal?
-¿Cree usted que es normal que los kurdos se manifiesten to­dos los días? ¿Que las mujeres enamoradas huyan de su príncipe encantado? ¿Que la gente sueñe con haciendas en vez de pensar en el amor? ¿Hombres y mujeres que venden su tiempo, sin poder volver a comprarlo? Y, sin embargo, todo eso sucede; así que no importa lo que yo crea o deje de creer, es siempre normal. Todo aquello que vaya contra la naturaleza, contra nuestros deseos más íntimos, todo eso es normal a nuestros ojos, aunque parezca una aberración a los ojos de Dios. Buscamos nuestro infierno, lleva­mos milenios construyéndolo, y después de mucho esfuerzo, aho­ra podemos vivir de la peor manera posible.
Miró a la mujer y, por primera vez en todo aquel tiempo, le preguntó su nombre (sólo conocía su nombre de casada). Se lla­maba Heidi, estaba casada hacía treinta años, y jamás, ¡jamás!, se había cuestionado si era normal no tener un orgasmo durante la relación sexual con su marido.
-¡No sé si debería haber leído todo eso! Tal vez fuese mejor vivir en la ignorancia, creyendo que un marido fiel, un departa­mento con vista al lago, tres hijos y un empleo público era todo lo que una mujer podía soñar. Ahora, desde que tú llegaste aquí, y desde que leí el primer libro, estoy muy preocupada por aquello en lo que he convertido mi vida. ¡,Será todo el mundo así?
-Le puedo garantizar que sí -y María se sintió una joven sa­bia ante aquella mujer que le pedía consejos.
-¿Te gustaría que entrase en detalles? María asintió con la cabeza.
-Está claro que todavía eres muy joven para entender de es­tas cosas, pero justamente por eso me gustaría compartir un po­co mi vida, para que no cometas los mismos errores que yo co­metí.
»Pero el clítoris, ¡,por qué será que mi marido nunca le prestó atención? Creía que el orgasmo tiene lugar en la vagina, y me cos­taba mucho, pero mucho, fingir algo que él imaginaba que yo de­bía sentir. Claro, yo sentía placer, pero un placer diferente. Sólo cuando la fricción era en la parte superior... ¿entiendes?
-Sí.
-Y ahora he descubierto por qué. Está allí -señaló un libro en su mesa, cuyo título María no conseguía ver-. Hay un grupo de nervios que van desde el clítoris hasta el punto G, y que es pre­dominante. Pero los hombres piensan que no, que penetrar lo es todo. ¿Sabes qué es el punto G?
-Hablamos de eso el otro día -dijo María, esta vez como la Niña Ingenua-. justo al entrar, primer piso, ventana del fondo. -¡Claro, claro! -los ojos de la bibliotecaria se iluminaron-.
Comprueba por ti misma cuántos de tus amigos han oído hablar de eso: ¡ninguno! ¡Qué absurdo! ¡Pero así como el clítoris fue una invención de ese italiano, el punto G es una conquista de nuestro siglo! ¡Muy pronto ocupará todos los titulares, y ya nadie podrá ignorarlo! ¿Te imaginas qué momento revolucionario estamos vi­viendo?
María miró su reloj, y Heidi se dio cuenta de que tenía que ha­blar de prisa, enseñarle a aquella hermosa joven que las mujeres tenían todo el derecho de ser felices, de realizarse, de modo que la siguiente generación pudiese beneficiarse de todas esas extraor­dinarias conquistas científicas.
-El doctor Freud no estaba de acuerdo porque no era mujer, y como tenía el orgasmo en su pene, creía que todas estábamos obligadas a sentir el placer en la vagina. Tenemos que volver al ori­gen, a aquello que siempre nos ha dado placer: ¡el clítoris y el pun­to G! Muy pocas mujeres consiguen tener una relación sexual sa­tisfactoria, de modo que, si tienes dificultades para conseguir la alegría que mereces, voy a sugerirte algo: invierte la posición. Que se acueste tu pareja, y tú ponte siempre encima; tu clítoris golpea­rá con más fuerza en su cuerpo, y tú, no él, conseguirás el estímu­lo que necesitas. ¡Mejor dicho, el estímulo que mereces!
María, sin embargo, sólo fingía no estar prestando atención a la conversación. ¡Entonces no era sólo ella! ¡No tenía ningún pro­blema sexual, era todo una cuestión de anatomía! Sintió ganas de besar a aquella mujer, mientras un peso inmenso, enorme, salía de su corazón. ¡Qué bien haberlo descubierto siendo joven todavía! ¡Qué magnífico día estaba viviendo!
Heidi sonrió con un aire cómplice.
-¡Ellos no lo saben, pero nosotras también tenemos una erec­ción! ¡El clítoris se pone erecto!
«Ellos» debían de ser los hombres. María se armó de valor, ya que la conversación estaba tan íntima.
-¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio?
La bibliotecaria se sorprendió. Sus ojos emitieron una especie de fuego sagrado, su piel se puso roja, no sabía decir si de rabia o de vergüenza.
Después de un rato, la lucha entre contar o fingir terminó. Bas­taba con cambiar de asunto.
-Volvamos a nuestra erección: ¡el clítoris! Se pone rígido, ¿lo sabías?
-Desde niña.
Heidi parecía desconcertada. Tal vez no hubiese prestado mu­cha atención a aquello. Aun así, decidió continuar:
-Y al parecer, si mueves el dedo en círculos alrededor de él, incluso sin tocar su punta, se puede sentir el placer de manera más intensa todavía. ¡Aprende! Los hombres que respetan el cuerpo de una mujer en seguida se ponen a tocar la cima del clítoris, sin sa­ber que eso a veces puede ser doloroso, ¿no estás de acuerdo? Por eso, ya desde la primera o segunda cita, asume el control de la si­tuación: ponte encima, decide cómo y dónde aplicar la presión, aumenta y disminuye el ritmo según tu criterio. Además de eso, una conversación franca es siempre necesaria, según el libro que estoy leyendo.
-¿Ha tenido usted una conversación franca con su marido? Una vez más Heidi huyó de la pregunta directa, diciendo que eran otros tiempos. Ahora estaba más interesada en compartir sus experiencias intelectuales.
-Procura ver tu clítoris como la aguja de un reloj, y pídele a tu compañero que lo mueva entre las once y la una, ¿comprendes? Sí, sabía de qué hablaba la mujer y no estaba muy de acuerdo, aunque el libro tampoco estuviese lejos de la verdad. Pero en cuanto dijo reloj, María miró el suyo, comentó que había ido só­lo a despedirse, pues su estancia allí había terminado. La mujer pareció no escucharla.
-¿No quieres llevarte este libro sobre el clítoris? -No, gracias. Tengo que pensar en otras cosas. -¿Y no te vas a llevar nada nuevo?
-No. Vuelvo a mi país, pero quería agradecerle el haberme tratado siempre con respeto y comprensión. Hasta otro día.
Se dieron la mano y se desearon felicidad mutuamente.

§


Heidi esperó a que la chica saliese, antes de perder el control y dar un puñetazo en la mesa. ¿Por qué no había aprovechado el momento para compartir algo que, tal y como iban las cosas, ter­minaría muriendo con ella? Ya que la chica había tenido el cora­je de preguntar si algún día había traicionado a su marido, ¿por qué no responder, ahora que estaba descubriendo un mundo nue­vo, en el que finalmente las mujeres aceptaban que era muy difí­cil tener un orgasmo vaginal?
«Bueno, eso no es importante. El mundo no es sólo sexo.» No era lo más importante del mundo, pero era importante, sí. Miró a su alrededor; gran parte de aquellos miles de libros que la rodeaban contaba una historia de amor. Siempre la misma histo­ria, alguien se enamora, encuentra, pierde y vuelve a encontrar otra vez. Almas que se comunican, lugares distantes, aventura, su­frimiento, preocupaciones, y casi nunca alguien que decía «mira, querido, entiende mejor el cuerpo de una mujer». ¿Por qué los li­bros no hablaban abiertamente de eso?
Tal vez nadie estuviese realmente interesado. Porque el hom­bre iba a seguir buscando la novedad, todavía era el troglodita ca­zador, que seguía el instinto reproductor de la raza humana. ¿Y la mujer? Por su experiencia personal, las ganas de tener un buen orgasmo con su compañero sólo duraban los primeros años; des­pués la frecuencia disminuía, y ninguna mujer hablaba de eso, por­que creía que sólo le sucedía a ella. Y mentía, fingiendo que ya no aguantaba el deseo irrefrenable de su marido. Y al mentir hacía que todas las demás se preocupasen.
Luego se dedicaban a pensar en algo diferente: los hijos, la co­cina, los horarios, la limpieza de la casa, las cuentas que pagar, la tolerancia con las escapadas del marido, viajes durante las vaca­ciones en los que se preocupaban más por los hijos que por sí mis­mos, la complicidad, o incluso el amor, pero nada de sexo. Debería haber sido más abierta con la joven brasileña, que le parecía una chica inocente, con edad para ser su hija, y todavía incapaz de comprender bien el mundo. Una emigrante viviendo lejos de su tierra, dándolo todo en un trabajo sin gracia, esperan­do a un hombre con el que pudiese casarse, fingir algunos orgas­mos, encontrar la seguridad, reproducir esta misteriosa raza hu­mana, y después olvidar esas cosas llamadas orgasmos, clítoris, punto G (¡recién descubierto en el siglo xx!). Ser una buena espo­sa, una buena madre, cuidar que nada faltase en casa, masturbar­se a escondidas de vez en cuando, pensando en el hombre que se había cruzado con ella en la calle y la había mirado con deseo. Mantener las apariencias, ¿por qué estará el mundo tan preocu­pado por las apariencias?
Por eso no había respondido a la pregunta: «¿Ha tenido algu­na aventura fuera del matrimonio?».
Esas cosas mueren con uno, pensó. Su marido siempre había sido el hombre de su vida, aunque el sexo fuese cosa del pasado remoto. Era un excelente compañero, honesto, generoso, con buen humor, luchaba para sustentar a la familia, y procuraba hacer fe­lices a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad. El hombre ideal, con el que todas las mujeres sueñan, y justamente por eso se sentía tan mal al pensar que un día había deseado, y ha­bía estado, con otro hombre.
Recordaba cómo lo había conocido. Volvía de la pequeña ciu­dad de Davos, en las montañas, cuando una avalancha de nieve interrumpió durante algunas horas la circulación de los trenes. Te­lefoneó, para que nadie se preocupase, compró algunas revistas y se preparó para una larga espera en la estación.
Fue entonces cuando vio a un hombre a su lado, con una mo­chila y un saco de dormir. Tenía el pelo gris, la piel quemada por el sol, era el único que no parecía estar preocupado por el retra­so; al contrario, sonreía y miraba a su alrededor, buscando a al­guien con quien charlar. Heidi abrió una de las revistas pero, ¡ah, vida misteriosa!, sus ojos se cruzaron rápidamente con los de él, y no consiguió desviarlos lo bastante rápido como para evitar que se acercase.
Antes de que ella pudiese, educadamente, decir que realmen­te tenía que terminar un artículo importante, él empezó a hablar. Dijo que era escritor, que volvía de una reunión en la ciudad, y que el retraso de los trenes lo haría perder el avión a su país. Al llegar a Géneve, ¿podría ayudarlo a encontrar un hotel?
Heidi lo miraba: ¿cómo alguien podía estar de tan buen hu­mor después de perder un vuelo, y tener que esperar en una incó­moda estación de tren hasta que las cosas se resolviesen?
Pero el hombre empezó a hablar, como si fuesen viejos ami­gos. Habló de sus viajes, del misterio de la creación literaria y, pa­ra su espanto y horror, sobre todas las mujeres que había amado y encontrado a lo largo de su vida. Heidi simplemente decía que sí con la cabeza, y él continuaba. Alguna que otra vez, se discul­paba por hablar mucho, y le pedía que le hablase un poco de sí misma, pero todo lo que se le ocurría decir era «soy una persona común, sin nada de extraordinario».
De repente, ella se vio deseando que el tren no llegase nunca, aquella conversación era muy interesante, estaba descubriendo cosas que sólo habían entrado en su mundo a través de las nove­las de ficción. Y como jamás volvería a verlo, se armó de valor -más tarde no sabría explicar por qué- y comenzó a hacerle pre­guntas sobre temas que le interesaban. Pasaba por una época di­fícil en su matrimonio, su marido reclamaba mucho su presencia, y Heidi quiso saber qué podía hacerlo feliz. Él le dio algunas ex­plicaciones interesantes, le contó una historia, pero no parecía muy contento al tener que hablar del marido.
«Eres una mujer muy interesante», dijo, usando una frase que hacía muchos años que ella no oía.
Heidi no supo cómo reaccionar, él notó su bochorno, y en se­guida se puso a hablar sobre desiertos, ciudades perdidas, muje­res cubiertas con un velo o con la cintura desnuda, guerreros, pi­ratas, sabios.
El tren llegó. Se sentaron uno al lado del otro, y ahora ella ya no era la mujer casada, con una casa junto al lago, tres hijos que criar, sino una aventurera que llegaba a Géneve por primera vez. Miraba las montañas, el río, y se sentía contenta por estar con un hombre que quería llevársela a la cama (porque los hombres só­lo piensan en eso), que hacía lo posible para impresionarla. Pen­só en cuántos hombres habían sentido lo mismo, y jamás les ha­bía dado ninguna oportunidad, pero aquella mañana el mundo había cambiado, era una adolescente de treinta y ocho años que asistía deslumbrada a las tentativas de seducirla; era lo mejor del mundo.
En el otoño prematuro de su vida, cuando pensaba que ya te­nía todo lo que podía desear, aparecía aquel hombre en la esta­ción de tren y entraba sin pedir permiso. Se apearon en Géneve, ella le indicó un hotel (modesto, había insistido él, porque debía partir aquella mañana, y no estaba prevenido para un día más en la carísima Suiza), le pidió que lo acompañase hasta la habitación con él, para ver si todo estaba en orden. Heidi sabía lo que le es­peraba pero, aun así, aceptó la proposición. Cerraron la puerta, se besaron con violencia y deseo, él le arrancó la ropa, y, ¡Dios mío!, conocía el cuerpo de una mujer, porque había conocido el sufri­miento o la frustración de muchas.
Hicieron el amor toda la tarde, pero al llegar la noche el en­canto se disipó, y ella dijo la frase que no le gustaría haber pro­nunciado jamás: «Tengo que volver, mi marido me espera».
Él encendió un cigarrillo, permanecieron en silencio algunos minutos, y ninguno de los dos dijo «adiós». Heidi se levantó y sa­lió sin mirar atrás, sabiendo que, no importaba lo que dijesen, nin­guna palabra o frase tendría sentido.
Nunca más volvería a verlo, pero, en el otoño de su desespe­ranza, durante algunas horas, había dejado de ser la esposa fiel, el ama de casa, la madre amorosa, la funcionaria ejemplar, la amiga constante; y había vuelto a ser simplemente mujer.
«Qué pena que no le conté esto a la chica -se dijo-. En cual­quier caso, ella no habría entendido nada, todavía vive en un mun­do en el que la gente es fiel y las promesas de amor son eternas.»

Del diario de María:

No sé qué pensó cuando abrió la puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas.
-No te asustes -comenté en seguida-. No me es­toy mudando aquí. Vamos a cenar.
Me ayudó, sin ningún comentario, a meter mi equi­paje dentro. En seguida, antes de decir «qué es eso» o «qué alegría que hayas venido», simplemente me aga­rró, y comenzó a besarme, a tocar mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho tiempo, y ahora presintiese que tal vez el momento no iba a lle­gar nunca.
Me quitó el abrigo, el vestido, me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada, sin ningún ritual ni preparación, incluso sin tiempo para decir lo que es­taría bien o mal, con el viento frío entrando por la ren­dija de la puerta, dónde hicimos el amor por primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que parase, que buscásemos un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar el inmenso mundo de nuestra sen­sualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería dentro de mí, porque era el hombre que yo nunca había poseído, y que jamás poseería. Por eso podía amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante una noche, aquello que jamás había tenido antes, y que posible­mente nunca, tendría después.
Me acostó en el suelo, entró dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero no, el dolor no me molestó, al contrario, me gustó que fue­se así porque debía entender que yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para ense­ñarle nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibili­dad era mejor o más intensa que la de las demás mu­jeres, sino para decirle que sí, que era bienvenido, que yo también lo estaba esperando, que me alegraba mu­cho su total falta de respeto a las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora exigía que sólo nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Es­tábamos en la postura más convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él encima, entran­do y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fin­gir, ni de gemir, ni de nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y procurar recordar cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que agarraban mi cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares, de caricias, de prepa­raciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de mí, y yo en su alma.
Entraba y salía, aumentaba y disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no pre­guntaba si me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras almas se comu­nicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre, porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y izo poseer! Todo con los ojos muy abiertos, y yo no­té, cuando ya no veíamos bien, que parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran ma­dre, el universo, la mujer amada, la prostituta sagra­da de los antiguos rituales de la que él me había ha­blado con un vaso de vino y una chimenea encendida.
Sentí que su orgasmo llegaba, y sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos aumentaron de intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los dientes, sino que gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi cabeza pasó rápidamen­te el pensamiento de que los vecinos tal vez llama­sen a la policía, pero eso no tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque era así desde el ini­cio de los tiempos, cuando el primer hombre encon­tró a la primera mujer e hicieron el amor por prime­ra vez: gritaron.
Después su cuerpo se derrumbó sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al otro, yo acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos encerramos en la oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía poco a poco a la normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicada­mente por mis brazos, y aquello hizo que todos los pe­los de mi cuerpo se erizasen.
Debió de pensar en algo práctico, como el peso de su cuerpo encima del mío, porque se echó hacia un la­do, agarró mis manos, y permanecimos mirando el te­cho y el lustre de tres lámparas encendidas.
-Buenas noches -le dije.
Él me empujó e hizo que apoyase la cabeza en su pecho. Me acarició durante un buen rato, antes de de­cir también «buenas noches».
-Seguro que los vecinos lo han oído todo -co­menté, sin saber cómo íbamos a continuar, porque de­cir «te amo» en aquel momento no tenía mucho senti­do, él ya lo sabía, y yo también.
-Entra una corriente de aire frío por debajo de la puerta -fue su respuesta, cuando podría haber dicho «¡qué maravilla!».
-Vayamos a la cocina.
Nos levantamos y vi que él ni siquiera se había qui­tado el pantalón, estaba vestido como cuando llegué, sólo que con el sexo afuera. Me puse el abrigo sobre mi cuerpo desnudo. Fuimos a la cocina, él 

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