‑Esto ‑anunció con su voz clara y
firmemente acentuada‑ no compete a los miembros de la Sociedad Hortícola. Están
para juzgar al tulipán negro y no conocen los delitos políticos. Continuad,
muchacha, continuad.
Van Systens, con una elocuente mirada,
le dio las gracias en nombre de los tulipanes al nuevo miembro de la Sociedad
Hortícola.
Rosa, tranquilizada por esa especie de
estímulo que le había dado el desconocido, relató todo lo que había ocurrido desde
hacía tres meses, todo lo que había hecho, todo lo que había sufrido. Habló de
la dureza de Gryphus, de la destrucción del primer bulbo, del dolor del
prisionero, de las precauciones tomadas para que el segundo bulbo llegara a
buen fin, de la paciencia del prisionero, de sus angustias durante su
separación; cómo había querido morir de hambre porque no recibía noticias de
su tulipán; de la alegría que había experimentado en su reunión, y finalmente
de la desesperación de ambos cuando vieron que el tulipán que acababa de
florecer les había sido robado una hora después de su floración.
Todo esto fue dicho con un acento de
verdad que dejó al príncipe impasible, en apariencia por lo menos, pero que no
dejó de producir su efecto sobre Van Systens.
‑Pero ‑intervino el príncipe‑ no hace
mucho tiempo que conocéis a ese prisionero.
Rosa abrió sus grandes ojos y miró al
desconocido, que se hundió en la sombra, como si quisiera huir de esa mirada
‑¿Por qué lo decís, señor? ‑preguntó.
‑Porque no hace más que cuatro meses
que el carcelero Gryphus y su hija están en Loevestein.
‑Es verdad, señor.
‑Y a menos que vos no hayáis solicitado
el traslado de vuestro padre para seguir a algún prisionero que haya sido
transportado de La Haya a Loevestein...
‑¡Señor! ‑exclamó Rosa, enrojeciendo.
‑Acabad ‑ordenó Guillermo.
‑Lo confieso, conocí al prisionero en
La Haya.
‑¡Afortunado prisionero! ‑comentó
sonriendo Guillermo.
En ese momento, el oficial que había
sido enviado a buscar a Boxtel entró y anunció al príncipe que aquel le seguía
con su tulipán.
Apenas se había anunciado el retorno de
Boxtel cuando éste entró en persona en el salón de Van Systens, seguido de dos
hombres que llevaban en una caja el precioso fardo, que fue depositado sobre
una mesa.
El príncipe, prevenido, abandonó el
despacho, pasó al salón, lo admiró y se calló, y regresó silenciosamente para
ocupar su lugar en el rincón oscuro donde él mismo había colocado su sillón.
Rosa, palpitante, pálida, llena de
terror, esperaba a que se la invitara a ir a ver a su vez.
Oyó la voz de Boxtel.
‑Es él ‑exclamó.
El príncipe le hizo señas para que
fuese a mirar al salón por la puerta entreabierta.
‑Es mi tulipán ‑dijo Rosa‑, es él, lo
reconozco. ¡Oh, mi pobre Cornelius!
Y se deshizo en lágrimas.
El príncipe se levantó, dirigiéndose
pausadamente hacia la puerta, donde permaneció un instante en la luz.
La mirada de Rosa se detuvo en él. Más
que nunca estaba segura de que aquélla no era la primera vez que veía a ese
extraño.
‑Señor Boxtel ‑ordenó el príncipe‑,
entrad aquí. Boxtel acudió apresuradamente y se encontró frente a frente con
Guillermo de Orange.
‑¡Su Alteza! ‑exclamó retrocediendo.
‑¡Su Alteza! ‑repitió Rosa
completamente aturdida.
Ante esta exclamación salida de su
derecha, Boxtel se volvió y percibió a Rosa.
A su vista, todo el cuerpo del
envidioso se estremeció como al contacto de una pila de Volta.
«¡Ah! ‑murmuró el príncipe hablando
consigo mismo‑. Está turbado.»
Pero Boxtel, con un poderoso esfuerzo
de su dominio, ya se había recobrado.
‑Señor Boxtel ‑dijo Guillermo‑, parece
que habéis hallado el secreto del tulipán negro.
‑Sí, monseñor ‑respondió Boxtel con voz
donde se descubría alguna turbación.
Es verdad que esa turbación podía
provenir de la emoción que el tulipanero había experimentado al reconocer a
Guillermo.
‑Pero ‑continuó el príncipe‑ aquí hay
una joven que también pretende haberlo hallado.
Boxtel sonrió desdeñosamente y se
encogió de hombros.
Guillermo seguía todos sus movimientos
con una notable intensa curiosidad.
‑Así pues, ¿reconocéis a esta joven?
-preguntó el príncipe.
‑No, monseñor.
‑Y vos, joven, ¿conocéis al señor
Boxtel?
‑No, yo no conozco al señor Boxtel,
pero conozco al señor Jacob.
‑¿Qué queréis decir?
‑Quiero decir que en Loevestein, éste
que se hace llamar Isaac Boxtel, se hacía llamar Jacob.
‑¿Qué decís a eso, señor Boxtel?
‑Digo que esta joven miente, monseñor.
‑¿Negáis haber estado nunca en
Loevestein?
Boxtel vaciló; con la mirada fija a
imperiosamente escrutadora, el príncipe le impedía mentir.
‑No puedo negar haber estado en
Loevestein, monseñor, pero niego haber robado el tulipán.
‑¡Vos me lo habéis robado, y de mi
habitación! ‑exclamó Rosa indignada.
‑Lo niego.
‑Escuchad, ¿negáis haberme seguido al
jardín, el día en que yo preparaba la platabanda donde debía enterrarlo?
¿Negáis haberme seguido al jardín donde hice ademán de plantarlo? ¿Negáis
haberos precipitado aquella noche, después de mi salida, sobre el lugar donde
vos esperábais hallar el bulbo? ¿Negáis haber registrado la tierra con
vuestras manos, aunque inútilmente, ¡gracias a Dios!, porque aquello no era más
que una trampa para reconocer vuestras intenciones? Decid, ¿negáis todo eso?
¿Os atrevéis a negarlo?
Boxtel no juzgó oportuno responder a
estas diversas interrogaciones. Pero, dejando la polémica entablada con Rosa
y volviéndose hacia el príncipe, dijo:
‑Hace veinte años, monseñor, que
cultivo tulipanes en Dordrecht, a incluso he adquirido en este arte una cierta
reputación: uno de mis híbridos lleva en el catálogo un nombre ilustre. Lo
dediqué al rey de Portugal. Ahora, he aquí la verdad. Esta joven sabía que yo
había hallado el tulipán negro, y de acuerdo con cierto amante que tenía en la
fortaleza de Loevestein, esta joven concibió el proyecto de arruinarme
apropiándose del premio de cien mil florines que ganaré, espero, gracias a
vuestra justicia.
‑¡Oh! ‑exclamó Rosa arrebatada de
cólera.
.¡Silencio! ‑ordenó el príncipe.
Luego, volviéndose hacia Boxtel:
‑¿Y quién es ‑preguntó‑ ese prisionero
que vos decís ser el amante de esta joven?
Rosa pareció ir a desmayarse, porque el
prisionero estaba recomendado por el príncipe como un gran culpable.
Nada podía ser más agradable a Boxtel
que esta pregunta.
‑¿Quién es ese prisionero? ‑repitió el
estatúder.
‑Ese prisionero, monseñor, es un hombre
cuyo solo nombre probará a Vuestra Alteza cuánta fe se puede tener en su
veracidad. Ese prisionero es un criminal de Estado condenado una vez a muerte.
‑¿Y que se llama...?
Rosa ocultó la cabeza entre sus dos
manos con un gesto desesperado.
‑Cornelius van Baerle ‑anunció Boxtel‑,
y es el propio ahijado de aquel bandido de Corneille de Witt.
El príncipe se sobresaltó. Su mirada
calmosa lanzó una llamarada, y el frío de la muerte se extendió de nuevo por su
rostro inmóvil.
Se dirigió a Rosa y le hizo con el dedo
una señal para que separara sus manos de la cara.
Rosa obedeció, como lo hubiera hecho
sin ver, una mujer sometida a un poder magnético.
‑Fue, pues, para seguir a ese hombre
por lo que vinisteis a pedirme a Leiden el traslado de vuestro padre.
Rosa bajó la cabeza y se desplomó
aplastada murmurando:
‑Sí, monseñor.
‑Proseguid ‑ordenó el príncipe a
Boxtel.
‑No tengo nada más que decir ‑continuó
éste‑. Vuestra Alteza lo sabe todo. Sin embargo, no quería decir esto, para no
hacer enrojecer a esta muchacha por su ingratitud. Fui a Loevestein porque mis
negocios me llamaron allí; entablé conocimiento con el viejo Gryphus y me
enamoré de su hija, a la que pedí en matrimonio, y como yo no era rico,
imprudentemente, le confié mi esperanza de ganar cien mil florines. Y para
justificar esta esperanza, le enseñé el tulipán negro. Entonces, como su
amante, para ocultar los complots que tramaba en Dordrecht, afectaba cultivar
tulipanes, ambos concibieron mi pérdida.
»La víspera de la floración de la
planta, el tulipán fue robado de mi casa por esta joven y llevado a su habitación,
donde tuve la suerte de recuperarlo en el momento en que ella tenía la audacia
de expedir un mensajero para anunciar a los señores miembros de la Sociedad de
horticultura que acababa de hallar el gran tulipán negro; pero no se ha
desconcertado por esto. Sin duda, durante las pocas horas que lo ha tenido en
su habitación, lo habrá mostrado a algunas personas a las que llamará como
testigos. Pero, afortunadamente, monseñor, ya estáis vos prevenido contra esta
intrigante y sus testigos.
‑¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡El infame!
‑gimió Rosa llena de lágrimas, arrojándose a los pies del estatúder, el cual,
aún creyéndola culpable, sentía piedad por su terrible angustia.
‑Habéis obrado mal, muchacha ‑dijo‑, y
vuestro amante será castigado por haberos aconsejado. Porque vos sois tan
joven y tenéis un aspecto tan honesto, quiero creer que el mal proviene de él y
no de vos.
‑¡Monseñor! ¡Monseñor! ‑exclamó Rosa‑.
Cornelius no es culpable.
Guillermo hizo un gesto.
‑No es culpable por haberos aconsejado.
Esto es lo que queréis decir, ¿verdad?
‑Quiero decir, monseñor; que Cornelius
es tan culpable del segundo crimen que se le imputa como lo es del primero.
‑Del primero, ¿y sabéis cuál ha sido
ese primer crimen? ¿Sabéis de qué ha sido acusado y convicto? De haber
ocultado, como cómplice de Corneille de Witt, la correspondencia del gran
pensionario con el marqués de Louvois.
‑¡Pues bien, monseñor! Él ignoraba que
fuera depositario de esa correspondencia; lo ignoraba completamente. ¡Oh!
¡Dios mío! Me lo hubiera dicho. ¿Es que ese corazón de diamante habría podido
ocultarme un secreto? No, no, monseñor, os lo repito, aunque deba incurrir en
vuestra cólera, Cornelius no es más culpable del primer crimen que del segundo,
y del segundo que del primero. ¡Oh! ¡Si vos conocierais a mi Cornelius,
monseñor!
‑¡Un De Witt! ‑exclamó Boxtel‑. ¡Ah!
Monseñor no lo conoce bien, ya que una vez le hizo la gracia de la vida.
‑Silencio ‑ordenó el príncipe‑. Todas
esas cosas del Estado, ya lo he dicho, no son de la competencia de la Sociedad
Hortícola de Haarlem.
Luego, frunciendo el entrecejo, añadió:
‑En cuanto al tulipán, estad tranquilo,
señor Boxtel. Se hará justicia.
Boxtel saludó, con el corazón lleno de
alegría, y recibió las felicitaciones del presidente.
‑Y vos, muchacha ‑continuó Guillermo de
Orange‑, habéis estado a punto de cometer un crimen. No os castigaré, pero el
verdadero culpable pagará por los dos. Un hombre de su posición puede
conspirar, traicionar incluso... pero no debe robar.
‑¡Robar! ‑exclamó Rosa‑. ¡Robar! ¡Él,
Cornelius, oh! Monseñor, tened cuidado; si oyera vuestras palabras moriría,
porque vuestras palabras lo matarían con mayor seguridad de como lo habría
hecho la espada del verdugo en la Buytenhoff. Si ha habido un robo, monseñor,
os lo juro, es este hombre quien lo ha cometido.
‑Probadlo ‑dijo fríamente Boxtel.
‑¡Pues bien, sí! Con la ayuda de Dios
lo probaré ‑replicó la frisona con energía.
Luego, volviéndose hacia Boxtel:
‑¿El tulipán es vuestro?
‑Sí.
‑¿Cuántos bulbos tenía?
Boxtel vaciló un instante, pero
comprendió que la joven no haría esta pregunta si únicamente existieran los dos
bulbos conocidos.
‑Tres ‑contestó.
‑¿Qué ha sido de esos bulbos? ‑preguntó
Rosa.
‑¿Que qué ha sido de ellos...? Uno
abortó, el otro dio el tulipán negro...
‑¿Y el tercero?
‑¿El tercero?
‑El tercero, ¿dónde está?
‑El tercero está en mi casa ‑dijo
Boxtel completamente turbado.
‑¿En vuestra casa? ¿Dónde, en
Loevestein o en Dordrecht?
‑En Dordrecht ‑contestó Boxtel.
‑¡Mentís! ‑exclamó Rosa‑. Monseñor ‑añadió
volviéndose hacia el príncipe‑, os voy a contar la verdadera historia de esos
tres bulbos. El primero fue aplastado por mi padre en la habitación del
prisionero, y este hombre lo sabe bien, porque esperaba apoderarse de él, y
cuando vio fallida esta esperanza, estuvo a punto de pelearse con mi padre por
haberlo impedido. El segundo, criado por mí, dio el tulipán negro, y el tercero,
el último ‑la joven lo sacó de su pecho‑, el tercero está aquí, en el mismo
papel que lo envolvía con los otros dos cuando, en el momento de subir al
patíbulo, Cornelius van Baerle me entregó los tres. Tomad, monseñor, tomad.
Aquí tenéis el tercer bulbo.
Y Rosa, desplegando el papel que lo
envolvía, se lo entregó al príncipe, que lo cogió en sus manos y lo examinó.
‑Pero, monseñor, esta joven puede
haberlo robado como hizo con el tulipán ‑balbuceó Boxtel asustado por la
atención con la que el príncipe examinaba el bulbo y sobre todo por aquella con
la que Rosa leía unas líneas trazadas sobre el papel que se había quedado
entre sus manos.
De repente, los ojos de la joven se
inflamaron, releyó jadeante este papel misterioso, y lanzando un grito se lo
tendió al príncipe:
‑¡Oh! Leed, monseñor ‑exclamó‑. En
nombre del Cielo, ¡leed!
Guillermo pasó el tercer bulbo al
presidente, cogió el papel y leyó.
Apenas Guillermo hubo pasado los ojos
sobre aquella hoja, se tambaleó, su mano tembló como si estuviera dispuesta a
dejar escapar el papel, y sus ojos tomaron una tremenda expresión de dolor y de
piedad.
Aquella hoja, que acababa de entregarle
Rosa, era la página de la Biblia que Corneille de Witt había enviado a
Dordrecht, por Craeke, el mensajero de su hermano Jean, para rogar a Cornelius
quemara la correspondencia del gran pensionario con Louvois.
Esta petición, como se recuerda, estaba
concebida en estos términos:
20 de agosto de 1672
Querido ahijado:
Quema el depósito que lo he confiado,
quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti.
Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y
habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.
CORNEILLE DE WITT.
Esta hoja era a la vez la prueba de la
inocencia de Van Baerle y su título de propiedad de los bulbos del tulipán.
Rosa y el estatúder intercambiaron una
sola mirada. La de Rosa quería decir: «¡Ya veis!»
La del estatúder significaba:
«¡Silencio y espera!»
El príncipe enjugó una gota de sudor
frío que acababa de rodar de su frente a su mejilla. Dobló lentamente el papel,
dejando que su mirada se hundiera con su pensamiento en ese abismo sin fondo y
sin recurso que se llama arrepentimiento y vergüenza del pasado.
Enseguida, levantando de nuevo la
cabeza con esfuerzo:
‑Id, señor Boxtel ‑dijo‑. Se hará
justicia, ya os lo he prometido.
Luego, al presidente:
‑Vos, mi querido señor Van Systens ‑añadió‑,
guardad aquí a esa joven y al tulipán. Adiós.
Todo el mundo se inclinó, y el príncipe
salió, agobiado bajo el ruido inmenso de las aclamaciones populares.
Boxtel regresó al Cisne Blanco,
bastante atormentado. Aquel papel, que Guillermo había recibido de manos de
Rosa, que había leído, doblado y metido en su bolsillo con tanto cuidado, le
inquietaba.
Rosa se aproximó al tulipán, besando
religiosamente la hoja, y se confió por entero a Dios murmurando:
‑¡Dios mío! ¿Sabíais Vos con qué fin mi
buen Cornelius me enseñaba a leer?
Sí, Dios lo sabía, ya que es Él quien
castiga y quien recompensa a los hombres según sus méritos.
Mientras ocurrían los acontecimientos
que acabamos de referir, el desgraciado Van Baerle, olvidado en la celda de la
fortaleza de Loevestein, sufría por parte de Gryphus todo cuanto un prisionero
puede sufrir cuando su carcelero ha tomado el decidido partido de transformarse
en verdugo.
Gryphus, al no recibir noticias de
Rosa, ni de Jacob, se persuadió de que todo lo que le sucedía era obra del
demonio, y de que el doctor Cornelius van Baerle era el enviado de ese demonio
sobre la tierra.
Resultó de ello que una hermosa mañana ‑era
el tercer día después de la desaparición de Jacob y de Rosa -subió a la celda
de Cornelius más furioso aún que de costumbre.
Éste, acodado en la ventana, la cabeza
recogida entre sus manos, la mirada perdida en el horizonte brumoso donde los
molinos de Dordrecht batían sus aspas, aspiraba el aire para rechazar sus
lágrimas e impedir que su filosofía se evaporara.
Los palomos seguían allí, pero la
esperanza ya no estaba porque le faltaba el porvenir.
¡Ay! Rosa, vigilada, ya no podría
venir. ¿Podría ni tan siquiera escribir, y si escribía, podría hacerle llegar
sus cartas?
No. Había visto la víspera y la
antevíspera demasiado furor y malignidad en los ojos del viejo Gryphus para
que su vigilancia se descuidara un momento, y luego, además de la reclusión,
además de la ausencia, ¿no iría a sufrir ella tormentos peores todavía? Ese
bruto, ese mal bicho, ese borracho, ¿no se vengaría a la manera de los padres
de las tragedias griegas? Cuando la ginebra se le subiera a la cabeza, ¿no
daría a su brazo, tan bien arreglado por Cornelius, el vigor de dos brazos y
un garrote?
Esta idea, la de que Rosa fuera tal vez
maltratada, exasperaba a Cornelius.
Sentía entonces su inutilidad, su
impotencia, su nulidad. Se preguntaba si Dios era realmente justo al enviar
tantos males a dos criaturas inocentes. Y ciertamente, en esos momentos,
dudaba. La desgracia no produce credulidad.
Van Baerle se había forjado el proyecto
de escribir a Rosa. Pero ¿dónde estaba Rosa?
Había concebido la idea de escribir a
La Haya para prevenir las nuevas tormentas que sin duda Gryphus quería
amontonar sobre su cabeza con una denuncia.
Mas ¿con qué escribir? Gryphus le había
quitado el lápiz y el papel. Por otra parte, aunque los tuviera, no sería
evidentemente Gryphus quien se encargaría de su carta.
Entonces Cornelius pasaba y repasaba en
su mente todas esas pobres tretas empleadas por los prisioneros.
Había pensado realmente en una evasión,
cosa en la cual no soñaba cuando podía ver a Rosa todos los días. Pero cuanto
más pensaba en ello ahora, más imposible le parecía una evasión. Pertenecía a
esas naturalezas escogidas que sienten horror por lo común y a las que les
faltan a menudo todas las buenas ocasiones de la vida, por culpa de no haber
escogido el camino de lo vulgar, ese gran camino de las gentes mediocres, que
les conduce a todo. «¿Cómo sería posible ‑se decía Cornelius‑, que pudiera
escapar de Loevestein, de donde ya huyó el señor De Grotius? Después de la
evasión de éste, ¿no se habrá previsto todo? ¿No estarán guardadas las ventanas?
¿No son las puertas dobles o triples? ¿No están los puestos diez veces más
vigilados?
«Y además de las ventanas guardadas,
las puertas dobles, los puestos más vigilados que nunca, ¿no tengo un argos
infalible? ¿Un argos tanto más peligroso por cuanto posee ojos de odio,
Gryphus? »
«Finalmente, ¿no existe otra
circunstancia que me paraliza? La ausencia de Rosa. Aunque empleara diez años
de mi vida en fabricar una lima para serrar mis barrotes, en trenzar cuerdas
para descender desde la ventana, o en pegarme unas alas en los hombros para
volar como Dédalo... ¡estoy en un período de mala suerte! La lima se embotará,
la cuerda se romperá, mis alas se fundirán al sol. Me mataría. Me recogerán
cojo, manco, lisiado. Me clasificarán en el museo de La Haya, entre el jubón
manchado de sangre de Guillermo el Taciturno, y la sirena capturada en
Stavensen, y mi empresa no obtendrá otro resultado que el de procurarme el
honor de formar parte de las curiosidades de Holanda. »
«Pero no, y esto será mejor, un buen
día Gryphus me hará alguna atrocidad. Pierdo la paciencia desde que perdí la
alegría y la compañía de Rosa y, sobre todo, desde que perdí mis tulipanes. No
cabe duda que un día u otro Gryphus me atacará de forma sensible a mi amor
propio, a mi pasión o a mi seguridad personal. Siento, desde mi reclusión, un
vigor extraño, arisco, insoportable. Tengo pruritos de lucha, apetitos de
batalla, sed incomprensible de porrazos. ¡Saltaría a la garganta del viejo
bandido, y lo estrangularía! »
Cornelius, a este último pensamiento,
contrajo la boca, la mirada fija.
Revolvía ávidamente en su mente un
pensamiento que le sonreía.
«Y, además ‑continuó‑, una vez Gryphus
estrangulado, ¿por qué no cogerle las llaves? ¿Por qué no descender la
escalera como si acabara de cometer la acción más virtuosa? ¿Por qué no
explicarle a Rosa lo hecho al saltar con ella desde su ventana al Waal? »
«En verdad, sé nadar bastante bien por
los dos. »
«¡Rosa! Pero,
Dios mío, Gryphus es su padre; ella no aprobará nunca, por mucho afecto que
sienta hacia mí, el haber estrangulado a su padre, por brutal que sea, por
malvado que haya sido. Se producirá entonces una discusión, una exposición de
hechos durante la cual llegará algún subjefe o algún portallaves que haya
encontrado a Gryphus jadeando todavía o completamente estrangulado, que me
pondrá la mano sobre el hombro. Volveré a ver entonces la Buytenhoff y el
brillo de aquella villana espada, que esta vez no se detendrá en su camino y
establecerá contacto con mi nuca. Nada de eso, Cornelius, amigo mío; ¡es un mal
procedimiento! »
«Pero entonces ¿qué hacer y cómo
encontrar a Rosa? »
Tales eran las reflexiones de Cornelius
tres días después de la funesta escena de la separación entre Rosa y su padre,
precisamente en el momento en que hemos mostrado al lector a Cornelius acodado
a su ventana.
Fue en ese mismo instante cuando entró Gryphus.
Sostenía en la mano un enorme garrote,
sus ojos brillando con malvados pensamientos, una espantosa sonrisa crispando
sus labios, un sospechoso temblor agitando su cuerpo, en su taciturna persona
todo respiraba mala disposición.
Cornelius, abrumado como acabamos de
ver por la necesidad de paciencia, necesidad que el razonamiento había
conducido hasta la convicción, le oyó entrar, adivinó que era él, pero no se
volvió.
Sabía que, esta vez, Rosa no vendría
detrás de él. Nada es más desagradable a las gentes que están encolerizadas que
la indiferencia de aquellos contra quienes se siente esa cólera.
Hecho el gasto, no se puede
desperdiciar.
Se ha subido a la cabeza, se ha puesto
la sangre en ebullición. No vale la pena si esta ebullición no da la
satisfacción de un estallido.
Todo honrado bribón que ha afilado su
mal genio desea por lo menos producir una buena herida a alguien.
Así pues, viendo Gryphus que Cornelius
no se movía, empezó por interpelarlo con un vigoroso:
‑¡Hum! ¡Hum!
Cornelius engarzó entre sus dientes la
canción de las flores, triste pero encantadora canción:
Somos
las hijas del fuego secreto,
del
fuego que circula en las venas de la tierra;
somos
las hijas de la aurora y del rocío,
somos
las hijas del aire,
somos
las hijas del agua;
pero
somos, antes que nada, las hijas del Cielo.
Esta canción, cuyo aire tranquilo y
dulce aumentaba la plácida melancolía, exasperó a Gryphus.
Golpeó el pavimento con su garrote
gritando:
‑¡Eh! Señor cantor, ¿no me oís?
Cornelius se volvió.
‑Buenos días ‑saludó.
Y reemprendió su canción.
Los
hombres nos mancillan y nos matan al amarnos.
Este
hilo es nuestra raíz, es decir, nuestra vida.
Pero
nos levantamos lo más alto que podemos
con
nuestros brazos tendidos al cielo.
‑¡Ah! Brujo maldito, ¡creo que te
burlas de mí! ‑gritó Gryphus. Cornelius continuó:.
Es
que el Cielo es nuestra patria,
nuestra
verdadera patria, ya que de él viene nuestra alma,
ya
que a él retorna nuestra alma,
nuestra
alma, es decir, nuestro perfume.
Gryphus se acercó al prisionero.
‑Pero ¿no ves entonces que he
encontrado el mejor medio para reducirte y para forzarte a confesar tus
crímenes?
‑¿Es que estáis loco, mi querido señor
Gryphus? ‑preguntó Cornelius volviéndose.
Y, como al decir esto, viera el rostro
alterado, los ojos brillantes, la boca espumante del viejo carcelero, exclamó:
‑¡Diablos! Estamos más que locos, según
parece; ¡estamos furiosos!
Gryphus hizo un molinete con su garrote.
‑¡Ah, señor Gryphus! ‑dijo Van Baerle
sin alterarse, cruzándose de brazos‑. Parece que me amenazáis.
‑¡Oh, sí! ¡Te amenazo! ‑gritó el
carcelero.
‑¿Y con qué?
‑En primer lugar, mira lo que tengo en
la mano.
‑Creo que es un garrote ‑observó
Cornelius con calma‑, e incluso un grueso garrote; pero no me imagino que sea
con esto con lo que me amenazáis.
‑¡Ah! ¡No lo imaginas! Y ¿por qué?
‑Porque todo carcelero que golpea a un
prisionero se expone a dos castigos; el primero, artículo IX del reglamento de
Loevestein: «Será expulsado todo carcelero, inspector o portallaves que ponga
la mano sobre un prisionero de Estado.»
‑La mano ‑exclamó Gryphus ebrio de
cólera‑, pero el garrote; ¡ah!, el reglamento no habla del garrote.
‑El segundo ‑‑continuó Cornelius‑, el
segundo que no está inscrito en el reglamento pero que se halla en el
Evangelio, el segundo, es éste: «Quien golpea con la espada, morirá por la
espada. Quien toca con el garrote, será apaleado con el garrote.»
Gryphus, cada vez más exasperado por el
tono tranquilo y sentencioso de Cornelius, blandió la estaca; pero en el
momento en que la levantaba, Cornelius se lanzó sobre él, se la arrancó de las
manos y se la puso bajo su propio brazo.
Gryphus aullaba de cólera.
‑Vamos, vamos, buen hombre ‑dijo Cornelius‑,
os exponéis a perder vuestra plaza.
‑¡Ah, brujo! Te trataré de otra forma ‑rugió
Gryphus.
‑En buena hora.
‑¿Ves que mi mano está vacía?
‑Sí, lo veo, a incluso con
satisfacción.
‑Tú sabes que no lo está habitualmente
cuando subo la escalera por las mañanas.
‑¡Ah! Es verdad. Me traéis por
costumbre la peor sopa o la más lastimosa comida que imaginarse pueda. Pero
esto no es un castigo para mí; yo no me alimento más que de pan, y el pan,
cuanto peor es a lo gusto, Gryphus, mejor lo es al mío.
‑¿Mejor lo es al tuyo?
‑Sí.
‑¿Y la razón?
‑¡Oh! Es muy sencilla.
‑Dila, pues.
‑De buena gana. Yo sé que al darme pan
malo, tú crees hacerme sufrir.
‑El hecho es que no te lo doy para que
te sea agradable, ¡ladrón!
‑¡Pues bien! Yo que soy brujo, como tú
sabes, cambio tu pan malo en uno excelente, que me deleita más que los
pasteles, y entonces disfruto de un doble placer, el de comer a mi gusto
primero, y luego el de hacerte enrabiar infinitamente.
Gryphus aulló de cólera.
‑¡Ah! Confiesas, pues, que eres brujo ‑exclamó.
‑Vaya si lo soy. No lo digo delante del
mundo, porque ello podría conducirme a la hoguera como Godofredo o Urbano
Grandier; pero cuando sólo estamos vos y yo, no veo ningún inconveniente en
confesarlo.
‑Bueno, bueno, bueno ‑respondió Gryphus‑,
pero si un brujo obtiene pan blanco del pan negro, ¿no muere el brujo de hambre
si no tiene pan en absoluto?
‑¡Eh! ‑exclamó Cornelius.
‑Entonces, no te traeré pan y veremos
al cabo de ocho días.
Cornelius palideció.
‑Y esto ‑continuó Gryphus‑ a partir de
hoy mismo. Ya que eres tan buen brujo, veamos, cambia en pan los muebles de tu
habitación; en cuanto a mí, me ganaré todos los días los dieciocho sous que me
dan para tu alimentación.
‑¡Pero eso es un asesinato! ‑exclamó
Cornelius, arrebatado por un primer movimiento de terror bien comprensible, y
que le era inspirado por ese horrible género de muerte.
‑¡Bueno! ‑continuó Gryphus mofándose‑.
Bueno, ya que eres brujo, vivirás a pesar de todo.
Cornelius recobró su aspecto alegre y
se encogió de hombros.
‑¿Es que no me has visto hacer venir
aquí los palomos de Dordrecht?
‑¿Y bien? ‑replicó Gryphus.
‑¡Pues bien! El palomo proporciona un
hermoso asado; un hombre que coma un palomo todos los días no morirá de hambre,
me parece.
‑¿Y el fuego? ‑preguntó Gryphus.
‑¡El fuego! Pero tú sabes bien que he
hecho un pacto con el diablo. ¿Piensas que el diablo dejará que me falte el
fuego cuando el fuego es su elemento?
‑Un hombre, por fuerte que sea, no
podría comer un palomo todos los días. Han habido apuestas sobre ello, y los
apostadores han renunciado.
‑¡Bueno! ‑dijo Cornelius‑. Cuando me
canse de los palomos, haré subir los peces del Waal y del Mosa.
Gryphus abrió unos grandes ojos
asustados.
‑Me gusta bastante el pescado ‑continuó
Cornelius‑. Tú nunca me lo sirves. ¡Pues bien! Me aprovecharé de que quieres
hacerme morir de hambre para regalarme con pescado.
Gryphus estaba a punto de desmayarse de
cólera e incluso de miedo.
‑Entonces ‑dijo, rehaciéndose y
metiendo la mano en su bolsillo‑, ya que me fuerzas a ello...
‑¡Ah! ¡Un cuchillo! ‑exclamó
Cornelius poniéndose en guardia.
Ambos permanecieron quietos un
instante, Gryphus a la ofensiva, Van Baerle a la defensiva.
Luego, como la situación podía
prolongarse indefinidamente, Cornelius se interesó por las causas de este
recrudecimiento en la cólera de su antagonista:
‑¡Y bien! ‑preguntó‑. ¿Qué más quieres
todavía?
‑Voy a decirte lo que quiero ‑respondió
Gryphus‑. Quiero que me devuelvas a mi hija Rosa.
‑¡Tu hija! ‑exclamó Cornelius.
‑¡Sí, Rosa! Rosa a la que me has
quitado con tu arte demoníaco. Vamos, ¿quieres decirme dónde está?
Y la actitud de Gryphus se hizo cada
vez más amenazante.
‑¿Rosa no está en Loevestein? ‑se
extrañó Cornelius.
‑Tú lo sabes bien. Una vez más,
¿quieres devolverme a Rosa?
‑Bueno ‑dijo Cornelius‑, ésta es una
trampa que me tiendes.
‑Por última vez, ¿quieres decirme dónde
está mi hija?
‑¡Ah! Adivínalo, bribón, si es que no
lo sabes.
‑Espera, espera ‑gruñó Gryphus, pálido
y con los labios agitados por la locura que comenzaba a invadir su cerebro‑.
¡Ah! ¿No quieres decir nada? ¡Pues bien! Voy a despegarte los dientes con este
cuchillo.
Dio un paso hacia Cornelius, y
mostrándole el arma que brillaba en su mano, dijo:
‑¿Ves este cuchillo? Con él he matado
más de cincuenta gallos negros. Mataré también a su amo, el diablo, como los
he matado a ellos, ¡espera, espera!
‑Pero, miserable ‑exclamó Cornelius‑,
¡estás, pues, decidido a asesinarme!
‑Quiero abrirte el corazón, para ver
dentro el lugar donde ocultas a mi hija.
Y diciendo estas palabras, con la
ofuscación de la fiebre, Gryphus se precipitó sobre Cornelius, que apenas tuvo
tiempo para saltar detrás de la mesa a fin de evitar el primer golpe.
Gryphus blandía su gran cuchillo
profiriendo horribles amenazas.
Cornelius previó que si se hallaba
fuera del alcance de la mano, no lo estaba fuera del alcance del arma, que
lanzada a distancia podía atravesar el espacio, y venir a hundirse en su pecho;
no perdió, pues, el tiempo, y con el garrote que había conservado
cuidadosamente, asestó un vigoroso golpe sobre la muñeca que sostenía el
cuchillo.
El cuchillo cayó a tierra, y Cornelius
apoyó su pie encima.
Luego, como Gryphus parecía dispuesto a
entablar una lucha a la que el dolor del garrotazo y la vergüenza de haber
sido desarmado dos veces habrían convertido en implacable, Cornelius tomó una
gran decisión.
Arrolló a golpes a su carcelero con una
sangre fría de las más heroicas, escogiendo el lugar donde caía cada vez la
terrible estaca.
Gryphus no tardó en pedir gracia.
Pero antes de pedir gracia, había
gritado, y mucho; sus gritos habían sido oídos y habían puesto en conmoción a
todos los empleados de la casa. Dos portallaves, un inspector y tres o cuatro
guardias, aparecieron de repente y sorprendieron a Cornelius operando con el
garrote en la mano, el cuchillo bajo el pie.
Ante el aspecto de todos estos
testimonios de la fechoría que acababa de cometer, y cuyas circunstancias
atenuantes, como se dice hoy en día, eran desconocidas, Cornelius se sintió
perdido sin remedio.
En efecto, todas las apariencias se
hallaban en su contra.
En un santiamén, Cornelius fue
desarmado, y Gryphus, rodeado, levantado, sostenido, pudo contar, rugiendo de
cólera, las magulladuras que hinchaban sus hombros y su espinazo, como otras
tantas colinas salpicando la cima de una montaña.
Se levantó el atestado, inmediatamente,
con las violencias ejercidas por el prisionero sobre su guardián, y el
atestado inspirado por Gryphus no podía ser tildado de tibio: se trataba nada
menos que de una tentativa de asesinato, proyectado desde hacía tiempo y
realizado contra el carcelero, con premeditación por consiguiente, y en
abierta rebelión.
Mientras se escribía contra Cornelius,
los informes dados por Gryphus hacían su presencia inútil, y los portallaves lo
habían descendido a su habitación molido a golpes y gimiendo.
Durante ese tiempo, los guardias que se
habían apoderado de Cornelius se ocupaban en instruirlo caritativamente sobre
los usos y costumbres de Loevestein, que él ya conocía, por lo demás, tan bien
como ellos, por la lectura que le habían hecho del reglamento en el momento de
su entrada en prisión, y algunos artículos de ese reglamento le habían entrado
perfectamente en la memoria.
Le relataron, además, cómo se había
aplicado este reglamento con respecto a un prisionero llamado Mathias, el
cual, en 1668, es decir, cinco años antes, había cometido un acto de rebeldía,
por otra parte mucho más anodino que el que acababa de permitirse Cornelius.
Había hallado que su sopa estaba
demasiado caliente y se la había arrojado a la cabeza del jefe de los guardianes,
el cual, a continuación de esta ablución, había tenido la desgracia de
levantarse un trozo de piel del rostro al enjugarse.
Mathias, en doce horas, había sido
sacado de su celda; luego, conducido a la oficina de la prisión donde había
sido inscrito como salido de Loevestein.
Después, conducido a la explanada,
desde donde la vista es muy hermosa y alcanza once leguas de extensión.
Allí le habían atado las manos; luego,
vendado los ojos, recitando tres oraciones.
Después le habían invitado a hacer una
genuflexión, y las guardias de Loevestein, en número de doce, a una señal del
sargento, le habían alojado hábilmente cada uno una bala de mosquete en el
cuerpo.
Aquel tal Mathias había muerto al
instante.
Cornelius escuchó con la mayor atención
este desagradable relato.
Luego, habiéndolo escuchado, exclamó:
‑¡Ah! ¡Ah! ¿En doce horas, decís?
‑Sí, la duodécima incluso ni siquiera
había sonado aún, a lo que creo ‑dijo el narrador muy satisfecho.
‑Gracias ‑repuso Cornelius.
El guardia no había borrado la graciosa
sonrisa que le servía de puntuación a su relato cuando un paso sonoro se oyó
en la escalera.
Unas espuelas tintineaban en los bordes
gastados de los escalones.
Los guardias se apartaron para dejar
paso a un oficial.
Éste entró en la celda de Cornelius en
el momento en que el escribano de Loevestein todavía instruía el atestado.
‑¿Es aquí el número 11? ‑preguntó.
‑Sí, coronel ‑respondió un suboficial.
‑Entonces ¿es ésta la celda del
prisionero Cornelius van Baerle?
‑Precisamente, coronel.
‑¿Dónde está el prisionero?
‑Aquí estoy, señor ‑respondió Cornelius
palideciendo un poco, a pesar de todo su valor.
‑¿Sois vos el señor Cornelius van
Baerle? ‑preguntó el recién llegado, dirigiéndose esta vez al mismo
prisionero.
‑Sí, señor.
‑Entonces, seguidme.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Cornelius, cuyo
corazón se estremecía, preso de las primeras angustias de la muerte‑. Qué de
prisa va el trabajo en la fortaleza de Loevestein, ¡y el bellaco me había
hablado de doce horas!
‑¡Eh! ¿Qué es lo que os he dicho? ‑observó
el guardia historiador al oído del paciente.
‑Una mentira.
‑¿Cómo?
Vos me habíais prometido doce horas.
‑¡Ah, sí! Pero os han enviado una ayuda
de campo de Su Alteza, incluso uno de sus más íntimos, ¡el señor Van Deken!
¡Cáspita! No le hicieron tal honor al pobre Mathias.
«Vamos, vamos ‑se dijo Cornelius,
hinchando su pecho con la mayor cantidad de aire posible‑, vamos, mostremos a
esa gente que un burgués, ahijado de Corneille de Witt, puede, sin poner mal
gesto, contener balas de mosquete como el llamado Mathias.»
Y pasó orgullosamente por delante del
escribano que, interrumpido en sus funciones, se apresuró a decir al oficial:
‑Pero, coronel Van Deken, el atestado
no se ha terminado todavía.
‑No vale la pena terminarlo ‑respondió
el oficial.
‑¡Bueno! ‑replicó el escribano
encerrando filosóficamente sus papeles y su pluma en una cartera gastada y
grasienta.
«Estaba escrito ‑pensó el pobre
Cornelius‑, que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor,
ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos,
según se asegura, a todo hombre un poco organizado al que digna dejar gozar
sobre la tierra de la propiedad de un alma y del usufructo de un cuerpo.»
Y siguió al oficial con el ánimo
resuelto y la cabeza alta.
Cornelius contó los peldaños que
conducían a la explanada, lamentando no haber preguntado al guardián cuántos
había; lo cual, en su oficiosa complacencia, éste no hubiera dejado de
decírselo.
Lo que más lamentaba el reo en este
trayecto, que consideraba como el que debía conducirle definitivamente al
comienzo del gran viaje, era el ver a Gryphus y no poder ver a Rosa. ¡Qué
satisfacción, en efecto, debía de brillar en el rostro del padre! ¡Qué dolor
en el rostro de la hija!
Cómo iba a aplaudir Gryphus este
suplicio, venganza feroz de un acto eminentemente justo, al que Cornelius
consideraba haber realizado como un deber.
Pero a Rosa, la pobre muchacha, no la
vería, ¡iba a morir sin haberle dado el último beso o por lo menos el último
adiós!
¡Iba a morir finalmente, sin tener
ninguna noticia del gran tulipán negro, y despertaría allá arriba, sin saber
hacia qué lado debía volver los ojos para encontrarlo!
En verdad, para no deshacerse en
lágrimas en semejante momento, el pobre tulipanero tenía más oes triplex
alrededor del corazón de las que Horacio atribuye al navegante que visita por
primera vez los infames escollos coralíferos.
Cornelius tuvo ocasión de mirar a la
derecha; Cornelius tuvo ocasión de mirar a la izquierda, pero llegó a la
explanada sin haber percibido a Rosa; sin haber percibido a Gryphus.
Había en ello casi una compensación.
Cornelius llegó a la explanada, buscó
valientemente con los ojos a sus ejecutores, los guardias, y vio, en efecto, a
una docena de soldados reunidos y charlando.
Pero reunidos y charlando sin
mosquetes, reunidos y charlando sin estar alineados.
Cuchicheando incluso entre ellos más
bien que charlando, conducta que le pareció a Cornelius indigna de la gravedad
que preside de ordinario semejantes sucesos.
De repente, Gryphus, cojeando,
tambaleándose, apoyándose en una muleta, apareció fuera de su habitación.
Había iluminado para una última mirada todo el fuego de sus viejos ojos grises
de gato. Entonces se puso a vomitar contra Cornelius tal torrente de
abominables imprecaciones que Cornelius, dirigiéndose al oficial, le dijo:
‑Señor, no creo que esté bien dejarme
insultar así por este hombre, y sobre todo en semejante momento.
‑Escuchad, pues ‑replicó el oficial
riendo‑, es muy natural que ese valiente os guarde rencor. ¿Parece que lo
habéis molido a golpes?
‑Pero, señor, lo hice defendiendo mi
cuerpo.
‑¡Bah! ‑exclamó el coronel imprimiendo
a sus hombros un gesto eminentemente filosófico‑. Bah; dejadle decir. ¿Qué os
importa al presente?
Un sudor frío cruzó por la frente de
Cornelius ante esa respuesta, que consideraba como una ironía un poco brutal,
por parte, sobre todo, de un oficial que se le había dicho estaba agregado a la
persona del príncipe.
El desgraciado comprendió que la cosa
no tenía remedio, que no tenía ya amigos, y se resignó.
‑Sea ‑murmuró bajando la cabeza‑, cosas
peores se le hicieron a Cristo, y por inocente que yo sea, no puedo compararme
a Él. Cristo se habría dejado golpear por su carcelero y no le hubiera pegado.
Luego, volviéndose hacia el oficial,
que parecía esperar complaciente a que acabara sus reflexiones, preguntó:
‑Veamos, señor, ¿adónde me lleváis?
El oficial le señaló una carroza
enganchada a cuatro caballos, que le recordó mucho a la carroza que en parecidas
circunstancias había ya herido sus miradas en la Buytenhoff.
‑Subid ‑ordenó.
‑¡Ah! ‑murmuró Cornelius‑. ¡Parece que
no se me harán a mí los honores de la explanada!
Pronunció estas palabras en voz
bastante alta para que el historiador que parecía agregado a su persona las
oyera.
Éste creyó, sin duda, que era deber
suyo darle nuevos informes a Cornelius, porque se acercó a la portezuela, y
mientras el oficial, de pie sobre el estribo daba unas órdenes, le dijo por lo
bajo:
‑Hemos visto a condenados
conducidos a su propia ciudad, y para que el ejemplo fuera más eficaz, sufrir
allí el suplicio delante de la puerta de su propia casa. Esto depende.
Cornelius hizo un gesto de
agradecimiento.
«¡Pues bien! ‑se dijo‑. Aquí hay, en
buena hora, un muchacho al que no le falta nunca el placer de una consolación
cuando se presenta la ocasión. Por mi fe, amigo mío, os estoy muy obligado.
¡Adiós!»
El coche empezó a rodar.
‑¡Ah! ¡Criminal! ¡Ah! ¡Bandido! ‑aulló
Gryphus mostrando el puño a su víctima que se le escapaba‑. Y decir que se va
sin devolverme a mi hija.
«Si me conducen a Dordrecht ‑murmuró
Cornelius para sí‑, veré al pasar por delante de mi casa si mis pobres
platabandas han sido destrozadas.»
El coche rodó todo el día. Dejó
Dordrecht a la izquierda, atravesó Rótterdam, alcanzó Delft. A las cinco de la
tarde había recorrido, por lo menos, veinte leguas.
Cornelius dirigió algunas preguntas al
oficial que le servía a la vez de guardia y de compañero, pero, por
circunspectas que fueran sus demandas, tuvo el disgusto de verlas sin
respuesta.
Cornelius lamentó no tener a su lado a
aquel guardia tan complaciente que hablaba sin hacérselo de rogar.
Sin duda, le hubiera proporcionado
sobre los motivos de ésta, su extraña tercera aventura, detalles tan graciosos
y explicaciones tan precisas como sobre las dos primeras.
Pasaron la noche en el coche. Al día
siguiente, al alba, Cornelius se halló más allá de Leiden, teniendo al mar del
Norte a su izquierda y al mar de Haarlem a su derecha.
Tres horas después entraban en Haarlem.
Cornelius no sabía en absoluto lo que
había ocurrido en Haarlem, y nosotros le dejaremos en esta ignorancia hasta
que sea sacado de ella por los acontecimientos.
Pero no puede suceder lo mismo con el
lector, que tiene el derecho de ser puesto al corriente de las cosas, incluso
antes que nuestro héroe.
Hemos visto que Rosa y el tulipán, como
dos hermanos o como dos huérfanos, habían sido dejados, por el príncipe de
Orange, en casa del presidente Van Systens.
Rosa no recibió ninguna noticia del
estatúder antes de la tarde del día en que lo había visto de frente.
Hacia la tarde, un oficial entró en la
casa de Van Systens: venía de parte de Su Alteza a invitar a Rosa a que se
llegara al Ayuntamiento.
Allí, en la gran sala de las
deliberaciones donde fue introducida, halló al príncipe, que escribía.
Estaba solo y tenía a sus pies un gran
lebrel de Frisia que le miraba fijamente, como si el fiel animal quisiera
intentar hacer lo que ningún hombre podía hacer... leer en el pensamiento de
su amo.
Guillermo continuó escribiendo un
instante todavía; luego, levantando la mirada y viendo a Rosa de pie cerca de
la puerta:
‑Acercaos, señorita ‑dijo sin dejar lo
que escribía.
Rosa dio unos pasos hacia la mesa.
‑Monseñor ‑saludó deteniéndose.
‑Está bien ‑contestó el príncipe‑.
Sentaos.
Rosa obedeció, porque el príncipe la
miraba. Pero apenas el príncipe hubo vuelto los ojos sobre el papel, se retiró
avergonzada.
El príncipe acabó su carta.
Durante ese tiempo, el lebrel había
acudido ante Rosa y la había examinado y acariciado.
¡Ah! ¡Ah! ‑exclamó Guillermo
dirigiéndose a su perro‑. Bien se ve que es una compatriota; la reconoces.
Luego, volviéndose hacia Rosa y fijando
sobre ella su mirada escrutadora y velada al mismo tiempo, dijo:
‑Veamos, hija mía...
El príncipe tenía veintitrés años, Rosa
dieciocho o veinte; habría hablado mejor diciendo mi hermana.
‑Hija mía ‑repitió con ese acento
extrañamente imponente que helaba a todos los que se le acercaban‑, estamos
solos, charlemos. No temáis y hablad confiada.
Todos los miembros de Rosa empezaron a
temblar y, sin embargo, no había más que benevolencia en la fisonomía del
príncipe.
. ‑Monseñor... ‑balbuceó.
‑¿Vos tenéis un padre en Loevestein?
‑Sí, monseñor.
‑¿No le amáis?
‑No le amo, por lo menos, monseñor,
como una hija debería amar a su padre.
‑Es malo no amar a su padre, hija mía,
pero es bueno no mentir a su príncipe.
Rosa bajó los ojos.
‑¿Y por qué razón no amáis a vuestro
padre?
‑Mi padre es malo.
‑¿Y de qué forma se manifiesta su
maldad?
‑Mi padre maltrata a los prisioneros.
‑¿A todos?
‑A todos.
‑Pero ¿no le reprocháis maltratar a uno
en particular?
‑Mi padre maltrata particularmente al
señor Van Baerle, que...
‑¿Que es vuestro amante?
Rosa retrocedió un paso.
‑Al que yo amo, monseñor ‑respondió con
orgullo. .
‑¿Desde hace tiempo? ‑preguntó el
príncipe.
‑Desde el día en que le vi.
‑¿Y vos, le visteis...?
‑A la mañana siguiente del día en que
fueron tan terriblemente ejecutados el ex gran pensionario Jean y su hermano
Corneille.
Los labios del príncipe se apretaron,
su frente se plegó, sus párpados se bajaron de forma que ocultaron un instante
sus ojos. Al cabo de un momento de silencio, continuó:
‑Pero ¿de qué os sirve amar a un hombre
destinado a vivir y a morir en prisión?
‑Si vive y muere en prisión, monseñor,
me servirá para ayudarle a vivir y a morir.
‑¿Y vos aceptaríais esta posición de
ser la mujer de un prisionero?
‑Sería la más orgullosa y la más feliz
de las criaturas humanas siendo la esposa del señor Van Baerle; pero...
‑Pero ¿qué?
‑No me atrevo a decirlo, monseñor. No
me atrevo. Perdonad.
‑Hay una nota de esperanza en vuestro
acento; ¿qué esperáis?
La muchacha levantó sus bellos ojos
sobre Guillermo, sus ojos límpidos y de una inteligencia tan penetrante que
fueron a buscar la clemencia dormida en el fondo de ese corazón sumido en un
sueño que parecía el de la muerte.
‑¡Ah! Ya comprendo.
Rosa sonrió juntando sus manos.
‑Confiáis en mí ‑dijo el príncipe.
‑Sí, monseñor. ¡Hum!
El príncipe selló la carta que acababa
de escribir y llamó a uno de sus oficiales.
‑Señor Van Deken ‑ordenó‑, llevad a
Loevestein este mensaje; tomaréis nota de las órdenes que doy al gobernador, y
en lo que a vos respecta, ejecutadlas. El oficial saludó, y pronto se oyó
repicar bajo la bóveda sonora de la casa el vigoroso galope de un caballo.
‑Hija mía ‑prosiguió después el
príncipe‑, el domingo es la fiesta del tulipán, y el domingo es pasado mañana.
Poneos muy bella con los quinientos florines que tengo aquí; porque deseo que
ese día sea una gran fiesta para vos.
‑¿Cómo quiere Vuestra Alteza que
me vista? ‑murmuró Rosa.
‑Poneos el vestido de las esposas
frisonas ‑dijo Guillermo‑, os sentará muy bien.
Haarlem, donde entramos hace tres días
con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al prisionero, es una hermosa
ciudad que se enorgullece con todo derecho de ser una de las más umbrías de
Holanda.
Mientras otras ponen todo su amor
propio en destacar por sus arsenales y sus fábricas, por sus almacenes y
bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de
los Estados por sus bellos olmos frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre
todo, por sus paseos sombreados, por encima de los cuales formaban bóveda la
encina, el tilo y el castaño.
Haarlem, viendo que Leiden su vecina, y
Ámsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de convertirse en una ciudad de
ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio, Haarlem había
querido ser una ciudad agrícola o, más bien, hortícola.
En efecto, bien cerrada, bien aireada,
bien calentada al sol, ofrecía a los jardineros garantías que cualquier otra
ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de plano, no habrían sabido
proporcionarlas.
Así pues, se había visto establecerse
en Haarlem a todos aquellos espíritus tranquilos que poseían el amor a la
tierra y a sus bienes, como se había visto establecerse en Rótterdam y en
Ámsterdam a todos los espíritus inquietos y movidos, que poseían la afición a
los viajes y al comercio, como se había visto establecerse en La Haya a todos
los políticos mundanos.
Hemos dicho que Leiden había sido la
conquista de los sabios.
Haarlem adquirió, pues, el gusto por
las cosas dulces: la música, la pintura, los vergeles, los paseos, los bosques
y los jardines.
Haarlem se volvió loca por las flores
y, entre todas las flores, por los tulipanes.
Haarlem propuso premios en honor de los
tulipanes, y llegamos así, con toda naturalidad, como se ve a hablar del que
la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán negro sin
mancha y sin defecto, que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.
Habiendo manifestado Haarlem su
especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por las flores en general
y por los tulipanes en particular, en un tiempo en que todo se dedicaba a la
guerra y a las sediciones, habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver
florecer el ideal de los tulipanes, Haarlem, la hermosa ciudad llena de bosques
y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido hacer de esta ceremonia de
la inauguración del premio una fiesta que perdurase eternamente en el recuerdo
de los hombres.
Y tenía a ello tanto más derecho por
cuanto Holanda era el país de las fiestas; jamás naturaleza más perezosa
desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos
republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.
Observad, por ejemplo, los cuadros de
los dos Teniers.
Es verdad que los perezosos son, de
todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se ponen a
trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.
Haarlem se entregaba, pues, a una
triple alegría, porque tenía que celebrar una triple solemnidad: había sido
descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la
ceremonia, como un verdadero holandés que era. Finalmente, constituía un honor
para los Estados mostrar a los franceses, a continuación de una guerra tan
desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la república bátava era
sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamiento del
cañón de las flotas.
La Sociedad Hortícola de Haarlem se
había mostrado digna de sí misma al otorgar cien mil florines por una cebolla
de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado una suma
semejante, que había sido entregada en manos de sus notables para festejar ese
premio nacional.
Así pues, había en este domingo fijado
para esta ceremonia, tal apresuramiento del gentío, tal entusiasmo en los
ciudadanos, que no se habría podido impedir, incluso con esa sonrisa solapada
de los franceses, el admirar el carácter de estos buenos holandeses, dispuestos
a gastar su dinero tan pronto para construir un navío destinado a combatir al
enemigo, es decir, a sostener el honor de la nación, como para recompensar la
invención de una nueva flor destinada a lucir un día, y destinada a distraer
durante ese día a las mujeres, a los niños, a los sabios y a los curiosos.
A la cabeza de los notables y del
comité hortícola, brillaba el señor Van Systens, ataviado con sus más ricos
ropajes.
El digno hombre había realizado grandes
esfuerzos para parecerse a su flor favorita por la elegancia sobria y severa de
sus vestidos, y apresurémonos a decir para su mayor gloria, que lo había
conseguido plenamente. Negro de azabache, terciopelo escabiosa,
seda pensamiento, tal era, con la ropa de una blancura deslumbrante, el traje
ceremonial del presidente, el cual caminaba a la cabeza de su comité con un
enorme ramo semejante al que llevaría, ciento veintiún años más tarde, el señor
De Robespierre, en la fiesta del Ser Supremo.
Sólo que, el bravo presidente, en lugar
de aquel corazón hinchado de odio y de resentimientos ambiciosos del tribuno
francés, llevaba en el pecho una flor no menos inocente que la más inocente de
las que sostenía en la mano.
Se veían detrás de ese comité, matizado
como un césped, perfumado como una primavera, los cuerpos sabios de la ciudad,
los magistrados, los militares, los nobles y los palurdos.
El pueblo, incluso con los señores
republicanos de las Siete Provincias, no mantenía categorías en este orden de
marcha; hacía de valladar.
Éste era, por lo demás, el mejor de
todos los sitios para ver... y para estar.
Éste era el lugar de las multitudes que
esperan, filosofía de los Estados, que los trofeos hayan desfilado, para saber
lo que hay que decir, y algunas veces lo que hay que hacer.
Pero esta vez, no era cuestión, ni del
triunfo de Pompeyo, ni del triunfo de César. Esta vez, no se celebraba ni la
derrota de Mitríades, ni la conquista de las Galias. La procesión era suave
como el paso de un rebaño de corderos sobre la tierra, inofensiva como el vuelo
de una bandada de pájaros en el aire.
Haarlem no tenía otros triunfadores que
sus jardineros. Adorando las flores, Haarlem divinizaba al florista.
Se veía en el centro del cortejo
pacífico y perfumado, el tulipán negro, llevado sobre unas angarillas cubiertas
de terciopelo blanco con franjas de oro. Cuatro hombres portaban las andas y se
veían relevados por otros, así como en Roma eran relevados los que llevaban a
la madre Cibeles, cuando entró en la ciudad eterna, traída de la Etruria al
son de la charanga y con las adoraciones sumisas de todo un pueblo.
Esta exhibición del tulipán era un
homenaje rendido por todo un pueblo sin cultura y sin gusto, al gusto y a la
cultura de los jefes célebres y piadosos que sabían verter la sangre sobre el
pavimento fangoso de la Buytenhoff, sin que por ello dejaran de inscribir más
tarde los nombres de sus víctimas sobre la piedra más hermosa del panteón
holandés.
Estaba convencido que el príncipe
estatúder distribuiría, naturalmente, él mismo el premio de los cien mil
florines, lo cual interesaba a todo el mundo en general, y que pronunciaría tal
vez un discurso, lo que interesaba en particular a sus amigos y a sus enemigos.
En efecto, en los discursos más
indiferentes de los hombres políticos, los amigos o los enemigos de esos
hombres quieren ver siempre relucir en él, y creen siempre poder interpretar,
por consiguiente, un rayo de sus pensamientos.
Como si el sombrero del hombre político
no fuera una pantalla destinada a interceptar toda luz.
En fin, ese gran día tan esperado del
15 de mayo de 1673 había llegado, y Haarlem entera, reforzada por sus
alrededores, estaba alineada a lo largo de los bellos árboles del bosque con
la resolución bien determinada de no aplaudir esta vez ni a los conquistadores
de la guerra, ni a los de la ciencia, sino simplemente a los de la Naturaleza,
que acababan de forzar a esta inagotable madre al alumbramiento, hasta entonces
creído imposible, del tulipán negro.
Pero nada se conserva menos entre los
pueblos que esta resolución de no aplaudir más que a tal o cual cosa. Cuando
una ciudad está en trance de aplaudir, es como cuando se halla en trance de
silbar: no se sabe nunca dónde se detendrá.
Aplaudió, pues, primero a Van Systens y
a su ramo, aplaudió a sus corporaciones, se aplaudió ella misma; y en fin, con
toda justicia esta vez, confesémoslo, aplaudió las excelentes melodías que los
músicos de la ciudad prodigaban en cada alto.
Todos los ojos buscaban cerca de la
heroína de la fiesta, que era la flor del tulipán negro, al héroe de la fiesta
que, naturalmente, era el autor de este tulipán.
Ese héroe, apareciendo a continuación
del discurso que hemos visto elaborar con tanto cuidado al bueno de Van
Systens, ese héroe hubiera producido ciertamente más efecto que el mismo estatúder.
Mas, para nosotros, el interés de la
jornada no estaba ni en ese venerable discurso de nuestro amigo Van Systens,
por elocuente que fuera, ni en los jóvenes aristócratas endomingados que
mascaban sus gruesas tortas, ni en los pobrecitos plebeyos, medio desnudos, que
roían anguilas ahumadas, semejantes a bastones de vainilla. El interés no
residía tampoco en esas bellas holandesas, de tez rosa y seno blanco, ni en
los Mynheer grasientos y rechonchos
que nunca habían abandonado sus casas, ni en los delgados y jóvenes viajeros
que venían de Ceilán o de Java, ni en el populacho alterado que tragaba, a
guisa de refresco, pepino confitado en salmuera. No, para nosotros, el interés
de la situación, el interés poderoso, el interés dramático no estaba ahí.
El interés residía en una figura
radiante y animada que caminaba en medio de los miembros del comité hortícola,
el interés estaba en ese personaje florido en la cintura, peinado, alisado,
vestido todo de escarlata, color que hacía resaltar su pelo negro y su tez
amarilla.
Ese triunfador radiante, excitado, ese
héroe del día destinado al insigne honor de hacer olvidar el discurso de Van
Systens y la presencia del estatúder, era Isaac Boxtel, que veía marchar
delante de él, a su derecha, sobre un almohadón de terciopelo, el tulipán
negro, su pretendido hijo, y a su izquierda, en una gran bolsa, los cien mil
florines en hermosas monedas de oro reluciente, brillante, y que se veía
obligado a bizquear hacia fuera para no perderlos un instante de vista.
De cuando en cuando, Boxtel apresuraba
el paso para ir a frotar su codo con el de Van Systens. Boxtel tomaba así un
poco de su valor, para darse valor a sí mismo, como robó a Rosa su tulipán,
para conseguir su gloria y su fortuna.
Todavía un cuarto de hora de espera y
el príncipe llegaría, el cortejo haría alto en la última estación, el tulipán
se colocaría en su trono, el príncipe, que cedería el paso a su rival en la
adoración pública, cogería una vitela magníficamente coloreada sobre la que estaría
escrito el nombre del autor, y proclamaría con voz alta e inteligible que había
sido descubierta una maravilla; que Holanda, por intermedio de él, Boxtel,
había forzado a la Naturaleza a producir una flor negra, y que esa flor se
llamaría desde entonces en adelante Tulipa nigra Boxtellea.
De cuando en cuando, sin embargo,
Boxtel separaba por un momento los ojos del tulipán y de la bolsa y miraba
tímidamente al gentío, porque temía por encima de todo percibir en ese gentío
la pálida figura de la bella frisona.
Sería un espectro, como se comprende,
que turbaría su fiesta, ni más ni menos como el espectro de Banquo turbó el
festín de Macbeth.
Y, apresurémonos a decirlo, ese
miserable que había franqueado un muro que no era su muro, que había escalado
una ventana para entrar en la casa de su vecino, que, con una falsa llave,
había violado la habitación de Rosa, ese hombre, que había robado finalmente la
gloria de un hombre y la dote de una mujer, ese hombre no se consideraba un
ladrón.
Había velado tanto a este tulipán, lo
había seguido tan ardientemente del cajón del secador de Cornelius hasta el
patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la
fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la
ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su
aliento, que nadie más que él era el autor; cualquiera que en este momento le
quitara el tulipán negro, se lo robaría.
Pero no vio a Rosa.
Resultó así que la alegría de Boxtel no
fue turbada.
El cortejo se detuvo en el centro de
una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guirnaldas e
inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las
jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado
que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el
estatúder.
Y el tulipán orgulloso, alzado
sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo
resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.