viernes, 22 de febrero de 2013

131-140



Había velado tanto a este tulipán, lo había seguido tan ardientemente del cajón del secador de Cornelius hasta el patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su aliento, que nadie más que él era el autor; cual­quiera que en este momento le quitara el tulipán negro, se lo robaría.
Pero no vio a Rosa.
Resultó así que la alegría de Boxtel no fue turbada.
El cortejo se detuvo en el centro de una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guir­naldas e inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el estatúder.
Y el tulipán orgulloso, alzado sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.

XXXII
El Último Ruego


En este solemne momento y cuando se dejaban oír esos aplausos, una carroza discurría por la ruta que bordeaba el bosque, rodando lentamente a causa de los niños empujados fuera de la avenida de los árboles por las prisas de los hombres y de las mujeres.
Esta carroza, polvorienta, fatigados los caballos, chi­rriando sobre sus ejes, encerraba al desgraciado Van Baerle, a quien, por la portezuela abierta, comenzaba a ofrecérsele el espectáculo que, muy imperfectamente sin duda, hemos intentado poner bajo los ojos de nuestros lectores.
Esta muchedumbre, ese ruido, ese reflejo de todos los esplendores humanos y naturales, deslumbraba al prisionero como un rayo que hubiera entrado en su calabozo.
A pesar del poco interés que había puesto su com­pañero en responderle, cuando le había interrogado sobre su propia suerte, se aventuró a interrogarle una última vez sobre qué significaba aquel bullicio, que en un principio debía y podía creer le era totalmente extraño.
‑Os lo ruego, ¿qué es todo esto, señor coronel? ‑preguntó al oficial encargado de escoltarle.
‑Como podéis ver, señor ‑replicó aquél‑, se tra­ta de una fiesta.
‑¡Ah! ¡Una fiesta! ‑exclamó Cornelius con ese tono lúgubremente indiferente de un hombre que no disfruta de ninguna alegría en este mundo desde hace mucho tiempo.
Después, tras un instante de silencio y cuando el coche había rodado unas pocos metros más, preguntó:
‑¿La fiesta patronal de Haarlem? Porque veo mu­chas flores.
‑Es, en efecto, una fiesta en la que las flores repre­sentan el papel principal, señor.
‑¡Oh! ¡Los dulces aromas! ¡Los bellos colores! ‑exclamó Cornelius.
‑Deteneos, que el señor lo vea ‑ordenó el oficial, con uno de esos gestos de dulce piedad que son pro­pios sólo de los militares, al soldado encargado del postillón.
‑¡Oh! Gracias, señor, por vuestra cortesía ‑repli­có melancólicamente Van Baerle‑. Pero esto constitu­ye para mí una alegría más dolorosa que para los otros: ahorrádmela, os lo ruego.
‑Como queráis; continuemos entonces. He orde­nado que nos detuviéramos, porque pasáis por amador de las flores, sobre todo, de aquellas por las que se ce­lebra hoy la fiesta.
‑¿Y por qué flores celebran hoy la fiesta, señor?
‑Por los tulipanes.
‑¡Por los tulipanes! ‑repitió Van Baerle‑. ¿Hoy es la fiesta de los tulipanes?
‑Sí, señor; pero ya que este espectáculo os resulta desagradable, continuemos.
Y el oficial se dispuso a dar la orden de continuar el camino.
Pero Cornelius le detuvo, pues una duda dolorosa acababa de cruzar su mente.
‑Señor ‑preguntó con voz temblorosa‑, ¿será hoy acaso cuando se otorga el premio?
‑El premio del tulipán negro; sí.
Las mejillas de Cornelius se tiñeron de púrpura, un temblor corrió por todo su cuerpo y el sudor perló su frente.
Luego, pensando que, ausentes él y su tulipán, la fiesta abortaría sin duda a falta de un hombre y de una flor que coronar, dijo:
‑Por desgracia, todas estas bravas gentes serán tan desdichadas como yo, porque no verán esta gran solem­nidad a la que son convidados, o por lo menos, la verán incompleta.
‑¿Qué queréis decir, señor?
‑Quiero decir que nunca ‑contestó Cornelius reclinándose en el fondo del coche‑, excepto por al­guien a quien yo conozco, será hallado el tulipán negro.
‑Entonces, señor ‑dijo el oficial‑, ese alguien a quien vos conocéis lo ha hallado; porque eso es lo que todo Haarlem contempla en este momento, la flor que vos consideráis como inhallable.
‑¡El tulipán negro! ‑exclamó Van Baerle asoman­do la mitad de su cuerpo por la portezuela‑. ¿Dónde? ¿Dónde?
‑Allá abajo, sobre el trono, ¿lo veis?
‑¡Lo veo!
‑¡Vamos, señor! ‑dijo el oficial‑. Ahora hay que partir.
‑¡Oh! Por piedad, por favor, señor ‑rogó Van Baerle‑. No me llevéis. ¡Dejadme mirar todavía! ¡Cómo, eso que veo allá abajo es el tulipán negro, bien negro...! ¿Es posible? ¡Oh, señor! ¿Lo habéis visto? Debe de tener manchas, debe de ser imperfecto, tal vez esté teñido de negro solamente: ¡oh!, si yo estuviera allí sabría decíroslo, señor; dejadme bajar, dejádmelo ver de cerca, os lo ruego.
‑¿Estáis loco, señor?
‑Os lo suplico.
‑Pero ¿olvidáis que estáis prisionero?
‑Soy un prisionero, es verdad, pero soy un hom­bre de honor; y por mi honor, señor, no me escaparé, no intentaré huir. ¡Dejadme solamente mirar la flor!
‑Pero ¿mis órdenes, señor?
Y el oficial hizo un nuevo movimiento para ordenar al soldado que reemprendiera el camino.
Cornelius le detuvo una vez más.
‑¡Oh! Sed paciente, sed generoso, toda mi vida descansa en un gesto de vuestra piedad. ¡Ay! Mi vida, señor, no será probablemente muy larga ahora. ¡Ah! Vos no sabéis lo que yo sufro; vos no sabéis todo lo que combate en mi cabeza y en mi corazón; porque en fin ‑continuó Cornelius con desesperación‑, si fuera mi tulipán, si fuera el que le han robado a Rosa, ¡oh, señor! Comprendéis bien lo que es haber hallado el tulipán negro, haberlo visto un instante, haber reconocido que era perfecto, que era a la vez una obra maestra del arte y de la Naturaleza y perderla, perderla para siempre. ¡Oh! Es preciso que vaya a verlo. Me mataréis después si queréis, pero lo veré, lo veré.
‑Callad, desdichado, y no os asoméis, porque aquí esta ya la escolta de Su Alteza el estatúder que cruza la vuestra, y si el príncipe observa un escándalo, oye un ruido, ése sería vuestro fin y el mío.
Van Baerle, todavía más asustado por su compañe­ro que por sí mismo, volvió a echarse en el asiento, pero no pudo mantenerse allí ni medio minuto, y apenas aca­baban de pasar los veinte primeros jinetes cuando se asomó de nuevo a la portezuela, gesticulando y supli­cando al estatúder, precisamente en el momento en que éste pasaba por su lado.
Guillermo, impasible y sencillo, como de costum­bre, se dirigía a la plaza para cumplir con su deber de presidente. Tenía en la mano su rollo de vitela que, en esta jornada de fiesta, se había convertido en su bastón de mando.
Viendo a ese hombre que gesticulaba y suplicaba, reconociendo también quizá al oficial que acompaña­ba a ese hombre, el príncipe estatúder dio la orden de detenerse.
En el mismo instante, sus caballos estremeciéndose bajo sus corvejones de acero, hicieron alto a seis pasos de Van Baerle, encajado en su carroza.
‑¿Qué es esto? ‑preguntó el príncipe al oficial que, a la primera orden del estatúder, había saltado del coche y se acercaba respetuosamente a él.
‑Monseñor ‑contestó‑, es el prisionero de Esta­do que, por vuestra orden, a ido a buscar a Loevestein, y que os lo traía a Haarlem, como Vuestra Alteza deseaba.
‑¿Qué quiere?
‑Pide con insistencia que se le permita detenerse un instante aquí.
‑Para ver el tulipán negro, monseñor ‑gritó Van Baerle, juntando las manos‑ y luego, cuando lo haya visto, cuando sepa lo que debo saber, moriré, si es pre­ciso, pero al morir bendeciré a Vuestra Alteza miseri­cordiosa, intermediaria entre la divinidad y yo; a Vues­tra Alteza que permitirá que mi obra haya tenido un fin y su glorificación.
Era, en efecto, un curioso espectáculo éste de los dos hombres, cada uno a la portezuela de su carroza, rodea­dos de sus guardias; el uno poderoso, el otro miserable; el uno dispuesto a subir a su trono, el otro creyéndose a punto de subir al patíbulo.
Guillermo había mirado fríamente a Cornelius y escuchado su vehemente ruego.
Entonces, dirigiéndose al oficial, dijo:
‑Ese hombre ¿es el prisionero rebelde que ha que­rido matar a su carcelero en Loevestein?
Cornelius lanzó un suspiro y bajó la cabeza. Su dulce y honrado rostro enrojeció y palideció a la vez. Estas palabras del príncipe omnipotente, omniscien­te, esta infalibilidad divina que, por algún mensajero se­creto a invisible al resto de los hombres, conocía ya su crimen, le aseguraban no solamente la severidad del cas­tigo, sino también una negativa.
No intentó luchar, no intentó defenderse en abso­luto: ofreció al príncipe ese espectáculo lindante a una candorosa desesperación, muy inteligible y muy emo­cionante para un corazón tan grande y para un espíritu tan amplio como el del que lo contemplaba.
‑Permitid al prisionero que baje ‑dijo el estatú­der‑ y que vaya a ver el tulipán negro, bien digno de ser visto, por lo menos, una vez.
‑¡Oh! ‑exclamó Cornelius a punto de desvane­cerse de alegría y tambaleándose sobre el estribo de la carroza‑. ¡Oh, monseñor!
Y se sofocó; y sin el brazo del oficial que le prestó su apoyo, hubiera sido de rodillas y con la frente en el polvo como el pobre Cornelius hubiera dado las gracias a Su Alteza.
Dado este permiso, el príncipe continuó su camino por el bosque, en medio de las aclamaciones más entu­siastas.
Llegó enseguida a su estrado, y el cañón tronó en las profundidades del horizonte.

Conclusión


Van Baerle, conducido por cuatro guardias que se abrían camino por entre el gentío, atravesó oblicuamen­te hacia el tulipán negro, al que devoraban sus miradas cada vez más próximas.
La vio por fin, la flor única que debía, bajo unas combinaciones desconocidas de calor, de frío, de som­bra y de luz, aparecer un día para desaparecer para siem­pre. La vio a seis pasos; saboreó sus perfecciones y sus gracias; la vio detrás de las jóvenes que formaban una guardia de honor a esta reina de la nobleza y de la pure­za. Y, sin embargo, cuanto más se aseguraba por sus pro­pios ojos de la perfección de la flor, más sentía desgarra­do su corazón. Buscaba a su alrededor para formular una pregunta, una sola. Mas por todas partes veía rostros desconocidos; por todas partes la atención se dirigía ha­cia el trono en el que acababa de sentarse el estatúder.
Guillermo, que acaparaba toda la atención, ‑se levan­tó, paseó una tranquila mirada sobre la muchedumbre enajenada, y su ojo agudo se detuvo alternativamente en las tres extremidades de un triángulo formado frente a él por tres intereses y por tres personajes muy distintos.
En uno de los ángulos, Boxtel, temblando de impa­ciencia y devorando con toda su atención al príncipe, a los florines, al tulipán negro y a la asamblea.
En otro, con Cornelius jadeante, mudo, no tenien­do mirada, vida, corazón, amor, más que para el tulipán negro, su hijo.
Por último, en el tercero, de pie sobre una tarima entre las vírgenes de Haarlem, una bella frisona vestida de fina lana roja bordada de plata y cubierta de encajes que caían en oleadas desde su casco de oro.
Rosa, en fin, que se apoyaba desfallecida y con los ojos anegados, en el brazo de uno de los oficiales de Guillermo.
El príncipe, entonces, viendo a todos sus auditores dispuestos, desenrolló lentamente la vitela y, con voz tranquila, clara, aunque débil, pero de la que no se per­día ni una sílaba gracias al silencio religioso que se aba­tió de repente sobre los cincuenta mil espectadores, encadenó su aliento a sus labios:
‑Sabéis ‑dijo‑ con qué fin habéis sido reunidos aquí. Se ha prometido un premio de cien mil florines a quien hallara el tulipán negro. ¡El tulipán negro! Y esta maravilla de Holanda está aquí expuesta ante vuestros ojos; el tulipán negro ha sido hallado y con todas las condiciones exigidas por el programa de la Sociedad Hortícola de Haarlem. La historia de su nacimiento y el nombre de su autor serán inscritos en el libro de honor de la ciudad. Haced aproximarse a la persona que es propietaria del tulipán negro.
Y al pronunciar estas palabras, el príncipe, para juz­gar el efecto que las mismas producirían, paseó su cla­ra mirada sobre los tres ángulos del triángulo.
Vio a Boxtel saltar de su grada.
Vio a Cornelius hacer un movimiento involuntario.
Vio finalmente al oficial encargado de velar por Rosa, conducirla o más bien empujarla delante de su trono.
Un doble grito partió a la vez de la derecha y de la izquierda del príncipe.
Boxtel fulminado, Cornelius desatinado, habían gri­tado: ¡Rosa! ¡Rosa!
‑Este tulipán es realmente vuestro, ¿verdad, mu­chacha? ‑preguntó el príncipe.
‑¡Sí, monseñor! ‑balbuceó Rosa, a la que un mur­mullo universal venía a saludarla en su tierna belleza.
« ¡Oh! ‑murmuró Cornelius‑. Ella mentía, pues, cuando decía que le habían robado esta flor. ¡Oh! ¡Por esto era por lo que había abandonado Loevestein! ¡Ol­vidado, traicionado por ella, por ella a quien creía mi mejor amiga!»
«¡Oh! ‑gimió Boxtel por su parte‑. Estoy per­dido! »
‑Este tulipán ‑prosiguió el príncipe‑ llevará, pues, el nombre de su inventor, y será inscrito en el catálogo de las flores con el título de Tulipa nigra Rosa Barloensis, a causa del nombre de Van Baerle, que será de ahora en adelante el nombre de casada de esta joven.
Y al mismo tiempo, Guillermo cogió la mano de Rosa y la puso en la mano de un hombre que acababa de abalanzarse, pálido, aturdido, anonadado de alegría, al pie del trono, saludando alternativamente a su prín­cipe, a su novia y a Dios que, desde el infinito del azur del cielo, contemplaba sonriente el espectáculo de dos corazones felices.
Al mismo tiempo, también caía a los pies del presi­dente Van Systens, otro hombre, herido por una emo­ción muy diferente.
Boxtel, aniquilado bajo las ruinas de sus esperanzas, acababa de perder el sentido. Lo levantaron, reconocie­ron su pulso y su corazón; estaba muerto.
Este incidente no turbó gran cosa la fiesta, dado que ni el presidente ni el príncipe parecieron preocuparse mucho de él.
Cornelius retrocedió espantado: en su ladrón, en su falso Jacob, acababa de reconocer al verdadero Isaac Boxtel, su vecino, del que en la pureza de su alma, no había jamás sospechado ni por un solo instante una ac­ción tan malvada.
Fue por lo demás una gran suerte para Boxtel que Dios le hubiera enviado tan a punto ese ataque de apo­plejía fulminante, ya que ello le impidió ver por más tiempo cosas tan dolorosas para su orgullo y su ava­ricia.
Luego, al son de las trompetas, la procesión reem­prendió la marcha sin que nada hubiera cambiado en su ceremonial, sino que Boxtel estaba muerto y que Cor­nelius y Rosa caminaban lado a lado y la mano de uno en la mano de la otra. Cuando llegaron al Ayuntamien­to, el príncipe, señalando con el dedo la bolsa de los cien mil florines de oro a Cornelius, dijo:
‑No se sabe claramente quién ha ganado este dine­ro, si vos o Rosa; porque si vos habéis hallado el tulipán negro, ella lo ha criado y hecho florecer; así pues, no ofrecérselo a ella como dote sería injusto. Por otra parte, éste es el regalo de la ciudad de Haarlem al tu­lipán.
Cornelius esperaba para saber dónde quería ir a parar el príncipe. Éste continuó:
‑Doy a Rosa cien mil florines, que bien se los ha ganado y que podrá ofrecéroslos a vos; son el precio de su amor, de su coraje y de su honestidad. En cuanto a vos, señor, gracias una vez más a Rosa, que ha traído la prueba de vuestra inocencia ‑y diciendo estas palabras, el príncipe tendió a Cornelius la famosa hoja de la Bi­blia sobre la que estaba escrita la Carta de Corneille de Witt, y que había servido para envolver el tercer bul­bo‑, en cuanto a vos, digo, nos hemos dado cuenta de que fuisteis encarcelado por un crimen que no habíais cometido. Con esto quiero deciros, no solamente que sois libre, sino, además, que los bienes de un hombre inocente no pueden ser confiscados. Vuestros bienes os serán, pues, devueltos. Señor Van Baerle, vos sois el ahi­jado de Corneille de Witt y amigo de Jean. Permaneced digno del nombre que os ha confiado el uno en las fuen­tes del bautismo, y de la amistad que el otro os había profesado. Conservad la tradición de los méritos de ambos, porque esos señores De Witt, mal juzgados, mal castigados, en un momento de error popular, eran dos grandes ciudadanos de los que Holanda se siente hoy orgullosa.
El príncipe, después de estas palabras que pronun­ció con voz emocionada, contra su costumbre, dio sus dos manos a besar a los futuros esposos, que se arrodi­llaron a su lado.
Luego, lanzando un suspiro, exclamó:
‑¡Ay! Vosotros sois realmente felices, ya que al soñar con la verdadera gloria de Holanda y, sobre todo, con su verdadera dicha, no buscáis conquistarle más que nuevos colores de tulipanes.
Y lanzando una mirada hacia el horizonte, por don­de quedaba Francia, como si hubiera visto nuevas nubes amontonarse por aquel lado, subió de nuevo a su carro­za y partió.
Cornelius, por su parte, salió el mismo día para Dordre­cht con Rosa, quien, por medio de la vieja Zug, a la que se expidió en calidad de embajador, hizo prevenir a su padre de todo lo que había ocurrido.
Los que, gracias a la exposición que hemos hecho, conocen el carácter del viejo Gryphus, comprenderán que se reconcilió difícilmente con su yerno. Conserva­ba en su corazón los garrotazos recibidos, los había contado por las magulladuras; mostraban, decía, cuaren­ta y uno; pero acabó por rendirse, para no ser menos generoso, decía, que Su Alteza el estatúder.
Convertido en guardián de tulipanes, después de haber sido carcelero de hombres, fue el más celoso car­celero de flores que se hubiera encontrado nunca en Flandes. Así, había que verlo, vigilando las mariposas peligrosas, matando los ratones campestres y espantan­do las abejas demasiado hambrientas.
Cuando supo la historia de Boxtel y furioso por haber sido engañado por el falso Jacob, se dedicó a de­moler el observatorio elevado anteriormente por el en­vidioso detrás del sicomoro; porque el recinto de Box­tel vendido en subasta, se incluyó en las platabandas de Cornelius, que aumentó su hacienda de modo que pu­diera defenderse de todos los telescopios de Dordrecht.
Rosa, cada vez más bella, fue aprendiendo cada vez más y al cabo de dos años de matrimonio, sabía leer y escribir tan bien, que pudo encargarse sola de la educa­ción de dos hermosos niños, que le habían nacido en los meses de mayo de 1674 y 1675, como los tulipanes, y que le dieron mucho menos trabajo que la famosa flor a la que debía el haberlos tenido. Y no hay que decir que uno era un muchacho y el otro una chica, y que el pri­mero recibió el nombre de Cornelius, y la segunda, el de Rosa.
Van Baerle permaneció fiel a Rosa como a sus tuli­panes; toda su vida se ocupó de la felicidad de su mu­jer y del cultivo de las flores, cultivo gracias al cual ha­lló un gran número de variedades que están inscritas en el catálogo holandés. Los dos principales ornamentos de su salón estaban enmarcados en marcos de oro, y eran las dos hojas de la Biblia de Corneille de Witt; sobre una, como se recuerda, su padrino le había escrito que quemara la correspondencia del marqués de Louvois.
Sobre la otra, había legado a Rosa el bulbo del tuli­pán negro, a condición de que con su dote de cien mil florines se casara con un guapo muchacho de veintiséis a veintiocho años, al que amara y que la quisiera.
Condición que había sido escrupulosamente cumplida, aunque Cornelius no hubiera muerto y justamen­te porque no había muerto.
Finalmente, para combatir a los envidiosos del por­venir, a los que la Providencia tal vez no hubiera teni­do el placer de desembarazarse de ellos como lo había hecho con Mynheer Isaac Boxtel, escribió encima de su puerta esta frase que De Grotius había grabado el día de su huida, en el muro de su prisión:
Se ha sufrido muchas veces lo bastante para tener el derecho de no decir jamás: soy demasiado feliz.

FIN

Índice



111-130


‑Esto ‑anunció con su voz clara y firmemente acentuada‑ no compete a los miembros de la Sociedad Hortícola. Están para juzgar al tulipán negro y no co­nocen los delitos políticos. Continuad, muchacha, con­tinuad.
Van Systens, con una elocuente mirada, le dio las gracias en nombre de los tulipanes al nuevo miembro de la Sociedad Hortícola.
Rosa, tranquilizada por esa especie de estímulo que le había dado el desconocido, relató todo lo que había ocurrido desde hacía tres meses, todo lo que había he­cho, todo lo que había sufrido. Habló de la dureza de Gryphus, de la destrucción del primer bulbo, del dolor del prisionero, de las precauciones tomadas para que el segundo bulbo llegara a buen fin, de la paciencia del prisionero, de sus angustias durante su separación; cómo había querido morir de hambre porque no reci­bía noticias de su tulipán; de la alegría que había expe­rimentado en su reunión, y finalmente de la desesperación de ambos cuando vieron que el tulipán que acababa de florecer les había sido robado una hora después de su floración.
Todo esto fue dicho con un acento de verdad que dejó al príncipe impasible, en apariencia por lo menos, pero que no dejó de producir su efecto sobre Van Sys­tens.
‑Pero ‑intervino el príncipe‑ no hace mucho tiempo que conocéis a ese prisionero.
Rosa abrió sus grandes ojos y miró al desconocido, que se hundió en la sombra, como si quisiera huir de esa mirada
‑¿Por qué lo decís, señor? ‑preguntó.
‑Porque no hace más que cuatro meses que el car­celero Gryphus y su hija están en Loevestein.
‑Es verdad, señor.
‑Y a menos que vos no hayáis solicitado el trasla­do de vuestro padre para seguir a algún prisionero que haya sido transportado de La Haya a Loevestein...
‑¡Señor! ‑exclamó Rosa, enrojeciendo.
‑Acabad ‑ordenó Guillermo.
‑Lo confieso, conocí al prisionero en La Haya.
‑¡Afortunado prisionero! ‑comentó sonriendo Guillermo.
En ese momento, el oficial que había sido enviado a buscar a Boxtel entró y anunció al príncipe que aquel le seguía con su tulipán.

XXVII
El Tercer Bulbo


Apenas se había anunciado el retorno de Boxtel cuando éste entró en persona en el salón de Van Systens, seguido de dos hombres que llevaban en una caja el precioso fardo, que fue depositado sobre una mesa.
El príncipe, prevenido, abandonó el despacho, pasó al salón, lo admiró y se calló, y regresó silenciosamen­te para ocupar su lugar en el rincón oscuro donde él mismo había colocado su sillón.
Rosa, palpitante, pálida, llena de terror, esperaba a que se la invitara a ir a ver a su vez.
Oyó la voz de Boxtel.
‑Es él ‑exclamó.
El príncipe le hizo señas para que fuese a mirar al salón por la puerta entreabierta.
‑Es mi tulipán ‑dijo Rosa‑, es él, lo reconozco. ¡Oh, mi pobre Cornelius!
Y se deshizo en lágrimas.
El príncipe se levantó, dirigiéndose pausadamente hacia la puerta, donde permaneció un instante en la luz.
La mirada de Rosa se detuvo en él. Más que nunca estaba segura de que aquélla no era la primera vez que veía a ese extraño.
‑Señor Boxtel ‑ordenó el príncipe‑, entrad aquí. Boxtel acudió apresuradamente y se encontró frente a frente con Guillermo de Orange.
‑¡Su Alteza! ‑exclamó retrocediendo.
‑¡Su Alteza! ‑repitió Rosa completamente atur­dida.
Ante esta exclamación salida de su derecha, Boxtel se volvió y percibió a Rosa.
A su vista, todo el cuerpo del envidioso se estreme­ció como al contacto de una pila de Volta.
«¡Ah! ‑murmuró el príncipe hablando consigo mismo‑. Está turbado.»
Pero Boxtel, con un poderoso esfuerzo de su domi­nio, ya se había recobrado.
‑Señor Boxtel ‑dijo Guillermo‑, parece que ha­béis hallado el secreto del tulipán negro.
‑Sí, monseñor ‑respondió Boxtel con voz donde se descubría alguna turbación.
Es verdad que esa turbación podía provenir de la emoción que el tulipanero había experimentado al reco­nocer a Guillermo.
‑Pero ‑continuó el príncipe‑ aquí hay una joven que también pretende haberlo hallado.
Boxtel sonrió desdeñosamente y se encogió de hom­bros.
Guillermo seguía todos sus movimientos con una notable intensa curiosidad.
‑Así pues, ¿reconocéis a esta joven? -preguntó el príncipe.
‑No, monseñor.
‑Y vos, joven, ¿conocéis al señor Boxtel?
‑No, yo no conozco al señor Boxtel, pero conoz­co al señor Jacob.
‑¿Qué queréis decir?
‑Quiero decir que en Loevestein, éste que se hace llamar Isaac Boxtel, se hacía llamar Jacob.
‑¿Qué decís a eso, señor Boxtel?
‑Digo que esta joven miente, monseñor.
‑¿Negáis haber estado nunca en Loevestein?
Boxtel vaciló; con la mirada fija a imperiosamente escrutadora, el príncipe le impedía mentir.
‑No puedo negar haber estado en Loevestein, monseñor, pero niego haber robado el tulipán.
‑¡Vos me lo habéis robado, y de mi habitación! ‑exclamó Rosa indignada.
‑Lo niego.
‑Escuchad, ¿negáis haberme seguido al jardín, el día en que yo preparaba la platabanda donde debía en­terrarlo? ¿Negáis haberme seguido al jardín donde hice ademán de plantarlo? ¿Negáis haberos precipitado aquella noche, después de mi salida, sobre el lugar don­de vos esperábais hallar el bulbo? ¿Negáis haber regis­trado la tierra con vuestras manos, aunque inútilmente, ¡gracias a Dios!, porque aquello no era más que una trampa para reconocer vuestras intenciones? Decid, ¿negáis todo eso? ¿Os atrevéis a negarlo?
Boxtel no juzgó oportuno responder a estas diver­sas interrogaciones. Pero, dejando la polémica entabla­da con Rosa y volviéndose hacia el príncipe, dijo:
‑Hace veinte años, monseñor, que cultivo tulipa­nes en Dordrecht, a incluso he adquirido en este arte una cierta reputación: uno de mis híbridos lleva en el catálogo un nombre ilustre. Lo dediqué al rey de Por­tugal. Ahora, he aquí la verdad. Esta joven sabía que yo había hallado el tulipán negro, y de acuerdo con cierto amante que tenía en la fortaleza de Loevestein, esta jo­ven concibió el proyecto de arruinarme apropiándose del premio de cien mil florines que ganaré, espero, gra­cias a vuestra justicia.
‑¡Oh! ‑exclamó Rosa arrebatada de cólera.
.¡Silencio! ‑ordenó el príncipe.
Luego, volviéndose hacia Boxtel:
‑¿Y quién es ‑preguntó‑ ese prisionero que vos decís ser el amante de esta joven?
Rosa pareció ir a desmayarse, porque el prisionero estaba recomendado por el príncipe como un gran cul­pable.
Nada podía ser más agradable a Boxtel que esta pre­gunta.
‑¿Quién es ese prisionero? ‑repitió el estatúder.
‑Ese prisionero, monseñor, es un hombre cuyo solo nombre probará a Vuestra Alteza cuánta fe se pue­de tener en su veracidad. Ese prisionero es un crimi­nal de Estado condenado una vez a muerte.
‑¿Y que se llama...?
Rosa ocultó la cabeza entre sus dos manos con un gesto desesperado.
‑Cornelius van Baerle ‑anunció Boxtel‑, y es el propio ahijado de aquel bandido de Corneille de Witt.
El príncipe se sobresaltó. Su mirada calmosa lanzó una llamarada, y el frío de la muerte se extendió de nuevo por su rostro inmóvil.
Se dirigió a Rosa y le hizo con el dedo una señal para que separara sus manos de la cara.
Rosa obedeció, como lo hubiera hecho sin ver, una mujer sometida a un poder magnético.
‑Fue, pues, para seguir a ese hombre por lo que vinisteis a pedirme a Leiden el traslado de vuestro padre.
Rosa bajó la cabeza y se desplomó aplastada mur­murando:
‑Sí, monseñor.
‑Proseguid ‑ordenó el príncipe a Boxtel.
‑No tengo nada más que decir ‑continuó éste‑. Vuestra Alteza lo sabe todo. Sin embargo, no quería decir esto, para no hacer enrojecer a esta muchacha por su ingratitud. Fui a Loevestein porque mis negocios me llamaron allí; entablé conocimiento con el viejo Gryphus y me enamoré de su hija, a la que pedí en matrimonio, y como yo no era rico, imprudentemente, le confié mi esperanza de ganar cien mil florines. Y para justificar esta esperanza, le enseñé el tulipán negro. Entonces, como su amante, para ocultar los complots que tramaba en Dordrecht, afectaba cultivar tulipanes, ambos concibieron mi pérdida.
»La víspera de la floración de la planta, el tulipán fue robado de mi casa por esta joven y llevado a su habita­ción, donde tuve la suerte de recuperarlo en el momento en que ella tenía la audacia de expedir un mensajero para anunciar a los señores miembros de la Sociedad de hor­ticultura que acababa de hallar el gran tulipán negro; pero no se ha desconcertado por esto. Sin duda, durante las pocas horas que lo ha tenido en su habitación, lo habrá mostrado a algunas personas a las que llamará como testigos. Pero, afortunadamente, monseñor, ya estáis vos prevenido contra esta intrigante y sus testigos.
‑¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡El infame! ‑gimió Rosa llena de lágrimas, arrojándose a los pies del esta­túder, el cual, aún creyéndola culpable, sentía piedad por su terrible angustia.
‑Habéis obrado mal, muchacha ‑dijo‑, y vues­tro amante será castigado por haberos aconsejado. Por­que vos sois tan joven y tenéis un aspecto tan honesto, quiero creer que el mal proviene de él y no de vos.
‑¡Monseñor! ¡Monseñor! ‑exclamó Rosa‑. Cor­nelius no es culpable.
Guillermo hizo un gesto.
‑No es culpable por haberos aconsejado. Esto es lo que queréis decir, ¿verdad?
‑Quiero decir, monseñor; que Cornelius es tan culpable del segundo crimen que se le imputa como lo es del primero.
‑Del primero, ¿y sabéis cuál ha sido ese primer crimen? ¿Sabéis de qué ha sido acusado y convicto? De haber ocultado, como cómplice de Corneille de Witt, la correspondencia del gran pensionario con el marqués de Louvois.
‑¡Pues bien, monseñor! Él ignoraba que fuera depo­sitario de esa correspondencia; lo ignoraba completamen­te. ¡Oh! ¡Dios mío! Me lo hubiera dicho. ¿Es que ese co­razón de diamante habría podido ocultarme un secreto? No, no, monseñor, os lo repito, aunque deba incurrir en vuestra cólera, Cornelius no es más culpable del primer crimen que del segundo, y del segundo que del primero. ¡Oh! ¡Si vos conocierais a mi Cornelius, monseñor!
‑¡Un De Witt! ‑exclamó Boxtel‑. ¡Ah! Monse­ñor no lo conoce bien, ya que una vez le hizo la gracia de la vida.
‑Silencio ‑ordenó el príncipe‑. Todas esas cosas del Estado, ya lo he dicho, no son de la competencia de la Sociedad Hortícola de Haarlem.
Luego, frunciendo el entrecejo, añadió:
‑En cuanto al tulipán, estad tranquilo, señor Box­tel. Se hará justicia.
Boxtel saludó, con el corazón lleno de alegría, y recibió las felicitaciones del presidente.
‑Y vos, muchacha ‑continuó Guillermo de Oran­ge‑, habéis estado a punto de cometer un crimen. No os castigaré, pero el verdadero culpable pagará por los dos. Un hombre de su posición puede conspirar, trai­cionar incluso... pero no debe robar.
‑¡Robar! ‑exclamó Rosa‑. ¡Robar! ¡Él, Corne­lius, oh! Monseñor, tened cuidado; si oyera vuestras pa­labras moriría, porque vuestras palabras lo matarían con mayor seguridad de como lo habría hecho la espada del verdugo en la Buytenhoff. Si ha habido un robo, monse­ñor, os lo juro, es este hombre quien lo ha cometido.
‑Probadlo ‑dijo fríamente Boxtel.
‑¡Pues bien, sí! Con la ayuda de Dios lo probaré ‑replicó la frisona con energía.
Luego, volviéndose hacia Boxtel:
‑¿El tulipán es vuestro?
‑Sí.
‑¿Cuántos bulbos tenía?
Boxtel vaciló un instante, pero comprendió que la joven no haría esta pregunta si únicamente existieran los dos bulbos conocidos.
‑Tres ‑contestó.
‑¿Qué ha sido de esos bulbos? ‑preguntó Rosa.
‑¿Que qué ha sido de ellos...? Uno abortó, el otro dio el tulipán negro...
‑¿Y el tercero?
‑¿El tercero?
‑El tercero, ¿dónde está?
‑El tercero está en mi casa ‑dijo Boxtel comple­tamente turbado.
‑¿En vuestra casa? ¿Dónde, en Loevestein o en Dordrecht?
‑En Dordrecht ‑contestó Boxtel.
‑¡Mentís! ‑exclamó Rosa‑. Monseñor ‑añadió volviéndose hacia el príncipe‑, os voy a contar la ver­dadera historia de esos tres bulbos. El primero fue aplastado por mi padre en la habitación del prisionero, y este hombre lo sabe bien, porque esperaba apoderar­se de él, y cuando vio fallida esta esperanza, estuvo a punto de pelearse con mi padre por haberlo impedido. El segundo, criado por mí, dio el tulipán negro, y el ter­cero, el último ‑la joven lo sacó de su pecho‑, el tercero está aquí, en el mismo papel que lo envolvía con los otros dos cuando, en el momento de subir al patíbu­lo, Cornelius van Baerle me entregó los tres. Tomad, monseñor, tomad. Aquí tenéis el tercer bulbo.
Y Rosa, desplegando el papel que lo envolvía, se lo entregó al príncipe, que lo cogió en sus manos y lo exa­minó.
‑Pero, monseñor, esta joven puede haberlo robado como hizo con el tulipán ‑balbuceó Boxtel asusta­do por la atención con la que el príncipe examinaba el bulbo y sobre todo por aquella con la que Rosa leía unas líneas trazadas sobre el papel que se había queda­do entre sus manos.
De repente, los ojos de la joven se inflamaron, rele­yó jadeante este papel misterioso, y lanzando un grito se lo tendió al príncipe:
‑¡Oh! Leed, monseñor ‑exclamó‑. En nombre del Cielo, ¡leed!
Guillermo pasó el tercer bulbo al presidente, cogió el papel y leyó.
Apenas Guillermo hubo pasado los ojos sobre aque­lla hoja, se tambaleó, su mano tembló como si estuvie­ra dispuesta a dejar escapar el papel, y sus ojos tomaron una tremenda expresión de dolor y de piedad.
Aquella hoja, que acababa de entregarle Rosa, era la página de la Biblia que Corneille de Witt había enviado a Dordrecht, por Craeke, el mensajero de su hermano Jean, para rogar a Cornelius quemara la corresponden­cia del gran pensionario con Louvois.
Esta petición, como se recuerda, estaba concebida en estos términos:

20 de agosto de 1672

Querido ahijado:
Quema el depósito que lo he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene ma­tan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.
Adiós, y quiéreme.

CORNEILLE DE WITT.

Esta hoja era a la vez la prueba de la inocencia de Van Baerle y su título de propiedad de los bulbos del tulipán.
Rosa y el estatúder intercambiaron una sola mirada. La de Rosa quería decir: «¡Ya veis!»
La del estatúder significaba: «¡Silencio y espera!»
El príncipe enjugó una gota de sudor frío que acaba­ba de rodar de su frente a su mejilla. Dobló lentamente el papel, dejando que su mirada se hundiera con su pen­samiento en ese abismo sin fondo y sin recurso que se llama arrepentimiento y vergüenza del pasado.
Enseguida, levantando de nuevo la cabeza con es­fuerzo:
‑Id, señor Boxtel ‑dijo‑. Se hará justicia, ya os lo he prometido.
Luego, al presidente:
‑Vos, mi querido señor Van Systens ‑añadió‑, guardad aquí a esa joven y al tulipán. Adiós.
Todo el mundo se inclinó, y el príncipe salió, ago­biado bajo el ruido inmenso de las aclamaciones popu­lares.
Boxtel regresó al Cisne Blanco, bastante atormenta­do. Aquel papel, que Guillermo había recibido de ma­nos de Rosa, que había leído, doblado y metido en su bolsillo con tanto cuidado, le inquietaba.
Rosa se aproximó al tulipán, besando religiosamente la hoja, y se confió por entero a Dios murmurando:
‑¡Dios mío! ¿Sabíais Vos con qué fin mi buen Cornelius me enseñaba a leer?
Sí, Dios lo sabía, ya que es Él quien castiga y quien recompensa a los hombres según sus méritos.

XXVIII
La Canción De Las Flores


Mientras ocurrían los acontecimientos que acaba­mos de referir, el desgraciado Van Baerle, olvidado en la celda de la fortaleza de Loevestein, sufría por parte de Gryphus todo cuanto un prisionero puede sufrir cuan­do su carcelero ha tomado el decidido partido de trans­formarse en verdugo.
Gryphus, al no recibir noticias de Rosa, ni de Jacob, se persuadió de que todo lo que le sucedía era obra del demonio, y de que el doctor Cornelius van Baerle era el enviado de ese demonio sobre la tierra.
Resultó de ello que una hermosa mañana ‑era el tercer día después de la desaparición de Jacob y de Rosa -subió a la celda de Cornelius más furioso aún que de costumbre.
Éste, acodado en la ventana, la cabeza recogida en­tre sus manos, la mirada perdida en el horizonte brumo­so donde los molinos de Dordrecht batían sus aspas, aspiraba el aire para rechazar sus lágrimas e impedir que su filosofía se evaporara.
Los palomos seguían allí, pero la esperanza ya no estaba porque le faltaba el porvenir.
¡Ay! Rosa, vigilada, ya no podría venir. ¿Podría ni tan siquiera escribir, y si escribía, podría hacerle llegar sus cartas?
No. Había visto la víspera y la antevíspera demasia­do furor y malignidad en los ojos del viejo Gryphus para que su vigilancia se descuidara un momento, y luego, además de la reclusión, además de la ausencia, ¿no iría a sufrir ella tormentos peores todavía? Ese bruto, ese mal bicho, ese borracho, ¿no se vengaría a la manera de los padres de las tragedias griegas? Cuando la ginebra se le subiera a la cabeza, ¿no daría a su brazo, tan bien arregla­do por Cornelius, el vigor de dos brazos y un garrote?
Esta idea, la de que Rosa fuera tal vez maltratada, exasperaba a Cornelius.
Sentía entonces su inutilidad, su impotencia, su nu­lidad. Se preguntaba si Dios era realmente justo al en­viar tantos males a dos criaturas inocentes. Y ciertamen­te, en esos momentos, dudaba. La desgracia no produce credulidad.
Van Baerle se había forjado el proyecto de escribir a Rosa. Pero ¿dónde estaba Rosa?
Había concebido la idea de escribir a La Haya para prevenir las nuevas tormentas que sin duda Gryphus quería amontonar sobre su cabeza con una denuncia.
Mas ¿con qué escribir? Gryphus le había quitado el lápiz y el papel. Por otra parte, aunque los tuviera, no sería evidentemente Gryphus quien se encargaría de su carta.
Entonces Cornelius pasaba y repasaba en su mente todas esas pobres tretas empleadas por los prisioneros.
Había pensado realmente en una evasión, cosa en la cual no soñaba cuando podía ver a Rosa todos los días. Pero cuanto más pensaba en ello ahora, más imposible le parecía una evasión. Pertenecía a esas naturalezas escogi­das que sienten horror por lo común y a las que les faltan a menudo todas las buenas ocasiones de la vida, por cul­pa de no haber escogido el camino de lo vulgar, ese gran camino de las gentes mediocres, que les conduce a todo. «¿Cómo sería posible ‑se decía Cornelius‑, que pudiera escapar de Loevestein, de donde ya huyó el señor De Grotius? Después de la evasión de éste, ¿no se habrá previsto todo? ¿No estarán guardadas las venta­nas? ¿No son las puertas dobles o triples? ¿No están los puestos diez veces más vigilados?
«Y además de las ventanas guardadas, las puertas dobles, los puestos más vigilados que nunca, ¿no tengo un argos infalible? ¿Un argos tanto más peligroso por cuanto posee ojos de odio, Gryphus? »
«Finalmente, ¿no existe otra circunstancia que me paraliza? La ausencia de Rosa. Aunque empleara diez años de mi vida en fabricar una lima para serrar mis ba­rrotes, en trenzar cuerdas para descender desde la venta­na, o en pegarme unas alas en los hombros para volar como Dédalo... ¡estoy en un período de mala suerte! La lima se embotará, la cuerda se romperá, mis alas se fun­dirán al sol. Me mataría. Me recogerán cojo, manco, lisia­do. Me clasificarán en el museo de La Haya, entre el ju­bón manchado de sangre de Guillermo el Taciturno, y la sirena capturada en Stavensen, y mi empresa no obtendrá otro resultado que el de procurarme el honor de formar parte de las curiosidades de Holanda. »
«Pero no, y esto será mejor, un buen día Gryphus me hará alguna atrocidad. Pierdo la paciencia desde que perdí la alegría y la compañía de Rosa y, sobre todo, desde que perdí mis tulipanes. No cabe duda que un día u otro Gryphus me atacará de forma sensible a mi amor propio, a mi pasión o a mi seguridad personal. Siento, desde mi reclusión, un vigor extraño, arisco, insoporta­ble. Tengo pruritos de lucha, apetitos de batalla, sed incomprensible de porrazos. ¡Saltaría a la garganta del viejo bandido, y lo estrangularía! »
Cornelius, a este último pensamiento, contrajo la boca, la mirada fija.
Revolvía ávidamente en su mente un pensamiento que le sonreía.
«Y, además ‑continuó‑, una vez Gryphus estran­gulado, ¿por qué no cogerle las llaves? ¿Por qué no descender la escalera como si acabara de cometer la ac­ción más virtuosa? ¿Por qué no explicarle a Rosa lo hecho al saltar con ella desde su ventana al Waal? »
«En verdad, sé nadar bastante bien por los dos. »
«¡Rosa! Pero, Dios mío, Gryphus es su padre; ella no aprobará nunca, por mucho afecto que sienta hacia mí, el haber estrangulado a su padre, por brutal que sea, por malvado que haya sido. Se producirá entonces una discusión, una exposición de hechos durante la cual lle­gará algún subjefe o algún portallaves que haya encon­trado a Gryphus jadeando todavía o completamente estrangulado, que me pondrá la mano sobre el hombro. Volveré a ver entonces la Buytenhoff y el brillo de aquella villana espada, que esta vez no se detendrá en su camino y establecerá contacto con mi nuca. Nada de eso, Cornelius, amigo mío; ¡es un mal procedimiento! »
«Pero entonces ¿qué hacer y cómo encontrar a Rosa? »
Tales eran las reflexiones de Cornelius tres días des­pués de la funesta escena de la separación entre Rosa y su padre, precisamente en el momento en que hemos mostrado al lector a Cornelius acodado a su ventana.
Fue en ese mismo instante cuando entró Gryphus.
Sostenía en la mano un enorme garrote, sus ojos brillando con malvados pensamientos, una espantosa sonrisa crispando sus labios, un sospechoso temblor agitando su cuerpo, en su taciturna persona todo respi­raba mala disposición.
Cornelius, abrumado como acabamos de ver por la necesidad de paciencia, necesidad que el razonamiento había conducido hasta la convicción, le oyó entrar, adi­vinó que era él, pero no se volvió.
Sabía que, esta vez, Rosa no vendría detrás de él. Nada es más desagradable a las gentes que están encolerizadas que la indiferencia de aquellos contra quienes se siente esa cólera.
Hecho el gasto, no se puede desperdiciar.
Se ha subido a la cabeza, se ha puesto la sangre en ebullición. No vale la pena si esta ebullición no da la satisfacción de un estallido.
Todo honrado bribón que ha afilado su mal genio desea por lo menos producir una buena herida a alguien.
Así pues, viendo Gryphus que Cornelius no se movía, empezó por interpelarlo con un vigoroso:
‑¡Hum! ¡Hum!
Cornelius engarzó entre sus dientes la canción de las flores, triste pero encantadora canción:

Somos las hijas del fuego secreto,
del fuego que circula en las venas de la tierra;
somos las hijas de la aurora y del rocío,
somos las hijas del aire,
somos las hijas del agua;
pero somos, antes que nada, las hijas del Cielo.

Esta canción, cuyo aire tranquilo y dulce aumenta­ba la plácida melancolía, exasperó a Gryphus.
Golpeó el pavimento con su garrote gritando:
‑¡Eh! Señor cantor, ¿no me oís?
Cornelius se volvió.
‑Buenos días ‑saludó.
Y reemprendió su canción.

Los hombres nos mancillan y nos matan al amarnos.
Este hilo es nuestra raíz, es decir, nuestra vida.
Pero nos levantamos lo más alto que podemos
con nuestros brazos tendidos al cielo.

‑¡Ah! Brujo maldito, ¡creo que te burlas de mí! ‑gritó Gryphus. Cornelius continuó:.

Es que el Cielo es nuestra patria,
nuestra verdadera patria, ya que de él viene nuestra alma,
ya que a él retorna nuestra alma,
nuestra alma, es decir, nuestro perfume.

Gryphus se acercó al prisionero.
‑Pero ¿no ves entonces que he encontrado el me­jor medio para reducirte y para forzarte a confesar tus crímenes?
‑¿Es que estáis loco, mi querido señor Gryphus? ‑preguntó Cornelius volviéndose.
Y, como al decir esto, viera el rostro alterado, los ojos brillantes, la boca espumante del viejo carcelero, exclamó:
‑¡Diablos! Estamos más que locos, según parece; ¡estamos furiosos!
Gryphus hizo un molinete con su garrote.
‑¡Ah, señor Gryphus! ‑dijo Van Baerle sin alte­rarse, cruzándose de brazos‑. Parece que me ame­nazáis.
‑¡Oh, sí! ¡Te amenazo! ‑gritó el carcelero.
‑¿Y con qué?
‑En primer lugar, mira lo que tengo en la mano.
‑Creo que es un garrote ‑observó Cornelius con calma‑, e incluso un grueso garrote; pero no me ima­gino que sea con esto con lo que me amenazáis.
‑¡Ah! ¡No lo imaginas! Y ¿por qué?
‑Porque todo carcelero que golpea a un prisione­ro se expone a dos castigos; el primero, artículo IX del reglamento de Loevestein: «Será expulsado todo carce­lero, inspector o portallaves que ponga la mano sobre un prisionero de Estado.»
‑La mano ‑exclamó Gryphus ebrio de cólera‑, pero el garrote; ¡ah!, el reglamento no habla del garrote.
‑El segundo ‑‑continuó Cornelius‑, el segundo que no está inscrito en el reglamento pero que se halla en el Evangelio, el segundo, es éste: «Quien golpea con la espada, morirá por la espada. Quien toca con el ga­rrote, será apaleado con el garrote.»
Gryphus, cada vez más exasperado por el tono tran­quilo y sentencioso de Cornelius, blandió la estaca; pero en el momento en que la levantaba, Cornelius se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y se la puso bajo su propio brazo.
Gryphus aullaba de cólera.
‑Vamos, vamos, buen hombre ‑dijo Cornelius‑, os exponéis a perder vuestra plaza.
‑¡Ah, brujo! Te trataré de otra forma ‑rugió Gryphus.
‑En buena hora.
‑¿Ves que mi mano está vacía?
‑Sí, lo veo, a incluso con satisfacción.
‑Tú sabes que no lo está habitualmente cuando subo la escalera por las mañanas.
‑¡Ah! Es verdad. Me traéis por costumbre la peor sopa o la más lastimosa comida que imaginarse pueda. Pero esto no es un castigo para mí; yo no me alimento más que de pan, y el pan, cuanto peor es a lo gusto, Gryphus, mejor lo es al mío.
‑¿Mejor lo es al tuyo?
‑Sí.
‑¿Y la razón?
‑¡Oh! Es muy sencilla.
‑Dila, pues.
‑De buena gana. Yo sé que al darme pan malo, tú crees hacerme sufrir.
‑El hecho es que no te lo doy para que te sea agra­dable, ¡ladrón!
‑¡Pues bien! Yo que soy brujo, como tú sabes, cambio tu pan malo en uno excelente, que me deleita más que los pasteles, y entonces disfruto de un doble placer, el de comer a mi gusto primero, y luego el de hacerte enrabiar infinitamente.
Gryphus aulló de cólera.
‑¡Ah! Confiesas, pues, que eres brujo ‑exclamó.
‑Vaya si lo soy. No lo digo delante del mundo, porque ello podría conducirme a la hoguera como Godofredo o Urbano Grandier; pero cuando sólo es­tamos vos y yo, no veo ningún inconveniente en con­fesarlo.
‑Bueno, bueno, bueno ‑respondió Gryphus‑, pero si un brujo obtiene pan blanco del pan negro, ¿no muere el brujo de hambre si no tiene pan en absoluto?
‑¡Eh! ‑exclamó Cornelius.
‑Entonces, no te traeré pan y veremos al cabo de ocho días.
Cornelius palideció.
‑Y esto ‑continuó Gryphus‑ a partir de hoy mismo. Ya que eres tan buen brujo, veamos, cambia en pan los muebles de tu habitación; en cuanto a mí, me ganaré todos los días los dieciocho sous que me dan para tu alimentación.
‑¡Pero eso es un asesinato! ‑exclamó Cornelius, arrebatado por un primer movimiento de terror bien comprensible, y que le era inspirado por ese horrible género de muerte.
‑¡Bueno! ‑continuó Gryphus mofándose‑. Bue­no, ya que eres brujo, vivirás a pesar de todo.
Cornelius recobró su aspecto alegre y se encogió de hombros.
‑¿Es que no me has visto hacer venir aquí los pa­lomos de Dordrecht?
‑¿Y bien? ‑replicó Gryphus.
‑¡Pues bien! El palomo proporciona un hermoso asado; un hombre que coma un palomo todos los días no morirá de hambre, me parece.
‑¿Y el fuego? ‑preguntó Gryphus.
‑¡El fuego! Pero tú sabes bien que he hecho un pacto con el diablo. ¿Piensas que el diablo dejará que me falte el fuego cuando el fuego es su elemento?
‑Un hombre, por fuerte que sea, no podría comer un palomo todos los días. Han habido apuestas sobre ello, y los apostadores han renunciado.
‑¡Bueno! ‑dijo Cornelius‑. Cuando me canse de los palomos, haré subir los peces del Waal y del Mosa.
Gryphus abrió unos grandes ojos asustados.
‑Me gusta bastante el pescado ‑continuó Corne­lius‑. Tú nunca me lo sirves. ¡Pues bien! Me aprove­charé de que quieres hacerme morir de hambre para regalarme con pescado.
Gryphus estaba a punto de desmayarse de cólera e incluso de miedo.
‑Entonces ‑dijo, rehaciéndose y metiendo la mano en su bolsillo‑, ya que me fuerzas a ello...
‑¡Ah! ¡Un cuchillo! ‑exclamó Cornelius poniéndose en guardia.

XXIX
En Donde Van Baerle, Antes De
Abandonar Loevestein, Arregla
Sus Cuentas Con Gryphus


Ambos permanecieron quietos un instante, Gry­phus a la ofensiva, Van Baerle a la defensiva.
Luego, como la situación podía prolongarse indefi­nidamente, Cornelius se interesó por las causas de este recrudecimiento en la cólera de su antagonista:
‑¡Y bien! ‑preguntó‑. ¿Qué más quieres to­davía?
‑Voy a decirte lo que quiero ‑respondió Gry­phus‑. Quiero que me devuelvas a mi hija Rosa.
‑¡Tu hija! ‑exclamó Cornelius.
‑¡Sí, Rosa! Rosa a la que me has quitado con tu arte demoníaco. Vamos, ¿quieres decirme dónde está?
Y la actitud de Gryphus se hizo cada vez más ame­nazante.
‑¿Rosa no está en Loevestein? ‑se extrañó Cor­nelius.
‑Tú lo sabes bien. Una vez más, ¿quieres devolver­me a Rosa?
‑Bueno ‑dijo Cornelius‑, ésta es una trampa que me tiendes.
‑Por última vez, ¿quieres decirme dónde está mi hija?
‑¡Ah! Adivínalo, bribón, si es que no lo sabes.
‑Espera, espera ‑gruñó Gryphus, pálido y con los labios agitados por la locura que comenzaba a invadir su cerebro‑. ¡Ah! ¿No quieres decir nada? ¡Pues bien! Voy a despegarte los dientes con este cuchillo.
Dio un paso hacia Cornelius, y mostrándole el arma que brillaba en su mano, dijo:
‑¿Ves este cuchillo? Con él he matado más de cin­cuenta gallos negros. Mataré también a su amo, el dia­blo, como los he matado a ellos, ¡espera, espera!
‑Pero, miserable ‑exclamó Cornelius‑, ¡estás, pues, decidido a asesinarme!
‑Quiero abrirte el corazón, para ver dentro el lu­gar donde ocultas a mi hija.
Y diciendo estas palabras, con la ofuscación de la fiebre, Gryphus se precipitó sobre Cornelius, que ape­nas tuvo tiempo para saltar detrás de la mesa a fin de evitar el primer golpe.
Gryphus blandía su gran cuchillo profiriendo horri­bles amenazas.
Cornelius previó que si se hallaba fuera del alcance de la mano, no lo estaba fuera del alcance del arma, que lanzada a distancia podía atravesar el espacio, y venir a hundirse en su pecho; no perdió, pues, el tiempo, y con el garrote que había conservado cuidadosamente, ases­tó un vigoroso golpe sobre la muñeca que sostenía el cuchillo.
El cuchillo cayó a tierra, y Cornelius apoyó su pie encima.
Luego, como Gryphus parecía dispuesto a entablar una lucha a la que el dolor del garrotazo y la vergüen­za de haber sido desarmado dos veces habrían conver­tido en implacable, Cornelius tomó una gran decisión.
Arrolló a golpes a su carcelero con una sangre fría de las más heroicas, escogiendo el lugar donde caía cada vez la terrible estaca.
Gryphus no tardó en pedir gracia.
Pero antes de pedir gracia, había gritado, y mucho; sus gritos habían sido oídos y habían puesto en conmo­ción a todos los empleados de la casa. Dos portallaves, un inspector y tres o cuatro guardias, aparecieron de repente y sorprendieron a Cornelius operando con el garrote en la mano, el cuchillo bajo el pie.
Ante el aspecto de todos estos testimonios de la fe­choría que acababa de cometer, y cuyas circunstancias atenuantes, como se dice hoy en día, eran desconocidas, Cornelius se sintió perdido sin remedio.
En efecto, todas las apariencias se hallaban en su contra.
En un santiamén, Cornelius fue desarmado, y Gryphus, rodeado, levantado, sostenido, pudo contar, rugiendo de cólera, las magulladuras que hinchaban sus hombros y su espinazo, como otras tantas colinas sal­picando la cima de una montaña.
Se levantó el atestado, inmediatamente, con las vio­lencias ejercidas por el prisionero sobre su guardián, y el atestado inspirado por Gryphus no podía ser tildado de tibio: se trataba nada menos que de una tentativa de asesinato, proyectado desde hacía tiempo y realizado contra el carcelero, con premeditación por consiguien­te, y en abierta rebelión.
Mientras se escribía contra Cornelius, los informes dados por Gryphus hacían su presencia inútil, y los portallaves lo habían descendido a su habitación moli­do a golpes y gimiendo.
Durante ese tiempo, los guardias que se habían apo­derado de Cornelius se ocupaban en instruirlo caritati­vamente sobre los usos y costumbres de Loevestein, que él ya conocía, por lo demás, tan bien como ellos, por la lectura que le habían hecho del reglamento en el momento de su entrada en prisión, y algunos artículos de ese reglamento le habían entrado perfectamente en la memoria.
Le relataron, además, cómo se había aplicado este reglamento con respecto a un prisionero llamado Ma­thias, el cual, en 1668, es decir, cinco años antes, había cometido un acto de rebeldía, por otra parte mucho más anodino que el que acababa de permitirse Cornelius.
Había hallado que su sopa estaba demasiado caliente y se la había arrojado a la cabeza del jefe de los guardia­nes, el cual, a continuación de esta ablución, había teni­do la desgracia de levantarse un trozo de piel del rostro al enjugarse.
Mathias, en doce horas, había sido sacado de su cel­da; luego, conducido a la oficina de la prisión donde había sido inscrito como salido de Loevestein.
Después, conducido a la explanada, desde donde la vista es muy hermosa y alcanza once leguas de exten­sión.
Allí le habían atado las manos; luego, vendado los ojos, recitando tres oraciones.
Después le habían invitado a hacer una genuflexión, y las guardias de Loevestein, en número de doce, a una señal del sargento, le habían alojado hábilmente cada uno una bala de mosquete en el cuerpo.
Aquel tal Mathias había muerto al instante.
Cornelius escuchó con la mayor atención este de­sagradable relato.
Luego, habiéndolo escuchado, exclamó:
‑¡Ah! ¡Ah! ¿En doce horas, decís?
‑Sí, la duodécima incluso ni siquiera había sonado aún, a lo que creo ‑dijo el narrador muy satisfecho.
‑Gracias ‑repuso Cornelius.
El guardia no había borrado la graciosa sonrisa que le servía de puntuación a su relato cuando un paso so­noro se oyó en la escalera.
Unas espuelas tintineaban en los bordes gastados de los escalones.
Los guardias se apartaron para dejar paso a un oficial.
Éste entró en la celda de Cornelius en el momento en que el escribano de Loevestein todavía instruía el atestado.
‑¿Es aquí el número 11? ‑preguntó.
‑Sí, coronel ‑respondió un suboficial.
‑Entonces ¿es ésta la celda del prisionero Corne­lius van Baerle?
‑Precisamente, coronel.
‑¿Dónde está el prisionero?
‑Aquí estoy, señor ‑respondió Cornelius palide­ciendo un poco, a pesar de todo su valor.
‑¿Sois vos el señor Cornelius van Baerle? ‑pre­guntó el recién llegado, dirigiéndose esta vez al mismo prisionero.
‑Sí, señor.
‑Entonces, seguidme.
‑¡Oh! ¡Oh! ‑exclamó Cornelius, cuyo corazón se estremecía, preso de las primeras angustias de la muer­te‑. Qué de prisa va el trabajo en la fortaleza de Loe­vestein, ¡y el bellaco me había hablado de doce horas!
‑¡Eh! ¿Qué es lo que os he dicho? ‑observó el guardia historiador al oído del paciente.
‑Una mentira.
‑¿Cómo?
Vos me habíais prometido doce horas.
‑¡Ah, sí! Pero os han enviado una ayuda de campo de Su Alteza, incluso uno de sus más íntimos, ¡el señor Van Deken! ¡Cáspita! No le hicieron tal honor al pobre Mathias.
«Vamos, vamos ‑se dijo Cornelius, hinchando su pecho con la mayor cantidad de aire posible‑, vamos, mostremos a esa gente que un burgués, ahijado de Corneille de Witt, puede, sin poner mal gesto, contener balas de mosquete como el llamado Mathias.»
Y pasó orgullosamente por delante del escribano que, interrumpido en sus funciones, se apresuró a decir al oficial:
‑Pero, coronel Van Deken, el atestado no se ha terminado todavía.
‑No vale la pena terminarlo ‑respondió el oficial.
‑¡Bueno! ‑replicó el escribano encerrando filosó­ficamente sus papeles y su pluma en una cartera gasta­da y grasienta.
«Estaba escrito ‑pensó el pobre Cornelius‑, que no daría mi nombre en este mundo ni a un niño, ni a una flor, ni a un libro, esas tres obligaciones de las que Dios impone una por lo menos, según se asegura, a todo hombre un poco organizado al que digna dejar gozar sobre la tierra de la propiedad de un alma y del usufruc­to de un cuerpo.»
Y siguió al oficial con el ánimo resuelto y la cabeza alta.
Cornelius contó los peldaños que conducían a la explanada, lamentando no haber preguntado al guardián cuántos había; lo cual, en su oficiosa complacencia, éste no hubiera dejado de decírselo.
Lo que más lamentaba el reo en este trayecto, que consideraba como el que debía conducirle definitiva­mente al comienzo del gran viaje, era el ver a Gryphus y no poder ver a Rosa. ¡Qué satisfacción, en efecto, de­bía de brillar en el rostro del padre! ¡Qué dolor en el rostro de la hija!
Cómo iba a aplaudir Gryphus este suplicio, vengan­za feroz de un acto eminentemente justo, al que Corne­lius consideraba haber realizado como un deber.
Pero a Rosa, la pobre muchacha, no la vería, ¡iba a morir sin haberle dado el último beso o por lo menos el último adiós!
¡Iba a morir finalmente, sin tener ninguna noticia del gran tulipán negro, y despertaría allá arriba, sin sa­ber hacia qué lado debía volver los ojos para encon­trarlo!
En verdad, para no deshacerse en lágrimas en seme­jante momento, el pobre tulipanero tenía más oes triplex alrededor del corazón de las que Horacio atribuye al na­vegante que visita por primera vez los infames escollos coralíferos.
Cornelius tuvo ocasión de mirar a la derecha; Cor­nelius tuvo ocasión de mirar a la izquierda, pero llegó a la explanada sin haber percibido a Rosa; sin haber percibido a Gryphus.
Había en ello casi una compensación.
Cornelius llegó a la explanada, buscó valientemen­te con los ojos a sus ejecutores, los guardias, y vio, en efecto, a una docena de soldados reunidos y charlando.
Pero reunidos y charlando sin mosquetes, reunidos y charlando sin estar alineados.
Cuchicheando incluso entre ellos más bien que charlando, conducta que le pareció a Cornelius indigna de la gravedad que preside de ordinario semejantes su­cesos.
De repente, Gryphus, cojeando, tambaleándose, apoyándose en una muleta, apareció fuera de su habita­ción. Había iluminado para una última mirada todo el fuego de sus viejos ojos grises de gato. Entonces se puso a vomitar contra Cornelius tal torrente de abominables imprecaciones que Cornelius, dirigiéndose al oficial, le dijo:
‑Señor, no creo que esté bien dejarme insultar así por este hombre, y sobre todo en semejante momento.
‑Escuchad, pues ‑replicó el oficial riendo‑, es muy natural que ese valiente os guarde rencor. ¿Parece que lo habéis molido a golpes?
‑Pero, señor, lo hice defendiendo mi cuerpo.
‑¡Bah! ‑exclamó el coronel imprimiendo a sus hombros un gesto eminentemente filosófico‑. Bah; dejadle decir. ¿Qué os importa al presente?
Un sudor frío cruzó por la frente de Cornelius ante esa respuesta, que consideraba como una ironía un poco brutal, por parte, sobre todo, de un oficial que se le había dicho estaba agregado a la persona del príncipe.
El desgraciado comprendió que la cosa no tenía re­medio, que no tenía ya amigos, y se resignó.
‑Sea ‑murmuró bajando la cabeza‑, cosas peo­res se le hicieron a Cristo, y por inocente que yo sea, no puedo compararme a Él. Cristo se habría dejado golpear por su carcelero y no le hubiera pegado.
Luego, volviéndose hacia el oficial, que parecía es­perar complaciente a que acabara sus reflexiones, pre­guntó:
‑Veamos, señor, ¿adónde me lleváis?
El oficial le señaló una carroza enganchada a cuatro caballos, que le recordó mucho a la carroza que en pa­recidas circunstancias había ya herido sus miradas en la Buytenhoff.
‑Subid ‑ordenó.
‑¡Ah! ‑murmuró Cornelius‑. ¡Parece que no se me harán a mí los honores de la explanada!
Pronunció estas palabras en voz bastante alta para que el historiador que parecía agregado a su persona las oyera.
Éste creyó, sin duda, que era deber suyo darle nue­vos informes a Cornelius, porque se acercó a la porte­zuela, y mientras el oficial, de pie sobre el estribo daba unas órdenes, le dijo por lo bajo:
‑Hemos visto a condenados conducidos a su pro­pia ciudad, y para que el ejemplo fuera más eficaz, su­frir allí el suplicio delante de la puerta de su propia casa. Esto depende.
Cornelius hizo un gesto de agradecimiento.
«¡Pues bien! ‑se dijo‑. Aquí hay, en buena hora, un muchacho al que no le falta nunca el placer de una consolación cuando se presenta la ocasión. Por mi fe, amigo mío, os estoy muy obligado. ¡Adiós!»
El coche empezó a rodar.
‑¡Ah! ¡Criminal! ¡Ah! ¡Bandido! ‑aulló Gryphus mostrando el puño a su víctima que se le escapaba‑. Y decir que se va sin devolverme a mi hija.
«Si me conducen a Dordrecht ‑murmuró Corne­lius para sí‑, veré al pasar por delante de mi casa si mis pobres platabandas han sido destrozadas.»

XXX
En El Que Se Comienza A Imaginar
Cuál Era El Suplicio Reservado
A Cornelius Van Baerle


El coche rodó todo el día. Dejó Dordrecht a la iz­quierda, atravesó Rótterdam, alcanzó Delft. A las cinco de la tarde había recorrido, por lo menos, veinte leguas.
Cornelius dirigió algunas preguntas al oficial que le servía a la vez de guardia y de compañero, pero, por circunspectas que fueran sus demandas, tuvo el disgus­to de verlas sin respuesta.
Cornelius lamentó no tener a su lado a aquel guar­dia tan complaciente que hablaba sin hacérselo de rogar.
Sin duda, le hubiera proporcionado sobre los moti­vos de ésta, su extraña tercera aventura, detalles tan gra­ciosos y explicaciones tan precisas como sobre las dos primeras.
Pasaron la noche en el coche. Al día siguiente, al alba, Cornelius se halló más allá de Leiden, teniendo al mar del Norte a su izquierda y al mar de Haarlem a su derecha.
Tres horas después entraban en Haarlem.
Cornelius no sabía en absoluto lo que había ocu­rrido en Haarlem, y nosotros le dejaremos en esta ignorancia hasta que sea sacado de ella por los aconteci­mientos.
Pero no puede suceder lo mismo con el lector, que tiene el derecho de ser puesto al corriente de las cosas, incluso antes que nuestro héroe.
Hemos visto que Rosa y el tulipán, como dos her­manos o como dos huérfanos, habían sido dejados, por el príncipe de Orange, en casa del presidente Van Systens.
Rosa no recibió ninguna noticia del estatúder antes de la tarde del día en que lo había visto de frente.
Hacia la tarde, un oficial entró en la casa de Van Systens: venía de parte de Su Alteza a invitar a Rosa a que se llegara al Ayuntamiento.
Allí, en la gran sala de las deliberaciones donde fue introducida, halló al príncipe, que escribía.
Estaba solo y tenía a sus pies un gran lebrel de Fri­sia que le miraba fijamente, como si el fiel animal qui­siera intentar hacer lo que ningún hombre podía ha­cer... leer en el pensamiento de su amo.
Guillermo continuó escribiendo un instante todavía; luego, levantando la mirada y viendo a Rosa de pie cerca de la puerta:
‑Acercaos, señorita ‑dijo sin dejar lo que escribía.
Rosa dio unos pasos hacia la mesa.
‑Monseñor ‑saludó deteniéndose.
‑Está bien ‑contestó el príncipe‑. Sentaos.
Rosa obedeció, porque el príncipe la miraba. Pero apenas el príncipe hubo vuelto los ojos sobre el papel, se retiró avergonzada.
El príncipe acabó su carta.
Durante ese tiempo, el lebrel había acudido ante Rosa y la había examinado y acariciado.
¡Ah! ¡Ah! ‑exclamó Guillermo dirigiéndose a su perro‑. Bien se ve que es una compatriota; la reconoces.
Luego, volviéndose hacia Rosa y fijando sobre ella su mirada escrutadora y velada al mismo tiempo, dijo:
‑Veamos, hija mía...
El príncipe tenía veintitrés años, Rosa dieciocho o veinte; habría hablado mejor diciendo mi hermana.
‑Hija mía ‑repitió con ese acento extrañamente imponente que helaba a todos los que se le acercaban‑, estamos solos, charlemos. No temáis y hablad confiada.
Todos los miembros de Rosa empezaron a temblar y, sin embargo, no había más que benevolencia en la fisonomía del príncipe.
. ‑Monseñor... ‑balbuceó.
‑¿Vos tenéis un padre en Loevestein?
‑Sí, monseñor.
‑¿No le amáis?
‑No le amo, por lo menos, monseñor, como una hija debería amar a su padre.
‑Es malo no amar a su padre, hija mía, pero es bueno no mentir a su príncipe.
Rosa bajó los ojos.
‑¿Y por qué razón no amáis a vuestro padre?
‑Mi padre es malo.
‑¿Y de qué forma se manifiesta su maldad?
‑Mi padre maltrata a los prisioneros.
‑¿A todos?
‑A todos.
‑Pero ¿no le reprocháis maltratar a uno en parti­cular?
‑Mi padre maltrata particularmente al señor Van Baerle, que...
‑¿Que es vuestro amante?
Rosa retrocedió un paso.
‑Al que yo amo, monseñor ‑respondió con or­gullo. .
‑¿Desde hace tiempo? ‑preguntó el príncipe.
‑Desde el día en que le vi.
‑¿Y vos, le visteis...?
‑A la mañana siguiente del día en que fueron tan terriblemente ejecutados el ex gran pensionario Jean y su hermano Corneille.
Los labios del príncipe se apretaron, su frente se plegó, sus párpados se bajaron de forma que ocultaron un instante sus ojos. Al cabo de un momento de silen­cio, continuó:
‑Pero ¿de qué os sirve amar a un hombre destina­do a vivir y a morir en prisión?
‑Si vive y muere en prisión, monseñor, me servirá para ayudarle a vivir y a morir.
‑¿Y vos aceptaríais esta posición de ser la mujer de un prisionero?
‑Sería la más orgullosa y la más feliz de las criatu­ras humanas siendo la esposa del señor Van Baerle; pero...
‑Pero ¿qué?
‑No me atrevo a decirlo, monseñor. No me atre­vo. Perdonad.
‑Hay una nota de esperanza en vuestro acento; ¿qué esperáis?
La muchacha levantó sus bellos ojos sobre Guiller­mo, sus ojos límpidos y de una inteligencia tan pe­netrante que fueron a buscar la clemencia dormida en el fondo de ese corazón sumido en un sueño que parecía el de la muerte.
‑¡Ah! Ya comprendo.
Rosa sonrió juntando sus manos.
‑Confiáis en mí ‑dijo el príncipe.
‑Sí, monseñor. ¡Hum!
El príncipe selló la carta que acababa de escribir y llamó a uno de sus oficiales.
‑Señor Van Deken ‑ordenó‑, llevad a Loeve­stein este mensaje; tomaréis nota de las órdenes que doy al gobernador, y en lo que a vos respecta, ejecutadlas. El oficial saludó, y pronto se oyó repicar bajo la bóveda sonora de la casa el vigoroso galope de un ca­ballo.
‑Hija mía ‑prosiguió después el príncipe‑, el domingo es la fiesta del tulipán, y el domingo es pasa­do mañana. Poneos muy bella con los quinientos flori­nes que tengo aquí; porque deseo que ese día sea una gran fiesta para vos.
‑¿Cómo quiere Vuestra Alteza que me vista? ‑murmuró Rosa.
‑Poneos el vestido de las esposas frisonas ‑dijo Guillermo‑, os sentará muy bien.

XXXI
Haarlem


Haarlem, donde entramos hace tres días con Rosa y donde acabamos de entrar siguiendo al prisionero, es una hermosa ciudad que se enorgullece con todo dere­cho de ser una de las más umbrías de Holanda.
Mientras otras ponen todo su amor propio en des­tacar por sus arsenales y sus fábricas, por sus almacenes y bazares, Haarlem cifraba toda su gloria en aventajar a todas las ciudades de los Estados por sus bellos olmos frondosos, por sus álamos esbeltos, y, sobre todo, por sus paseos sombreados, por encima de los cuales forma­ban bóveda la encina, el tilo y el castaño.
Haarlem, viendo que Leiden su vecina, y Ámsterdam su reina, tomaban, la una, el camino de convertir­se en una ciudad de ciencia, y la otra la de convertirse en una ciudad de comercio, Haarlem había querido ser una ciudad agrícola o, más bien, hortícola.
En efecto, bien cerrada, bien aireada, bien calenta­da al sol, ofrecía a los jardineros garantías que cualquier otra ciudad, con sus vientos del mar o sus soles de pla­no, no habrían sabido proporcionarlas.
Así pues, se había visto establecerse en Haarlem a todos aquellos espíritus tranquilos que poseían el amor a la tierra y a sus bienes, como se había visto establecer­se en Rótterdam y en Ámsterdam a todos los espíritus inquietos y movidos, que poseían la afición a los viajes y al comercio, como se había visto establecerse en La Haya a todos los políticos mundanos.
Hemos dicho que Leiden había sido la conquista de los sabios.
Haarlem adquirió, pues, el gusto por las cosas dul­ces: la música, la pintura, los vergeles, los paseos, los bosques y los jardines.
Haarlem se volvió loca por las flores y, entre todas las flores, por los tulipanes.
Haarlem propuso premios en honor de los tulipa­nes, y llegamos así, con toda naturalidad, como se ve a hablar del que la ciudad proponía, el 15 de mayo de 1673, en honor del gran tulipán negro sin mancha y sin defecto, que debía proporcionar cien mil florines a su cultivador.
Habiendo manifestado Haarlem su especialidad, habiendo blasonado Haarlem de su gusto por las flores en general y por los tulipanes en particular, en un tiem­po en que todo se dedicaba a la guerra y a las sedicio­nes, habiendo tenido Haarlem la insigne alegría de ver florecer el ideal de los tulipanes, Haarlem, la hermosa ciudad llena de bosques y de sol, de sombra y de luz, Haarlem había querido hacer de esta ceremonia de la inauguración del premio una fiesta que perdurase eter­namente en el recuerdo de los hombres.
Y tenía a ello tanto más derecho por cuanto Holan­da era el país de las fiestas; jamás naturaleza más pere­zosa desplegó más ardor riente, cantante y danzante que la de los buenos republicanos de las Siete Provincias con ocasión de las diversiones.
Observad, por ejemplo, los cuadros de los dos Te­niers.
Es verdad que los perezosos son, de todos los hombres, los más resistentes al cansancio, no cuando se po­nen a trabajar, sino cuando se dedican con alegría al placer.
Haarlem se entregaba, pues, a una triple alegría, porque tenía que celebrar una triple solemnidad: había sido descubierto el tulipán negro, el príncipe Guillermo de Orange asistía a la ceremonia, como un verdadero holandés que era. Finalmente, constituía un honor para los Estados mostrar a los franceses, a continuación de una guerra tan desastrosa como había sido la de 1672, que el suelo de la república bátava era sólido hasta el punto de que se podía danzar en él con acompañamien­to del cañón de las flotas.
La Sociedad Hortícola de Haarlem se había mostra­do digna de sí misma al otorgar cien mil florines por una cebolla de tulipán. La ciudad no había querido quedarse atrás, y había votado una suma semejante, que había sido entregada en manos de sus notables para festejar ese premio nacional.
Así pues, había en este domingo fijado para esta ceremonia, tal apresuramiento del gentío, tal entusiasmo en los ciudadanos, que no se habría podido impedir, incluso con esa sonrisa solapada de los franceses, el ad­mirar el carácter de estos buenos holandeses, dispuestos a gastar su dinero tan pronto para construir un navío destinado a combatir al enemigo, es decir, a sostener el honor de la nación, como para recompensar la inven­ción de una nueva flor destinada a lucir un día, y desti­nada a distraer durante ese día a las mujeres, a los niños, a los sabios y a los curiosos.
A la cabeza de los notables y del comité hortícola, brillaba el señor Van Systens, ataviado con sus más ri­cos ropajes.
El digno hombre había realizado grandes esfuerzos para parecerse a su flor favorita por la elegancia sobria y severa de sus vestidos, y apresurémonos a decir para su mayor gloria, que lo había conseguido plenamente. Negro de azabache, terciopelo escabiosa[1], seda pen­samiento, tal era, con la ropa de una blancura des­lumbrante, el traje ceremonial del presidente, el cual caminaba a la cabeza de su comité con un enorme ramo semejante al que llevaría, ciento veintiún años más tarde, el señor De Robespierre, en la fiesta del Ser Supremo.
Sólo que, el bravo presidente, en lugar de aquel co­razón hinchado de odio y de resentimientos ambiciosos del tribuno francés, llevaba en el pecho una flor no menos inocente que la más inocente de las que sostenía en la mano.
Se veían detrás de ese comité, matizado como un césped, perfumado como una primavera, los cuerpos sabios de la ciudad, los magistrados, los militares, los nobles y los palurdos.
El pueblo, incluso con los señores republicanos de las Siete Provincias, no mantenía categorías en este or­den de marcha; hacía de valladar.
Éste era, por lo demás, el mejor de todos los sitios para ver... y para estar.
Éste era el lugar de las multitudes que esperan, filo­sofía de los Estados, que los trofeos hayan desfilado, para saber lo que hay que decir, y algunas veces lo que hay que hacer.
Pero esta vez, no era cuestión, ni del triunfo de Pompeyo, ni del triunfo de César. Esta vez, no se cele­braba ni la derrota de Mitríades, ni la conquista de las Galias. La procesión era suave como el paso de un re­baño de corderos sobre la tierra, inofensiva como el vuelo de una bandada de pájaros en el aire.
Haarlem no tenía otros triunfadores que sus jardine­ros. Adorando las flores, Haarlem divinizaba al florista.
Se veía en el centro del cortejo pacífico y perfuma­do, el tulipán negro, llevado sobre unas angarillas cu­biertas de terciopelo blanco con franjas de oro. Cuatro hombres portaban las andas y se veían relevados por otros, así como en Roma eran relevados los que lleva­ban a la madre Cibeles, cuando entró en la ciudad eter­na, traída de la Etruria al son de la charanga y con las adoraciones sumisas de todo un pueblo.
Esta exhibición del tulipán era un homenaje rendi­do por todo un pueblo sin cultura y sin gusto, al gusto y a la cultura de los jefes célebres y piadosos que sabían verter la sangre sobre el pavimento fangoso de la Buy­tenhoff, sin que por ello dejaran de inscribir más tarde los nombres de sus víctimas sobre la piedra más hermo­sa del panteón holandés.
Estaba convencido que el príncipe estatúder distri­buiría, naturalmente, él mismo el premio de los cien mil florines, lo cual interesaba a todo el mundo en general, y que pronunciaría tal vez un discurso, lo que interesaba en particular a sus amigos y a sus enemigos.
En efecto, en los discursos más indiferentes de los hombres políticos, los amigos o los enemigos de esos hombres quieren ver siempre relucir en él, y creen siem­pre poder interpretar, por consiguiente, un rayo de sus pensamientos.
Como si el sombrero del hombre político no fuera una pantalla destinada a interceptar toda luz.
En fin, ese gran día tan esperado del 15 de mayo de 1673 había llegado, y Haarlem entera, reforzada por sus alrededores, estaba alineada a lo largo de los bellos ár­boles del bosque con la resolución bien determinada de no aplaudir esta vez ni a los conquistadores de la gue­rra, ni a los de la ciencia, sino simplemente a los de la Naturaleza, que acababan de forzar a esta inagotable madre al alumbramiento, hasta entonces creído imposi­ble, del tulipán negro.
Pero nada se conserva menos entre los pueblos que esta resolución de no aplaudir más que a tal o cual cosa. Cuando una ciudad está en trance de aplaudir, es como cuando se halla en trance de silbar: no se sabe nunca dónde se detendrá.
Aplaudió, pues, primero a Van Systens y a su ramo, aplaudió a sus corporaciones, se aplaudió ella misma; y en fin, con toda justicia esta vez, confesémoslo, aplau­dió las excelentes melodías que los músicos de la ciudad prodigaban en cada alto.
Todos los ojos buscaban cerca de la heroína de la fiesta, que era la flor del tulipán negro, al héroe de la fiesta que, naturalmente, era el autor de este tulipán.
Ese héroe, apareciendo a continuación del discurso que hemos visto elaborar con tanto cuidado al bueno de Van Systens, ese héroe hubiera producido ciertamente más efecto que el mismo estatúder.
Mas, para nosotros, el interés de la jornada no estaba ni en ese venerable discurso de nuestro amigo Van Sys­tens, por elocuente que fuera, ni en los jóvenes aristó­cratas endomingados que mascaban sus gruesas tortas, ni en los pobrecitos plebeyos, medio desnudos, que roían anguilas ahumadas, semejantes a bastones de vai­nilla. El interés no residía tampoco en esas bellas holan­desas, de tez rosa y seno blanco, ni en los Mynheer gra­sientos y rechonchos que nunca habían abandonado sus casas, ni en los delgados y jóvenes viajeros que venían de Ceilán o de Java, ni en el populacho alterado que tragaba, a guisa de refresco, pepino confitado en sal­muera. No, para nosotros, el interés de la situación, el interés poderoso, el interés dramático no estaba ahí.
El interés residía en una figura radiante y animada que caminaba en medio de los miembros del comité hortícola, el interés estaba en ese personaje florido en la cintura, peinado, alisado, vestido todo de escarlata, co­lor que hacía resaltar su pelo negro y su tez amarilla.
Ese triunfador radiante, excitado, ese héroe del día destinado al insigne honor de hacer olvidar el discurso de Van Systens y la presencia del estatúder, era Isaac Boxtel, que veía marchar delante de él, a su derecha, sobre un almohadón de terciopelo, el tulipán negro, su pretendido hijo, y a su izquierda, en una gran bolsa, los cien mil florines en hermosas monedas de oro relucien­te, brillante, y que se veía obligado a bizquear hacia fuera para no perderlos un instante de vista.
De cuando en cuando, Boxtel apresuraba el paso para ir a frotar su codo con el de Van Systens. Boxtel tomaba así un poco de su valor, para darse valor a sí mismo, como robó a Rosa su tulipán, para conseguir su gloria y su fortuna.
Todavía un cuarto de hora de espera y el príncipe llegaría, el cortejo haría alto en la última estación, el tulipán se colocaría en su trono, el príncipe, que cede­ría el paso a su rival en la adoración pública, cogería una vitela[2]  magníficamente coloreada sobre la que estaría escrito el nombre del autor, y proclamaría con voz alta e inteligible que había sido descubierta una maravilla; que Holanda, por intermedio de él, Boxtel, había forza­do a la Naturaleza a producir una flor negra, y que esa flor se llamaría desde entonces en adelante Tulipa nigra Boxtellea.
De cuando en cuando, sin embargo, Boxtel separa­ba por un momento los ojos del tulipán y de la bolsa y miraba tímidamente al gentío, porque temía por encima de todo percibir en ese gentío la pálida figura de la be­lla frisona.
Sería un espectro, como se comprende, que turbaría su fiesta, ni más ni menos como el espectro de Banquo turbó el festín de Macbeth.
Y, apresurémonos a decirlo, ese miserable que había franqueado un muro que no era su muro, que había escalado una ventana para entrar en la casa de su veci­no, que, con una falsa llave, había violado la habitación de Rosa, ese hombre, que había robado finalmente la gloria de un hombre y la dote de una mujer, ese hom­bre no se consideraba un ladrón.
Había velado tanto a este tulipán, lo había seguido tan ardientemente del cajón del secador de Cornelius hasta el patíbulo de la Buytenhoff, del patíbulo de la Buytenhoff a la prisión de la fortaleza de Loevestein, lo había visto tan bien nacer y crecer sobre la ventana de Rosa, había calentado tantas veces el aire alrededor de él con su aliento, que nadie más que él era el autor; cual­quiera que en este momento le quitara el tulipán negro, se lo robaría.
Pero no vio a Rosa.
Resultó así que la alegría de Boxtel no fue turbada.
El cortejo se detuvo en el centro de una glorieta cuyos árboles magníficos estaban decorados con guir­naldas e inscripciones; el cortejo se detuvo al son de una música brillante, y las jóvenes de Haarlem aparecieron para escoltar al tulipán hasta el trono elevado que debía ocupar sobre el estrado, al lado del sillón de oro de Su Alteza el estatúder.
Y el tulipán orgulloso, alzado sobre su pedestal, dominó enseguida la asamblea, que batió palmas a hizo resonar los ecos de Haarlem con un inmenso aplauso.



[1] Planta herbácea cuya raíz se empleó antiguamente en medi­cina
[2] Piel de vaca o ternera, preparada para pintar en ella