martes, 20 de agosto de 2013

arena 43 -56 fin

El soborno
La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que
intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos
que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo
harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más)
ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber
ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar
largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo
(no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos
piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y
temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola
pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el
punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los
hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del
Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya
borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es
mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a
History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas
metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por
águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando
hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi
relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi
nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un
amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo
íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es
alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo.
Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no
condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del
latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las
universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro
artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre
de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de
Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera
precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición
crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas
hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos
académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera
de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de
Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura
curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia.
Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido
nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las
universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había
tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que
preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión
en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al
sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert
Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la
Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo
de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un
diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces
inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le
granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de
Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en
el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones
estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y
de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes
iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo,
redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero
encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf,
obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario
que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una
inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja
traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se
refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por
ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se
mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente
agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su
método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de
Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no
poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson
recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el
despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas
daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no
tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en
pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que
no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no
sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de
representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen
germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor
que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también
que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse
disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo
criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino
de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le
debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967.
Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la
obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente
filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no
bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de
memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi
edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en
cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo
inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora,
justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los
inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil
intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso
vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras
anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo,
sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden
convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las
cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica.
Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era
un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al
Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo
siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas;
usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y
mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted
era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck.
Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi
inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido
Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere,
ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y
justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas
palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí
que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más
eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me
obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor
duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted,
directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de
represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no
le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo
que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había
resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings.
Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez,
mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo
sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos.
Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa
estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano
americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no
modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.
Avelino Arredondo
El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la
manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen
su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con
Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía
preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal
vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a
la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires,
estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba
el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas,
Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él
por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no
lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a
nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia;
Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que
se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le
previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía
costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido
porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo
buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero
lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba
con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de
introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y
que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el
deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No
trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola
noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a
Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso
de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor
dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera
una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero
todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque
y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba,
leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina
cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de
apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil,
porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que
no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un
vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos
menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía
sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó
por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos
museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de
cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra
oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había
remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que
levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía
cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada,
donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos,
por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata
no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó
dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en
mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En
cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve
pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi
sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le
ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo
más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio
una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga.
Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas.
Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel
pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin
perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a
balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas,
pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo
golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su
casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó
primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de
esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata
colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna;
siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para
siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos
que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que
durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí.
Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había
concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas
gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los
uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran
muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo,
sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
-Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que
traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para
no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este
acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que
ocurrieron.
El disco
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de
morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea
toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he
visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos
chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara
un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré
buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he
llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la
que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado
un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos
trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo,
envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle
dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del
bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la
gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos
cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la
noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba
cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
—¿Por qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque soy un rey —contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
—Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero
en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
—Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco.
¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía.
Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
—Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi
un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia
como si hablara con un niño:
—Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un
solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es de oro? —le dije.
—No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una
barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
—En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el
hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente.
—No quiero.
—Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero
al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y
arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
El libro de arena
... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de
líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo
de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí
un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo
asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me
falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela.
Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de
las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los
diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su
poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.
Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es
infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas
tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa
con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de
noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin
por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba
una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo
robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos
inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de
verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las
pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una
libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con
diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de
jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro
de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Epílogo
Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de
tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre
afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más
libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus
primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los
espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un
espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante
distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar
que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me
recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro
ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro. El Congreso es
quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta
que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio
quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los
éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación,
pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos
autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un
cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista
involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More
Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una
herejía posible.
La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado
que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y
la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y
melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno
quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte ("Es
acción santa matar a Rosas") y al Himno Nacional Uruguayo ("Si tiranos, de Bruto el
puñal") no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario
crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución,
pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión
celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su
nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es
el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de
incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus
sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de febrero de 1975

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