martes, 20 de agosto de 2013

arena 13-27

Ya dije que estoy solo; días pasados, un vecino de pieza, que me había oído hablar de
Fermín Eguren, me dijo que éste había fallecido en Punta del Este.
La muerte de aquel hombre, que ciertamente no fue nunca mi amigo, se ha obstinado en
entristecerme. Sé que estoy solo; soy en la tierra el único guardián de aquel
acontecimiento, el Congreso, cuya memoria no podré compartir. Soy ahora el último
congresal. Es verdad que todos los hombres lo son, que no hay un ser en el planeta que
no lo sea, pero yo lo soy de otro modo. Sé que lo soy; eso me hace diverso de mis
innumerables colegas, actuales y futuros. Es verdad que el día 7 de febrero de 1904
juramos por lo más sagrado no revelar —¿habrá en la tierra algo sagrado o algo que no
lo sea?— la historia del Congreso, pero no menos cierto es que el hecho de que yo ahora
sea un perjuro es también parte del Congreso. Esta declaración es oscura, pero puede
encender la curiosidad de mis eventuales lectores.
De cualquier modo, la tarea que me he impuesto no es fácil. No he acometido nunca, ni
siquiera en su especie epistolar, el género narrativo y, lo que sin duda es harto más
grave, la historia que registraré es increíble. La pluma de José Fernández Irala, el
inmerecidamente olvidado poeta de Los mármoles, era la predestinada a esta empresa,
pero ya es tarde. No falsearé deliberadamente los hechos, pero presiento que la
haraganería y la torpeza me obligarán, más de una vez, al error.
Las precisas fechas no importan. Recordemos que vine de Santa Fe, mi provincia natal,
en 1899. No he vuelto nunca; me he acostumbrado a Buenos Aires, ciudad que no me
atrae, como quien se acostumbra a su cuerpo o a una vieja dolencia. Preveo, sin mayor
interés, que pronto he de morir; debo, por consiguiente, sujetar mi hábito digresivo y
adelantar un poco la narración.
No modifican nuestra esencia los años, si es que alguna tenemos; el impulso que me
llevaría, una noche, al Congreso del Mundo fue el que me trajo, inicialmente, a la
redacción de Última Hora. Para un pobre muchacho provinciano, ser periodista puede
ser un destino romántico, así como un pobre muchacho de la capital puede imaginar que
es romántico el destino de un gaucho o de un peón de chacra. No me abochorna haber
querido ser periodista, rutina que ahora me parece trivial. Recuerdo haberle oído decir a
Fernández Irala, mi colega, que el periodista escribe para el olvido y que su anhelo era
escribir para la memoria y el tiempo. Ya había cincelado (el verbo era de uso común)
alguno de los sonetos perfectos que aparecerían después, con uno que otro leve retoque,
en las páginas de Los mármoles.
No puedo precisar la primera vez que oí hablar del Congreso. Quizá fue aquella tarde en
que el contador me pagó mi sueldo mensual y yo, para celebrar esa prueba de que
Buenos Aires me había aceptado, propuse a Irala que comiéramos juntos. Éste se
disculpó, alegando que no podía faltar al Congreso. Inmediatamente entendí que no se
refería al vanidoso edificio con una cúpula, que está en el fondo de una avenida poblada
de españoles, sino a algo más secreto y más importante. La gente hablaba del Congreso,
algunos con abierta sorna, otros bajando la voz, otros con alarma o curiosidad; todos,
creo, con ignorancia. Al cabo de unos sábados, Irala me convidó a acompañarlo. Ya
había cumplido, me confió, con los trámites necesarios.
Serían las nueve o diez de la noche. En el tranvía me dijo que las reuniones preliminares
tenían lugar los sábados y que don Alejandro Glencoe, tal vez movido por mi nombre,
ya había dado su firma. Entramos en la Confitería del Gas. Los congresales, que serían
quince o veinte, rodeaban una mesa larga; no sé si había un estrado o si la memoria lo
agrega. Reconocí en el acto al presidente, que no había visto nunca. Don Alejandro era
un señor de aire digno, ya entrado en años, con la frente despejada, los ojos grises y una
canosa barba rojiza. Siempre lo vi de levita oscura; solía apoyar en el bastón las manos
cruzadas. Era robusto y alto. A su izquierda había un hombre mucho más joven,
también de pelo rojo; su violento color sugería el fuego y el de la barba del señor
Glencoe, las hojas del otoño. A la derecha había un muchacho de cara larga y de frente
singularmente baja, trajeado como un dandy. Todos habían pedido café y uno que otro,
ajenjo. Lo que primero despertó mi atención fue la presencia de una mujer, sola entre
tantos hombres. En la otra punta de la mesa había un niño de diez años, vestido de
marinero, que no tardó en quedarse dormido. Había también un pastor protestante, dos
inequívocos judíos y un negro con pañuelo de seda y la ropa muy ajustada, a la manera
de los compadritos de las esquinas. Ante el negro y el niño había dos tazas de chocolate.
No recuerdo a los otros, salvo a un señor Marcelo del Mazo, hombre de suma cortesía y
de fino diálogo, que no volví a ver más. Conservo una borrosa y deficiente fotografía de
una de las reuniones, que no publicaré, porque la indumentaria de la época, las melenas
y los bigotes, le darían un aire burlesco y hasta menesteroso, que falsearía la escena.
Todas las agrupaciones tienden a crear su dialecto y sus ritos; el Congreso, que siempre
tuvo para mí algo de sueño, parecía querer que los congresales fueran descubriendo sin
prisa el fin que buscaba y aun los nombres y apellidos de sus colegas. No tardé en
comprender que mi obligación era no hacer preguntas y me abstuve de interrogar a
Fernández Irala, que tampoco me dijo nada. No falté un solo sábado, pero pasaron uno o
dos meses antes que yo entendiera. Desde la segunda reunión, mi vecino fue Donald
Wren, un ingeniero del Ferrocarril Sud, que me daría lecciones de inglés.
Don Alejandro hablaba muy poco; los otros no se dirigían a él, pero sentí que hablaban
para él y que buscaban su aprobación. Bastaba un ademán de la lenta mano para que el
tema del debate cambiara. Fui descubriendo poco a poco que el rojizo hombre de la
izquierda tenía el curioso nombre de Twirl. Recuerdo su aire frágil, que es atributo de
ciertas personas muy altas, como si la estatura les diera vértigo y los hiciera abovedarse.
Sus manos, lo recuerdo, solían jugar con una brújula de cobre, que a ratos dejaba en la
mesa. A fines de 1914, murió como soldado de infantería en un regimiento irlandés. El
que siempre ocupaba la derecha era el joven de frente baja, Fermín Eguren, sobrino del
presidente. Descreo de los métodos del realismo, género artificial si los hay; prefiero
revelar de una buena vez lo que comprendí gradualmente. Antes, quiero recordar al
lector mi situación de entonces: yo era un pobre muchacho de Casilda, hijo de
chacareros, que había llegado a Buenos Aires y que de pronto se encontraba, así la sentí,
en el íntimo centro de Buenos Aires y tal vez, quién sabe, del mundo. Medio siglo ha
pasado y sigo sintiendo aquel deslumbramiento inicial, que ciertamente no fue el
último.
He aquí los hechos; los narraré con toda brevedad. Don Alejandro Glencoe, el
presidente, era un estanciero oriental, dueño de un establecimiento de campo que
lindaba con el Brasil. Su padre, oriundo de Aberdeen, se había fijado en este continente
al promediar el siglo anterior. Trajo consigo unos cien libros, los únicos, me atrevo a
afirmar, que don Alejandro leyó en el decurso de su vida. (Hablo de estos libros
heterogéneos, que he tenido en las manos, porque en uno de ellos está la raíz de mi
historia.) El primer Glencoe, al morir, dejó una hija y un hijo, que sería después nuestro
presidente. La hija se casó con un Eguren y fue la madre de Fermín. Don Alejandro
aspiró alguna vez a ser diputado, pero los jefes políticos le cerraron las puertas del
Congreso del Uruguay. El hombre se enconó y resolvió fundar otro Congreso de más
vastos alcances. Recordó haber leído en una de las volcánicas páginas de Carlyle el
destino de aquel Anacharsis Cloots, devoto de la diosa Razón, que a la cabeza de treinta
y seis extranjeros habló como "orador del género humano" ante una asamblea de París.
Movido por su ejemplo, don Alejandro concibió el propósito de organizar un Congreso
del Mundo que representaría a todos los hombres de todas las naciones. El centro de las
reuniones preliminares era la Confitería del Gas; el acto de apertura, para el cual se
había previsto un plazo de cuatro años, tendría su sede en el establecimiento de don
Alejandro. Éste, que como tantos orientales, no era partidario de Artigas, quería a
Buenos Aires, pero había resuelto que el Congreso se reuniera en su patria.
Curiosamente, el plazo original se cumpliría con una precisión casi mágica.
Al principio cobrábamos nuestras dietas, que no eran deleznables, pero el fervor que a
todos nos encendía hizo que Fernández Irala, que era tan pobre como yo, renunciara a la
suya y lo mismo hicimos los otros. Esa medida fue benéfica, ya que sirvió para separar
la mies del rastrojo; el número de congresales disminuyó y sólo quedamos los fieles. El
único cargo rentado fue el de la Secretaria, Nora Erfjord, que carecía de otros medios de
vida y cuya labor era abrumadora. Organizar una entidad que abarca el planeta no es
una empresa baladí. Las cartas iban y venían y asimismo los telegramas. Llegaban
adhesiones del Perú, de Dinamarca y del Indostán. Un boliviano señaló que su patria
carecía de todo acceso al mar y que esa lamentable carencia debería ser el tema de uno
de los primeros debates.
Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de
índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como
fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante
siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro
Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a
los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están
sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las
noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para
representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia?
Fue entonces, creo, que Fermín intervino.
—Ferri está en representación de los gringos —dijo con una carcajada.
Don Alejandro lo miró con severidad y dijo sin apuro:
—El señor Ferri está en representación de los emigrantes, cuya labor está levantando el
país.
Nunca Fermín Eguren me pudo ver. Ejercía diversas soberbias: la de ser oriental, la de
ser criollo, la de atraer a todas las mujeres, la de haber elegido un sastre costoso y,
nunca sabré por qué, la de su estirpe vasca, gente que al margen de la historia no ha
hecho otra cosa que ordeñar vacas.
Un incidente de lo más trivial selló nuestras enemistades. Después de una sesión,
Eguren propuso que fuéramos a la calle Junín. El proyecto no me atraía, pero acepté,
para no exponerme a sus burlas. Fuimos con Fernández Irala. Al salir de la casa, nos
cruzamos con un hombre grandote. Eguren, que estaría un poco bebido, le dio un
empujón. El otro nos cerró el camino y nos dijo:
—El que quiera salir va a tener que pasar por este cuchillo.
Recuerdo el brillo del acero en la oscuridad del zaguán. Eguren se echó atrás, aterrado.
Yo no las tenía todas conmigo, pero mi odio pudo más que mi susto. Me llevé la mano a
la sisa, como para sacar un arma, y dije con voz firme:
—Esto lo vamos a arreglar en la calle.
El desconocido me respondió, ya con otra voz:
—Así me gustan los hombres. Yo quería probarlos, amigo.
Ahora reía afablemente.
—Lo de amigo corre por cuenta suya —le repliqué y salimos.
El hombre del cuchillo entró en el prostíbulo. Me dijeron después que se llamaba Tapia
o Paredes o algo por el estilo y que tenía fama de pendenciero. Ya en la vereda, Irala,
que se había mantenido sereno, me palmeó y declaró con énfasis:
—Entre los tres había un mosquetero. ¡Salve, d'Artagnan!
Fermín Eguren nunca me perdonó haber sido testigo de su aflojada.
Siento que ahora, y sólo ahora, empieza la historia. Las páginas ya escritas no han
registrado más que las condiciones que el azar o el destino requería para que ocurriera el
hecho increíble, acaso el único de toda mi vida. Don Alejandro Glencoe era siempre el
centro de la trama, pero gradualmente sentimos, no sin algún asombro y alarma, que el
verdadero presidente era Twirl. Este singular personaje de bigote fulgente adulaba a
Glencoe y aun a Fermín Eguren, pero de un modo tan exagerado que podía pasar por
una burla y no comprometía su dignidad. Glencoe tenía la soberbia de su vasta fortuna;
Twirl adivinó que, para imponerle un proyecto, bastaba sugerir que su costo era
demasiado oneroso. Al principio, el Congreso no había sido más, lo sospecho, que un
vago nombre; Twirl proponía continuas ampliaciones, que don Alejandro siempre
aceptaba. Era como estar en el centro de un círculo creciente, que se agranda sin fin,
alejándose. Declaró, por ejemplo, que el Congreso no podía prescindir de una biblioteca
de libros de consulta; Nierenstein, que trabajaba en una librería, fue consiguiéndonos
los atlas de Justus Perthes y diversas y extensas enciclopedias, desde la Historia
naturalis de Plinio y el Speculum de Beauvais hasta los gratos laberintos (releo estas
palabras con la voz de Fernández Irala) de los ilustres enciclopedistas franceses, de la
Britannica, de Pierre Larousse, de Brockhaus, de Larsen y de Montaner y Simón.
Recuerdo haber acariciado con reverencia los sedosos volúmenes de cierta enciclopedia
china, cuyos bien pincelados caracteres me parecieron más misteriosos que las manchas
de la piel de un leopardo. No diré todavía el fin que tuvieron y que por cierto no
lamento.
Don Alejandro nos había tomado cariño a Fernández Irala y a mí, tal vez porque éramos
los únicos que no trataban de halagarlo. Nos convidó a pasar unos días en la estancia La
Caledonia, donde ya estaban trabajando los peones albañiles.
Al cabo de una larga navegación, río arriba, y de una travesía en balsa, pisamos la otra
banda, un amanecer. Después tuvimos que hacer noche en pulperías menesterosas y que
abrir y cerrar muchas tranqueras en la Cuchilla Negra. Íbamos en una volanta; el campo
me pareció más grande y más solo que el de la chacra en que nací.
Conservo aún mis dos imágenes de la estancia: la que yo había previsto y la que mis
ojos vieron al fin. Absurdamente yo me había figurado, como en un sueño, una
combinación imposible de la llanura santafesina y del Palacio de las Aguas Corrientes;
La Caledonia era una casa larga, de adobe, con el techo de paja a dos aguas y con un
corredor de ladrillo. Me pareció construida para el rigor y para el largo tiempo. Casi una
vara de espesor tenían los toscos muros y las puertas eran angostas. A nadie se le había
ocurrido plantar un árbol. El primer sol y el último la golpeaban. Los corrales eran de
piedra; la hacienda era numerosa, flaca y guampuda; las colas arremolinadas de los
caballos alcanzaban al suelo. Por primera vez conocí el sabor del animal recién
carneado. Trajeron unas bolsas de galleta; el capataz me dijo, días después, que no había
probado pan en su vida. Irala preguntó dónde estaba el baño; don Alejandro, con un
vasto ademán, le mostró el continente. La noche era de luna; salí a dar una vuelta y lo
sorprendí, vigilado por un ñandú.
El calor, que no había mitigado la noche, era insoportable y todos ponderaban el fresco.
Las piezas eran bajas y muchas y me parecieron desmanteladas; nos destinaron una que
daba al sur, en la que había dos catres y una cómoda, con la palangana y la jarra que
eran de plata. El piso era de tierra.
Al día siguiente di con la biblioteca y con los volúmenes de Carlyle y busqué las
páginas consagradas al orador del género humano, Anacharsis Cloots, que me había
conducido a aquella mañana y a aquella soledad. Después del desayuno, idéntico a la
comida, don Alejandro nos mostró los trabajos. Hicimos una legua a caballo, entre los
descampados. Irala, cuya equitación era temerosa, sufrió un percance; el capataz
observó sin una sonrisa:
—El porteño sabe apearse muy bien.
Desde lejos vimos la obra. Una veintena de hombres había erigido una suerte de
anfiteatro despedazado. Recuerdo unos andamios y unas gradas que dejaban entrever
espacios de cielo.
Más de una vez traté de conversar con los gauchos, pero mi empeño fracasó. De algún
modo sabían que eran distintos. Para entenderse entre ellos, usaban parcamente un
gangoso español abrasilerado. Sin duda por sus venas corrían sangre india y sangre
negra. Eran fuertes y bajos; en La Caledonia yo era un hombre alto, cosa que no me
había sucedido hasta entonces. Casi todos usaban chiripá y uno que otro, bombacha.
Poco o nada tenían en común con los dolientes personajes de Hernández o de Rafael
Obligado. Bajo el estímulo del alcohol de los sábados, eran fácilmente violentos. No
había una mujer y jamás oí una guitarra.
Más que los hombres de esa frontera me interesó el cambio total que se había operado
en don Alejandro. En Buenos Aires, era un señor afable y medido; en La Caledonia, el
severo jefe de un clan, como sus mayores. Los domingos por la mañana les leía la
Sagrada Escritura a los peones, que no entendían una sola palabra. Una noche, el
capataz, un muchacho joven, que había heredado el cargo de su padre, nos avisó que un
agregado y un peón se habían trabado a puñaladas. Don Alejandro se levantó sin mayor
apuro. Llegó a la rueda, se quitó el arma que solía cargar, se la dio al capataz, que me
pareció acobardado, y se abrió camino entre los aceros. Oí en seguida la orden:
—Suelten el cuchillo, muchachos.
Con la misma voz tranquila agregó:
—Ahora se dan la mano y se portan bien. No quiero barullos aquí.
Los dos obedecieron. Al otro día supe que don Alejandro lo había despedido al capataz.
Sentí que la soledad me cercaba. Temí no volver nunca a Buenos Aires. No sé si
Fernández Irala compartió ese temor, pero hablábamos mucho de la Argentina y de lo
que haríamos a la vuelta. Extrañaba los leones de un portón de la calle Jujuy, cerca de la
plaza del Once, o la luz de cierto almacén de imprecisa topografía, no los lugares
habituales. Siempre fui buen jinete; me habitué a salir a caballo y a recorrer largas
distancias. Todavía me acuerdo de aquel moro que yo solía ensillar y que ya habrá
muerto. Acaso alguna tarde o alguna noche estuve en el Brasil, porque la frontera no era
otra cosa que una línea trazada por mojones.
Había aprendido a no contar los días cuando, al cabo de un día como los otros, don
Alejandro nos advirtió:
—Ahora nos vamos a acostar. Mañana salimos con la fresca.
Ya río abajo me sentí tan feliz que pude pensar con cariño en La Caledonia.
Reanudamos la reunión de los sábados. En la primera, Twirl pidió la palabra. Dijo, con
las habituales flores retóricas, que la biblioteca del Congreso del Mundo no podía
reducirse a libros de consulta y que las obras clásicas de todas las naciones y lenguas
eran un verdadero testimonio que no podíamos ignorar sin peligro. La ponencia fue
aprobada en el acto; Fernández Irala y el doctor Cruz, que era profesor de latín,
aceptaron la misión de elegir los textos necesarios. Twirl ya había hablado del asunto
con Nierenstein.
En aquel tiempo no había un solo argentino cuya Utopía no fuera la ciudad de París.
Quizá el más impaciente de nosotros era Fermín Eguren: lo seguía Fernández Irala, por
razones harto distintas. Para el poeta de Los mármoles, París era Verlaine y Leconte de
Lisle; para Eguren, una continuación mejorada de la calle Junín. Se había entendido, lo
sospecho, con Twirl. Éste, en otra reunión, discutió el idioma que usarían los
congresales y la conveniencia de que dos delegados fueran a Londres y a París, a
documentarse. Para fingir imparcialidad, propuso primero mi nombre y, tras una ligera
vacilación, el de su amigo Eguren. Don Alejandro, como siempre, asintió.
Creo haber escrito que Wren, a cambio de unas clases de italiano, me había iniciado en
el estudio del infinito idioma inglés. Prescindió, en lo posible, de la gramática y de las
oraciones fabricadas para el aprendizaje y entramos directamente en la poesía, cuyas
formas exigen la brevedad. Mi primer contacto con el lenguaje que poblaría mi vida fue
el valeroso Requiem de Stevenson; después vinieron las baladas que Percy reveló al
decoroso siglo dieciocho. Poco antes de partir para Londres conocí el deslumbramiento
de Swinburne, que me llevó a dudar, como quien comete una culpa, de la eminencia de
los alejandrinos de Irala.
Arribé a Londres a principios de enero del novecientos dos; recuerdo la caricia de la
nieve, que yo nunca había visto y que agradecí. Felizmente, no me tocó viajar con
Eguren. Me hospedé en una módica pensión a espaldas del Museo Británico, a cuya
biblioteca concurría de mañana y de tarde, en busca de un idioma que fuera digno del
Congreso del Mundo. No descuidé las lenguas universales; me asomé al esperanto —
que el Lunario sentimental califica de "equitativo, simple y económico"— y al Volapük,
que quiere explorar todas las posibilidades lingüísticas, declinando los verbos y
conjugando los sustantivos. Consideré los argumentos en pro y en contra de resucitar el
latín, cuya nostalgia no ha cesado de perdurar al cabo de los siglos. Me demoré
asimismo en el examen del idioma analítico de John Wilkins, donde la definición de
cada palabra está en las letras que la forman. Fue bajo la alta cúpula de la sala que
conocí a Beatriz.
Ésta es la historia general del Congreso del Mundo, no la de Alejandro Ferri, la mía,
pero la primera abarca a la última, como a todas las otras. Beatriz era alta, esbelta, de
rasgos puros y de una cabellera bermeja que pudo haberme recordado y nunca lo hizo la
del oblicuo Twirl. No había cumplido los veinte años. Había dejado uno de los
condados del norte para ser alumna de letras de la universidad. Su origen, como el mío,
era humilde. Ser de cepa italiana en Buenos Aires era aún desdoroso; en Londres
descubrí que para muchos era un atributo romántico. Pocas tardes tardamos en ser
amantes; le pedí que se casara conmigo, pero Beatriz Frost, como Nora Erfjord, era
devota de la fe predicada por Ibsen y no quería atarse a nadie. De su boca nació la
palabra que yo no me atrevía a decir. Oh noches, oh compartida y tibia tiniebla, oh el
amor que fluye en la sombra como un río secreto, oh aquel momento de la dicha en que
cada uno es los dos, oh la inocencia y el candor de la dicha, oh la unión en la que nos
perdíamos para perdernos luego en el sueño, oh las primeras claridades del día y yo
contemplándola.
En la áspera frontera del Brasil me había acosado la nostalgia; no así en el rojo laberinto
de Londres, que me dio tantas cosas. A pesar de los pretextos que urdí para demorar la
partida, tuve que volver a fin de año; celebramos juntos la Navidad. Le prometí que don
Alejandro la invitaría a formar parte del Congreso; me replicó, de un modo vago, que le
interesaría visitar el hemisferio austral y que un primo suyo, dentista, se había radicado
en Tasmania. Beatriz no quiso ver el barco; la despedida, a su entender, era un énfasis,
una insensata fiesta de la desdicha, y ella detestaba los énfasis. Nos dijimos adiós en la
biblioteca donde nos conocimos en otro invierno. Soy un hombre cobarde; no le dejé mi
dirección, para eludir la angustia de esperar cartas.
He notado que los viajes de vuelta duran menos que los de ida, pero la travesía del
Atlántico, pesada de recuerdos y de zozobras, me pareció muy larga. Nada me dolía
tanto como pensar que paralelamente a mi vida Beatriz iría viviendo la suya, minuto por
minuto y noche por noche. Escribí una carta de muchas páginas, que rompí al zarpar de
Montevideo. Arribé a la patria un día jueves; Irala me esperaba en la dársena. Volví a
mi antiguo alojamiento en la calle Chile; aquel día y el otro los pasamos hablando y
caminando. Yo quería recobrar a Buenos Aires. Fue un alivio saber que Fermín Eguren
seguía en París; el hecho de haber regresado antes que él atenuaría de algún modo mi
larga ausencia.
Irala estaba descorazonado. Fermín dilapidaba en Europa sumas desaforadas y había
desacatado más de una vez la orden de volver inmediatamente. Esto era previsible. Más
me inquietaron otras noticias; Twirl, pese a la oposición de Irala y de Cruz, había
invocado a Plinio el Joven, según el cual no hay libro tan malo que no encierre algo
bueno, y había propuesto la compra indiscriminada de colecciones de La Prensa, de tres
mil cuatrocientos ejemplares de Don Quijote, en diversos formatos, del epistolario de
Balmes, de tesis universitarias, de cuentas, de boletines y de programas de teatro. Todo
es un testimonio, había dicho. Nierenstein lo apoyó; don Alejandro, "al cabo de tres
sábados sonoros", aprobó la moción. Nora Erfjord había renunciado a su cargo de
secretaria; la reemplazaba un socio nuevo, Karlinski, que era un instrumento de Twirl.
Los desmesurados paquetes iban apilándose ahora, sin catálogo ni fichero, en las
habitaciones del fondo y en la bodega del caserón de don Alejandro. A principios de
julio, Irala había pasado una semana en La Caledonia; los albañiles habían interrumpido
el trabajo. El capataz, interrogado, explicó que así lo había dispuesto el patrón y que al
tiempo lo que le está sobrando son días.
En Londres yo había redactado un informe, que no es del caso recordar; el viernes, fui a
saludar a don Alejandro y a entregarle mi texto. Me acompañó Fernández Irala. Era la
hora de la tarde y en la casa entraba el pampero. Frente al portón de la calle Alsina
esperaba un carro con tres caballos. Me acuerdo de hombres encorvados que iban
descargando sus fardos en el último patio; Twirl, imperioso, les daba órdenes. Ahí
estaban también, como si presintieran algo, Nora Erfjord y Nierenstein y Cruz y Donald
Wren y uno o dos congresales más. Nora me abrazó y me besó y aquel abrazo y aquel
beso me recordaron otros. El negro, bonachón y feliz, me besó la mano.
En uno de los cuartos estaba abierta la cuadrada trampa del sótano; unos escalones de
material se perdían en la sombra.
Bruscamente oímos los pasos. Antes de verlo, supe que era don Alejandro el que
entraba. Casi como si corriera, llegó.
Su voz era distinta; no era la del pausado señor que presidía nuestros sábados ni la del
estanciero feudal que prohibía un duelo a cuchillo y que predicaba a sus gauchos la
palabra de Dios, pero se parecía más a la última.
Sin mirar a nadie, mandó:
—Vayan sacando todo lo amontonado ahí abajo. Que no quede un libro en el sótano.
La tarea duró casi una hora. Acumulamos en el patio de tierra una pila más alta que los
más altos. Todos íbamos y veníamos; el único que no se movió fue don Alejandro.
Después vino la orden:
—Ahora le prenden fuego a estos bultos.
Twirl estaba muy pálido. Nierenstein acertó a murmurar:
—El Congreso del Mundo no puede prescindir de esos auxiliares preciosos que he
seleccionado con tanto amor.
—¿El Congreso del Mundo? —dijo don Alejandro. Se rió con sorna y yo nunca lo había
oído reír.
Hay un misterioso placer en la destrucción; las llamaradas crepitaron resplandecientes y
los hombres nos agolpamos contra los muros o en las habitaciones. Noche, ceniza y olor
a quemado quedaron en el patio. Me acuerdo de unas hojas perdidas que se salvaron,
blancas sobre la tierra. Nora Erfjord, que profesaba por don Alejandro ese amor que las
mujeres jóvenes suelen profesar por los hombres viejos, dijo sin entender:
—Don Alejandro sabe lo que hace.
Irala, fiel a la literatura, intentó una frase:
—Cada tantos siglos hay que quemar la Biblioteca de Alejandría.
Luego nos llegó la revelación:
—Cuatro años he tardado en comprender lo que les digo ahora. La empresa que hemos
acometido es tan vasta que abarca —ahora lo sé— el mundo entero. No es unos cuantos
charlatanes que aturden en los galpones de una estancia perdida. El Congreso del
Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo.
No hay un lugar en que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El
Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es
Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que
malgasta mi hacienda con las rameras.
No pude contenerme y lo interrumpí:
—Don Alejandro, yo también soy culpable. Yo tenía concluido el informe, que aquí le
traigo, y seguía demorándome en Inglaterra y tirando su plata, por el amor de una mujer.
Don Alejandro continuó:
—Ya me lo suponía, Ferri. El Congreso es mis toros. El Congreso es los toros que he
vendido y las leguas de campo que no son mías.
Una voz consternada se elevó; era la de Twirl.
—¿No va a decirnos que ha vendido La Caledonia?
Don Alejandro contestó sin apuro:
—Sí, la he vendido. Ya no me queda un palmo de tierra, pero mi ruina no me duele,
porque ahora entiendo. Tal vez no nos veremos más, porque el Congreso no nos precisa,
pero esta última noche saldremos todos a mirar el Congreso.
Estaba ebrio de victoria. Nos inundaron su firmeza y su fe. Nadie ni por un segundo
pensó que estuviera loco.
En la plaza tomamos un coche abierto. Yo me acomodé en el pescante, junto al cochero,
y don Alejandro ordenó:
—Maestro, vamos a recorrer la ciudad. Llévenos donde quiera.
El negro, encaramado en un estribo, no cesaba de sonreír. Nunca sabré si entendió algo.
Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero
historiar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan
una rosa, un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y
el sol, un cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me
sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de
la aurora. Casi no hablamos, mientras las ruedas y los cascos retumbaban sobre las
piedras. Antes del alba, cerca de un agua oscura y humilde, que era tal vez el
Maldonado o tal vez el Riachuelo, la alta voz de Nora Erfjord entonó la balada de
Patrick Spens y don Alejandro coreó uno que otro verso en voz baja, desafinadamente.
Las palabras inglesas no me trajeron la imagen de Beatriz. A mis espaldas Twirl
murmuró:
—He querido hacer el mal y hago el bien.
Algo de lo que entrevimos perdura —el rojizo paredón de la Recoleta, el amarillo
paredón de la cárcel, una pareja de hombres bailando en una esquina sin ochava, un
atrio ajedrezado con una verja, las barreras del tren, mi casa, un mercado, la insondable
y húmeda noche— pero ninguna de esas cosas fugaces, que acaso fueron otras, importa.
Importa haber sentido que nuestro plan, del cual más de una vez nos burlamos, existía
realmente y secretamente y era el universo y nosotros. Sin mayor esperanza, he buscado
a lo largo de los años el sabor de esa noche; alguna vez creí recuperarla en la música, en
el amor, en la incierta memoria, pero no ha vuelto, salvo una sola madrugada, en un
sueño. Cuando juramos no decir nada a nadie ya era la mañana del sábado.
No los volví a ver más, salvo a Irala. No comentamos nunca la historia; cualquier
palabra nuestra hubiera sido una profanación. En 1914, don Alejandro Glencoe murió y
fue sepultado en Montevideo. Irala ya había muerto el año anterior.
Con Nierenstein me crucé una vez en la calle Lima y fingimos no habernos visto.
There Are More Things
A la memoria de Howard P. Lovecraft
A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi
tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del Continente.
Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: la congoja, ya inútil, de que nada nos
hubiera costado haber sido más buenos. El hombre olvida que es un muerto que
conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofía; recordé que mi tío, sin
invocar un solo nombre propio, me había revelado sus hermosas perplejidades, allá en la
Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para
iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas
eleáticas. Años después me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la
realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante
complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que
erigimos en el piso del escritorio.
Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el Ferrocarril decidió
establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la
cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo
Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío, a la
manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o, mejor dicho,
agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de
Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenía
un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de
Lichfield, su lejano pueblo natal.
La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos.
Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de
azoteas había tejados de pizarra a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que
parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades
como se aceptan esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el
nombre de universo.
Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un
forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor.
Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no
lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres
de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran
esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones,
que éste rechazó con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó
de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa; un
tal Mariani, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante
una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche
que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron,
pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el
ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias.
Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.
Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la
curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí,
sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del
láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a
referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una
flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba
era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi
tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor
William Morris.
El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante,
que el cargado té de Ceylán y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y
enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista,
dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un
largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir
habló.
—Muchacho (Young man) —dijo—, usted no se ha costeado hasta aquí para que
hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita
el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también.
Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
—Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura
párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían
bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo
cometer la abominación de erigir altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
—¿Eso es todo? —me atreví a preguntar.
—No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar
pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.
Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se
conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron
los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén más o menos apócrifos y
brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar desde unas cuadras la
Casa Colorada en el alto, Iberra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la
que yo esperaba.
—Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel
mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches
pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me
espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento.
Lo que vi no era para menos.
Muy enojado, agregó una mala palabra.
Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que
no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era
un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No
había ni puertas ni ventanas, pero sí una hilera infinita de hendijas verticales y angostas.
Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el
monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el
cuerpo humano, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?
Esa tarde pasé frente a la Casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrotes
retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa
hondura y los bordes estaban pisoteados.
Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo
vana, sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.
Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y
rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las
estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó
pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije
que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en
Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas
palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por
estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de
hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el
elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que
por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa.
Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius
estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del
ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones
resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo
rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada.
Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el
diecinueve de enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y
ultrajado por el verano, sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se
desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando
un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si
con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado
por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba
a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.
Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y
nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no sé muy bien, tropecé con
una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave
de la luz.
El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera,
una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos,
porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré.
Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus
articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un
vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el
mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez
lo entenderíamos.
Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura
humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí
una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no
pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era
comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la
oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me
perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla
que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos
o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria,
muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el
lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la
de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y
olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por
cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía
en la tiniebla superior.
¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que
él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué
antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y
esta precisa noche?
Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con
asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el
descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes que el habitante
volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía hacerlo.
Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por
la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los
ojos.
La Secta de los Treinta
El manuscrito original puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Leiden;
está en latín, pero algún helenismo justifica la conjetura de que fue vertido del griego.
Según Leisegang, data del siglo cuarto de la era cristiana. Gibbon lo menciona, al pasar,
en una de las notas del capítulo decimoquinto de su Decline and Fall. Reza el autor
anónimo:
"... La Secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos. Diezmados por el
hierro y por el fuego duermen a la vera de los caminos o en las ruinas que ha perdonado
la guerra, ya que les está vedado construir viviendas. Suelen andar desnudos. Los
hechos registrados por mi pluma son del conocimiento de todos; mi propósito actual es
dejar escrito lo que me ha sido dado descubrir sobre su doctrina y sus hábitos. He
discutido largamente con sus maestros y no he logrado convertirlos a la Fe del Señor.
»Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que
concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han
dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran
que la amonestación de Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos, condena la
pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios.
»El consejo de vender lo que se posee y de darlo a los pobres es acatado rigurosamente
por todos; los primeros beneficiados lo dan a otros y éstos a otros. Ésta es explicación
suficiente de su indigencia y desnudez, que los avecina asimismo al estado paradisíaco.
Repiten con fervor las palabras: Considerad los cuervos, que ni siembran ni siegan, que
ni tienen cillero, ni alfolí; y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que
las aves? El texto proscribe el ahorro: Si así viste Dios a la hierba, que hoy está en el
campo, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más vosotros, hombres de poca fe?
Vosotros, pues, no procuréis qué hayáis de comer, o qué hayáis de beber; ni estéis en
ansiosa perplejidad.
»El dictamen Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón
es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan
que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla,
todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos
pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.
»La Secta elude las iglesias; sus doctores predican al aire libre, desde un cerro o un
muro o a veces desde un bote en la orilla.
»El nombre de la Secta ha suscitado tenaces conjeturas. Alguna quiere que nos dé la
cifra a que están reducidos los fieles, lo cual es irrisorio pero profético, porque la Secta,
dada su perversa doctrina, está predestinada a la muerte. Otra lo deriva de la altura del
arca, que era de treinta codos; otra, que falsea la astronomía, del número de noches, que
son la suma de cada mes lunar; otra, del bautismo del Salvador; otra, de los años de
Adán, cuando surgió del polvo rojo. Todas son igualmente falsas. No menos mentiroso
es el catálogo de treinta divinidades o tronos, de los cuales uno es Abraxas, representado
con cabeza de gallo, brazos y torso de hombre y remate de enroscada serpiente.
»Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no
me ha sido otorgado. Que otros, más felices que yo, salven a los sectarios por la palabra.
Por la palabra o por el fuego. Más vale ser ejecutado que darse muerte. Me limitaré pues
a la exposición de la abominable herejía.
»El Verbo se hizo carne para ser hombre entre los hombres, que lo darían a la cruz y
serían redimidos por Él. Nació del vientre de una mujer del pueblo elegido no sólo para
predicar el Amor, sino para sufrir el martirio.

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