martes, 20 de agosto de 2013

arena 1-12

JORGE LUIS BORGES
EL LIBRO DE ARENA
El libro de arena fue publicado originalmente en 1975.
Diseño de la colección: Neslé Soulé
© María Kodama, 1995
© Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1977, 1979, 1980, 1981, 1983, 1985, 1986, 1988,
1990, 1991, 1992, 1993, 1994, 1995, 1996, 1997, 1998
Distribuye para Argentina: Vaccaro Sánchez
Moreno, 794 - CP 1091 Capital Federal - Buenos Aires
Interior: Distribuidora Bertrán - Av. Vélez Sarsfield, 1950
CP 1285 Capital Federal - Buenos Aires
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que
establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones
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ISBN: 84-487-0471-1
Depósito Legal: B-9.587-1998
Impreso en España - Printed in Spain - Marzo de 1998
Impresión y encuadernación: Cayfosa
Ctra. Caldas, km 3 Santa Perpétua de Mogoda (Barcelona)
Alianza Editorial, S.A.
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; teléf. 393 88 88
Índice
• El otro
• Ulrica
• El Congreso
• There Are More Things
• La Secta de los Treinta
• La noche de los dones
• El espejo y la máscara
• Undr
• Utopía de un hombre que está cansado
• El soborno
• Avelino Arredondo
• El disco
• El libro de arena
• Epílogo
El otro
El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo
escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la
razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y,
con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo
siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A
unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca.
El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara
en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la
tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había
sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no
mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la
primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar
(nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El
estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián
Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la
décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro.
La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también
soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos
parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un
desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú
nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el
armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches
de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el
diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de
Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con
la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y,
escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los
pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza
Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural
que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que
el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación,
mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido
engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona
que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos
dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre
murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano
izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de
un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había
muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una
mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una
cosa tan común y corriente". Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito,
en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los
gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás
clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de
tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un
dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires,
hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro
pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre
Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América,
trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día
que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si
cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la
del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin
embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho,
más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las
manos un libro. Le pregunté qué era.
—Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin
vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma
eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph
Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se
titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén
Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por
ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos
los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los
afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y
parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre
de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge,
somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases
memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en
la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del
sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados.
Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir
a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas
nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra
imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el
correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años
después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de
edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de
más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio
anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí
bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre — univers tordant son corps écaillé d'astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente
palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt
Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema
gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea
lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado
distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el
diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto
anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su
inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le
dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón
Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien... ahora, me
das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de
los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y
el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes
fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata
hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que
nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos
sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a
venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color
amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica.
Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y
fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el
recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible
fecha en el dólar.
Ulrica
Hann tekr sverthit Gram ok leggr i methal
theira bert.
Völsunga Saga, 27
Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo
cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario
es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis.
Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca)
en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.
Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York,
esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el
hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las
murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.
—Soy feminista —dijo—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco
y su alcohol.
La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba.
Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece
a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron
que era noruega.
Uno de los presentes comentó:
—No es la primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo
o algo puede perderse.
Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave
plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de
rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo
misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro
en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un
inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas
las descubrí poco a poco.
Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá.
Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
—¿Qué es ser colombiano?
—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser noruega —asintió.
Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al
comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana.
No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar
sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:
—A mí también. Podemos salir juntos los dos.
Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le
propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba
enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que
era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo como si pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que
las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo,
hacia Edimburgo.
—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su
Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo
buscándola.
—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos.
Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es
mejor que así sea.
Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera.
El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y
en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica, que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y
que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para
esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.
—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo
dormir en una pocilga.
Agregó después:
—Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy por morir —dijo ella.
La miré atónito.
—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso —replicó.
Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para
aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otárola —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le repliqué—, tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
—¿Conoces la saga? —le pregunté.
—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con
sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el
Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William
Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró
primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se
duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura.
Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la
nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos.
Como la arena se iba el tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera
y última vez la imagen de Ulrica.
El Congreso
Ils s'acheminèrent vers un château immense,
au frontispice duquel on lisait: "Je
n'appartiens à personne et j'appartiens à tout
le monde. Vous y étiez avant que d'y entrer, et
vous y serez encore quand vous en sortirez".
Diderot: Jacques Le Fataliste et son Maître
(1769)
Mi nombre es Alejandro Ferri. Ecos marciales hay en él, pero ni los metales de la gloria
ni la gran sombra del macedonio —la frase es del autor de Los mármoles, cuya amistad
me honró— se parecen al modesto hombre gris que hilvana estas líneas, en el piso alto
de un hotel de la calle Santiago del Estero, en un Sur que ya no es el Sur. En cualquier
momento habré cumplido setenta y tantos años; sigo dictando clases de inglés a pocos
alumnos. Por indecisión o por negligencia o por otras razones, no me casé, y ahora
estoy solo. No me duele la soledad; bastante esfuerzo es tolerarse a uno mismo y a sus
manías. Noto que estoy envejeciendo; un síntoma inequívoco es el hecho de que no me
interesan o sorprenden las novedades, acaso porque advierto que nada esencialmente
nuevo hay en ellas y que no pasan de ser tímidas variaciones. Cuando era joven, me
atraían los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas del centro y la
serenidad. Ya no juego a ser Hamlet. Me he afiliado al partido conservador y a un club
de ajedrez, que suelo frecuentar como espectador, a veces distraído. El curioso puede
exhumar, en algún oscuro anaquel de la Biblioteca Nacional de la calle México, un
ejemplar de mi Breve examen del idioma analítico de John Wilkins, obra que exigiría
otra edición, siquiera para corregir o atenuar sus muchos errores. El nuevo director de la
Biblioteca, me dicen, es un literato que se ha consagrado al estudio de las lenguas
antiguas, como si las actuales no fueran suficientemente rudimentarias, y a la exaltación
demagógica de un imaginario Buenos Aires de cuchilleros. Nunca he querido conocerlo.
Yo arribé a esta ciudad en 1899 y una sola vez el azar me enfrentó con un cuchillero o
con un sujeto que tenía fama de tal. Más adelante, si se presenta la ocasión, contaré el
episodio.

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