martes, 20 de agosto de 2013

arena 28-42

»Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano
por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los
días. El Señor dispuso los hechos de manera patética. Tal es la explicación de la última
cena, de las palabras de Jesús que presagian la entrega, de la repetida señal a uno de los
discípulos, de la bendición del pan y del vino, de los juramentos de Pedro, de la solitaria
vigilia en Gethsemaní, del sueño de los doce, de la plegaria humana del Hijo, del sudor
como sangre, de las espadas, del beso que traiciona, de Pilato que se lava las manos, de
la flagelación, del escarnio, de las espinas, de la púrpura y del cetro de caña, del vinagre
con hiel, de la Cruz en lo alto de una colina, de la promesa al buen ladrón, de la tierra
que tiembla y de las tinieblas.
»La divina misericordia, a la que debo tantas mercedes me ha permitido descubrir la
auténtica y secreta razón del nombre de la Secta. En Kerioth, donde verosímilmente
nació, perdura un conventículo que se apoda de los Treinta Dineros. Ese nombre fue el
primitivo y nos da la clave. En la tragedia de la Cruz —lo escribo con debida
reverencia— hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles, todos
fatales. Involuntarios fueron los sacerdotes que entregaron los dineros de plata,
involuntaria fue la plebe que eligió a Barrabás, involuntario fue el procurador de Judea,
involuntarios fueron los romanos que erigieron la Cruz de Su martirio y clavaron los
clavos y echaron suertes. Voluntarios sólo hubo dos: El Redentor y Judas. Éste arrojó
las treinta piezas que eran el precio de la salvación de las almas e inmediatamente se
ahorcó. A la sazón contaba treinta y tres años, como el Hijo del Hombre. La Secta los
venera por igual y absuelve a los otros.
»No hay un solo culpable; no hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan
que trazó la Sabiduría. Todos comparten ahora la Gloria.
»Mi mano se resiste a escribir otra abominación. Los iniciados, al cumplir la edad
señalada, se hacen escarnecer y crucificar en lo alto de un monte, para seguir el ejemplo
de sus maestros. Esta violación criminal del quinto mandamiento debe ser reprimida con
el rigor que las leyes humanas y divinas han exigido siempre. Que las maldiciones del
Firmamento, que el odio de los ángeles..."
El fin del manuscrito no se ha encontrado.
La noche de los dones
En la antigua Confitería del Águila, en Florida a la altura de Piedad, oímos la historia.
Se debatía el problema del conocimiento. Alguien invocó la tesis platónica de que ya
todo lo hemos visto en un orbe anterior, de suerte que conocer es reconocer; mi padre,
creo, dijo que Bacon había escrito que si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber
olvidado. Otro interlocutor, un señor de edad, que estaría un poco perdido en esa
metafísica, se resolvió a tomar la palabra. Dijo con lenta seguridad:
—No acabo de entender lo de los arquetipos platónicos. Nadie recuerda la primera vez
que vio el amarillo o el negro o la primera vez que le tomó el gusto a una fruta, acaso
porque era muy chico y no podía saber que inauguraba una serie muy larga. Por
supuesto, hay otras primeras veces que nadie olvida. Yo les podría contar lo que me
dejó cierta noche que suelo traer a la memoria, la del treinta de abril del 74.
»Los veraneos de antes eran más largos, pero no sé por qué nos demoramos hasta esa
fecha en el establecimiento de unos primos, los Dorna, a unas escasas leguas de Lobos.
Por aquel tiempo, uno de los peones, Rufino, me inició en las cosas de campo. Yo
estaba por cumplir mis trece años; él era bastante mayor y tenía fama de animoso. Era
muy diestro; cuando jugaban a vistear el que quedaba con la cara tiznada era siempre el
otro. Un viernes me propuso que el sábado a la noche fuéramos a divertirnos al pueblo.
Por supuesto accedí, sin saber muy bien de qué se trataba. Le previne que yo no sabía
bailar; me contestó que el baile se aprende fácil. Después de la comida, a eso de las siete
y media, salimos. Rufino se había empilchado como quien va a una fiesta y lucía un
puñal de plata; yo me fui sin mi cuchillito, por temor a las bromas. Poco tardamos en
avistar las primeras casas. ¿Ustedes nunca estuvieron en Lobos? Lo mismo da; no hay
un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto.
Los mismos callejones de tierra, los mismos huecos, las mismas casas bajas, como para
que un hombre a caballo cobre más importancia. En una esquina nos apeamos frente a
una casa pintada de celeste o de rosa, con unas letras que decían La Estrella. Atados al
palenque había unos caballos con buen apero. Por la puerta de calle a medio entornar vi
una hendija de luz. En el fondo del zaguán había una pieza larga, con bancos laterales
de tabla y, entre los bancos, unas puertas oscuras que darían quién sabe dónde. Un
cuzco de pelaje amarillo salió ladrando a hacerme fiestas. Había bastante gente; una
media docena de mujeres con batones floreados iba y venía. Una señora de respeto,
trajeada enteramente de negro, me pareció la dueña de casa. Rufino la saludó y le dijo:
»—Aquí le traigo un nuevo amigo, que no es muy de a caballo.
»—Ya aprenderá, pierda cuidado —contestó la señora.
»Sentí vergüenza. Para despistar o para que vieran que yo era un chico, me puse a jugar
con el perro, en la punta de un banco. Sobre la mesa de cocina ardían unas velas de sebo
en unas botellas y me acuerdo también del braserito en un rincón del fondo. En la pared
blanqueada de enfrente había una imagen de la Virgen de la Merced.
»Alguien, entre una que otra broma, templaba una guitarra que le daba mucho trabajo.
De puro tímido no rehusé una ginebra que me dejó la boca como un ascua. Entre las
mujeres había una, que me pareció distinta a las otras. Le decían la Cautiva. Algo de
aindiado le noté, pero los rasgos eran un dibujo y los ojos muy tristes. La trenza le
llegaba hasta la cintura. Rufino, que advirtió que yo la miraba, le dijo:
»—Volvé a contar lo del malón, para refrescar la memoria.
»La muchacha habló como si estuviera sola y de algún modo yo sentí que no podía
pensar en otra cosa y que esa cosa era lo único que le había pasado en la vida. Nos dijo
así:
»—Cuando me trajeron de Catamarca yo era muy chica. Qué iba yo a saber de malones.
En la estancia ni los mentaban de miedo. Como un secreto, me fui enterando que los
indios podían caer como una nube y matar a la gente y robarse los animales. A las
mujeres las llevaban a Tierra Adentro y les hacían de todo. Hice lo que pude para no
creer. Lucas mi hermano, que después lo lancearon, me perjuraba que eran todas
mentiras, pero cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para
que uno sepa que es cierto. El gobierno les reparte vicios y yerba para tenerlos quietos,
pero ellos tienen brujos muy precavidos que les dan su consejo. A una orden del cacique
no les cuesta nada atropellar entre los fortines, que están desparramados. De puro
cavilar, yo casi tenía ganas que se vinieran y sabía mirar para el rumbo que el sol se
pone. No sé llevar la cuenta del tiempo, pero hubo escarchas y veranos y yerras y la
muerte del hijo del capataz antes de la invasión. Fue como si los trajera el pampero. Yo
vi una flor de cardo en una zanja y soñé con los indios. A la madrugada ocurrió. Los
animales lo supieron antes que los cristianos, como en los temblores de tierra. La
hacienda estaba desasosegada y por el aire iban y venían las aves. Corrimos a mirar por
el lado que yo siempre miraba.
»—¿Quién les trajo el aviso? —preguntó alguno.
»La muchacha, siempre como si estuviera muy lejos, repitió la última frase.
»—Corrimos a mirar por el lado que yo siempre miraba. Era como si todo el desierto se
hubiera echado a andar. Por los barrotes de la verja de fierro vimos la polvareda antes
que los indios. Venían a malón. Se golpeaban la boca con la mano y daban alaridos. En
Santa Irene había unas armas largas, que no sirvieron más que para aturdir y para que
juntaran más rabia.
»Hablaba la Cautiva como quien dice una oración, de memoria, pero yo oí en la calle
los indios del desierto y los gritos. Un empellón y estaban en la sala y fue como si
entraran a caballo, en las piezas de un sueño. Eran orilleros borrachos. Ahora, en la
memoria, los veo muy altos. El que venía en punta le asestó un codazo a Rufino, que
estaba cerca de la puerta. Éste se demudó y se hizo a un lado. La señora, que no se había
movido de su lugar, se levantó y nos dijo:
»—Es Juan Moreira.
»Pasado el tiempo, ya no sé si me acuerdo del hombre de esa noche o del que vería
tantas veces después en el picadero. Pienso en la melena y en la barba negra de Podestá,
pero también en una cara rubiona, picada de viruela. El cuzquito salió corriendo a
hacerle fiestas. De un talerazo, Moreira lo dejó tendido en el suelo. Cayó de lomo y se
murió moviendo las patas. Aquí empieza de veras la historia.
»Gané sin ruido una de las puertas, que daba a un pasillo angosto y a una escalera.
Arriba, me escondí en una pieza oscura. Fuera de la cama, que era muy baja, no sé qué
muebles habría ahí. Yo estaba temblando. Abajo no cejaban los gritos y algo de vidrio
se rompió. Oí unos pasos de mujer que subían y vi una momentánea hendija de luz.
Después la voz de la Cautiva me llamó como en un susurro.
»—Yo estoy aquí para servir, pero a gente de paz. Acercate que no te voy a hacer
ningún mal.
»Ya se había quitado el batón. Me tendí a su lado y le busqué la cara con las manos. No
sé cuánto tiempo pasó. No hubo una palabra ni un beso. Le deshice la trenza y jugué
con el pelo, que era muy lacio, y después con ella. No volveríamos a vernos y no supe
nunca su nombre.
»Un balazo nos aturdió. La Cautiva me dijo:
»—Podés salir por la otra escalera.
»Así lo hice y me encontré en la calle de tierra. La noche era de luna. Un sargento de
policía, con rifle y bayoneta calada, estaba vigilando la tapia. Se rió y me dijo:
»—A lo que veo, sos de los que madrugan temprano.
»Algo debí de contestar, pero no me hizo caso. Por la tapia un hombre se descolgaba.
De un brinco, el sargento le clavó el acero en la carne. El hombre se fue al suelo, donde
quedó tendido de espaldas, gimiendo y desangrándose. Yo me acordé del perro. El
sargento, para acabarlo de una buena vez, le volvió a hundir la bayoneta. Con una suerte
de alegría le dijo:
»—Moreira, lo que es hoy de nada te valió disparar.
»De todos lados acudieron los de uniforme que habían ido rodeando la casa y después
los vecinos. Andrés Chirino tuvo que forcejear para arrancar el arma. Todos querían
estrecharle la mano. Rufino dijo riéndose:
»—A este compadre ya se le acabaron los cortes.
»Yo iba de grupo en grupo, contándole a la gente lo que había visto. De golpe me sentí
muy cansado; tal vez tuviera fiebre. Me escurrí, lo busqué a Rufino y volvimos. Desde
el caballo, vimos la luz blanca del alba. Más que cansado, me sentí aturdido, por esa
correntada de cosas.
—Por el gran río de esa noche —dijo mi padre.
El otro asintió.
—Así es. En el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había
mirado la muerte. A todos los hombres le son reveladas todas las cosas o, por lo menos,
todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la
mañana, esas dos cosas esenciales me fueron reveladas. Los años pasan y son tantas las
veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo
las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón.
Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira.
El espejo y la máscara
Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló
con el poeta y le dijo:
—Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que
cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de
acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?
—Sí, Rey —dijo el poeta—. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las
disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base
de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi
arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más
complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del
indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las
navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de
Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el
derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en
la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada,
como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:
—Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra.
Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur,
recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás
cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real
costumbre ni de tus inspiradas vigilias.
—Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro —dijo el poeta, que era también un
cortesano.
Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo
declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con
la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no
descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.
—Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y
a cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la
loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de
hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el
porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades,
los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la
literatura de Irlanda —omen absit— podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda.
Treinta escribas la van a transcribir dos veces.
Hubo un silencio y prosiguió.
—Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la
sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un
grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año
aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que
es de plata.
—Doy gracias y comprendo —dijo el poeta.
Las estrellas del cielo retomaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las
selvas sajonas y el poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo
repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si
él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No
era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el
Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían,
centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos
curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran
ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran
arbitrarias o así lo parecían.
El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló
de esta manera:
—De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en
Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y
deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de
marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan
eminente podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una sonrisa:
—Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número
tres.
El poeta se atrevió a murmurar:
—Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.
El Rey prosiguió:
—Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
—Doy gracias y he entendido —dijo el poeta.
El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un
manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo,
había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber
quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos
despejaron la cámara.
—¿No has ejecutado la oda? —preguntó el Rey.
—Sí —dijo tristemente el poeta—. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
—¿Puedes repetirla?
—No me atrevo.
—Yo te doy el valor que te hace falta —declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea.
Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera
una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos
maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
—En los años de mi juventud —dijo el Rey— navegué hacia el ocaso. En una isla vi
lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la
fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de
todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos.
Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las
encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
—En el alba —dijo el poeta— me recordé diciendo unas palabras que al principio no
comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el
que no perdona el Espíritu.
—El que ahora compartimos los dos —el Rey musitó—. El de haber conocido la
Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo
y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga.
Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo
que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el
poema.
Undr
Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus
(1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once.
Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el
acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a
título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero
aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión
española no es literal, pero es digna de fe.
Escribe Adán de Bremen:
"... De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo,
más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la
de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del
rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio.
Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas
del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no
maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su
estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores,
barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de
las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho
muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a
sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de
peones.
»Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del
pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló,
después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
»A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf
Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca
del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared
fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los
lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro
coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en
pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del
Asia. El hombre dijo:
»—Soy de estirpe de skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una
sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No
sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres
que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me
alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
»El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o
menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el
nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo
a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos
adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o
composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey.
Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles
mi espada, pero me dejé conducir.
»Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados.
Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de
madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había
acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo
con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era
un simple artesano y que no la sabía.
»En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que
he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé.
Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba
toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y
crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie.
Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de
tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa
sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los
soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la
drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género
requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún.
Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de
ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
»La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie.
Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera
querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: Ahora no quiere decir nada.
»Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran
monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para
siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin
duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con
asombro que la luz estaba declinando.
»Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
»—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la
Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de skalds. En tu ditirambo
apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber
oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no
definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que
es la Palabra.
»Le respondí:
»—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
»Vaciló unos instantes y contestó:
»—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo.
Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se
atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
»Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni
trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de
esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de
metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los
dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A
orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo
mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un
soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo
a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por
qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del
Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He
combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo
he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra.
Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar
palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria.
Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé.
Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la
revelación.
»Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
»Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que
encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no
pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey.
Me replicó:
»—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.
»Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me
interrogó:
»—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
»La pregunta me tomó de sorpresa.
»—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no
comprendo me alejó del canto y del arpa.
»—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
»Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
»—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
»—Todo —le contesté.
»—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo
ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
»Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
»Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su
acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que
maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una
palabra distinta.
»—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido."
Utopía de un hombre que está cansado
Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado
es no hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la
misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba
en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha
ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio
Oribe:
En medio de la pánica llanura interminable
Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose.
El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos
metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la
puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que
esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielo raso una
lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había
una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me
indicó una de las sillas.
Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. junté
mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
—Por la ropa —me dijo—, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas
favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al
latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en
papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que
será me interesan.
No dije nada y agregó:
—Si no te desagrada ver comer a otro, ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que
todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un
racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran
jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía
algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver.
No gesticulaba al hablar.
Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije:
—¿No te asombra mi súbita aparición?
—No —me replicó—, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a
más tardar estarás mañana en tu casa.
La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme:
—Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya
setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos
fantásticos.
—Recuerdo haber leído sin desagrado —me contestó— dos cuentos fantásticos. Los
Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma
Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros
puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo el olvido de lo personal y local. Vivimos en el
tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos
quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles
precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho
que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
—¿Y cómo se llamaba tu padre?
—No se llamaba.
En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e
indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico,
que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del
porvenir no sólo eran más altos, sino más diestros. Instintivamente miré los largos y
finos dedos del hombre.
Éste me dijo:
—Ahora vas a ver algo que nunca has visto.
Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año
1518 y en el que faltaban hojas y láminas.
No sin fatuidad repliqué:
—Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan
preciosos.
Leí en voz alta el título.
El otro se rió.
—Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una
media docena. Además no importa leer, sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido
uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos
innecesarios.
—En mi curioso ayer —contesté—, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y
cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de
espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi
nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos
pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los
mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con
la prudente imprecisión que era propia del género.
»Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras
trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un
embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y
ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos
fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes
y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse
est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular
concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una
mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También
eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor
felicidad ni mayor quietud.
—¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido
insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada
cual ejerce un oficio.
—Como los rabinos —le dije.
Pareció no entender y prosiguió.
—Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas de Bahía Blanca, que tuve la
curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay
herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo
mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo.
—¿Un hijo? —pregunté.
—Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es
un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con
certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas
de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a
lo nuestro.
Asentí.
—Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los
males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía,
las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre
de su vida, lo es también de su muerte.
—¿Se trata de una cita? —le pregunté.
—Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas.
—¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? —le dije.
—Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente
admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora.
Con una sonrisa agregó:
—Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial.
—Así es —repliqué—. También se hablaba de sustancias químicas y de animales
zoológicos.
El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba
blanca de silenciosa nieve y de luna.
Me atreví a preguntar:
—¿Todavía hay museos y bibliotecas?
—No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay
conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe
producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita.
—En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su
propio Arquímedes.
Asintió sin una palabra. Inquirí:
—¿Qué sucedió con los gobiernos?
—Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones,
declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y
pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de
publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda
habrá sido más compleja que este resumen.
Cambió de tono y dijo:
—He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y
estos enseres. He trabajado el campo, que otros, cuya cara no he visto, trabajarán mejor
que yo. Puedo mostrarte algunas cosas.
Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielo
raso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares
en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma
mano.
—Ésta es mi obra —declaró.
Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta
de sol y que encerraba algo infinito.
—Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro —dijo con palabra
tranquila.
Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi
en blanco.
—Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver.
Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido.
Fue entonces cuando se oyeron los golpes.
Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o
que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer.
—Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils?
—De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura.
—Esperemos que con mejor fortuna que su padre.
Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa.
La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me
permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el
techo era de dos aguas.
A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una cúpula.
—Es el crematorio —dijo alguien—. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó
un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler.
El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja.
Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un
ademán.
—La nieve seguirá —anunció la mujer.
En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles
de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.

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