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Portada
Dedicatoria
Cita
Prefacio y Saludo
Me gustaría mucho...
Entonces mi vecino...
«Describe a los derrotados»...
«Háblanos sobre la soledad»...
Y un muchacho al que obligaban...
Y una mujer llamada Almira...
Y alguien le pidió...
Y dijo un muchacho...
Y una mujer ya entrada en años...
Pero un joven discrepó...
Y la esposa de un...
Y uno de los combatientes...
Y una chica que casi nunca salía de casa...
Y un hombre que siempre...
Y el mismo hombre...
Y Almira, que aún creía...
Y un hombre que escuchaba...
Y un joven le pidió...
Y uno de aquellos que sabía escribir...
Y un hombre, que tenía la frente...
Y uno de los jóvenes...
Ya era totalmente de noche...
Créditos
Oh, María, sin pecado concebida, ruega
por nosotros, que recurrimos a Ti. Amén.
Para N. S. R. M., en agradecimiento por el
milagro, y para Mônica Antunes, que nunca ha
desperdiciado sus bendiciones
Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad
más bien por vosotras y por vuestros hijos.
LUCAS 23, 28
PREFACIO Y SALUDO
En diciembre de 1945, dos hermanos que buscaban un lugar para descansar encontraron una urna llena
de papiros en una cueva en la región de Hamra Don, en el Alto Egipto. En vez de avisar a las
autoridades locales —como exigía la ley—, decidieron venderlos poco a poco en el mercado de
antigüedades, y de esta manera evitaron llamar la atención del gobierno. La madre de los muchachos,
temiendo la influencia de «energías negativas», quemó varios de los papiros recién descubiertos.
Al año siguiente, por razones que la historia no ha registrado, ambos hermanos se pelearon.
Atribuyendo el hecho a dichas «energías negativas», la madre le entregó los manuscritos a un
sacerdote, que vendió uno de ellos al Museo Copto de El Cairo. Allí los pergaminos recibieron el
nombre que han tenido hasta hoy: manuscritos de Nag Hammadi (una referencia a la ciudad más
cercana a las cuevas donde los hallaron). Uno de los peritos del museo, el historiador religioso Jean
Doresse, entendió la importancia del hallazgo y lo citó por primera vez en una publicación de 1948.
Los demás pergaminos empezaron a aparecer en el mercado negro. En poco tiempo, el gobierno
egipcio se dio cuenta de lo importantes que eran e intentó impedir que saliesen del país. Después de la
revolución de 1952, la mayor parte del material fue entregado al Museo Copto de El Cairo y declarado
patrimonio nacional. Sólo un texto escapó del cerco y apareció en la tienda de un anticuario belga.
Hubo inútiles tentativas de venderlo en Nueva York y París, hasta que finalmente, en 1951, lo adquirió
el Instituto C. G. Jung. Con la muerte del famoso psicoanalista, el pergamino, ahora conocido como
códice Jung, regresó a El Cairo, donde hoy están reunidas cerca de mil páginas y fragmentos de los
manuscritos de Nag Hammadi.
Los papiros encontrados son traducciones griegas de textos escritos entre el final del primer siglo
de la era cristiana y el año 180 d. J.C., y constituyen un conjunto de textos también conocidos como
Evangelios Apócrifos, ya que no se encuentran en la Biblia tal cual la conocemos hoy.
¿Por qué razón?
En el año 170 d. J.C., un grupo de obispos se reunió para definir qué textos iban a formar parte
del Nuevo Testamento. El criterio fue simple: había que incluir todo aquello que pudiese combatir las
herejías y las divisiones doctrinarias de la época. Seleccionaron los actuales Evangelios, las cartas y
todo lo que tenía una cierta «coherencia», digamos, con la idea central de lo que creían que era el
cristianismo. La referencia a la reunión de obispos y la lista de libros aceptados se encuentran en el
desconocido canon de Muratori. Los otros libros, como los encontrados en Nag Hammadi, quedaron
fuera de dicha lista porque presentaban textos de mujeres (como el Evangelio de María Magdalena) o
porque revelaban a un Jesús consciente de su misión divina, lo que habría convertido su paso por la
muerte en algo menos terrible y doloroso.
En 1974, un arqueólogo inglés, sir Walter Wilkinson, descubrió cerca de Nag Hammadi otro
manuscrito, esa vez en tres idiomas: árabe, hebreo y latín. Conocedor de las reglas que protegían los
hallazgos en la región, envió el texto al Departamento de Antigüedades del Museo de El Cairo. Poco
tiempo después llegó la respuesta: había por lo menos 155 copias de aquel documento circulando por
el mundo (tres de las cuales pertenecían al museo) y todas eran prácticamente iguales. Las pruebas
con carbono 14 (utilizado para averiguar la antigüedad de materiales orgánicos) revelaron que el
pergamino era relativamente reciente, posiblemente del año 1307 de la era cristiana. No fue difícil
descubrir que el texto provenía de la ciudad de Accra, fuera del territorio egipcio. Por lo tanto, no
había restricción alguna para sacarlo del país, y sir Wilkinson recibió permiso por escrito del gobierno
de Egipto (Ref. 1901/317/IFP-75, fechado el 23 de noviembre de 1974) para llevarlo a Inglaterra.
Conocí al hijo de sir Walter Wilkinson la Navidad de 1982, en Porthmadog, en el País de Gales,
Reino Unido. Recuerdo que mencionó el manuscrito encontrado por su padre, pero ninguno de los dos
le dio mucha importancia al asunto. Mantuvimos una relación cordial a lo largo de todos esos años, y
tuve la oportunidad de verlo por lo menos otras dos veces cuando visité el país para promocionar mis
libros. El día 30 de noviembre de 2011 recibí una copia del texto del que me había hablado en nuestro
primer encuentro. Paso ahora a transcribirlo.
Me gustaría mucho
comenzar estas líneas
escribiendo: «Ahora que estoy
al final de mi vida, dejo para los
que vengan después todo lo que
aprendí mientras caminaba por
la faz de la Tierra. Haced un
buen uso de ello.»
Pero, lamentablemente, eso no es verdad. Tengo sólo veintiún años, unos padres que me dieron amor y
educación, y una mujer a la que amo y que me ama. Sin embargo, la vida se encargará de separarnos a
todos mañana, cuando cada uno deba partir en busca de su camino, de su destino o de su manera de
afrontar la muerte.
Para nuestra familia hoy es el día 14 de julio de 1099. Para la familia de Yakob, mi amigo de la
infancia, con quien solía jugar por las calles de esta ciudad de Jerusalén, estamos en 4859. A él le
gusta decir que la religión judía es más antigua que la mía. Para el respetable Ibn al-Athir, que se ha
pasado la vida intentando registrar una historia que ahora llega a su fin, está a punto de terminar el año
492. No estamos de acuerdo en las fechas ni en la manera de adorar a Dios, pero en todo lo demás la
convivencia ha sido muy buena.
Hace una semana, nuestros comandantes se reunieron: las tropas francesas son infinitamente
superiores a las nuestras y están mejor equipadas. A todos se les dio a escoger: abandonar la ciudad, o
luchar hasta la muerte. Porque, seguramente, nos derrotarán. La mayoría decidió quedarse.
Los musulmanes están en este momento reunidos en la mezquita de Al-Aqsa, los judíos
escogieron el Mihrab Dawud para concentrar a sus soldados, y a los cristianos, dispersos en muchos
barrios, se les ha encomendado la defensa del sector sur de la ciudad.
Fuera ya podemos ver las torres de asalto, construidas con la madera de barcos especialmente
desmontados para ello. Por el movimiento de las tropas enemigas, imaginamos que mañana por la
mañana atacarán y derramarán nuestra sangre en nombre del papa, de la «liberación» de la ciudad, de
la «voluntad divina».
Esta tarde, en el atrio donde hace un milenio el gobernador romano Poncio Pilatos entregó a Jesús
a la multitud para que lo crucificasen, un grupo de hombres y mujeres de todas las edades ha ido al
encuentro del griego que aquí todos conocemos como el Copto.
El Copto es un tipo extraño. Decidió dejar su ciudad natal de Atenas cuando era un adolescente
para ir en busca de dinero y aventuras. Terminó llamando a las puertas de nuestra ciudad casi muerto
de hambre y, al sentirse bien acogido, poco a poco abandonó la idea de continuar su viaje y decidió
instalarse aquí.
Consiguió empleo en una zapatería y —al igual que Ibn al-Athir— empezó a registrar para el
futuro todo aquello que veía y escuchaba. No intentó unirse a ninguna práctica religiosa, y nadie
intentó convencerlo de lo contrario. Para él no estamos ni en 1099 ni en 4859, y mucho menos al final
del año 492. En lo único en lo que cree el Copto es en el momento presente y en lo que él llama Moira:
el dios desconocido, la Energía Divina, responsable de una ley única que no puede ser contravenida
jamás, porque entonces el mundo desaparecería.
Al lado del Copto estaban los patriarcas de las tres religiones seguidas en Jerusalén. No apareció
ningún gobernante mientras duró la charla, pues estaban demasiado preocupados con los últimos
preparativos para ejercer una resistencia que creemos totalmente inútil.
«Hace muchos siglos, un hombre fue juzgado y condenado en esta plaza —comenzó el griego—.
En la calle de la derecha, mientras caminaba hacia la muerte, se cruzó con un grupo de mujeres. Al ver
que lloraban, dijo: “No lloréis por mí, llorad por Jerusalén.” Profetizaba lo que está sucediendo ahora.
A partir de mañana, lo que era armonía se convertirá en discordia. Lo que era alegría quedará
sustituida por el luto. Lo que era paz dará lugar a una guerra que se extenderá por un futuro tan lejano
que ni siquiera podemos imaginar su final.»
Nadie dijo nada, porque ninguno de nosotros sabía exactamente qué hacía allí. ¿Íbamos a tener
que escuchar otro sermón más sobre los invasores que se hacían llamar a sí mismos «cruzados»?
El Copto saboreó un poco la confusión que se había instalado entre nosotros. Y, después de un
largo silencio, decidió explicarse:
«Pueden destruir la ciudad, pero no conseguirán acabar con todo aquello que ésta nos ha
enseñado. Por eso, es preciso que ese conocimiento no tenga el mismo destino que nuestras murallas,
casas y calles. Pero ¿qué es el conocimiento?»
Como nadie contestó, él continuó:
«No es la verdad absoluta sobre la vida y la muerte, sino aquello que nos ayuda a vivir y a
afrontar los desafíos del día a día. No es la erudición de los libros, que simplemente sirve para
alimentar discusiones inútiles sobre qué sucedió o qué va a suceder, sino la sabiduría que reside en el
corazón de los hombres y las mujeres de buena voluntad.»
El Copto dijo:
«Yo soy un erudito y, aunque haya pasado todos estos años rescatando antigüedades, clasificando
objetos, anotando fechas y debatiendo sobre política, no sé qué decir. Pero en este momento le pido a
la Energía Divina que purifique mi corazón. Vosotros me haréis las preguntas y yo las contestaré. En
la Antigua Grecia era éste el modo de aprender de los maestros: sus discípulos les hacían preguntas
sobre algo en lo que nunca habían pensado antes, y ellos se veían obligados a contestar.»
«¿Y qué haremos con las respuestas?», preguntó alguien.
«Algunos escribirán lo que digo. Otros recordarán las palabras. Pero lo importante es que esta
noche partáis hacia todos los rincones del mundo y divulguéis lo que habéis oído. Así, el alma de
Jerusalén se preservará. Y un día podremos reconstruirla no sólo como una ciudad, sino como el lugar
en el que ha de converger otra vez la sabiduría y donde volverá a reinar la paz.»
«Todos nosotros sabemos lo que nos espera mañana —dijo otro hombre—. ¿No sería mejor
hablar sobre cómo negociar la paz o de qué modo prepararnos para el combate?»
El Copto miró a los patriarcas, que estaban a su lado, y después se dirigió a la multitud:
«Nadie sabe lo que nos reserva el mañana, porque cada día llega con el mal o el bien. Así pues, al
preguntar lo que deseáis saber, olvidad las tropas que están fuera de la ciudad y el miedo que está
dentro de ella. Nuestro legado no será decirles a aquellos que heredarán la tierra qué pasó hoy; eso se
encargará la historia de hacerlo. Les hablaremos, en cambio, de nuestra vida cotidiana, de las
dificultades que nos vimos obligados a afrontar. Al futuro sólo le interesa eso, porque no creo que
vaya a cambiar gran cosa en los próximos mil años.»
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