Y él respondió:
Nacemos solos y moriremos solos. Pero, mientras estamos en este planeta, debemos confiar en
otras personas y glorificar ese acto de fe.
La comunidad es la vida: de ella viene nuestra capacidad de supervivencia. Era así cuando
vivíamos en las cavernas, y sigue siendo igual hoy en día.
Respeta a aquellos que crecieron y aprendieron contigo. Respeta a aquellos que te enseñaron.
Cuando llegue el día, cuenta tus historias a los demás, así la comunidad podrá seguir existiendo y las
tradiciones seguirán siendo las mismas.
El que no comparte con los demás las alegrías y los momentos de desánimo jamás conocerá sus
propias cualidades ni sus defectos.
Sin embargo, estarás siempre alerta al peligro que merodea por la comunidad: la gente
normalmente se siente atraída por un comportamiento común. Toman como modelo las propias
limitaciones, que están llenas de prejuicios y de miedos.
Ése es un precio muy alto que hay que pagar, porque para que te acepten tendrás que ser del
agrado de todos.
Y eso no es una demostración de amor hacia la comunidad. Es una demostración de falta de amor
por ti mismo.
Los demás sólo aman y respetan al que se ama y se respeta a sí mismo. No intentes nunca agradar
a todo el mundo, o perderás el respeto de todos.
Busca a tus aliados y amigos entre la gente que está convencida de lo que hace y de lo que es.
No digo: busca al que piensa igual que tú. Digo: busca al que piensa diferente y al que nunca
conseguirás convencer de que eres tú el que está en lo cierto.
Porque la amistad es una de las muchas caras del Amor, y el Amor no se deja llevar por las
opiniones: acepta incondicionalmente al compañero, y cada uno crece a su manera.
La amistad es un acto de fe en otra persona, no un acto de renuncia.
No intentes que te amen a cualquier precio, porque el Amor no tiene precio.
Tus amigos no son aquellos que atraen la mirada de los presentes, no son aquellos de los que todo
el mundo afirma: «No hay nadie mejor, más generoso ni con más virtudes en todo Jerusalén.»
Son aquellos que no pueden quedarse esperando a que las cosas sucedan para después decidir cuál
es la actitud que deben adoptar: deciden a medida que actúan, aun sabiendo que eso puede ser muy
arriesgado.
Son personas libres que cambian de dirección cuando la vida lo exige. Exploran nuevos caminos,
cuentan sus aventuras y, con eso, enriquecen la ciudad y la aldea.
Si fueron por un camino peligroso y equivocado, nunca te dirán: «No hagas eso.»
Simplemente te dirán: «Fui por un camino peligroso y equivocado.»
Porque respetan tu libertad de la misma manera que tú los respetas.
Evita a toda costa a aquellos que sólo están a tu lado en los momentos de tristeza con palabras de
consuelo. Porque ésos, en realidad, se están diciendo a sí mismos: «Yo soy más fuerte. Soy más sabio.
Yo no habría dado ese paso.»
Quédate junto a aquellos que están a tu lado en las horas de alegría. Porque en esas almas no hay
celos ni envidia, solamente felicidad por verte feliz.
Evita a los que se creen más fuertes. Porque en realidad están escondiendo su propia fragilidad.
Únete a los que no temen ser vulnerables. Porque ésos tienen confianza en sí mismos, saben que
todo el mundo tropieza en algún momento y no lo interpretan como una señal de cobardía, sino de
humanidad.
Evita a aquellos que hablan mucho antes de actuar, aquellos que nunca han dado un paso sin estar
seguros de que los respetarían por ello.
Únete al que nunca te ha dicho al equivocarte: «Yo lo habría hecho de otra manera.» Porque, si no
lo hizo, nunca te juzgará.
Evita a los que buscan amigos para mantener una condición social o para que les abran puertas a
las que nunca pudieron acercarse.
Únete a aquellos que la única puerta importante que quieren abrir es la de tu corazón. Y que
jamás invadirán tu alma sin tu consentimiento, y que jamás usarán esa puerta abierta para disparar una
flecha mortal.
La amistad tiene las cualidades de un río: moldea las rocas, se adapta a los valles y las montañas,
a veces se transforma en lago hasta que la depresión está llena y puede seguir su camino.
Porque así como el río no olvida que su objetivo es el mar, la amistad no olvida que su única
razón de existir es demostrar amor por los demás.
Evita a aquellos que dicen: «Se acabó, tengo que dejarlo.» Porque ésos no entienden que ni la
vida ni la muerte tienen fin; son solamente etapas de la eternidad.
Únete a los que dicen: «Aunque todo está bien, tenemos que seguir adelante.» Porque saben que
siempre hay que ir más allá de los horizontes conocidos.
Evita a los que se reúnen para debatir con pretenciosa seriedad las decisiones que la comunidad
debe tomar. Ésos entienden de política, brillan delante de los demás e intentan demostrar su sabiduría.
Pero no entienden que es imposible controlar la caída de un solo pelo de la cabeza. Aunque la
disciplina es importante, debe dejar las puertas y ventanas abiertas a la intuición y a lo inesperado.
Únete a los que cantan, cuentan historias, disfrutan de la vida y tienen alegría en los ojos. Porque
la alegría es contagiosa y siempre consigue descubrir una solución donde la lógica sólo encontró una
explicación para el error.
Únete a los que dejan que la luz del Amor se manifieste sin restricciones, sin juicios, sin
recompensas, sin verse jamás bloqueada por el miedo a que no la comprendan.
No importa cómo te sientas, levántate todas las mañanas y prepárate para emitir tu luz.
Los que no están ciegos verán tu brillo y se maravillarán con él.
Y una chica que casi nunca salía de casa
porque creía que nadie se interesaba por
ella dijo: «Instrúyenos en la elegancia.»
La plaza entera murmuró:
«¿Cómo hace una pregunta así en vísperas
de la invasión de los cruzados,
cuando la sangre va a correr
por todas las calles de la ciudad?»
Pero el Copto sonrió, y su sonrisa no era
de escarnio, sino de respeto por el coraje
de la chica.
Y él respondió:
La elegancia normalmente se confunde con la superficialidad y la apariencia. Nada más
equivocado que eso. Algunas palabras son elegantes, otras consiguen herir y destruir, pero todas se
escriben con las mismas letras. Las flores son elegantes, aunque estén escondidas entre las hierbas del
campo. La gacela que corre es elegante, aunque esté huyendo del león.
La elegancia no es una cualidad externa, sino una parte del alma que es visible para los demás.
E incluso en las pasiones más turbulentas, la elegancia no deja que los verdaderos lazos entre dos
personas se rompan.
No está en la ropa que usamos, sino en la manera como la usamos.
No está en la manera de empuñar la espada, sino en el diálogo que puede evitar una guerra.
La elegancia se alcanza cuando desechamos todo lo superfluo y descubrimos la sencillez y la
concentración: cuanto más sencilla y más sobria sea la postura, más bella será.
¿Y qué es la sencillez? Es el encuentro con los verdaderos valores de la vida.
La nieve es bonita porque sólo tiene un color.
El mar es bonito porque parece una superficie plana.
El desierto es bello porque parece un simple campo de arena y rocas.
Pero cuando nos acercamos a cada uno de ellos, descubrimos que son profundos, íntegros, y
entendemos qué cualidades tienen.
Las cosas más sencillas de la vida son las más extraordinarias. Dejad que se manifiesten.
Mirad los lirios del campo: no tejen ni hilan. Y, sin embargo, ni Salomón, con toda su gloria, se
vistió como ellos.
Cuanto más se acerca el corazón a la sencillez, mejor puede amar sin restricciones y sin miedo.
Cuanto más ama sin miedo, mejor puede mostrar elegancia en cada pequeño gesto.
La elegancia no es una cuestión de gusto. Cada cultura tiene una manera de ver la belleza, y
muchas veces es completamente diferente a la nuestra.
Pero en todas las tribus, en todos los pueblos, hay valores que demuestran la elegancia:
hospitalidad, respeto, delicadeza en los gestos.
La arrogancia atrae el odio y la envidia. La elegancia despierta el respeto y el Amor.
La arrogancia nos hace humillar al prójimo. La elegancia nos enseña a caminar por la luz.
La arrogancia complica las palabras, porque cree que la inteligencia es sólo para algunos
elegidos. La elegancia transforma pensamientos complejos en algo que todos puedan entender.
Todo hombre anda con elegancia y transmite luz a su alrededor cuando recorre el camino que ha
escogido.
Sus pasos son firmes, su mirada es precisa, su movimiento es bello. E incluso en los momentos
más difíciles, sus adversarios no ven en él signos de debilidad, porque la elegancia lo protege.
Aceptamos y admiramos la elegancia porque ésta no hace ningún esfuerzo para ser como es.
Sólo el Amor da forma a lo que antes era imposible siquiera soñar.
Y sólo la elegancia permite que esa forma se pueda manifestar.
Y un hombre que siempre
se despertaba temprano para
llevar sus rebaños a los pastos
que rodeaban la ciudad comentó:
«El griego estudió
para decir cosas bellas,
mientras nosotros debemos
mantener a nuestras familias.»
Y él respondió:
Las palabras bellas las dicen los poetas. Y un día alguien escribirá:
Dormí y creí que la vida era sólo alegría.
Desperté y descubrí que la vida era deber.
Cumplí mi deber y descubrí que la vida era alegría.
El trabajo es la manifestación del Amor que une a los seres humanos. Por medio de él,
descubrimos que no somos capaces de vivir sin el otro y que el otro también necesita de nosotros.
Hay dos tipos de trabajo.
El primero es el que la gente hace sólo por deber y para ganarse el pan de cada día. En ese caso,
las personas sólo venden su tiempo, sin entender que jamás podrán volver a comprarlo.
Se pasan la vida entera soñando con el día en que podrán por fin descansar. Cuando ese día llega,
ya están demasiado viejos para disfrutar de todo lo que la vida les puede ofrecer.
Esas personas jamás asumen la responsabilidad de sus actos. Dicen: «No tengo elección.»
Pero está el segundo tipo de trabajo.
Aquel que la gente también acepta para ganarse el pan de cada día, pero en el que procuran
ocupar cada minuto con dedicación y amor a los demás.
A ese segundo trabajo lo llamamos Ofrenda. Porque puede haber dos personas que cocinan la
misma comida y usan exactamente los mismos ingredientes; pero una de ellas puso Amor en lo que
hacía, mientras que la otra sólo intentaba alimentarse. El resultado será completamente diferente,
aunque el amor no se pueda ver ni pesar en una balanza.
La persona que hace la Ofrenda siempre recibe una recompensa. Cuanto más comparte su afecto,
más se multiplica su afecto.
Cuando la Energía Divina puso el Universo en movimiento, todos los astros y estrellas, todos los
mares y bosques, todos los valles y montañas recibieron la oportunidad de participar en la Creación. Y
lo mismo sucedió con todos los hombres.
Algunos dijeron: «No queremos. No vamos a ser capaces de corregir lo que está mal y castigar la
injusticia.»
Otros dijeron: «Con el sudor de mi frente regaré el campo, y ésa será mi manera de alabar al
Creador.»
Pero vino el demonio y susurró con su voz melosa: «Tienes que cargar con esa roca hasta lo alto
de la montaña todos los días y, al llegar, la piedra volverá a caer otra vez para abajo.»
Y todos los que creyeron al demonio dijeron: «La vida no tiene otro sentido que repetir la misma
tarea.»
Y los que no creyeron al demonio contestaron: «Pues entonces voy a amar la piedra que tengo
que subir hasta lo alto de la montaña. Así, cada minuto a su lado será un minuto cerca de lo que amo.»
La Ofrenda es la oración sin palabras. Y como toda oración exige disciplina. Pero la disciplina no
es esclavitud, sino una elección.
No vale de nada decir: «La suerte ha sido injusta conmigo. Mientras algunos recorren el camino
del sueño, yo estoy aquí haciendo mi trabajo y ganando mi sustento.»
La suerte no es injusta con nadie. Todos nosotros somos libres para amar o detestar lo que
hacemos.
Cuando amamos, encontramos en nuestra actividad diaria la misma alegría que aquellos que un
día partieron en busca de sus sueños.
Nadie puede conocer la importancia y la grandeza de lo que hace. En eso reside el misterio y la
belleza de la Ofrenda: es la misión que se nos ha confiado, y tenemos que confiar en ella.
El labrador puede plantar, pero no puede decirle al sol: «Brilla con más fuerza esta mañana.» No
puede decirles a las nubes: «Haced que llueva hoy por la tarde.» Tiene que hacer lo necesario: arar el
campo, poner las semillas y aprender el don de la paciencia por medio de la contemplación.
Tendrá momentos de desesperación cuando vea su cosecha perdida y crea que su trabajo fue en
vano. También aquel que partió en busca de sus sueños pasa por momentos en los que se arrepiente de
su elección, y todo lo que desea es volver y encontrar un trabajo que le permita vivir.
Pero, al día siguiente, el corazón de cada trabajador o de cada aventurero sentirá más euforia y
confianza. Ambos verán los frutos de la Ofrenda y se alegrarán.
Porque ambos están cantando la misma canción: la canción de la alegría en la tarea que se les ha
confiado.
El poeta morirá de hambre si no existe el pastor. El pastor morirá de tristeza si no puede cantar
los versos del poeta.
A través de la Ofrenda, permites que los demás puedan amarte.
Y aprendes a amar a los demás a través de lo que te ofrecen.
Y el mismo hombre
que había preguntado
sobre el trabajo insistió:
«¿Y por qué algunas personas
tienen más éxito que otras?»
Y él respondió:
El éxito no nos lo brinda el reconocimiento ajeno. Es el resultado de aquello que plantaste con
amor. Cuando llega el momento de cosechar, puedes decir: «Lo he conseguido.»
Has conseguido que tu trabajo fuese respetado, porque no lo realizaste sólo para sobrevivir, sino
para demostrar tu amor por los demás.
Has conseguido terminar lo que empezaste, aunque no hubieses previsto las trampas del camino.
Y cuando el entusiasmo disminuyó debido a las dificultades, echaste mano de la disciplina. Y cuando
la disciplina parecía desaparecer debido al cansancio, utilizaste esos momentos de descanso para
pensar en los pasos que había que dar en el futuro.
No te dejaste paralizar por las derrotas que salpican la vida de todos aquellos que arriesgan algo.
No te quedaste pensando en lo que perdiste cuando tuviste una idea que no funcionó.
No paraste en los momentos de gloria. Porque aún no habías alcanzado el objetivo. Y cuando
entendiste que era necesario pedir ayuda, no te sentiste humillado. Y cuando supiste que alguien
necesitaba ayuda, le enseñaste todo lo que habías aprendido, sin pensar que estabas revelando secretos
o que te estaban utilizando.
Porque al que llama se le abre la puerta.
El que pide sabe que recibirá.
El que consuela sabe que será consolado.
Aunque todo eso no suceda cuando se espera, tarde o temprano será posible ver el fruto de lo que
se ha compartido con generosidad.
El éxito llega para aquellos que no pierden el tiempo comparando lo que ellos hacen con lo que
hacen los demás. Y entra en la casa del que dice todos los días: «Voy a dar lo mejor de mí mismo.»
La gente que sólo busca el éxito casi nunca lo encuentra, porque no es un fin en sí mismo, sino
una consecuencia.
Obsesionarse no ayuda en nada, confunde los caminos y acaba con el placer de vivir.
No todo el que tiene un montón de oro del tamaño de la colina que hay al sur de la ciudad es rico.
Rico es el que está en contacto con la energía del Amor cada segundo de su existencia.
Hay que tener un objetivo en la mente. Pero, a medida que vamos progresando, no cuesta nada
parar de vez en cuando y disfrutar un poco del panorama que nos rodea. Por cada metro conquistado,
puedes ver un poco más allá y aprovechar para descubrir cosas que aún no habías visto.
En esos momentos, es importante reflexionar: «¿Siguen intactos mis valores? ¿Intento agradar a
los demás y hacer lo que esperan de mí, o realmente estoy convencido de que mi trabajo es la
manifestación de mi alma y de mi entusiasmo? ¿Quiero conseguir el éxito a cualquier precio, o quiero
ser una persona con éxito porque mis días están llenos de Amor?»
Pues la manifestación del éxito es ésta: enriquecer la vida, no abarrotar tus cofres con oro.
Porque un hombre puede decir: «Voy a utilizar mi dinero para sembrar, plantar y recoger, y de
este modo llenaré mi granero con el fruto de la cosecha, para que no me falte de nada.» Pero aparece
la Dama de la Guadaña, y todo su esfuerzo habrá sido inútil.
El que tenga oídos que oiga.
No intentes acortar el camino, sino recorrerlo de tal manera que cada acción haga más sólido el
terreno y más hermoso el paisaje.
No intentes ser el Señor del Tiempo. Si coges antes los frutos que plantaste, estarán verdes y no
le gustarán a nadie. Si, por miedo o inseguridad, decides postergar el momento de hacer la Ofrenda,
los frutos estarán podridos.
Por tanto, respeta el tiempo entre la siembra y la cosecha.
Y después aguarda el milagro de la transformación.
Mientras el trigo aún está en el horno, no se lo puede llamar pan.
Mientras las palabras están atrapadas en la garganta, no se las puede llamar poema.
Mientras los hilos no estén unidos por las manos de quien los trabaja, no se los puede llamar
tejido.
Cuando llegue el momento de mostrarles a los demás tu Ofrenda, todos quedarán admirados y
dirán: «He ahí a un hombre de éxito, porque todo el mundo desea los frutos de su trabajo.»
Nadie preguntará cuánto costó conseguirlos. Porque el que trabaja con amor hace que la belleza
de lo realizado sea tan intensa que ni siquiera se puede percibir con los ojos. Así como el acróbata
vuela por el espacio sin mostrar tensión alguna, el éxito —cuando llega— parece la cosa más natural
del mundo.
Sin embargo, si alguien osase preguntar, la respuesta sería: pensé en desistir, creí que Dios ya no
me escuchaba, muchas veces tuve que cambiar de rumbo y, en otras ocasiones, abandoné mi camino.
Pero, a pesar de todo, volví y seguí adelante, porque estaba convencido de que no había otra manera de
vivir mi vida.
Aprendí qué puentes debía cruzar y qué puentes tenía que destruir para siempre.
Soy el poeta, el agricultor, el artista, el soldado, el cura, el comerciante, el vendedor, el maestro,
el político, el sabio, y el que sólo cuida de su casa y de sus hijos.
Sé que hay muchas personas más célebres que yo y, en muchos casos, esa celebridad es merecida.
En otros casos, es una simple manifestación de vanidad o ambición, y no resistirá el paso del tiempo.
¿Qué es el éxito?
Es poder irse a la cama cada noche con el alma en paz.
Y Almira, que aún creía
que un ejército de ángeles
y arcángeles bajaría de los cielos
para proteger la ciudad sagrada,
le pidió: «Háblanos del milagro.»
Y él respondió:
¿Qué es un milagro?
Podemos definirlo de varias formas: es algo que va contra las leyes de la naturaleza, es una
intercesión en momentos de crisis profunda, son sanaciones, visiones y encuentros imposibles, es que
alguien nos ayude a esquivar a la Dama de la Guadaña.
Todas esas definiciones son verdaderas. Pero el milagro va más allá: es aquello que de repente
llena nuestros corazones de Amor. Cuando eso sucede, sentimos una profunda reverencia por la gracia
que Dios nos ha concedido.
Por tanto, Señor, el milagro nuestro de cada día dánoslo hoy.
Aunque no seamos capaces de notarlo porque nuestra mente parece estar concentrada en grandes
hechos y conquistas. Aunque estemos demasiado ocupados con nuestra rutina diaria como para saber
de qué modo ha cambiado nuestro camino.
Que, cuando estemos solos y deprimidos, tengamos los ojos abiertos y podamos observar la vida
que nos rodea: la flor que nace, las estrellas que se mueven en el cielo, el canto distante del pájaro o la
voz cercana del niño.
Que podamos entender que hay ciertas cosas tan importantes que es necesario descubrirlas sin la
ayuda de nadie. Y que en ese momento no nos sintamos desamparados: Tú nos acompañas y estás
preparado para intervenir si nuestro pie se aproxima peligrosamente al abismo.
Que podamos seguir adelante, a pesar de todo el miedo, y aceptar lo inexplicable, a pesar de
nuestra necesidad de explicarlo y conocerlo todo.
Que comprendamos que la fuerza del Amor reside en sus contradicciones. Y que el Amor se
conserva porque cambia, y no porque permanece estable y sin desafíos.
Y que, cada vez que veamos que se exalta lo humilde y que se humilla lo arrogante, podamos
también ver en ello el milagro.
Que, cuando nuestras piernas estén cansadas, podamos caminar con la fuerza de nuestro corazón.
Que, cuando nuestro corazón esté fatigado, podamos aun así seguir adelante con la fuerza de la Fe.
Que podamos ver en cada grano de arena del desierto la manifestación del milagro de la
diferencia, lo que nos alentará para aceptarnos tal como somos. Porque, del mismo modo que no hay
dos granos de arena iguales en todo el mundo, tampoco hay dos seres humanos que piensen y actúen
de la misma manera.
Que podamos tener humildad a la hora de recibir y alegría en el momento de dar.
Que podamos entender que la sabiduría no está en las respuestas que recibimos, sino en el
misterio de las preguntas que enriquecen nuestra vida.
Que nunca nos veamos atrapados por las cosas que creemos conocer, porque en realidad poco
sabemos del Destino. Pero que eso nos lleve a comportarnos de manera impecable y a utilizar cuatro
virtudes que debemos conservar: valor, elegancia, amor y amistad.
Señor, el milagro nuestro de cada día dánoslo hoy.
Del mismo modo que varios caminos llevan a lo alto de la montaña, hay muchos caminos para
poder alcanzar nuestro objetivo. Que podamos reconocer el único que merece la pena recorrer: aquel
en el que el Amor se manifiesta.
Que, antes de despertar el amor en los demás, podamos despertar el Amor que duerme dentro de
nosotros mismos. Sólo así podremos atraer el afecto, el entusiasmo, el respeto.
Que sepamos distinguir entre nuestras luchas, las luchas hacia las que nos vemos empujados en
contra de nuestra voluntad y las que no podemos evitar porque el destino las puso en nuestro camino.
Que nuestros ojos se abran y que veamos que nunca vivimos dos días iguales. Cada uno trae un
milagro diferente, que hace que sigamos respirando, soñando y caminando bajo el sol.
Que nuestros oídos también se abran para escuchar las palabras adecuadas que surgen de repente
de la boca de nuestros semejantes, aunque no hayamos pedido consejo y ninguno de ellos sepa qué
pasa en nuestra alma en ese momento.
Y que, cuando abramos la boca, podamos no sólo hablar la lengua de los hombres, sino también
la lengua de los ángeles, y decir: «Los milagros no contravienen las leyes de la naturaleza; pensamos
de esa manera porque, en realidad, no conocemos las leyes de la naturaleza.»
Y que, en el momento en que consigamos conocerlas, podamos entonces bajar la cabeza en señal
de respeto y decir: «Estaba ciego y ahora puedo ver. Estaba mudo y ahora puedo hablar. Estaba sordo
y ahora puedo oír. Porque obraron en mí las maravillas de Dios, y todo lo que creía perdido ha
regresado.»
Porque así se obran los milagros.
Descorren el velo y lo cambian todo, pero no nos dejan ver lo que hay más allá del velo.
Nos hacen escapar ilesos del valle de las sombras y de la muerte, pero no nos dicen por qué
camino nos condujeron hasta las montañas de la alegría y de la luz.
Abren puertas que estaban cerradas con candados imposibles de romper, pero no usan ninguna
llave.
Rodean los soles con planetas para que no se sientan solos en el Universo, e impiden que los
planetas se acerquen demasiado para que los soles no los devoren.
Convierten el trigo en pan a través del trabajo, la uva en vino a través de la paciencia y la muerte
en vida a través de la resurrección de los sueños.
Por tanto, Señor, danos hoy el milagro nuestro de cada día.
Y perdónanos si no somos capaces de reconocerlo siempre.
Y un hombre que escuchaba
los cantos de guerra que llegaban
del otro lado de las murallas
y que temía por él y por su familia le pidió:
«Háblanos de la ansiedad.»
Y él respondió:
No hay nada de malo en la ansiedad.
Aunque no podamos controlar el tiempo de Dios, forma parte de la condición humana que
deseemos recibir lo más rápido posible aquello que esperamos.
O alejar inmediatamente aquello que nos causa pavor.
Eso sucede desde nuestra infancia hasta el momento en el que la vida comienza a dejarnos
indiferentes. Porque, mientras estemos intensamente conectados con el momento presente, estaremos
siempre esperando con ansiedad a alguien o algo.
¿Cómo decirle a un corazón apasionado que esté tranquilo, que contemple los milagros de la
Creación en silencio, que se libere de las tensiones, de los miedos y de las preguntas sin respuesta?
La ansiedad forma parte del amor, y no hay que culparla por ello.
¿Cómo decirle a alguien que ha invertido su vida y sus bienes en un sueño, y no obtiene
resultados, que no se preocupe? Aunque el agricultor no puede acelerar el paso de las estaciones para
recoger el fruto de lo que ha plantado, espera impaciente la llegada del otoño y de la cosecha.
¿Cómo pedirle a un guerrero que no esté ansioso antes de un combate?
Se ha entrenado hasta el agotamiento para ese momento, ha dado lo mejor de sí mismo, cree estar
preparado, pero teme que los resultados no sean los que espera.
Por tanto, la ansiedad nace con el hombre. Y, como nunca vamos a poder dominarla, hemos de
aprender a convivir con ella del mismo modo que el hombre ha aprendido a convivir con las
tempestades.
Sin embargo, para aquellos que no consigan aprender a convivir con ella, la vida está destinada a
ser una pesadilla.
Lo que deberían agradecer —cada una de las horas que forman un día— se convierte en una
maldición. Quieren que el tiempo pase más rápido, sin darse cuenta de que eso también los conduce
más rápido al encuentro de la Dama de la Guadaña.
Y lo que es peor: para intentar alejar la ansiedad, hacen cosas que los ponen más nerviosos
todavía.
Una madre, mientras espera que su hijo regrese a casa, empieza a imaginar lo peor.
«Mi amada es mía y yo soy suyo. Cuando se fue, la busqué por las calles de la ciudad y no la
encontré.» Y por cada esquina por la que paso, y por cada persona a la que le pregunto y no obtengo
noticias, dejo que la ansiedad normal del amor se transforme en desesperación.
El trabajador, mientras aguarda el fruto de su trabajo, procura ocuparse con otras tareas, y cada
una de ellas le supondrá más momentos de espera. Poco tiempo después, la ansiedad de uno se
convirtió en la ansiedad de muchos, y ya no es capaz de mirar al cielo, ni a las estrellas, ni a los niños
que juegan en la calle.
Y la madre, el amado y el trabajador dejan de vivir sus vidas y sólo esperan lo peor, hacen caso
de los rumores, se quejan de que el día no se acaba nunca. Se vuelven agresivos con los amigos, con la
familia, con los empleados. Se alimentan mal, comen mucho o no pueden ingerir nada. Y, por la
noche, ponen la cabeza sobre la almohada, pero no pueden dormir.
Es entonces cuando la ansiedad teje un velo, y ya no son los ojos del cuerpo, sino los del alma,
los que ven.
Y los ojos del alma están turbios porque no descansan.
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