domingo, 14 de julio de 2013

ACRa 12-27

Entonces mi vecino
Yakob le pidió:
«Háblanos sobre la derrota.»
¿Puede una hoja, cuando cae del árbol en invierno, sentirse derrotada por el frío?
El árbol le dice a la hoja: «Éste es el ciclo de la vida. Aunque pienses que vas a morir, realmente
aún sigues en mí. Gracias a ti estoy vivo, porque pude respirar. También gracias a ti me sentí amado,
porque pude dar sombra al viajero cansado. Tu savia está en mi savia, somos una sola cosa.»
¿Puede un hombre que se ha preparado durante años para escalar la montaña más alta del mundo
sentirse derrotado cuando llega a la falda del monte y descubre que la naturaleza lo ha cubierto con
una tempestad?
El hombre le dice a la montaña: «Ahora no me quieres, pero el tiempo cambiará y un día podré
subir hasta tu cima. Mientras tanto, sigue ahí esperándome.»
¿Puede un joven, al ser rechazado por su primer amor, afirmar que el amor no existe? El joven se
dice a sí mismo: «Encontraré a alguien capaz de entender lo que siento. Y seré feliz el resto de mis
días.»
No hay ni victoria ni derrota en el ciclo de la naturaleza: hay movimiento.
El invierno lucha para reinar soberano, pero al final se ve obligado a aceptar la victoria de la
primavera, que trae consigo flores y alegría.
El verano quiere prolongar sus días calientes para siempre, pues está convencido de que el calor
es beneficioso para la tierra. Pero termina aceptando la llegada del otoño, que permitirá que la tierra
descanse.
La gacela come hierba y es devorada por el león. No se trata de quién es el más fuerte, sino de
cómo Dios nos muestra el ciclo de la muerte y de la resurrección.
Y en este ciclo no hay vencedores ni perdedores: sólo etapas que hay que superar. Cuando el
corazón del ser humano comprende eso, es libre. Acepta sin pesar los momentos difíciles y no se deja
engañar por los momentos de gloria.
Ambos van a pasar. Uno sucederá al otro. Y el ciclo continuará hasta liberarnos de la carne y
hacer que nos encontremos con la Energía Divina.
Por tanto, cuando el luchador esté en la arena —ya sea por elección propia o porque el insondable
destino lo puso allí—, que su espíritu tenga alegría en el combate que está a punto de empezar. Si
mantiene la dignidad y el honor, puede perder la batalla, pero jamás será derrotado, porque su alma
estará intacta.
Y no culpará a nadie de lo que le está sucediendo. Desde que amó por primera vez y le rechazaron
entendió que eso no mató su capacidad de amar. Lo que vale para el amor vale también para la guerra.
Perder una batalla, o perder todo lo que pensamos poseer, nos entristece. Pero cuando pasa ese
momento, descubrimos la fuerza desconocida que existe en cada uno de nosotros, la fuerza que nos
sorprende y hace que nos respetemos más a nosotros mismos.
Miramos a nuestro alrededor y nos decimos: «He sobrevivido.» Y nos alegramos con nuestras
palabras.
Sólo los que no reconocen esa fuerza dicen: «Me han derrotado.» Y se entristecen.
Otros, a pesar del sufrimiento por haber perdido y humillados por las historias que los vencedores
cuentan de ellos, se permiten derramar algunas lágrimas, pero nunca sienten pena de sí mismos. Saben
que el combate sólo se ha interrumpido y que, por el momento, están en desventaja.
Escuchan los latidos de su propio corazón. Notan que están tensos. Que tienen miedo. Hacen
balance de su vida y descubren que, pese al terror que sienten, la fe sigue iluminando su alma y
empujándolos hacia adelante.
Intentan averiguar en qué se equivocaron y en qué acertaron. Aprovechan que han caído para
descansar, curar las heridas, descubrir nuevas estrategias y prepararse mejor.
Y llega un día en el que un nuevo combate llama a su puerta. El miedo sigue ahí, pero tienen que
actuar, o permanecerán para siempre tirados en el suelo. Se levantan y se enfrentan al adversario,
recordando el sufrimiento que vivieron y que no quieren volver a vivir.
La derrota anterior los obliga a vencer esta vez, ya que no quieren sufrir otra vez el mismo dolor.
Y si la victoria no llega esta vez, llegará la próxima. Y, si no la próxima, será la siguiente. Lo
peor no es caer; es quedarse tirado en el suelo.
Sólo es derrotado el que desiste. Todos los demás saldrán victoriosos.
Y llegará el día en el que los momentos difíciles serán sólo historias que contarán, orgullosos, a
aquellos que quieran escuchar. Y todos los oirán con respeto y aprenderán tres cosas importantes:
A tener paciencia para esperar el momento justo de actuar.
Sabiduría para no dejar escapar la siguiente oportunidad.
Y orgullo de sus cicatrices.
Las cicatrices son medallas grabadas a fuego y hierro en la carne que asustarán a sus enemigos,
pues demuestran que la persona que está frente a ellos tiene mucha experiencia en el combate. Muchas
veces, eso los llevará a buscar el diálogo y evitará el conflicto.
Las cicatrices hablan más alto que la hoja de la espada que las causó.
«Describe a los derrotados»,
le pidió un mercader
cuando vio que el Copto
había acabado de hablar.
Y él respondió:
Los derrotados son aquellos que no fracasan.
La derrota nos hace perder una batalla o una guerra. El fracaso no nos deja luchar.
La derrota llega cuando no conseguimos algo que deseamos mucho. El fracaso no nos permite
soñar. Su lema es: «No anheles nada y nunca sufrirás.»
La derrota termina cuando volvemos de nuevo al combate. El fracaso no tiene un final: es una
elección vital.
La derrota es para aquellos que, a pesar del miedo, viven con entusiasmo y fe.
La derrota es para los valientes. Sólo ellos pueden tener el honor de perder y la alegría de ganar.
No estoy aquí para decir que la derrota forma parte de la vida; eso todos lo sabemos. Sólo los
derrotados conocen el Amor. Porque es en el reino del Amor donde libramos nuestros primeros
combates. Y generalmente perdemos.
Estoy aquí para deciros que hay personas a las que nadie ha derrotado.
Son aquellas que nunca han luchado.
Consiguieron evitar las cicatrices, las humillaciones, el desamparo y los momentos en los que los
guerreros dudan de la existencia de Dios.
Esas personas pueden decir con orgullo: «Nunca he perdido una batalla.» Sin embargo, nunca
podrán decir: «He ganado una batalla.»
Pero eso no les interesa. Viven en un universo en el que creen que nadie logrará alcanzarlas,
cierran los ojos a las injusticias y al sufrimiento, se sienten seguras porque no necesitan afrontar los
desafíos diarios de los que se arriesgan a ir más allá de sus propios límites.
Nunca han escuchado un «Adiós». Tampoco un «Ya estoy de vuelta. Abrázame con el sabor del
que me había perdido y ha vuelto a encontrarme».
Los que nunca han sido derrotados parecen alegres y superiores, dueños de una verdad por la que
no han movido ni un dedo. Están siempre al lado del más fuerte. Son como hienas, que sólo comen los
restos que el león desprecia.
Enseñan a sus hijos: «No os involucréis en conflictos, saldréis perdiendo. Guardad vuestras dudas
para vosotros mismos y nunca tendréis problemas. Si alguien os agrede, no os sintáis ofendidos ni os
rebajéis respondiendo al ataque. Hay otras cosas de las que preocuparse en la vida.»
En el silencio de la noche, afrontan sus batallas imaginarias: los sueños no realizados, las
injusticias que fingieron no sufrir, los momentos de cobardía que consiguieron disfrazar ante todos —
menos ante sí mismos—, y el amor que con un brillo en los ojos se cruzó en su camino, un amor que
les estaba destinado por la mano de Dios y que, sin embargo, no tuvieron el coraje de abordar.
Y prometen: «Mañana será diferente.»
Pero el mañana llega y también la pregunta que los paraliza: «¿Y si todo sale mal?»
Entonces no hacen nada.
¡Ay de los que nunca han sido vencidos! Tampoco serán vencedores en esta vida.
«Háblanos sobre la soledad»,
le pidió una joven que estaba
a punto de casarse con el hijo
de uno de los hombres más ricos
de la ciudad y que ahora se veía
obligada a huir.
Y él respondió:
Sin la soledad, el Amor no permanecerá mucho tiempo a tu lado.
Porque el Amor también necesita reposo, para poder viajar por los cielos y manifestarse de otras
formas.
Sin la soledad, ninguna planta o animal sobrevive, ninguna tierra es productiva durante mucho
tiempo, ningún niño puede aprender sobre la vida ni ningún artista consigue crear, ningún trabajo
puede crecer y transformarse.
La soledad no es la ausencia de Amor, sino su complemento.
La soledad no es la ausencia de compañía, sino el momento en el que nuestra alma tiene la
libertad de conversar con nosotros y ayudarnos a decidir sobre nuestras vidas.
Por tanto, benditos sean aquellos que no temen la soledad. Que no se asustan con la propia
compañía, que no se desesperan en busca de algo con lo que ocuparse y divertirse o a lo que juzgar.
Porque el que nunca está solo ya no se conoce a sí mismo.
Y el que no se conoce a sí mismo pasa a temer el vacío.
Pero el vacío no existe. Un mundo enorme se esconde en nuestra alma, esperando a que lo
descubramos. Está ahí, con su fuerza intacta, pero es tan nuevo y tan poderoso que nos da miedo
aceptar su existencia.
Porque el hecho de descubrir quiénes somos nos obligará a aceptar que podemos ir mucho más
allá de lo que estamos acostumbrados. Y eso nos asusta. Mejor no arriesgar tanto, ya que siempre
podemos decir: «No hice lo que tenía que hacer porque no me dejaron.»
Es más cómodo. Es más seguro. Y, al mismo tiempo, es renunciar a la propia vida.
¡Ay de aquellos que prefieren pasar la vida diciendo «Yo no tuve la oportunidad»!
Porque cada día que pase se hundirán aún más en el pozo de sus propios límites, y llegará un
momento en el que ya no tendrán fuerzas para escapar de él y encontrar de nuevo la luz que brilla en el
hueco que está sobre sus cabezas.
Y benditos los que dicen: «Yo no tengo coraje.»
Porque ésos entienden que la culpa no es de los demás. Y tarde o temprano encontrarán la fe
necesaria para afrontar la soledad y sus misterios.
Y, para aquellos que no se dejan asustar por la soledad que revela los misterios, todo tendrá un
sabor diferente.
En la soledad descubrirán el amor que podría pasar desapercibido. En la soledad entenderán y
respetarán el amor que partió.
En la soledad sabrán decidir si vale la pena pedirle que regrese, o si debe permitir que ambos
sigan un nuevo camino.
En la soledad aprenderán que decir «no» no siempre es una falta de generosidad, y que decir «sí»
no siempre es una virtud.
Y aquellos que estáis solos en este momento no os dejéis asustar nunca por las palabras del
demonio, que dice: «Estás perdiendo el tiempo.»
O por las palabras, aún más poderosas, del jefe de los demonios: «No le importas a nadie.»
La Energía Divina nos escucha cuando hablamos con los demás, pero también nos escucha
cuando estamos en silencio y aceptamos la soledad como una bendición.
Y, en ese momento, Su luz ilumina todo lo que está a nuestro alrededor y nos hace ver lo
necesarios que somos, cómo nuestra presencia en la Tierra es decisiva para Su trabajo.
Y, cuando conseguimos esa armonía, recibimos más de lo que pedimos.
Y aquellos que se sienten oprimidos por la soledad deben recordar: en los momentos más
importantes de la vida siempre estaremos solos.
Como el bebé al salir del vientre de la mujer: no importa cuántas personas estén a su alrededor,
es suya la decisión final de vivir.
Como el artista ante su obra: para que su trabajo sea realmente bueno, tiene que estar callado y
escuchar sólo la lengua de los ángeles.
Igual que nos encontraremos un día ante la muerte, la Dama de la Guadaña: estaremos solos en el
más importante y temido momento de nuestra existencia.
Así como el Amor es la condición divina, la soledad es la condición humana. Y ambos conviven
sin conflictos para aquellos que entienden el milagro de la vida.
Y un muchacho al que obligaban
a partir se rasgó las vestiduras y dijo:
«Mi ciudad cree que no sirvo para el
combate. Soy inútil.»
Y él respondió:
Algunas personas dicen: «No soy capaz de despertar el amor de los demás.» Pero en el amor no
correspondido siempre existe la esperanza de que algún día será aceptado.
Otros escriben en sus diarios: «Nadie reconoce mi ingenio, nadie aprecia mi talento, nadie
respeta mis sueños.» Pero también para ellos existe la esperanza de que las cosas cambien después de
muchas luchas.
Otros se pasan el día llamando a puertas y explicando: «Estoy desempleado.» Saben que, si son
pacientes, algún día una de las puertas se abrirá.
Pero los hay que se despiertan todas las mañanas con el corazón oprimido. No buscan amor, ni
reconocimiento, ni trabajo.
Se dicen a sí mismos: «Soy inútil. Vivo porque necesito sobrevivir, pero a nadie, absolutamente a
nadie, le interesa demasiado lo que hago.»
El sol brilla allá fuera, la familia está a su alrededor, procuran mantener la máscara de alegría
porque a los ojos de los demás tienen todo lo que han soñado. Pero están convencidos de que todo el
mundo puede prescindir de ellos. O porque son demasiado jóvenes y piensan que los más viejos tienen
otras preocupaciones, o porque son demasiado viejos y creen que a los más jóvenes no les importa lo
que tienen que decir.
El poeta escribe algunas líneas y las tira a la basura pensando: «Esto no le interesa a nadie.»
El empleado llega al trabajo, y todo lo que hace es repetir la tarea del día anterior. Cree que, si un
día lo despiden, nadie notará su ausencia.
La chica cose su vestido poniendo un enorme empeño en cada detalle y, cuando llega a la fiesta,
entiende lo que dicen las miradas: no está más guapa ni más fea. Su vestido es uno más entre los
millones que hay en todos los lugares del mundo donde en ese preciso momento se están celebrando
fiestas semejantes.
Algunas de éstas tienen lugar en grandes castillos; otras, en pequeñas aldeas donde todos se
conocen y tienen algo que comentar sobre el vestido de los demás.
Menos sobre el suyo, que ha pasado desapercibido. No era bonito ni tampoco era feo, era
simplemente un vestido más.
Inútil.
Los más jóvenes se dan cuenta de que el mundo está lleno de problemas enormes y sueñan con
resolverlos, pero nadie se interesa por su opinión. «Vosotros aún no conocéis la realidad del mundo —
les dicen—. Escuchad a los más viejos y sabréis mejor qué hacer.»
Los más viejos tienen experiencia y madurez, aprendieron a la fuerza de las adversidades de la
vida. Pero, cuando llega la hora de enseñar, nadie está interesado. «El mundo ha cambiado —replican
—. Hay que acompañar el progreso y escuchar a los más jóvenes.»
Sin respetar edades y sin pedir permiso, el sentimiento de inutilidad corroe el alma de las
personas repitiendo siempre: «Nadie se interesa por ti, no eres nada, el planeta no necesita tu
presencia.»
En la desesperada intención de darle sentido a su vida, muchos comienzan a buscar la religión,
porque la lucha en nombre de la fe siempre parece justificar algo grande, algo que puede transformar
el mundo. «Trabajamos para Dios», se dicen a sí mismos.
Y se convierten en devotos. Después se convierten en evangelistas. Y finalmente se convierten en
fanáticos.
No entienden que la religión pretende compartir los misterios y la adoración, nunca oprimir a los
demás y obligarlos a que se conviertan. La mayor manifestación del milagro de Dios es la vida.
Esta noche lloraré por ti, ¡oh Jerusalén!, porque la comprensión de la Unidad Divina va a
desaparecer durante los próximos mil años.
Preguntad a una flor del campo: «¿Te sientes inútil porque todo lo que haces es engendrar otras
flores iguales?»
Y ella contestará: «Soy bella, y la belleza en sí es mi razón de vivir.»
Preguntad a un río: «¿Te sientes inútil porque todo lo que haces es correr siempre en la misma
dirección?»
Y él os contestará: «No intento ser útil; intento ser un río.»
Ante los ojos de Dios, nada en este mundo está de más. Ni una hoja que cae del árbol, ni un pelo
que cae de la cabeza, ni un insecto que muere por estar molestando. Todo tiene una razón de ser.
Incluso tú, que acabas de hacerte esta pregunta. «Soy inútil» es una respuesta que te estás dando a
ti mismo.
Pronto esta respuesta te envenenará y morirás en vida, aunque sigas andando, comiendo,
durmiendo e intentando divertirte cuando sea posible.
No intentes ser útil. Intenta ser tú: eso basta, y en eso reside tu razón de ser.
No andes ni más rápido ni más despacio que tu alma. Porque es ella la que te enseñará, con cada
paso, para qué eres útil. A veces lo serás para participar en un gran combate que ayudará a cambiar el
rumbo de la historia. Pero a veces lo serás, sencillamente, para sonreírle sin motivo a una persona con
la que te has cruzado por casualidad en la calle.
Sin tener la menor intención, puedes haberle salvado la vida a un desconocido que también se
creía inútil y que quizá estaba a punto de matarse, hasta que una sonrisa le dio esperanza y confianza.
Aunque observes tu vida con toda atención y repases cada uno de los momentos en los que
sufriste, sudaste y sonreíste bajo el sol, jamás podrás saber exactamente cuándo fuiste útil para los
demás.
Una vida nunca es inútil. Cada alma venida a la Tierra tiene una razón para estar aquí.
Las personas que realmente hacen bien a los demás no intentan ser útiles, sino llevar una vida
interesante. Casi nunca dan consejos, sino que sirven de ejemplo.
Busca sólo esto: vivir lo que siempre has deseado vivir. Evita criticar a los demás y concéntrate
en lo que siempre has soñado. Tal vez no te parezca muy importante. Pero Dios, que todo lo ve, sabe
que el ejemplo que das lo está ayudando a mejorar el mundo. Y, cada día que pase, te cubrirá de más
bendiciones.
Y, cuando la Dama de la Guadaña llegue, la oirás decir: «Es justo preguntar: “Padre, Padre, ¿por
qué me has abandonado?”
»Pero ahora, en este último segundo de tu vida en la Tierra, te voy a decir lo que he visto: la casa
limpia, la mesa puesta, el campo arado, las flores sonriendo. He visto cada cosa en su sitio, como tenía
que ser. Entendiste que las pequeñas cosas son las responsables de los grandes cambios.
»Y, por eso, voy a llevarte al Paraíso.»
Y una mujer llamada Almira,
que era costurera, dijo:
«Podría haberme marchado
antes de la llegada de los cruzados
y hoy estaría trabajando en Egipto.
Pero siempre he tenido miedo a cambiar.»
Y él respondió:
Tenemos miedo a cambiar porque creemos que, después de mucho esfuerzo y sacrificio,
conocemos nuestro mundo.
Y aunque no sea el mejor, aunque no estemos totalmente satisfechos, al menos no habrá
sorpresas. No nos equivocaremos.
Cuando sea necesario, haremos pequeños cambios para que todo siga igual.
Vemos que las montañas permanecen en el mismo lugar. Vemos que los árboles ya crecidos,
cuando se trasplantan, acaban muriendo.
Y decimos: «Quiero ser como las montañas y los árboles. Sólidos y respetados.»
Incluso cuando, por la noche, nos despertemos: «Me gustaría ser como los pájaros, que pueden
visitar Damasco y Bagdad y volver siempre que lo deseen.»
O también: «Quién me permitiera ser como el viento, que nadie sabe de dónde viene ni hacia
dónde va y cambia de dirección sin tener que darle explicaciones a nadie.»
Pero al día siguiente recordamos que los pájaros están siempre huyendo de los cazadores y de las
aves más fuertes. Y que el viento a veces queda atrapado en un remolino y todo lo que hace es destruir
lo que está a su alrededor.
Es muy bueno soñar que siempre hay espacio para ir más lejos y que lo haremos algún día. Los
sueños nos alegran, porque gracias a ellos sabemos que somos más capaces de lo que imaginábamos.
Soñar no implica riesgos. Lo peligroso es querer convertir los sueños en realidad.
Pero llega el día en el que el destino llama a nuestra puerta. Puede ser la llamada suave del Ángel
de la Suerte o la llamada inconfundible de la Dama de la Guadaña. Ambas dicen: «Cambia ahora.» No
la próxima semana, ni el próximo mes, ni el próximo año. Los ángeles dicen: «Ahora.»
Siempre escuchamos a la Dama de la Guadaña. Y lo cambiamos todo por culpa del miedo a que
nos lleve con ella: cambiamos de aldea, de hábitos, de acera, de comida, de comportamiento. No
podemos convencer a la Dama de la Guadaña de que nos permita continuar siendo como antes. No hay
diálogo.
También escuchamos al Ángel de la Suerte, pero a él le preguntamos: «¿Adónde quieres
llevarme?»
«A una nueva vida» es la respuesta.
Y recordamos: tenemos nuestros problemas, pero podemos solucionarlos, aunque pasemos cada
vez más tiempo luchando contra ellos. Debemos servir de ejemplo a nuestros padres, a nuestros
maestros, a nuestros hijos, y mantenernos en el camino correcto.
Nuestros vecinos esperan que seamos capaces de enseñarle a todo el mundo la virtud de la
perseverancia, de la lucha contra las adversidades y de la superación de los obstáculos.
Y nos sentimos orgullosos con nuestro comportamiento. Y nos elogian porque no aceptamos
cambiar, sino que seguimos el rumbo que el destino ha escogido para nosotros.
Nada más equivocado.
Porque el camino correcto es el camino de la naturaleza: en constante cambio, como las dunas del
desierto.
Se equivocan los que piensan que las montañas no cambian: nacieron de terremotos, son labradas
por el viento y la lluvia, y van cambiando cada día, aunque nuestros ojos no puedan verlo.
Las montañas cambian y se alegran. «Qué bien que no somos las mismas», se dicen unas a otras.
Se equivocan los que piensan que los árboles no cambian. Tienen que aceptar la desnudez del
invierno y la vestimenta del verano. Y viajan más allá del terreno en el que están plantados porque los
pájaros y el viento esparcen sus semillas.
Los árboles se alegran. «Yo creía que era uno y hoy descubro que soy muchos», les dicen a los
hijos que empiezan a brotar a su alrededor.
La naturaleza nos dice: cambia.
Y los que no temen al Ángel de la Suerte entienden que es necesario seguir adelante, a pesar del
miedo. A pesar de las dudas. A pesar de las recriminaciones. A pesar de las amenazas.
Este tipo de personas se enfrentan a sus valores y prejuicios. Escuchan los consejos de aquellos
que los aman: «No hagas eso, ya tienes todo lo que necesitas: el amor de tus padres, el cariño de tu
mujer y de tus hijos, el trabajo que te costó tanto conseguir. No corras el riesgo de ser un extranjero en
una tierra extraña.»
Pero se arriesgan con el primer paso. A veces por curiosidad, otras veces por ambición, pero
generalmente por el deseo incontrolable de aventura.
En cada curva del camino se sienten más atormentados. Mientras, se sorprenden a sí mismos: son
más fuertes y más alegres.
Alegría. Ésa es una de las principales bendiciones del Todopoderoso. Si estamos alegres, nos
encontramos en el camino correcto.
El miedo se aleja poco a poco porque se le ha dado la importancia que deseaba tener.
Una pregunta persiste en los primeros pasos del camino: «¿Mi decisión de cambiar habrá hecho
que los demás sufran por mí?»
Pero el que ama quiere ver al amado feliz. Si en un primer momento temió por él, el orgullo de
verlo haciendo lo que le gusta, yendo hacia donde soñó llegar, acaba en seguida con cualquier tipo de
miedo.Más tarde, aparece el sentimiento de desamparo.
Pero los viajeros encuentran en el camino a gente que siente lo mismo. A medida que hablan unos
con otros, descubren que no están solos: se convierten en compañeros de viaje, comparten la solución
que encontraron para cada obstáculo. Y todos se dan cuenta de que son más sabios y de que están más
vivos de lo que imaginaban.
En los momentos en los que el sufrimiento o el arrepentimiento se instalan en sus tiendas y no les
permiten dormir bien, se dicen a sí mismos: «Mañana, y sólo mañana, daré un paso más. Siempre
puedo volver, porque conozco el camino. Por tanto, un paso más no significará una gran diferencia.»
Hasta que un día, sin previo aviso, el camino deja de examinar al viajero y pasa a ser generoso
con él. El espíritu de éste, hasta entonces afligido, se alegra con la belleza y los desafíos del nuevo
paisaje.
Y los pasos, que antes eran automáticos, pasan a ser conscientes.
En vez de mostrar la comodidad de la seguridad, enseña la alegría de los desafíos.
El viajero continúa su jornada. En vez de quejarse del aburrimiento, empieza a quejarse del
cansancio. Pero en ese momento se detiene, descansa, disfruta del paisaje y sigue adelante.
En vez de pasar la vida entera destruyendo los caminos que temía seguir, empieza a amar el que
está recorriendo.
Aunque el destino final sea un misterio. Aunque en un determinado momento tome una decisión
equivocada. Dios, que está viendo su coraje, le dará la inspiración necesaria para corregirla.
Lo que todavía lo aflige no son los hechos, sino el temor de no saber reaccionar ante ellos. Una
vez decidido a seguir su camino y sabedor de que ya no hay otra alternativa, descubre una voluntad
impecable, y los hechos se amoldan a sus decisiones.
«Dificultad» es el nombre de una antigua herramienta, creada simplemente para ayudarnos a
definir quiénes somos.
Las tradiciones religiosas enseñan que la fe y la transformación son la única manera de
acercarnos a Dios.
La fe nos muestra que en ningún momento estamos solos.
La transformación nos hace amar el misterio.
Y, cuando todo parezca oscuro y nos sintamos desamparados, no miraremos hacia atrás, con
miedo a ver las transformaciones ocurridas en nuestra alma. Miraremos hacia adelante.
No temeremos lo que pasará mañana, porque ayer tuvimos quien cuidase de nosotros.
Y esa misma presencia continuará a nuestro lado.
Esa presencia nos resguardará del sufrimiento.
O nos dará fuerza para afrontarlo con dignidad.
Llegaremos más lejos de lo que pensamos. Buscaremos el lugar donde nace la estrella de la
mañana. Y nos sorprenderemos al ver que llegar hasta ella ha sido más fácil de lo que imaginamos.
La Dama de la Guadaña llega para los que no cambian y para los que cambian. Pero éstos al
menos pueden decir: «Mi vida ha sido interesante, no he desaprovechado mi bendición.»
Y los que creen que la aventura es peligrosa que intenten la rutina: mata antes de tiempo.

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