El cambio ocurre
El Queso no cesa de moverse
Anticípate al cambio
Prepárate para cuando se mueva el Queso
Controla el cambio
Olfatea el Queso con frecuencia
Para saber cuando se vuelve rancio
Adáptate al cambio con rapidez
Cuanto más rápidamente te olvides del Queso Viejo,
antes podrás disfrutar del Queso Nuevo
Cambia
Muévete con el Queso
¡Disfruta del cambio!
Saborea la aventura y disfruta del sabor del Queso
Nuevo
Prepárate para cambiar con rapidez y para
disfrutarlo una y otra vez
El Queso no cesa de moverse
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Haw comprendió lo lejos que había llegado desde la última vez que estuviera
con Hem, en el depósito de Queso Q, pero sabía que le resultaría muy fácil volver
atrás si se dormía en los laureles. Así que cada día inspeccionaba con atención el
depósito de Queso N, para comprobar en que estado se encontraba su Queso. Estaba
dispuesto a hacer todo lo que pudiera para evitar verse sorprendido por un cambio
inesperado.
Aunque disponía de un gran suministro de Queso, realizó frecuentes salidas
por el laberinto, dedicándose a explorar zonas nuevas, para mantenerse en contacto
con lo que estaba sucediendo a su alrededor. Sabía que era mucho más seguro
conocer lo mejor posible las verdaderas alternativas de que disponía, antes de aislarse
en su zona de comodidad.
En una de tales ocasiones, escuchó lo que le pareció el sonido de un
movimiento allá al fondo, en los recovecos del laberinto. A medida que el sonido se
hizo más intenso, se dio cuenta de que se acercaba alguien.
¿Podía ser Hem, que llegaba?¿Estaría a punto de doblar la esquina más
cercana?
Haw rezó una breve plegaria para sus adentros y se limitó a confiar, como
tantas veces hiciera últimamente, en que quizá, por fin, su amigo fuera finalmente
capaz de…
Fin…
¿O acaso es sólo un nuevo principio?
¡Moverse con el
queso y disfrutarlo!
- 33 -
Un debate
Algo más tarde, ese mismo día
Cuando Michael termino de contar la historia, miró a su alrededor y observó
que sus antiguos compañeros de clase le sonreían.
Varios le dieron las gracias y le aseguraron que sacarían buen provecho de
aquella narración.
–¿Qué os parecería si nos reuniéramos más tarde para comentarla un poco? –
le planteó Nathan al grupo.
La mayoría de ellos contestaron que les encantaría hablar sobre lo que
acababan de escuchar, así que dispusieron encontrarse más tarde para tomar una
copa antes de cenar.
Esa noche, reunidos en el salón del hotel, empezaron a bromear unos con
otros acerca de encontrar su “Queso” y verse a sí mismos metidos en el laberinto.
Entonces, con toda naturalidad, Angela preguntó a los miembros del grupo:
–Y bien, ¿quiénes erais cada uno de vosotros en la narración?¿Fisgón,
Escurridizo, Hem o Haw?
–Precisamente esta tarde me dediqué a pensar en eso –contesto Carlos–.
Recuerdo con claridad una época, antes de que iniciara mi empresa de artículos
deportivos, en la que tuve un duro encontronazo con el cambio.
“En aquella situación no fui Fisgón, desde luego, porque no husmeé la
situación ni detecté a tiempo el cambio que se estaba produciendo y ciertamente
tampoco fui Escurridizo: no entré en acción inmediatamente.
“Más bien fui como Hem, que quería permanecer en territorio conocido. Lo
cierto es que… Lo cierto es que no quería tener nada que ver con el cambio. Ni
siquiera deseaba verlo.
Michael, para quien el tiempo no parecía haber transcurrido desde los años que
él y Carlos fueron tan buenos amigos en la escuela, preguntó:
–¿De qué estas hablando, amigo?
–De un inesperado cambio de trabajo –contestó Carlos.
–¿Te despidieron? –preguntó Michael echándose a reír.
–Bueno, digamos que no quería salir ahí fuera a buscar Queso Nuevo. Creí
tener una buena razón por la que el cambio no me ocurriría a mi. Así que, cuando
sucedió, me sentí bastante alterado.
Algunos de los antiguos compañeros, que habían guardado silencio al principio,
se sintieron más cómodos ahora y empezaron a hablar, incluido Frank, que pertenecía
a las Fuerzas Armadas.
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–Hem me recuerda a un amigo mío –dijo Frank–. Iban a cerrar su
departamento, pero él no quiso darse por enterado. No hacían más que resituar a su
gente en otros departamentos. Todos tratamos de convencerlo de las múltiples
oportunidades que existían en la empresa para quienes estuvieran dispuestos a ser
flexibles, pero a él no le pareció necesario cambiar. Fue el único sorprendido cuando
finalmente cerraron su departamento. Ahora lo esta pasando muy mal, tratando de
adaptarse a un cambio que no creía que pudiera producirse.
–Yo tampoco creía que pudiera suceder a mí –dijo Jessica–, pero lo cierto es
que también han cambiado mi “Queso” de sitio en más de una ocasión, sobre todo en
mi vida personal, aunque de eso podemos hablar más tarde si queréis.
Algunos del grupo se echaron a reír, excepto Nathan.
–Quizá se trate precisamente de eso –dijo Nathan–. El cambio es algo que nos
ocurre a todos. Me habría gustado que mi familia escuchara mucho antes esta fábula
del Queso. Lamentablemente, no quisimos ver los cambios que se nos avecinaban en
nuestro negocio y ahora ya es demasiado tarde, porque vamos a tener que cerrar
muchas de nuestras tiendas.
La noticia sorprendió a muchos miembros del grupo, convencidos de que
Nathan era muy afortunado por dirigir un negocio en cuyos beneficios y buena marcha
podía confiar, año tras año.
–¿Qué ocurrió? –quiso saber Jessica
–Nuestra cadena de pequeñas tiendas se quedó repentinamente anticuada
cuando llegaron los grandes supermercados a la ciudad, con sus enormes existencias
y bajos precios. Simplemente, no pudimos competir con ellos.
“Ahora me doy cuenta de que, en lugar de ser como Fisgón y Escurridizo,
fuimos como Hem. Nos quedamos donde estabamos y no cambiamos. Tratamos de
ignorar lo que estaba sucediendo y ahora nos vemos metidos en graves problemas.
Podríamos haber aprendido un buen para de lecciones de Haw ya que, ciertamente,
no fuimos capaces de reírnos de nosotros mismos y cambiar lo que estabamos
haciendo.
Laura, que había llegado a convertirse en una importante mujer de negocios,
había escuchado con atención, pero sin intervenir. Ahora dijo:
–Esta tarde también he pensado en esa narración. Me pregunté como podía
ser más como Haw y ver que estaba haciendo mal, reír de mi misma, cambiar y
conseguir que las cosas fuesen mejor. Siento curiosidad –añadió tras una pausa–
¿Cuántos de los presentes tenéis miedo al cambio? –Nadie respondió, así que
sugirió–: ¿Qué os parece si levantáis la mano?
Sólo se levantó una mano.
–Bueno, por lo menos contamos con una persona sincera en el grupo –dijo
Laura–. Quizá os guste más la siguiente pregunta: ¿cuántos, de los aquí presentes,
creen que los demás le tienen miedo al cambio?
Prácticamente todos levantaron la mano. Fue entonces cuando se echaron a
reír.
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–¿Qué nos enseña eso?
–Negación –contestó Nathan.
–Desde luego –admitió Michael–. A veces ni siquiera somos conscientes de
que tenemos miedo. Yo sé que lo tuve. Al escuchar el cuento por primera vez, me
encantó aquella pregunta que Haw se hace en un momento determinado: “¿Que haría
si no tuviese miedo?”.
–Lo que yo he sacado en claro –dijo Jessica– es que el cambio ocurre en todas
partes y que haré mucho mejor en adaptarme a él con rapidez en cuanto ocurra.
“Recuerdo lo sucedido hace años, cuando nuestra empresa vendía las
enciclopedias que producíamos como un conjunto de más de veinte libros. Una
persona intentó convencernos de que debíamos introducir toda la enciclopedia en un
solo disco de ordenador y venderlo por una fracción del precio que cobrábamos. Nos
aseguró que de ese modo sería más fácil actualizar, nos costaría mucho menos que
fabricar y habría mucha más gente capaz de comprarla. Pero todos nos resistimos a
aceptar la idea.
–¿Por qué os resististeis? –quiso saber entonces Nathan.
–Porque todos estabamos convencidos de que la espina dorsal de nuestro
negocio se encontraba en nuestro gran equipo de ventas, dedicado a visitar a la gente
puerta a puerta. El mantenimiento del equipo de ventas dependía de las grandes
comisiones que se ganaban, gracias al elevado precio de nuestro producto.
Llevábamos haciendo lo mismo con éxito desde hacia muchos años, y creímos poder
seguir haciéndolo para siempre.
–Quizá la historia de Hem y Haw se refiriese a eso cuando habla de la
arrogancia del éxito –comentó Laura–. No se dieron cuenta de que necesitaban
cambiar algo que hasta entonces había funcionado muy bien.
–Y pensasteis que vuestro viejo Queso era vuestro único Queso.
–En efecto, y quisimos aferrarnos a eso.
–Al pensar ahora en lo que nos ocurrió, comprendo que no se trata únicamente
de que “nos cambiaran el Queso de sitio”, sino de que el Queso parece tener vida
propia y, finalmente, se acaba.
“En cualquier caso, lo cierto es que no cambiamos. Pero un competidor si
cambió y nuestras ventas se hundieron. Pasamos por momentos muy difíciles. Ahora
se está produciendo otro gran cambio tecnológico en la industria y parece como si en
la empresa no hubiera nadie dispuesto a tomar conciencia de ello. Las perspectivas no
son nada buenas y creo que pronto me quedaré sin trabajo.
–¡Es hora de explorar el laberinto! –exclamó Carlos.
Todos se echaron a reír, incluida Jessica. Carlos se volvió hacia ella y le dijo:
–Es bueno que seas capaz de reír de ti misma.
–Eso fue precisamente lo que yo saqué en claro del relato –intervino Frank–.
Tiendo a tomarme demasiado en serio a mí mismo. Observé como Haw cambió
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cuando finalmente pudo reír de sí mismo y de lo que estaba haciendo. No es nada
extraño que lo llamaran Haw.
–¿Creéis que Hem cambió alguna vez y encontró el Queso Nuevo? –preguntó
Angela.
–Yo diría que sí –contestó Elaine.
–Pues yo no estoy tan segura –dijo Cory–. Algunas personas no cambian
nunca, y pagan por ello un precio muy alto. En mi consulta medica veo a gente como
Hem. Se sienten con derecho a disfrutar de su “Queso”. Cuando se les arrebata, se
sienten como víctimas y le echan la culpa a los otros. Enferman con mucha mayor
frecuencia que aquellas otras personas que dejan atrás el pasado y siguen
avanzando.
Entonces, casi como si hablara consigo mismo, Nathan dijo en voz baja:
–Supongo que la cuestión es: ¿de qué necesitamos desprendernos y hacia qué
necesitamos seguir avanzando?
Durante un rato, nadie dijo nada.
–Debo admitir –siguió diciendo Nathan– que me di cuenta de lo que estaba
sucediendo con tiendas como la nuestra en otras partes del país, pero confiaba en que
eso no nos afectaría a nosotros. Supongo que es mucho mejor iniciar el cambio
mientras aún se puede, en lugar de tratar de reaccionar y adaptarse a él una vez que
ha ocurrido. Quizá seamos nosotros mismos los que debamos cambiar de sitio nuestro
Queso.
–¿Qué quieres decir? –preguntó Frank.
–No dejo de preguntarme donde estaríamos hoy si hubiéramos vendido la
propiedad donde se hallaban instaladas nuestras viejas tiendas y hubiésemos
construido un gran supermercado capaz de competir con el mejor de ellos.
–Quizá Haw se refirió a eso al escribir en la pared algo así como “Saborea la
aventura y muévete con el Queso” –comentó Laura.
–Creo que algunas cosas no deberían cambiar –dijo Frank–. Por ejemplo,
deseo aferrarme a mis valores básicos. No obstante, ahora comprendo que estaría
mucho mejor, si me hubiera movido antes en la vida, siguiendo al “Queso”.
–Bueno, Michael, ha sido una bonita parábola –intervino Richard, el escéptico
de la clase–, pero ¿cómo la pusiste en práctica en tu empresa?
El grupo no lo sabia aún, pero el propio Richard también estaba
experimentando algunos cambios. Recientemente se había separado de su esposa y
ahora trataba de compaginar su carrera profesional con la educación de sus hijos
adolescentes.
–Bueno –contestó Michael–, pensé que mi trabajo consistía simplemente en
gestionar los problemas cotidianos tal como se presentaban. Lo que debía haber
hecho, en realidad, era mirar hacia delante y prestar atención a lo que sucedía a mi
alrededor.
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“¡Y vaya si gestionaba los problemas! ¡Durante veinticuatro horas al día! No
resultaba muy divertido estar a mi lado. Me encontraba en medio de una competencia
feroz de la que no podía salir.
–Lo que hacías era gestionar –le dijo Laura–, cuando deberías haberte
dedicado a dirigir.
–Exactamente –asintió Michael–. Entonces, al escuchar el cuento de ¿Quién se
ha llevado mi queso?, me di cuenta de que mi trabajo debía ser el de trazar una
imagen del “Queso Nuevo” que todos deseáramos alcanzar, para que pudiéramos
disfrutar cambiando y teniendo éxito, ya fuese en el trabajo o en la vida.
–¿Qué hiciste en el trabajo? –preguntó Nathan.
–Bueno, al preguntar a la gente de nuestra empresa con qué personajes de la
narración se identificaban, comprendí que en nuestra organización se hallaban
representados los cuatro personajes. Empecé a ver a los Fisgones y a los
Escurridizos, a los Hem y los Haw, a cada uno de los cuales había que tratar de un
modo diferente.
“Nuestros Fisgones eran capaces de olfatear los cambios que se estaban
produciendo en el mercado, así que nos ayudaron a actualizar nuestra visión
empresarial. Los animamos a identificar en que podían desembocar aquellos cambios,
en cuanto a nuevos productos y servicios deseados por nuestros clientes. Eso les
encantó, y nos hicieron saber que les entusiasmaba trabajar en una empresa capaz de
reconocer el cambio y adaptarse a tiempo.
“A los Escurridizos les gustaba hacer las cosas, así que se los animó a
hacerlas, basándose en la nueva visión empresarial. Sólo necesitaban un poco de
control para que no se apresuraran a seguir una dirección equivocada. Se los
recompensó entonces por aquellas acciones que nos aportaban Queso Nuevo, y a
ellos les encantó trabajar en una empresa que valoraba la acción y los resultados.
–¿Y que me dices de los Hem y los Haw? –preguntó Angela.
–Lamentablemente, los Hem eran las anclas que nos dificultaban el avance –
contestó Michael–. O bien se sentían demasiado cómodos o bien le tenían demasiado
miedo al cambio. Algunos de ellos sólo cambiaron cuando captaron la visión razonable
que les presentamos, en la que se demostraba como el cambio funcionaría en su
propio beneficio.
“Nuestros Hem nos dijeron que deseaban trabajar en un lugar en el que se
sintieran seguros, de modo que los cambios habían de tener sentido para ellos y
aumentar su sensación de seguridad. Al comprender el verdadero peligro que les
acechaba si no cambiaban, algunos lo hicieron y les fue bien. La visión empresarial
nos ayudó a transformar a muchos de nuestros Hem en Haw.
–¿Qué hicisteis con los Hem que no cambiaron? –preguntó Frank.
–Tuvimos que despedirlos –contestó Michael con pesar–. Queríamos conservar
a todos nuestros empleados, pero sabíamos que si nuestro negocio no se
transformaba con suficiente rapidez, todos sufriríamos las consecuencias y tendríamos
graves problemas.
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“Lo mejor de todo es que, si bien al principio nuestros Haw se mostraron
vacilantes, fueron lo bastante abiertos para aprender algo nuevo, actuar de modo
diferente y adaptarse a tiempo para ayudarnos a tener éxito.
“Pasaron a esperar el cambio y hasta lo buscaron activamente. Al comprender
la naturaleza humana, nos ayudaron a pintar una visión realista del Queso Nuevo. Una
visión que tenia sentido común prácticamente para todos.
“Nos dijeron que querían trabajar en una organización que diera a la gente
seguridad en sí misma y herramientas para el cambio. Y nos ayudaron a conservar
nuestro sentido del humor, al tiempo que íbamos tras nuestro Queso Nuevo.
–¿Y sacaste todo eso de un cuento tan sencillo? –preguntó Richard.
–No fue el cuento, sino aquello que hicimos de modo diferente, basándonos en
lo que tomamos de él –contestó Michael con una sonrisa.
–Yo soy un poco como Hem –admitió Angela–, así que, para mí, la parte más
poderosa de la narración fue el momento en que Haw se ríe de sus propios temores y
se hace una imagen en su mente en la que se ve a sí mismo disfrutando de “Queso
Nuevo”. Eso le permitió adentrarse en el laberinto con menos temor y disfrutar más de
la aventura. Y finalmente le fueron mejor las cosas. Eso es lo que casi siempre deseo
hacer.
–De modo que hasta los Hem comprenden a veces las ventajas del cambio –
comentó Frank con una sonrisa burlona.
–Como la ventaja de conseguir un buen aumento de sueldo –añadió Angela
con picardía.
Richard, que no había dejado de mantener el ceño fruncido durante toda la
conversación, dijo ahora:
–Mi director no hace más que decirme que nuestra empresa necesita cambiar.
Creo que me quiere dar a entender que soy yo el que necesita cambiar, pero quizá no
lo haya querido comprender así hasta ahora. Supongo que en ningún momento me di
cuenta de que era eso del “Queso Nuevo”, o de lo que el director trataba de decirme.
Oh, creo que haberlo comprendido me va a venir muy bien.
Una ligera sonrisa cruzó por la cara de Richard, que al cabo de un rato añadió:
–Debo admitir que me agrada esa idea de ver “Queso Nuevo” y de imaginarme
disfrutando con su sabor. Eso me anima mucho. En cuanto uno comprende como se
pueden mejorar las cosas, se interesa más por conseguir que se produzca el cambio.
Quizá pudiera utilizar eso en mi vida personal –añadió–. Mis hijos parecen pensar que
nada en su vida debería cambiar nunca. Supongo que actúan como Hem y que se
sienten coléricos. Probablemente, temen lo que les depare el futuro. Quizá no les haya
pintado una imagen muy realista del “Queso Nuevo”, probablemente porque ni siquiera
yo mismo la he podido ver.
El grupo guardó silencio, mientras varios de los presentes pensaban en sus
propias vidas.
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–Bueno –dijo finalmente Jessica–, la mayoría de la gente habla sobre puestos
de trabajo, pero mientras escuchaba contar la historia pensé en mi vida personal. Creo
que mi relación actual es “Queso Viejo” que esta muy enmohecido.
Cory se echó a reír, mostrándose muy de acuerdo.
–A mi me ocurre lo mismo. Probablemente necesito desprenderme de una
mala relación.
–O, quizá, el “Queso Viejo” no sea más que viejos comportamientos –intervino
Angela–. De lo que realmente necesitamos desprendernos es del comportamiento que
provoca nuestra mala relación, y pasar luego a una mejor forma de pensar y de actuar.
–Buena observación –reaccionó Cory–. El queso nuevo puede ser una relación
nueva con la misma persona.
–Empiezo a pensar que en todo esto hay mucho más de lo que me imaginaba
–dijo Richard–. Me gusta la idea de desprenderme del comportamiento antiguo, en
lugar de dejar la relación. Repetir el mismo comportamiento no hará sino obtener los
mismos resultados.
“Por lo que se refiere al trabajo, quizá en lugar de cambiar de puesto de trabajo
debería cambiar mi forma de hacer el trabajo. Probablemente, si lo hubiera hecho
antes así, ahora ya ocuparía un mejor puesto”
Becky, que vivía en otra ciudad, pero que había vuelto para participar en la
reunión dijo:
–Mientas escuchaba la narración y los comentarios que hacíais, no he podido
evitar reír de mi misma. He sido una Hem durante mucho tiempo, temerosa del
cambio. No sabía que hubiera tanta gente que hiciera lo mismo. Temo haber
transmitido esa actitud a mis hijos, sin siquiera saberlo.
“Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que el cambio puede conducir
realmente a un lugar nuevo y mejor, aunque en el momento en que se avecina no lo
parezca así y tengamos miedo.
“Recuerdo lo que sucedió el año en que nuestro hijo ingresó en el primer curso
de la escuela superior. El trabajo de mi esposo nos obligó a trasladarnos desde Illinois
a Vermont y nuestro hijo se alteró bastante porque tenía que dejar a sus amigos. Era
muy buen nadador y la escuela superior de Vermont no contaba con equipo de
natación. Así que se enojó mucho con nosotros por obligarlo a acompañarnos.
“Resultó que se enamoró de las montañas de Vermont, empezó a esquiar,
ingresó en el equipo de esquí del colegio y ahora vive felizmente en Colorado.
“Si todos hubiéramos disfrutado juntos de esta historia del Queso, tomando una
buena taza de chocolate caliente, le habríamos ahorrado mucho estrés a nuestra
familia.
–En cuanto regrese a casa se la contaré a mi familia –dijo Jessica–. Les
preguntaré a mis hijos quién creen que soy, si Fisgón, Escurridizo, Hem o Haw; y
quiénes creen ser ellos mismos. Podemos hablar sobre lo que nuestra familia percibe
como Queso Viejo y cuál podría ser para nosotros el Queso Nuevo.
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–Esa si que es una buena idea –admitió Richard, sorprendiendo a todos,
incluso a sí mismo.
–Creo que me voy a parecer más a Haw –comentó Frank–. Procuraré cambiar
de sitio con el Queso y disfrutarlo. Y también les voy a contar esta narración a mis
amigos, a los que les preocupa abandonar el Ejercito y lo que ese cambio puede
significar para ellos. Eso podría conducirnos a algunas discusiones bastante
interesantes.
–El caso es que así fué como mejoramos nuestra empresa –dijo Michael–.
Mantuvimos varias reuniones de análisis acerca de lo que podíamos sacar en limpio
de la fábula del Queso y como podíamos aplicarla a nuestra propia situación.
“Fue estupendo porque, al hacerlo así, tuvimos a nuestra disposición una forma
de hablar y de entendernos acerca de cómo afrontar el cambio que hasta resultó
divertida. Fue algo muy efectivo, sobre todo después de que empezara a difundirse
más profundamente por la empresa.
–¿Qué quieres decir con eso de “más profundamente”? –preguntó Nathan.
–Bueno, cuanto más lejos llegábamos en nuestra organización, tanta más
gente encontrábamos con la sensación de tener menos poder. Comprensiblemente,
sentían más temor ante lo que el cambio pudiera imponerles desde arriba. Por eso se
resistían al cambio.
“En resumidas cuentas, que un cambio impuesto despierta oposición. Pero
cuando compartimos la narración del Queso con prácticamente todos los que
trabajaban en nuestra organización, eso nos ayudó a transformar nuestra forma de
considerar el cambio. Ayudó a todos a reír, o al menos a sonreír ante los viejos
temores y a experimentar el deseo de seguir adelante.
“Sólo desearía haberla escuchado antes –terminó diciendo Michael.
–¿Cómo es eso? –preguntó Carlos.
–Porque resulta que cuando empezamos a hacer frente a los cambios, el
negocio iba ya tan mal que tuvimos que despedir a parte del personal, como ya he
dicho antes, incluidos algunos buenos amigos. Fue algo muy duro para todos
nosotros. Sin embargo, los que se quedaron, y también la mayoría de los que tuvieron
que marcharse, dijeron que la narración del Queso les había ayudado mucho a ver las
cosas de modo diferente y a afrontar mejor las situaciones.
“Los que tuvieron que marcharse y buscar un nuevo puesto de trabajo dijeron
que les resultó duro al principio, pero que recordar la narración que les habíamos
contado les había ayudado.
–¿Qué fue lo que más les ayudo? –preguntó Angela.
–Una vez que dejaron atrás sus temores –contestó Michael–, me dijeron que lo
mejor de todo fue el haberse dado cuenta que ahí fuera había Queso Nuevo que,
simplemente, estaba esperando a que alguien lo encontrara.
“Dijeron tener una imagen del Queso Nuevo en su mente, viéndose a sí
mismos progresando en un nuevo puesto de trabajo, lo que los hizo sentirse mejor y
les ayudó a realizar mejores entrevistas laborales y a obtener mejores puestos.
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–¿Y qué me dices de la gente que permaneció en tu empresa? –preguntó
Laura.
–Bueno –contestó Michael–, en lugar de quejarse por los cambios cuando se
producen, la gente se limita a decir ahora “Ya han vuelto a llevarse el Queso.
Busquemos el Queso Nuevo”. Eso nos ahorra mucho tiempo y reduce el estrés.
La gente que hasta entonces se había resistido no tardó en comprender las
ventajas de cambiar y hasta ayudaron a producir el cambio.
–¿Por qué crees que cambiaron? –preguntó Cory.
–Cambiaron en cuanto varió la presión de sus compañeros en nuestra
empresa. –Después de mirar a los presentes, preguntó–: ¿Qué creéis que sucede en
la mayoría de organizaciones en las que habéis estado, cuando la alta dirección
anuncia un cambio?¿Os parece que la mayoría de la gente dice que ese cambio es
una gran idea o una mala idea?
–Una mala idea –contestó Frank.
–En efecto –asintió Michael–. ¿Y por qué?
–Porque la gente quiere que las cosas sigan igual –contestó Carlos–, y está
convencida de que el cambio será malo para todos ellos. En cuanto alguien dice que el
cambio es una mala idea, los demás dicen lo mismo.
–Así es. Cabe incluso la posibilidad de que no sientan realmente de ese modo
–corroboró Michael–, pero se muestran de acuerdo con tal de llevarse bien con los
demás. Esa es la clase de presión de los compañeros que lucha contra el cambio en
cualquier organización.
–¿Cómo cambiaron las cosas después de que la gente escuchara esta
narración del Queso? –preguntó Becky.
–La presión de los compañeros cambió –contesto Michael–, ¡sencillamente
porque nadie quería parecer un Hem!
Todos se echaron a reír.
–Querían husmear los cambios y detectarlos con antelación, ponerse
rápidamente manos a la obra en lugar de demostrar indecisión y quedarse atrás.
–Es una buena consideración –dijo Nathan–. En nuestra empresa nadie quiere
parecer un Hem. Con tal de no serlo, hasta puede que cambien. ¿Por qué nos has
contado esta fábula en nuestra última reunión? Esto podría funcionar.
–Puedes tener la seguridad de que funciona –reafirmó Michael–. Funciona
mejor, claro está, cuando todos los miembros de una organización conocen el relato,
tanto si se trata de una gran empresa como de un pequeño negocio o de la familia,
porque una organización sólo puede cambiar cuando hay en ellas suficientes personas
dispuestas a cambiar.
Luego, tras una pausa, les ofreció una última idea:
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–Al darnos cuenta de lo bien que había funcionado para todos nosotros,
empezamos a contarle la historia a todos aquellos con los que hacíamos negocios,
conscientes de que ellos también tenían que vérselas con el cambio. Les sugerimos
que nosotros podíamos ser su “Queso Nuevo”, es decir, mejores socios que
contribuyeran a su propio éxito. Y eso, en efecto, nos condujo a nuevos negocios.
Aquello le dio a Jessica algunas ideas y le recordó que a la mañana siguiente
tenía que hacer varias llamadas de ventas a una hora muy temprana. Miró su reloj y
dijo:
–Bueno, creo que ya va siendo hora de que me retire de este depósito de
Queso y encuentre algo de Queso Nuevo.
Todos se echaron a reír e iniciaron las despedidas. Muchos de ellos deseaban
continuar con la conversación, pero tenían que marcharse. Al hacerlo, le dieron de
nuevo las gracias a Michael.
–Me alegro mucho de que este cuento os haya parecido tan útil –les dijo–, y
confío en que pronto tengáis la oportunidad de contárselo a otros.
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Referencias
“A los perdedores les afectan los cambios. Por el contrario, los ganadores son los que
generan y lideran los cambios.”
Joaquín Marcellán. Director de Recursos Humanos. Grupo Iberdrola
“Este libro maravilloso será un valioso recurso para cualquier persona o grupo que
aplique sus lecciones.”
John A. Lopiano. Vicepresidente Senior. Xerox Document Company
“En cuanto terminé de leer ¿Quién se ha llevado mi queso?, encargué ejemplares para
todos los directores de nuestra división técnica… y espero que ellos hagan lo mismo
para la gente con la que trabajan.”
Joan Banks. Whirlpool Corporation
“¿Quién se ha llevado mi queso? Será utilizado en todos nuestros programas de
formación porque crea un lenguaje para hablar del riesgo y el cambio en un tono más
ameno. Su mensaje es claro.”
Sally Grumbles, BellSouth
El librillo (tiene noventa páginas y letra de cuento de niños) se ha hecho de obligada
lectura en el mundo empresarial. Y más cuando empresas como Iberdrola, Antena 3,
Continente, Xerox y Oracle lo han regalado de forma masiva entre sus empleados.
Uno de los casos más llamativos es el de Mercadona, la cadena de supermercados,
que ha encargado 25.000 ejemplares para toda su plantilla. “Conseguir la satisfacción
del cliente nos obliga a estar en constante movimiento y el libro muestra de forma
divertida cómo conseguir estos cambios”, explican en la empresa. El presidente de la
compañía, Juan Roig, ha sido el primero en leerlo. Aecoc (la Asociación Española de
Codificación Comercial) también regaló el libro al millar de asistentes a su último
congreso.
www.expansiondirecto.com
La primera peculiaridad con "¿Quién se ha llevado mi queso?" es que se ha convertido
en el primer libro que las empresas regalan masivamente a sus empleados. Algunas
de ellas han sido (en EE.UU.): Southwest Airlines, que distribuyó 27.000 ejemplares;
Amway, 15.000; Mercedes Benz, 8.500, Kodak, 12.000... y así hasta los 700.000 libros
vendidos. ¿Razones? Según explica Johnson, un consultor de empresa independiente
que había escrito anteriormente algunos manuales de autoayuda, "este es el libro que
ayuda a lidiar con el estrés del cambio". El queso sería una metáfora de lo que es más
importante para cada persona, y el libro anima a afrontar sin desmoronarse lo que
ocurre cuando esas "cosas importantes" se modifican, especialmente en el terreno
laboral. Puesto más crudamente, y en palabras del prologuista Ken Blanchard: "Toda
empresa que aspire no sólo a sobrevivir sino a ser competitiva está cambiando
constantemente. Nos mueven el queso sin parar. Mientras que en el pasado
queríamos empleados leales, hoy necesitamos personas flexibles que no sean
posesivas con ‘la manera de hacer las cosas aquí’
www.vanguardia.es
Como ante cualquier éxito de ventas, las críticas y las alabanzas se reparten a partes
iguales. Para unos se trata de una tomadura de pelo. En la página web de Urano, la
editorial en España, los comentarios en este sentido no tienen desperdicio.
“Realmente me indigna que nos crean tan ingenuos como para creernos el ridículo
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verso del quesito. Esta supuesta metáfora de vida es un lavacerebros de lo más
patético”, dice una lectora desde España.
En Amazon.com, un lector de Virgina (Estados Unidos) dice que “hubiera sido mejor
gastar los doce dólares que cuesta el libro en helados”. Sin embargo, y a pesar de
estas opiniones, hay que reconocer que los fans son mayoría.
En definitiva, porque el libro habla del cambio y de la necesidad que todos tenemos de
adaptarnos a un mundo (empresarial y personal) que parece volverse loco. “Me ha
gustado porque intenta vencer la aversión al riesgo y la tendencia que todos tenemos
a mantener el statu quo”, dice Santiago Íñiguez, profesor de Estrategia del Instituto de
Empresa, que, sin embargo, reconoce que la obra es bastante efectista y demasiado
simple.
Pero como dice Juan Carlos Cubeiro, director de Hay Group, al fin y al cabo, “sólo se
pierde una hora en leerla, así que es recomendable”.
Los ejecutivos españoles caen en la trampa del queso
www.expansiondirecto.com
lunes, 2 de septiembre de 2013
¿Quién se ha llevado mi Queso? 16.30
Mientras Hem y Haw seguían tratando de decidir que hacer, Fisgón y
Escurridizo ya hacia tiempo que se habían puesto patas a la obra. Llegaron más lejos
que nunca en los recovecos del laberinto, recorrieron nuevos pasadizos y buscaron el
queso en todos los depósitos de Queso que encontraron.
No pensaban en ninguna otra cosa que no fuese encontrar Queso Nuevo.
No encontraron nada durante algún tiempo, hasta que finalmente llegaron a
una zona del laberinto en la que nunca habían estado con anterioridad: el depósito de
Queso N.
Lanzaron grititos de alegría. Habían encontrado lo que estaban buscando: una
gran reserva de Queso Nuevo.
Apenas podían creer lo que veían sus ojos. Era la mayor provisión de queso
que jamas hubieran visto los ratones.
Mientras tanto, Hem y Haw seguían en el depósito de Queso Q, evaluando la
situación. Empezaban a sufrir ahora los efectos de no tener Queso. Se sentían
frustrados y coléricos, y se acusaban el uno al otro por la situación en que se hallaban.
De vez en cuando, Haw pensaba en sus amigos los ratones, en Fisgón y
Escurridizo, y se preguntaba si acaso habrían encontrado ya algo de queso. Estaba
convencido de que debían de estar pasándolo muy mal, puesto que recorrer el
laberinto de un lado a otro siempre suponía un tanto de incertidumbre. Pero también
sabia que, muy probablemente, esa incertidumbre no les duraría mucho.
A veces, Haw imaginaba que Fisgón y Escurridizo habían encontrado Queso
Nuevo, del que ya disfrutaban. Penso en lo bueno que sería para él emprender una
aventura por el laberinto y encontrar Queso Nuevo. Casi lo saboreaba ya.
Cuanto mayor era la claridad con la que veía su propia imagen descubriendo y
disfrutando del Queso Nuevo, tanto más se imaginaba a sí mismo en el acto de
abandonar el despósito de Queso Q.
–¡Vámonos! –exclamó entonces, de repente.
–No –se apresuró a responder Hem–. Me gusta estar aquí. Es un sitio cómodo.
Esto es lo que conozco. Además, salir por ahí fuera es peligroso.
–No, no lo es –le replicó Haw–. En otras ocasiones anteriores ya hemos
recorrido muchas partes del laberinto y podemos hacerlo de nuevo.
–Empiezo a sentirme demasiado viejo para eso –dijo Hem–. Y creo que no me
interesa la perspectiva de perderme y hacer el ridículo. ¿Acaso a ti te interesa eso?
Y, con ello, Haw volvió a experimentar el temor al fracaso y se desvaneció su
esperanza de encontrar Queso Nuevo.
Así que los liliputienses siguieron haciendo cada día lo mismo que habían
hecho hasta entonces. Acudían al depósito de Queso Q, no encontraban Queso
alguno y regresaban a casa cargados únicamente con sus preocupaciones y
frustraciones.
- 17 -
Intentaron negar lo que estaba ocurriendo, pero cada noche les resultaba más
difícil dormir, y al día siguiente les quedaba menos energía y se sentían más irritables.
Sus hogares ya no eran los lugares acogedores y reconfortantes que habían
sido en otros tiempos. Los liliputienses tenían dificultades para dormir y sufrían
pesadillas por no encontrar ningún Queso.
Pero Hem y Haw seguían regresando cada día al depósito de Queso Q, donde
se limitaban a esperar.
–¿Sabes? –dijo un día Hem–, si nos esforzásemos un poco más quizá
descubriríamos que las cosas no han cambiado tanto. Probablemente, el Queso esta
cerca. Es posible que lo escondieran detrás de la pared.
Al día siguiente, Hem y Haw regresaron provistos de herramientas. Hem
sostenía el cincel que Haw golpeaba con el martillo, hasta que, tras no poco esfuerzo,
lograron abrir un agujero en la pared del depósito de Queso Q. Se asomaron al otro
lado, pero no encontraron Queso alguno.
Se sintieron decepcionados, pero convencidos de poder solucionar el
problema. Así que, a partir de entonces, empezaron a trabajar más pronto y más duro
y se quedaron hasta más tarde. Pero, al cabo de un tiempo, lo único que habían
conseguido era hacer un gran agujero en la pared.
Haw empezaba a comprender la diferencia entre actividad y productividad.
–Quizá debamos limitarnos a permanecer sentados aquí y ver que sucede –
sugirió Hem–. Tarde o temprano tendrán que devolver el Queso a su sitio.
Haw deseaba creerlo así, de modo que cada día regresaba a casa para
descansar y luego volvía de mala gana al depósito de Queso Q, en compañía de Hem.
Pero el queso no reapareció nunca.
A estas alturas, los liliputienses ya comenzaban a sentirse débiles a causa del
hambre y del estrés. Haw estaba cansado de esperar, pues su situación no mejoraba
lo más mínimo. Empezó a comprender que, cuanto más tiempo permanecieran sin
Queso, tanto más difícil sería la situación para ellos.
Haw sabía muy bien que estaban perdiendo su ventaja.
Finalmente, un buen día, Haw se echo a reír de si mismo.
–Fíjate. Seguimos haciendo lo mismo de siempre, una y otra vez, y encima nos
preguntamos por que no mejoran las cosas. Si esto no fuera tan ridículo, hasta
resultaría divertido.
A Haw no le gustaba la idea de tener que lanzarse de nuevo a explorar el
laberinto, porque sabía que se perdería y no tenía ni la menor idea de donde podría
encontrar Queso. Pero no pudo evitar reír de su estupidez, al comprender lo que le
estaba haciendo su temor.
–¿Dónde dejamos las zapatillas de correr? –le preguntó a Hem.
- 18 -
Tardaron bastante en encontrarlas, porque cuando habían encontrado Queso
en el depósito de Queso Q, las habían arrinconado en cualquier parte creyendo que ya
no volverían a necesitarlas.
Cuando Hem vio a su amigo calzándose las zapatillas, le preguntó:
–No pensarás en serio en volver a internarte en ese laberinto ¿verdad? ¿Por
qué no te limitas a esperar aquí conmigo hasta que nos devuelvan el Queso?
–Veo que no entiendes nada –contestó Haw–. Yo tampoco quise verlo así, pero
ahora me doy cuenta de que nadie nos va a devolver el Queso de ayer. Ya es hora de
encontrar Queso Nuevo.
–Pero ¿y si resulta que ahí fuera no hay ningún Queso? –replicó Hem–. Y
aunque lo hubiera, ¿y si no lo encuentras?
–Pues no sé –contestó Haw.
El también se había hecho esas mismas preguntas muchas veces y
experimentó de nuevo los temores que le mantenían donde estaba.
“¿Dónde tengo más probabilidades de encontrar Queso, aquí o en el
laberinto?”, se preguntó a sí mismo.
Se hizo una imagen mental. Se vio a sí mismo aventurándose por el laberinto,
con una sonrisa en la cara.
Aunque esta imagen le sorprendió, lo cierto es que le hizo sentirse bien. Se
imaginó perdiéndose de vez en cuando en el laberinto, pero experimentaba la
suficiente seguridad en sí mismo de que encontraría finalmente Queso Nuevo y todas
las cosas buenas que lo acompañaban. Así que, finalmente, hizo acopio de todo su
valor.
Luego, utilizó su imaginación para hacerse la imagen más verosímil que
pudiera concebir, acompañada por los detalles más realistas, de sí mismo al encontrar
y disfrutar con el sabor del Queso Nuevo.
Se imaginó comiendo sabroso queso suizo con agujeros, queso cheddar de
brillante color anaranjado, quesos estadounidenses, mozzarella italiana, y el
maravillosamente pastoso camembert francés, y…
Entonces oyó a Hem decir algo y tomó conciencia de hallarse todavía en el
depósito de Queso Q.
–A veces, las cosas cambian y ya nunca más vuelven a ser como antes –dijo
Haw–. Y ésta parece ser una de esas ocasiones. ¡Así es la vida! Sigue adelante, y
nosotros deberíamos hacer lo mismo.
Haw miró a su demacrado compañero y trató de infundirle sentido común, pero
el temor de Hem se transformó en cólera y no quiso escucharle.
Haw no tenía la intención de ser grosero con su amigo, pero no pudo evitar
echarse a reír ante la estupidez de ambos.
- 19 -
Mientras se preparaba para marcharse, empezó a sentirse más animado,
sabiendo que finalmente había logrado reírse de sí mismo, dejar atrás el pasado y
seguir adelante.
Haw se echo a reír con fuerza y exclamó:
–¡Es hora de explorar el laberinto!
Hem no se rió ni dijo nada.
Antes de partir, Haw tomo una piedra pequeña y afilada y escribió un
pensamiento muy serio en la pared, para darle a Hem algo en lo que pensar. Tal como
era su costumbre, trazó incluso un dibujo de queso alrededor, confiando en que eso le
ayudara a Hem a sonreír, a tomarse la situación más a la ligera y seguirle en la
búsqueda de Queso Nuevo. Pero Hem no quiso mirar lo escrito, que decía:
Luego, Haw asomó la cabeza por el agujero que habían abierto y miró ansioso
hacia el laberinto. Pensó en como habían llegado a esta situación sin Queso.
Durante un tiempo había creído que bien podría no haber nada de Queso en el
laberinto, o que quizá no lo encontrara. Esas temerosas convicciones no hicieron sino
inmovilizarlo y anularlo.
Sonrió. Sabía que, interiormente, Hem seguía preguntándose “¿Quién se ha
llevado mi queso?”, pero Haw, en cambio, se preguntaba: “¿Por qué no me levanté
antes y me moví con el Queso?”
Al empezar a internarse en el laberinto, miró hacia atrás, en dirección al lugar
donde había venido y donde tantas satisfacciones había encontrado. Casi notaba
como si una parte de sí mismo se sintiera atraída hacia atrás, el territorio que le
resultaba familiar, a pesar de que ya hacía tiempo que no encontraba allí nada de
Queso.
Haw se sintió más ansioso y se preguntó si realmente deseaba internarse en el
laberinto. Escribió una frase en la pared, por delante de él, y se quedó mirándola
fijamente durante un tiempo:
Si no cambias,
te puedes extinguir.
- 20 -
Pensó en ello.
Sabía que, a veces, un poco de temor puede ser bueno. Cuando se teme que
las cosas empeoren si no se hace algo, puede sentirse uno impulsado a la acción.
Pero no es bueno sentir tanto miedo que le impida a uno hacer nada.
Miró a la derecha, hacia la parte del laberinto donde nunca había estado, y
sintió temor.
Luego, inspiró profundamente, giró hacia la derecha y empezó a internarse en
el laberinto, caminando lentamente en dirección a lo desconocido.
Mientras trataba de encontrar su camino, Haw pensó que quizá había esperado
demasiado tiempo en el depósito de Queso Q. Hacia ya tantos días que no comía
Queso que ahora se sentía débil. Como consecuencia de ello, le resultó más laborioso
y complicado de lo habitual el abrirse paso por el laberinto. Decidió que, si volvía a
tener la oportunidad, abandonaría antes su zona de comodidad y se adaptaría con
mayor rapidez al cambio. Eso le facilitaría las cosas en el futuro.
Luego, esbozó una suave sonrisa al tiempo que pensaba: “Más vale tarde que
nunca”.
Durante algunos días fue encontrando un poco de Queso aquí y allá, pero nada
que durase mucho tiempo. Había confiado en encontrar Queso suficiente para llevarle
algo a Hem y animarlo a que lo acompañara en su exploración del laberinto.
Pero Haw todavía no se sentía bastante seguro de sí mismo. Tenía que admitir
que experimentaba confusión en el laberinto. Las cosas parecían haber cambiado
desde la última vez que estuvo por allí fuera.
Justo cuando creía estar haciendo progresos, se encontraba perdido en los
pasadizos. Parecía como si efectuara su progreso a base de avanzar dos pasos y
retroceder uno. Era un verdadero desafío, pero debía reconocer que hallarse de nuevo
¿Qué harías
si no tuvieras miedo?
- 21 -
en el laberinto, a la búsqueda del Queso, no era tan malo como en un principio le
había parecido.
A medida que transcurría el tiempo, empezó a preguntarse si era realista por su
parte confiar en encontrar Queso Nuevo. Se preguntó si acaso no abrigaba
demasiadas esperanzas. Pero luego se echó a reír, al darse cuenta de que, por el
momento, no tenía nada que perder.
Cada vez que se notaba desanimado, se recordaba a sí mismo que, en
realidad, lo que estaba haciendo, por incómodo que fuese en ese momento, era
mucho mejor que seguir en una situación sin Queso. Al menos ahora controlaba la
situación, en lugar de dejarse llevar por las cosas que sucedían.
Entonces, se dijo a sí mismo que si Fisgón y Escurridizo habían sido capaces
de seguir adelante, ¡también podía hacerlo él!
Más tarde, al considerar todo lo ocurrido, comprendió que el Queso del
depósito de Queso Q no había desaparecido de la noche a la mañana, como en otro
tiempo creyera. Hacia el final, la cantidad de Queso que encontraban había ido
disminuyendo y lo que quedaba se había vuelto rancio. Su sabor ya no era tan bueno.
Hasta era posible que en el Queso Viejo hubiera empezado a aparecer moho,
aunque él no se hubiera dado cuenta. Debía admitir, no obstante, que si hubiese
querido, probablemente habría podido imaginar lo que se le venía encima. Pero no lo
había hecho.
Ahora se daba cuenta de que, probablemente, el cambio no le habría pillado
por sorpresa si se hubiese mantenido vigilante ante lo que ocurría y se hubiese
anticipado al cambio. Quizá fuera eso lo que hicieron Fisgón y Escurridizo.
Decidió que, a partir de ahora, se mantendría mucho más alerta. Esperaría a
que se produjese el cambio y saldría a su encuentro. Confiaría en su instinto básico
para percibir cuando se iba a producir el cambio y estaría preparado para adaptarse a
él. Se detuvo para descansar y escribió en la pared del laberinto:
Olfatea el Queso con
frecuencia para saber
cuando comienza a
enmohecerse.
- 22 -
Algo más tarde, después de no haber encontrado Queso alguno durante lo que
le parecía mucho tiempo, Haw se encontró finalmente con un enorme depósito de
Queso que le pareció prometedor. Al entrar en él, sin embargo, se sintió muy
decepcionado al descubrir que se hallaba completamente vacío.
“Esta sensación de vacío me ha ocurrido con demasiada frecuencia”, pensó. Y
sintió deseos de abandonar la búsqueda.
Poco a poco, perdía su fortaleza física. Sabía que estaba perdido y temía no
poder sobrevivir. Pensó en darse media vuelta y regresar hacia el depósito de Queso
Q. Al menos, si lograba llegar hasta él y Hem seguía allí, no se sentiría tan solo.
Entonces se hizo de nuevo la misma pregunta: “¿Qué haría si no tuviera miedo?”.
Haw creía haber dejado el miedo atrás, pero en realidad experimentaba miedo
con mucha mayor frecuencia de lo que le gustaba tener que admitir, incluso para sus
adentros. No siempre estaba seguro de saber de qué tenia miedo, pero, en el
debilitado estado en que se hallaba, ahora ya sabía que se trataba, simplemente, de
miedo a seguir solo. Haw no lo sabía, pero se retrasaba debido a que sus temerosas
convicciones todavía pesaban demasiado sobre él.
Se preguntó si Hem se habría movido de donde estaba o continuaba paralizado
por sus propios temores. Entonces, recordó las ocasiones en que se sintió en su mejor
forma en el laberinto. Eran precisamente aquellas en las que avanzaba.
Consciente de que se trataba más de un recordatorio para sí mismo, antes que
de un mensaje para Hem, escribió esperanzado lo siguiente en la pared:
Haw miró hacia el oscuro pasadizo y percibió el temor que sentía. ¿Qué habría
allá delante? ¿Estaría vacío? O, lo que era peor, ¿le acechaban peligros ignotos?
Empezó a imaginar todas las cosas aterradoras que podían ocurrirle. El mismo se
infundía un miedo mortal.
Entonces, se echó a reír de sí mismo. Se dio cuenta de que sus temores no
hacían sino empeorar las cosas. Así pues, hizo lo que haría si no tuviera miedo. Echó
a caminar en una nueva dirección.
El movimiento hacia
una nueva dirección
te ayuda a encontrar
Queso Nuevo.
- 23 -
Al iniciar el descenso por el oscuro pasadizo, sonrió. Todavía no se daba
cuenta, pero empezaba a descubrir que era lo que nutría su alma. Se dejaba llevar y
confiaba en lo que le esperaba más adelante, aunque no supiera exactamente qué
era.
Ante su sorpresa, Haw empezó a disfrutar cada vez más. “¿Cómo es posible
que me sienta tan bien? –se preguntó–. No tengo Queso alguno y no sé a donde voy”
Al cabo de poco tiempo, supo por que se sentía bien.
Se detuvo para escribir de nuevo sobre la pared:
Haw se dio cuenta de que había permanecido prisionero de su propio temor. El
hecho de moverse en una nueva dirección lo había liberado.
Ahora notó la brisa fría que soplaba en esta parte del laberinto y que le
refrescaba. Respiró profundamente y se sintió vigorizado por el movimiento. Una vez
superado el miedo, resultó que podía disfrutar mucho más de lo que hubiera creído
posible.
Haw no se sentía tan bien desde hacia mucho tiempo. Casi se le había
olvidado lo muy divertido que podía ser lanzarse a la búsqueda de algo.
Para mejorar aún más las cosas, empezó a formarse de nuevo una imagen en
su mente. Se vio a sí mismo con gran detalle realista, sentado en medio de un motón
de sus quesos favoritos, desde el cheddar hasta el brie. Se imaginó comiendo tanto
queso como quisiera y se regodeó con esa imagen. Luego, pensó en lo mucho que
disfrutaría con estos exquisitos sabores.
Cuanto más claramente concebía la imagen de sí mismo disfrutando con
Queso Nuevo, tanto más real y verosímil se hacía ésta. Estaba seguro de que
terminaría por encontrarlo.
Cuando dejas
atrás tus temores,
te sientes libre.
- 24 -
Escribió entonces:
Haw siguió pensando en lo que podía ganar, en lugar de detenerse a pensar en
lo que perdía.
Se preguntó por que siempre le había parecido que un cambio le conduciría a
algo peor. Ahora se daba cuenta de que el cambio podía conducir a algo mejor.
“¿Por qué no me di cuenta antes?”, se preguntó a sí mismo.
Luego, siguió caminando presuroso por el laberinto, infundido de nueva
fortaleza y agilidad. Al cabo de poco tiempo distinguió un depósito de Queso y se sintió
muy animado al observar pequeños trozos de Queso Nuevo cerca de la entrada.
Encontró tipo de Queso que nunca había visto con anterioridad, pero que
ofrecían un aspecto magnífico. Los probó y le parecieron deliciosos. Se comió la
mayor parte de los trozos de Queso Nuevo que encontró y se guardó unos pocos para
comerlos más tarde y quizás compartirlos con Hem. Empezó a recuperar su fortaleza.
Entró en el depósito de Queso sintiéndose muy animado. Pero, para su
consternación, descubrió que estaba vacía. Alguien más había estado ya allí, dejando
sólo unos pocos trozos de Queso Nuevo.
Llegó a la conclusión de que, si hubiera llegado antes, muy probablemente
habría encontrado una buena provisión de Queso Nuevo.
Decidió regresar para comprobar si Hem se animaba a unirse a él en la
búsqueda de Queso Nuevo.
Mientras volvía sobre sus pasos, se detuvo y escribió en la pared:
Imaginarme
disfrutando de Queso
nuevo antes incluso
de encontrarlo me
conduce hacia él.
- 25 -
Al cabo de un rato, Haw inició el regreso al depósito de Queso Q y encontró a
Hem, a quien ofreció unos trozos de Queso Nuevo, que éste rechazó.
Hem aprecio el gesto de su amigo, pero le dijo:
-No creo que me vaya a gustar el Queso Nuevo. No es a lo que estoy
acostumbrado. Quiero que me devuelvan mi propio Queso, y no voy a cambiar hasta
que no consiga lo que deseo.
Haw se limitó a sacudir la cabeza con pesar, decepcionado. Algo más tarde, de
mala gana, volvió a marcharse solo. Mientras regresaba hasta el punto más alejado
que había alcanzado en el laberinto, echó de menos a su amigo, pero esos
pensamientos desaparecieron en cuanto se dio cuenta de lo mucho que le agradaba lo
que estaba descubriendo. Antes incluso de encontrar lo que confiaba fuese una gran
provisión de Queso Nuevo, si es que la encontraba alguna vez, ya sabía que no era
únicamente el tener Queso lo que le hacía sentirse feliz.
Se sentía feliz por el simple hecho de no permitir que el temor dictaminara sus
decisiones. Le gustaba lo que estaba haciendo ahora.
Consciente de ello, Haw no se sintió tan débil como cuando estaba en el
depósito de Queso Q, sin Queso. Experimentó la sensación de tener nuevas fuerzas
por el simple hecho de saber que no iba a permitir que su temor le detuviera, y que
había tomado una nueva dirección, alimentado por ese conocimiento.
Ahora, estaba convencido de que encontrar lo que necesitaba sólo era cuestión
de tiempo. De hecho, tuvo la impresión de haber descubierto ya lo que andaba
buscando.
Sonrió al darse cuenta:
Cuanto más
rápidamente te
olvides del Queso
Viejo, antes
encontrarás el
Queso Nuevo
- 26 -
Tal como le sucediera antes, comprendió que aquello de lo que se tiene miedo
nunca es tan malo como lo que uno se imagina. El temor que se acumula en la mente
es mucho peor que la situación que existe en realidad.
Al principio de su nueva búsqueda experimentó tanto miedo de no encontrar
nunca Queso Nuevo que ni siquiera deseó empezar a buscarlo. Pero lo cierto es que,
desde que iniciara su viaje, había encontrado en los pasadizos Queso suficiente para
continuar la búsqueda. Ahora, esperaba con ilusión encontrar más. El simple hecho de
mirar hacia delante ya resultaba estimulante.
Su antigua forma de pensar se había visto nublada por sus preocupaciones y
temores. Antes solía pensar en no tener Queso suficiente o en que éste no durase
tanto como deseaba. Pensaba más en lo que pudiera salir mal que en lo que podía
salir bien.
Pero eso cambio por completo desde que saliera por primera vez del depósito
de Queso Q.
Antes pensaba que nunca deberían haberles cambiado el Queso de sitio y que
ese cambio no era justo.
Ahora se daba cuenta de que era natural que el cambio se produjese
continuamente, tanto si uno lo esperaba como si no. El cambio sólo le sorprende a uno
si no lo espera ni cuenta con él.
Al comprender repentinamente que habían cambiado sus convicciones, se
detuvo para escribir en la pared:
Es más seguro buscar
en el laberinto que
permanecer en una
situación sin Queso.
- 27 -
Haw no había encontrado aún Queso, pero mientras recorría el laberinto pensó
en todo lo aprendido hasta entonces.
Ahora comprendía que sus nuevas convicciones estaban favoreciendo la
adopción de nuevos comportamientos. Se comportaba de modo muy diferente a como
lo hacía cuando regresó al depósito sin Queso, en busca de Hem.
Sabía que, al cambiar las convicciones, también se cambia lo que se hace.
Uno puede estar convencido de que un cambio le causará daño y resistirse por
tanto al mismo; o bien puede creer que encontrar Queso Nuevo le ayudará, y entonces
acepta el cambio.
Todo depende de lo que uno prefiera creer. Así que escribió en la pared:
Las viejas
convicciones
no te conducen
al Queso Nuevo
Al comprender que
puedes encontrar
Queso Nuevo y
disfrutarlo, cambias el
curso que sigues.
- 28 -
Haw sabía ahora que habría estado en mejor forma si hubiera afrontado el
cambio mucho más rápidamente y abandonado antes el depósito de Queso Q. Se
habría sentido más fuerte de cuerpo y espíritu y podría haber afrontado mucho mejor
el desafío de encontrar Queso Nuevo. De hecho, quizá ya lo habría encontrado a
estas alturas si hubiese esperado el cambio y permanecido atento, en lugar de
desperdiciar el tiempo negando que ese cambio ya se había producido.
Utilizó de nuevo su imaginación y se vio a sí mismo descubriendo y
saboreando el Queso Nuevo. Decidió continuar por las zonas más desconocidas del
laberinto y encontró pequeños trozos de queso aquí y allá. Haw empezó a recuperar
su fortaleza y seguridad en sí mismo.
Al pensar en el lugar del que procedía, se sintió contento de haber escrito
frases en la pared, en tantos lugares diferentes de su andadura. Confiaba en que eso
sirviera como una especie de sendero marcado que Hem pudiera seguir a través del
laberinto, si es que alguna vez se decidía a abandonar el depósito de Queso Q.
Haw sólo confiaba en estar dirigiéndose en la dirección correcta. Pensó en la
posibilidad de que Hem leyera las frases escritas en la pared y encontrara su camino.
Escribió en la pared lo que venía pensando desde hacia algún tiempo:
Para entonces, Haw ya se había desprendido del pasado y se estaba
adaptando con efectividad al presente.
Continuó por el laberinto con mayor fortaleza y velocidad. Y, entonces, no tardó
en suceder lo que tanto anhelaba.
Cuando ya tenía la impresión de estar perdido en el laberinto desde hacía una
eternidad, su viaje, o al menos esta parte del mismo, terminó felizmente y con
sorprendente rapidez.
Haw siguió por un pasadizo que le resultaba nuevo, dobló una esquina y allí
encontró el Queso Nuevo en el depósito de Queso N.
Observar pronto los
pequeños cambios te
ayuda a adaptarte a
los grandes cambios
por venir.
- 29 -
Al entrar en él, quedó asombrado ante lo que vio. Allí amontonado estaba el
mayor surtido de Queso que hubiera visto jamás. No reconoció todos los que vio, ya
que algunas clases eran nuevas para él.
Por un momento, se preguntó si se trataba de algo real o sólo era el producto
de su imaginación, hasta que descubrió la presencia de sus viejos amigos Fisgón y
Escurridizo.
Fisgón le dio la bienvenida con un gesto de la cabeza, y Escurridizo hasta lo
saludó con una de sus patas. Sus pequeños y gruesos vientres demostraban que ya
llevaban allí desde hacía algún tiempo.
Haw los saludó con rapidez y pronto se dedicó a probar bocados de cada uno
de sus Quesos favoritos. Se quitó las zapatillas de correr, les ató los cordones y se las
colgó al cuello por si acaso las necesitaba de nuevo. Fisgón y Escurridizo se echaron
a reír. Asintieron con gestos de cabeza, como muestra de admiración. Luego, Haw se
lanzó hacia el Queso Nuevo. Una vez que se hartó, levantó un trozo de Queso fresco
e hizo un brindis.
–¡Viva el cambio!
Mientras disfrutaba del Queso nuevo, reflexionó sobre lo que había aprendido.
Comprendió que en aquellos momentos en los que temía cambiar, no había
hecho sino aferrarse a la ilusión de que el Queso Viejo ya no estaba allí.
Entonces, ¿qué le había hecho cambiar? ¿Acaso el temor de morir de hambre?
No pudo evitar una sonrisa al pensar que, en efecto, eso le había ayudado.
Luego se echó a reír al darse cuenta de que había empezado a cambiar en
cuanto aprendió a reírse de sí mismo y de todo lo que hacia mal. Comprendió que la
forma más rápida de cambiar consistía en reírse de la propia estupidez, pues sólo así
puede uno desprenderse de ella y seguir rápidamente su camino.
Era consciente de haber aprendido algo útil de sus amigos ratones, Fisgón y
Escurridizo, algo importante sobre seguir adelante. Ellos procuraban que la vida fuese
simple. No analizaban en exceso ni supercomplicaban las cosas. En cuanto cambió la
situación y el Queso cambió de sitio, ellos también cambiaron y se trasladaron con el
Queso. Eso era algo que nunca olvidaría.
Haw también había utilizado su maravilloso cerebro para hacer aquello que los
liliputienses saben hacer mejor que los ratones.
Se imaginó a si mismo, con todo detalle realista, encontrando algo mejor…,
mucho mejor.
Reflexionó sobre los errores que había cometido en el pasado y los utilizó para
planificar para el futuro. Ahora sabía que se puede aprender a afrontar el cambio.
Se puede ser más consciente de la necesidad de procurar que las cosas sean
simples, de ser flexible y moverse con rapidez.
No hay necesidad alguna de supercomplicar las cosas o de confundirse uno
mismo con temerosas creencias.
- 30 -
Hay que permanecer atento para detectar cuando empiezan los pequeños
cambios y estar así mejor preparado para el gran cambio que puede llegar a
producirse.
Conocía ahora la necesidad de adaptarse con mayor rapidez, pues si uno no
se adapta a tiempo, es muy posible que ya no pueda hacerlo.
Debía de admitir que el mayor inhibidor del cambio se encuentra dentro de uno
mismo, y que nada puede mejorar mientras no cambie uno mismo.
Y, quizá lo más importante, se dio cuenta de que siempre hay Queso nuevo ahí
fuera, tanto si uno sabe reconocerlo a tiempo como si no. Y que uno se ve
recompensado con él en cuanto se dejan atrás los temores y se disfruta con la
aventura.
También sabía que es necesario respetar algunos temores, capaces de evitarle
a uno el verdadero peligro. Pero ahora comprendía que la mayoría de sus temores
eran irracionales y que le habían impedido cambiar cuando más lo necesitaba.
En su momento no le gustó admitirlo, pero sabía que el cambio había resultado
ser una bendición disfrazada, puesto que le condujo a encontrar un Queso mejor.
Había descubierto incluso una mejor parte de sí mismo.
Al recordar todo lo aprendido, pensó en su amigo Hem. Se preguntó si habría
leído algunas de las frases escritas en la pared del depósito Q y a lo largo de todo el
camino seguido a través del laberinto.
¿Había tomado Hem la decisión de desprenderse del pasado y seguir
adelante? ¿Había entrado en el laberinto y descubierto que podía mejorar su vida?
¿O se encontraba todavía paralizado porque no quería cambiar?
Haw pensó en regresar al depósito de Queso Q, para ver si podía encontrar a
Hem, confiando en su capacidad para regresar de nuevo hasta aquí. Penso que si
hablaba con Hem podría mostrarle como salir de la difícil situación en que se hallaba.
Pero entonces comprendió que ya había intentado que su amigo cambiara.
Hem tendría que encontrar su propio camino, ir más allá de sus propias
comodidades y temores. Eso era algo que nadie podría hacer por él, de lo que nadie
podría convencerlo. De algún modo tenía que comprender la ventaja de cambiar por sí
mismo.
Haw sabía que había dejado atrás un rastro para Hem, y que si éste quería,
encontraría el camino limitándose a leer las frases escritas en la pared.
Se acercó ahora a la pared más grande del depósito de Queso N y escribió un
resumen de todo lo aprendido. Dibujó primero un gran trozo de queso y en su interior
escribió las frases. Luego, al repasar lo escrito, sonrió:
Escurridizo ya hacia tiempo que se habían puesto patas a la obra. Llegaron más lejos
que nunca en los recovecos del laberinto, recorrieron nuevos pasadizos y buscaron el
queso en todos los depósitos de Queso que encontraron.
No pensaban en ninguna otra cosa que no fuese encontrar Queso Nuevo.
No encontraron nada durante algún tiempo, hasta que finalmente llegaron a
una zona del laberinto en la que nunca habían estado con anterioridad: el depósito de
Queso N.
Lanzaron grititos de alegría. Habían encontrado lo que estaban buscando: una
gran reserva de Queso Nuevo.
Apenas podían creer lo que veían sus ojos. Era la mayor provisión de queso
que jamas hubieran visto los ratones.
Mientras tanto, Hem y Haw seguían en el depósito de Queso Q, evaluando la
situación. Empezaban a sufrir ahora los efectos de no tener Queso. Se sentían
frustrados y coléricos, y se acusaban el uno al otro por la situación en que se hallaban.
De vez en cuando, Haw pensaba en sus amigos los ratones, en Fisgón y
Escurridizo, y se preguntaba si acaso habrían encontrado ya algo de queso. Estaba
convencido de que debían de estar pasándolo muy mal, puesto que recorrer el
laberinto de un lado a otro siempre suponía un tanto de incertidumbre. Pero también
sabia que, muy probablemente, esa incertidumbre no les duraría mucho.
A veces, Haw imaginaba que Fisgón y Escurridizo habían encontrado Queso
Nuevo, del que ya disfrutaban. Penso en lo bueno que sería para él emprender una
aventura por el laberinto y encontrar Queso Nuevo. Casi lo saboreaba ya.
Cuanto mayor era la claridad con la que veía su propia imagen descubriendo y
disfrutando del Queso Nuevo, tanto más se imaginaba a sí mismo en el acto de
abandonar el despósito de Queso Q.
–¡Vámonos! –exclamó entonces, de repente.
–No –se apresuró a responder Hem–. Me gusta estar aquí. Es un sitio cómodo.
Esto es lo que conozco. Además, salir por ahí fuera es peligroso.
–No, no lo es –le replicó Haw–. En otras ocasiones anteriores ya hemos
recorrido muchas partes del laberinto y podemos hacerlo de nuevo.
–Empiezo a sentirme demasiado viejo para eso –dijo Hem–. Y creo que no me
interesa la perspectiva de perderme y hacer el ridículo. ¿Acaso a ti te interesa eso?
Y, con ello, Haw volvió a experimentar el temor al fracaso y se desvaneció su
esperanza de encontrar Queso Nuevo.
Así que los liliputienses siguieron haciendo cada día lo mismo que habían
hecho hasta entonces. Acudían al depósito de Queso Q, no encontraban Queso
alguno y regresaban a casa cargados únicamente con sus preocupaciones y
frustraciones.
- 17 -
Intentaron negar lo que estaba ocurriendo, pero cada noche les resultaba más
difícil dormir, y al día siguiente les quedaba menos energía y se sentían más irritables.
Sus hogares ya no eran los lugares acogedores y reconfortantes que habían
sido en otros tiempos. Los liliputienses tenían dificultades para dormir y sufrían
pesadillas por no encontrar ningún Queso.
Pero Hem y Haw seguían regresando cada día al depósito de Queso Q, donde
se limitaban a esperar.
–¿Sabes? –dijo un día Hem–, si nos esforzásemos un poco más quizá
descubriríamos que las cosas no han cambiado tanto. Probablemente, el Queso esta
cerca. Es posible que lo escondieran detrás de la pared.
Al día siguiente, Hem y Haw regresaron provistos de herramientas. Hem
sostenía el cincel que Haw golpeaba con el martillo, hasta que, tras no poco esfuerzo,
lograron abrir un agujero en la pared del depósito de Queso Q. Se asomaron al otro
lado, pero no encontraron Queso alguno.
Se sintieron decepcionados, pero convencidos de poder solucionar el
problema. Así que, a partir de entonces, empezaron a trabajar más pronto y más duro
y se quedaron hasta más tarde. Pero, al cabo de un tiempo, lo único que habían
conseguido era hacer un gran agujero en la pared.
Haw empezaba a comprender la diferencia entre actividad y productividad.
–Quizá debamos limitarnos a permanecer sentados aquí y ver que sucede –
sugirió Hem–. Tarde o temprano tendrán que devolver el Queso a su sitio.
Haw deseaba creerlo así, de modo que cada día regresaba a casa para
descansar y luego volvía de mala gana al depósito de Queso Q, en compañía de Hem.
Pero el queso no reapareció nunca.
A estas alturas, los liliputienses ya comenzaban a sentirse débiles a causa del
hambre y del estrés. Haw estaba cansado de esperar, pues su situación no mejoraba
lo más mínimo. Empezó a comprender que, cuanto más tiempo permanecieran sin
Queso, tanto más difícil sería la situación para ellos.
Haw sabía muy bien que estaban perdiendo su ventaja.
Finalmente, un buen día, Haw se echo a reír de si mismo.
–Fíjate. Seguimos haciendo lo mismo de siempre, una y otra vez, y encima nos
preguntamos por que no mejoran las cosas. Si esto no fuera tan ridículo, hasta
resultaría divertido.
A Haw no le gustaba la idea de tener que lanzarse de nuevo a explorar el
laberinto, porque sabía que se perdería y no tenía ni la menor idea de donde podría
encontrar Queso. Pero no pudo evitar reír de su estupidez, al comprender lo que le
estaba haciendo su temor.
–¿Dónde dejamos las zapatillas de correr? –le preguntó a Hem.
- 18 -
Tardaron bastante en encontrarlas, porque cuando habían encontrado Queso
en el depósito de Queso Q, las habían arrinconado en cualquier parte creyendo que ya
no volverían a necesitarlas.
Cuando Hem vio a su amigo calzándose las zapatillas, le preguntó:
–No pensarás en serio en volver a internarte en ese laberinto ¿verdad? ¿Por
qué no te limitas a esperar aquí conmigo hasta que nos devuelvan el Queso?
–Veo que no entiendes nada –contestó Haw–. Yo tampoco quise verlo así, pero
ahora me doy cuenta de que nadie nos va a devolver el Queso de ayer. Ya es hora de
encontrar Queso Nuevo.
–Pero ¿y si resulta que ahí fuera no hay ningún Queso? –replicó Hem–. Y
aunque lo hubiera, ¿y si no lo encuentras?
–Pues no sé –contestó Haw.
El también se había hecho esas mismas preguntas muchas veces y
experimentó de nuevo los temores que le mantenían donde estaba.
“¿Dónde tengo más probabilidades de encontrar Queso, aquí o en el
laberinto?”, se preguntó a sí mismo.
Se hizo una imagen mental. Se vio a sí mismo aventurándose por el laberinto,
con una sonrisa en la cara.
Aunque esta imagen le sorprendió, lo cierto es que le hizo sentirse bien. Se
imaginó perdiéndose de vez en cuando en el laberinto, pero experimentaba la
suficiente seguridad en sí mismo de que encontraría finalmente Queso Nuevo y todas
las cosas buenas que lo acompañaban. Así que, finalmente, hizo acopio de todo su
valor.
Luego, utilizó su imaginación para hacerse la imagen más verosímil que
pudiera concebir, acompañada por los detalles más realistas, de sí mismo al encontrar
y disfrutar con el sabor del Queso Nuevo.
Se imaginó comiendo sabroso queso suizo con agujeros, queso cheddar de
brillante color anaranjado, quesos estadounidenses, mozzarella italiana, y el
maravillosamente pastoso camembert francés, y…
Entonces oyó a Hem decir algo y tomó conciencia de hallarse todavía en el
depósito de Queso Q.
–A veces, las cosas cambian y ya nunca más vuelven a ser como antes –dijo
Haw–. Y ésta parece ser una de esas ocasiones. ¡Así es la vida! Sigue adelante, y
nosotros deberíamos hacer lo mismo.
Haw miró a su demacrado compañero y trató de infundirle sentido común, pero
el temor de Hem se transformó en cólera y no quiso escucharle.
Haw no tenía la intención de ser grosero con su amigo, pero no pudo evitar
echarse a reír ante la estupidez de ambos.
- 19 -
Mientras se preparaba para marcharse, empezó a sentirse más animado,
sabiendo que finalmente había logrado reírse de sí mismo, dejar atrás el pasado y
seguir adelante.
Haw se echo a reír con fuerza y exclamó:
–¡Es hora de explorar el laberinto!
Hem no se rió ni dijo nada.
Antes de partir, Haw tomo una piedra pequeña y afilada y escribió un
pensamiento muy serio en la pared, para darle a Hem algo en lo que pensar. Tal como
era su costumbre, trazó incluso un dibujo de queso alrededor, confiando en que eso le
ayudara a Hem a sonreír, a tomarse la situación más a la ligera y seguirle en la
búsqueda de Queso Nuevo. Pero Hem no quiso mirar lo escrito, que decía:
Luego, Haw asomó la cabeza por el agujero que habían abierto y miró ansioso
hacia el laberinto. Pensó en como habían llegado a esta situación sin Queso.
Durante un tiempo había creído que bien podría no haber nada de Queso en el
laberinto, o que quizá no lo encontrara. Esas temerosas convicciones no hicieron sino
inmovilizarlo y anularlo.
Sonrió. Sabía que, interiormente, Hem seguía preguntándose “¿Quién se ha
llevado mi queso?”, pero Haw, en cambio, se preguntaba: “¿Por qué no me levanté
antes y me moví con el Queso?”
Al empezar a internarse en el laberinto, miró hacia atrás, en dirección al lugar
donde había venido y donde tantas satisfacciones había encontrado. Casi notaba
como si una parte de sí mismo se sintiera atraída hacia atrás, el territorio que le
resultaba familiar, a pesar de que ya hacía tiempo que no encontraba allí nada de
Queso.
Haw se sintió más ansioso y se preguntó si realmente deseaba internarse en el
laberinto. Escribió una frase en la pared, por delante de él, y se quedó mirándola
fijamente durante un tiempo:
Si no cambias,
te puedes extinguir.
- 20 -
Pensó en ello.
Sabía que, a veces, un poco de temor puede ser bueno. Cuando se teme que
las cosas empeoren si no se hace algo, puede sentirse uno impulsado a la acción.
Pero no es bueno sentir tanto miedo que le impida a uno hacer nada.
Miró a la derecha, hacia la parte del laberinto donde nunca había estado, y
sintió temor.
Luego, inspiró profundamente, giró hacia la derecha y empezó a internarse en
el laberinto, caminando lentamente en dirección a lo desconocido.
Mientras trataba de encontrar su camino, Haw pensó que quizá había esperado
demasiado tiempo en el depósito de Queso Q. Hacia ya tantos días que no comía
Queso que ahora se sentía débil. Como consecuencia de ello, le resultó más laborioso
y complicado de lo habitual el abrirse paso por el laberinto. Decidió que, si volvía a
tener la oportunidad, abandonaría antes su zona de comodidad y se adaptaría con
mayor rapidez al cambio. Eso le facilitaría las cosas en el futuro.
Luego, esbozó una suave sonrisa al tiempo que pensaba: “Más vale tarde que
nunca”.
Durante algunos días fue encontrando un poco de Queso aquí y allá, pero nada
que durase mucho tiempo. Había confiado en encontrar Queso suficiente para llevarle
algo a Hem y animarlo a que lo acompañara en su exploración del laberinto.
Pero Haw todavía no se sentía bastante seguro de sí mismo. Tenía que admitir
que experimentaba confusión en el laberinto. Las cosas parecían haber cambiado
desde la última vez que estuvo por allí fuera.
Justo cuando creía estar haciendo progresos, se encontraba perdido en los
pasadizos. Parecía como si efectuara su progreso a base de avanzar dos pasos y
retroceder uno. Era un verdadero desafío, pero debía reconocer que hallarse de nuevo
¿Qué harías
si no tuvieras miedo?
- 21 -
en el laberinto, a la búsqueda del Queso, no era tan malo como en un principio le
había parecido.
A medida que transcurría el tiempo, empezó a preguntarse si era realista por su
parte confiar en encontrar Queso Nuevo. Se preguntó si acaso no abrigaba
demasiadas esperanzas. Pero luego se echó a reír, al darse cuenta de que, por el
momento, no tenía nada que perder.
Cada vez que se notaba desanimado, se recordaba a sí mismo que, en
realidad, lo que estaba haciendo, por incómodo que fuese en ese momento, era
mucho mejor que seguir en una situación sin Queso. Al menos ahora controlaba la
situación, en lugar de dejarse llevar por las cosas que sucedían.
Entonces, se dijo a sí mismo que si Fisgón y Escurridizo habían sido capaces
de seguir adelante, ¡también podía hacerlo él!
Más tarde, al considerar todo lo ocurrido, comprendió que el Queso del
depósito de Queso Q no había desaparecido de la noche a la mañana, como en otro
tiempo creyera. Hacia el final, la cantidad de Queso que encontraban había ido
disminuyendo y lo que quedaba se había vuelto rancio. Su sabor ya no era tan bueno.
Hasta era posible que en el Queso Viejo hubiera empezado a aparecer moho,
aunque él no se hubiera dado cuenta. Debía admitir, no obstante, que si hubiese
querido, probablemente habría podido imaginar lo que se le venía encima. Pero no lo
había hecho.
Ahora se daba cuenta de que, probablemente, el cambio no le habría pillado
por sorpresa si se hubiese mantenido vigilante ante lo que ocurría y se hubiese
anticipado al cambio. Quizá fuera eso lo que hicieron Fisgón y Escurridizo.
Decidió que, a partir de ahora, se mantendría mucho más alerta. Esperaría a
que se produjese el cambio y saldría a su encuentro. Confiaría en su instinto básico
para percibir cuando se iba a producir el cambio y estaría preparado para adaptarse a
él. Se detuvo para descansar y escribió en la pared del laberinto:
Olfatea el Queso con
frecuencia para saber
cuando comienza a
enmohecerse.
- 22 -
Algo más tarde, después de no haber encontrado Queso alguno durante lo que
le parecía mucho tiempo, Haw se encontró finalmente con un enorme depósito de
Queso que le pareció prometedor. Al entrar en él, sin embargo, se sintió muy
decepcionado al descubrir que se hallaba completamente vacío.
“Esta sensación de vacío me ha ocurrido con demasiada frecuencia”, pensó. Y
sintió deseos de abandonar la búsqueda.
Poco a poco, perdía su fortaleza física. Sabía que estaba perdido y temía no
poder sobrevivir. Pensó en darse media vuelta y regresar hacia el depósito de Queso
Q. Al menos, si lograba llegar hasta él y Hem seguía allí, no se sentiría tan solo.
Entonces se hizo de nuevo la misma pregunta: “¿Qué haría si no tuviera miedo?”.
Haw creía haber dejado el miedo atrás, pero en realidad experimentaba miedo
con mucha mayor frecuencia de lo que le gustaba tener que admitir, incluso para sus
adentros. No siempre estaba seguro de saber de qué tenia miedo, pero, en el
debilitado estado en que se hallaba, ahora ya sabía que se trataba, simplemente, de
miedo a seguir solo. Haw no lo sabía, pero se retrasaba debido a que sus temerosas
convicciones todavía pesaban demasiado sobre él.
Se preguntó si Hem se habría movido de donde estaba o continuaba paralizado
por sus propios temores. Entonces, recordó las ocasiones en que se sintió en su mejor
forma en el laberinto. Eran precisamente aquellas en las que avanzaba.
Consciente de que se trataba más de un recordatorio para sí mismo, antes que
de un mensaje para Hem, escribió esperanzado lo siguiente en la pared:
Haw miró hacia el oscuro pasadizo y percibió el temor que sentía. ¿Qué habría
allá delante? ¿Estaría vacío? O, lo que era peor, ¿le acechaban peligros ignotos?
Empezó a imaginar todas las cosas aterradoras que podían ocurrirle. El mismo se
infundía un miedo mortal.
Entonces, se echó a reír de sí mismo. Se dio cuenta de que sus temores no
hacían sino empeorar las cosas. Así pues, hizo lo que haría si no tuviera miedo. Echó
a caminar en una nueva dirección.
El movimiento hacia
una nueva dirección
te ayuda a encontrar
Queso Nuevo.
- 23 -
Al iniciar el descenso por el oscuro pasadizo, sonrió. Todavía no se daba
cuenta, pero empezaba a descubrir que era lo que nutría su alma. Se dejaba llevar y
confiaba en lo que le esperaba más adelante, aunque no supiera exactamente qué
era.
Ante su sorpresa, Haw empezó a disfrutar cada vez más. “¿Cómo es posible
que me sienta tan bien? –se preguntó–. No tengo Queso alguno y no sé a donde voy”
Al cabo de poco tiempo, supo por que se sentía bien.
Se detuvo para escribir de nuevo sobre la pared:
Haw se dio cuenta de que había permanecido prisionero de su propio temor. El
hecho de moverse en una nueva dirección lo había liberado.
Ahora notó la brisa fría que soplaba en esta parte del laberinto y que le
refrescaba. Respiró profundamente y se sintió vigorizado por el movimiento. Una vez
superado el miedo, resultó que podía disfrutar mucho más de lo que hubiera creído
posible.
Haw no se sentía tan bien desde hacia mucho tiempo. Casi se le había
olvidado lo muy divertido que podía ser lanzarse a la búsqueda de algo.
Para mejorar aún más las cosas, empezó a formarse de nuevo una imagen en
su mente. Se vio a sí mismo con gran detalle realista, sentado en medio de un motón
de sus quesos favoritos, desde el cheddar hasta el brie. Se imaginó comiendo tanto
queso como quisiera y se regodeó con esa imagen. Luego, pensó en lo mucho que
disfrutaría con estos exquisitos sabores.
Cuanto más claramente concebía la imagen de sí mismo disfrutando con
Queso Nuevo, tanto más real y verosímil se hacía ésta. Estaba seguro de que
terminaría por encontrarlo.
Cuando dejas
atrás tus temores,
te sientes libre.
- 24 -
Escribió entonces:
Haw siguió pensando en lo que podía ganar, en lugar de detenerse a pensar en
lo que perdía.
Se preguntó por que siempre le había parecido que un cambio le conduciría a
algo peor. Ahora se daba cuenta de que el cambio podía conducir a algo mejor.
“¿Por qué no me di cuenta antes?”, se preguntó a sí mismo.
Luego, siguió caminando presuroso por el laberinto, infundido de nueva
fortaleza y agilidad. Al cabo de poco tiempo distinguió un depósito de Queso y se sintió
muy animado al observar pequeños trozos de Queso Nuevo cerca de la entrada.
Encontró tipo de Queso que nunca había visto con anterioridad, pero que
ofrecían un aspecto magnífico. Los probó y le parecieron deliciosos. Se comió la
mayor parte de los trozos de Queso Nuevo que encontró y se guardó unos pocos para
comerlos más tarde y quizás compartirlos con Hem. Empezó a recuperar su fortaleza.
Entró en el depósito de Queso sintiéndose muy animado. Pero, para su
consternación, descubrió que estaba vacía. Alguien más había estado ya allí, dejando
sólo unos pocos trozos de Queso Nuevo.
Llegó a la conclusión de que, si hubiera llegado antes, muy probablemente
habría encontrado una buena provisión de Queso Nuevo.
Decidió regresar para comprobar si Hem se animaba a unirse a él en la
búsqueda de Queso Nuevo.
Mientras volvía sobre sus pasos, se detuvo y escribió en la pared:
Imaginarme
disfrutando de Queso
nuevo antes incluso
de encontrarlo me
conduce hacia él.
- 25 -
Al cabo de un rato, Haw inició el regreso al depósito de Queso Q y encontró a
Hem, a quien ofreció unos trozos de Queso Nuevo, que éste rechazó.
Hem aprecio el gesto de su amigo, pero le dijo:
-No creo que me vaya a gustar el Queso Nuevo. No es a lo que estoy
acostumbrado. Quiero que me devuelvan mi propio Queso, y no voy a cambiar hasta
que no consiga lo que deseo.
Haw se limitó a sacudir la cabeza con pesar, decepcionado. Algo más tarde, de
mala gana, volvió a marcharse solo. Mientras regresaba hasta el punto más alejado
que había alcanzado en el laberinto, echó de menos a su amigo, pero esos
pensamientos desaparecieron en cuanto se dio cuenta de lo mucho que le agradaba lo
que estaba descubriendo. Antes incluso de encontrar lo que confiaba fuese una gran
provisión de Queso Nuevo, si es que la encontraba alguna vez, ya sabía que no era
únicamente el tener Queso lo que le hacía sentirse feliz.
Se sentía feliz por el simple hecho de no permitir que el temor dictaminara sus
decisiones. Le gustaba lo que estaba haciendo ahora.
Consciente de ello, Haw no se sintió tan débil como cuando estaba en el
depósito de Queso Q, sin Queso. Experimentó la sensación de tener nuevas fuerzas
por el simple hecho de saber que no iba a permitir que su temor le detuviera, y que
había tomado una nueva dirección, alimentado por ese conocimiento.
Ahora, estaba convencido de que encontrar lo que necesitaba sólo era cuestión
de tiempo. De hecho, tuvo la impresión de haber descubierto ya lo que andaba
buscando.
Sonrió al darse cuenta:
Cuanto más
rápidamente te
olvides del Queso
Viejo, antes
encontrarás el
Queso Nuevo
- 26 -
Tal como le sucediera antes, comprendió que aquello de lo que se tiene miedo
nunca es tan malo como lo que uno se imagina. El temor que se acumula en la mente
es mucho peor que la situación que existe en realidad.
Al principio de su nueva búsqueda experimentó tanto miedo de no encontrar
nunca Queso Nuevo que ni siquiera deseó empezar a buscarlo. Pero lo cierto es que,
desde que iniciara su viaje, había encontrado en los pasadizos Queso suficiente para
continuar la búsqueda. Ahora, esperaba con ilusión encontrar más. El simple hecho de
mirar hacia delante ya resultaba estimulante.
Su antigua forma de pensar se había visto nublada por sus preocupaciones y
temores. Antes solía pensar en no tener Queso suficiente o en que éste no durase
tanto como deseaba. Pensaba más en lo que pudiera salir mal que en lo que podía
salir bien.
Pero eso cambio por completo desde que saliera por primera vez del depósito
de Queso Q.
Antes pensaba que nunca deberían haberles cambiado el Queso de sitio y que
ese cambio no era justo.
Ahora se daba cuenta de que era natural que el cambio se produjese
continuamente, tanto si uno lo esperaba como si no. El cambio sólo le sorprende a uno
si no lo espera ni cuenta con él.
Al comprender repentinamente que habían cambiado sus convicciones, se
detuvo para escribir en la pared:
Es más seguro buscar
en el laberinto que
permanecer en una
situación sin Queso.
- 27 -
Haw no había encontrado aún Queso, pero mientras recorría el laberinto pensó
en todo lo aprendido hasta entonces.
Ahora comprendía que sus nuevas convicciones estaban favoreciendo la
adopción de nuevos comportamientos. Se comportaba de modo muy diferente a como
lo hacía cuando regresó al depósito sin Queso, en busca de Hem.
Sabía que, al cambiar las convicciones, también se cambia lo que se hace.
Uno puede estar convencido de que un cambio le causará daño y resistirse por
tanto al mismo; o bien puede creer que encontrar Queso Nuevo le ayudará, y entonces
acepta el cambio.
Todo depende de lo que uno prefiera creer. Así que escribió en la pared:
Las viejas
convicciones
no te conducen
al Queso Nuevo
Al comprender que
puedes encontrar
Queso Nuevo y
disfrutarlo, cambias el
curso que sigues.
- 28 -
Haw sabía ahora que habría estado en mejor forma si hubiera afrontado el
cambio mucho más rápidamente y abandonado antes el depósito de Queso Q. Se
habría sentido más fuerte de cuerpo y espíritu y podría haber afrontado mucho mejor
el desafío de encontrar Queso Nuevo. De hecho, quizá ya lo habría encontrado a
estas alturas si hubiese esperado el cambio y permanecido atento, en lugar de
desperdiciar el tiempo negando que ese cambio ya se había producido.
Utilizó de nuevo su imaginación y se vio a sí mismo descubriendo y
saboreando el Queso Nuevo. Decidió continuar por las zonas más desconocidas del
laberinto y encontró pequeños trozos de queso aquí y allá. Haw empezó a recuperar
su fortaleza y seguridad en sí mismo.
Al pensar en el lugar del que procedía, se sintió contento de haber escrito
frases en la pared, en tantos lugares diferentes de su andadura. Confiaba en que eso
sirviera como una especie de sendero marcado que Hem pudiera seguir a través del
laberinto, si es que alguna vez se decidía a abandonar el depósito de Queso Q.
Haw sólo confiaba en estar dirigiéndose en la dirección correcta. Pensó en la
posibilidad de que Hem leyera las frases escritas en la pared y encontrara su camino.
Escribió en la pared lo que venía pensando desde hacia algún tiempo:
Para entonces, Haw ya se había desprendido del pasado y se estaba
adaptando con efectividad al presente.
Continuó por el laberinto con mayor fortaleza y velocidad. Y, entonces, no tardó
en suceder lo que tanto anhelaba.
Cuando ya tenía la impresión de estar perdido en el laberinto desde hacía una
eternidad, su viaje, o al menos esta parte del mismo, terminó felizmente y con
sorprendente rapidez.
Haw siguió por un pasadizo que le resultaba nuevo, dobló una esquina y allí
encontró el Queso Nuevo en el depósito de Queso N.
Observar pronto los
pequeños cambios te
ayuda a adaptarte a
los grandes cambios
por venir.
- 29 -
Al entrar en él, quedó asombrado ante lo que vio. Allí amontonado estaba el
mayor surtido de Queso que hubiera visto jamás. No reconoció todos los que vio, ya
que algunas clases eran nuevas para él.
Por un momento, se preguntó si se trataba de algo real o sólo era el producto
de su imaginación, hasta que descubrió la presencia de sus viejos amigos Fisgón y
Escurridizo.
Fisgón le dio la bienvenida con un gesto de la cabeza, y Escurridizo hasta lo
saludó con una de sus patas. Sus pequeños y gruesos vientres demostraban que ya
llevaban allí desde hacía algún tiempo.
Haw los saludó con rapidez y pronto se dedicó a probar bocados de cada uno
de sus Quesos favoritos. Se quitó las zapatillas de correr, les ató los cordones y se las
colgó al cuello por si acaso las necesitaba de nuevo. Fisgón y Escurridizo se echaron
a reír. Asintieron con gestos de cabeza, como muestra de admiración. Luego, Haw se
lanzó hacia el Queso Nuevo. Una vez que se hartó, levantó un trozo de Queso fresco
e hizo un brindis.
–¡Viva el cambio!
Mientras disfrutaba del Queso nuevo, reflexionó sobre lo que había aprendido.
Comprendió que en aquellos momentos en los que temía cambiar, no había
hecho sino aferrarse a la ilusión de que el Queso Viejo ya no estaba allí.
Entonces, ¿qué le había hecho cambiar? ¿Acaso el temor de morir de hambre?
No pudo evitar una sonrisa al pensar que, en efecto, eso le había ayudado.
Luego se echó a reír al darse cuenta de que había empezado a cambiar en
cuanto aprendió a reírse de sí mismo y de todo lo que hacia mal. Comprendió que la
forma más rápida de cambiar consistía en reírse de la propia estupidez, pues sólo así
puede uno desprenderse de ella y seguir rápidamente su camino.
Era consciente de haber aprendido algo útil de sus amigos ratones, Fisgón y
Escurridizo, algo importante sobre seguir adelante. Ellos procuraban que la vida fuese
simple. No analizaban en exceso ni supercomplicaban las cosas. En cuanto cambió la
situación y el Queso cambió de sitio, ellos también cambiaron y se trasladaron con el
Queso. Eso era algo que nunca olvidaría.
Haw también había utilizado su maravilloso cerebro para hacer aquello que los
liliputienses saben hacer mejor que los ratones.
Se imaginó a si mismo, con todo detalle realista, encontrando algo mejor…,
mucho mejor.
Reflexionó sobre los errores que había cometido en el pasado y los utilizó para
planificar para el futuro. Ahora sabía que se puede aprender a afrontar el cambio.
Se puede ser más consciente de la necesidad de procurar que las cosas sean
simples, de ser flexible y moverse con rapidez.
No hay necesidad alguna de supercomplicar las cosas o de confundirse uno
mismo con temerosas creencias.
- 30 -
Hay que permanecer atento para detectar cuando empiezan los pequeños
cambios y estar así mejor preparado para el gran cambio que puede llegar a
producirse.
Conocía ahora la necesidad de adaptarse con mayor rapidez, pues si uno no
se adapta a tiempo, es muy posible que ya no pueda hacerlo.
Debía de admitir que el mayor inhibidor del cambio se encuentra dentro de uno
mismo, y que nada puede mejorar mientras no cambie uno mismo.
Y, quizá lo más importante, se dio cuenta de que siempre hay Queso nuevo ahí
fuera, tanto si uno sabe reconocerlo a tiempo como si no. Y que uno se ve
recompensado con él en cuanto se dejan atrás los temores y se disfruta con la
aventura.
También sabía que es necesario respetar algunos temores, capaces de evitarle
a uno el verdadero peligro. Pero ahora comprendía que la mayoría de sus temores
eran irracionales y que le habían impedido cambiar cuando más lo necesitaba.
En su momento no le gustó admitirlo, pero sabía que el cambio había resultado
ser una bendición disfrazada, puesto que le condujo a encontrar un Queso mejor.
Había descubierto incluso una mejor parte de sí mismo.
Al recordar todo lo aprendido, pensó en su amigo Hem. Se preguntó si habría
leído algunas de las frases escritas en la pared del depósito Q y a lo largo de todo el
camino seguido a través del laberinto.
¿Había tomado Hem la decisión de desprenderse del pasado y seguir
adelante? ¿Había entrado en el laberinto y descubierto que podía mejorar su vida?
¿O se encontraba todavía paralizado porque no quería cambiar?
Haw pensó en regresar al depósito de Queso Q, para ver si podía encontrar a
Hem, confiando en su capacidad para regresar de nuevo hasta aquí. Penso que si
hablaba con Hem podría mostrarle como salir de la difícil situación en que se hallaba.
Pero entonces comprendió que ya había intentado que su amigo cambiara.
Hem tendría que encontrar su propio camino, ir más allá de sus propias
comodidades y temores. Eso era algo que nadie podría hacer por él, de lo que nadie
podría convencerlo. De algún modo tenía que comprender la ventaja de cambiar por sí
mismo.
Haw sabía que había dejado atrás un rastro para Hem, y que si éste quería,
encontraría el camino limitándose a leer las frases escritas en la pared.
Se acercó ahora a la pared más grande del depósito de Queso N y escribió un
resumen de todo lo aprendido. Dibujó primero un gran trozo de queso y en su interior
escribió las frases. Luego, al repasar lo escrito, sonrió:
¿Quién se ha llevado mi Queso? 1.15
Spencer Johnson
¿Quién
se ha llevado
mi Queso?
Una manera sorprendente de
afrontar el cambio en el trabajo
y en la vida privada
- 2 -
Los planes mejor trazados
de hombres y ratones
suelen salir mal
ROBERT BURNS (1759-1796)
La vida no es ningún pasillo recto y fácil
que recorremos libres y sin obstáculos,
sino un laberinto de pasadizos,
en el que tenemos que buscar nuestro camino,
perdidos y confusos, detenidos,
de vez en cuando, por un callejón sin salida.
Pero, si tenemos fe, siempre se abre
una puerta ante nosotros;
quizá no sea la que imaginamos,
pero si será, finalmente,
la que demuestre ser buena
para nosotros
A. J. CRONIN
- 3 -
INDICE
LA HISTORIA DE LA NARRACIÓN 5
¿QUIÉN SE HA LLEVADO MI QUESO? 8
UNA REUNIÓN 8
LA NARRACIÓN 10
UN DEBATE 33
REFERENCIAS 43
- 4 -
PARTES DE TODOS NOSOTROS
Lo simple y lo complejo
Los cuatro personajes imaginarios presentados en esta fábula, los
ratones “Fisgón” y “Escurridizo” y los liliputienses “Hem” y “Haw”,
pretenden representar las partes simples y complejas de nosotros
mismos, independientemente de nuestra edad, sexo, raza o
nacionalidad.
A veces, podemos actuar como
Fisgón
que fisgonea y detecta pronto el cambio, o como
Escurridizo
que se apresura hacia la acción, o como
Hem
que se niega y se resiste al cambio, por temor a que conduzca a
algo peor, o como
Haw
que aprende a adaptarse a tiempo, en cuanto comprende que el
cambio puede conducir a algo mejor.
Al margen de la parte de nosotros mismos que decidamos utilizar,
todos compartimos algo en común: la necesidad de encontrar
nuestro camino en el laberinto y alcanzar éxito en unos tiempos tan
cambiantes.
- 5 -
LA HISTORIA DE LA NARRACIÓN
por Kenneth Blanchard
Me entusiasma contarles la historia de cómo se creó la narración ¿Quién se ha
llevado mi queso?, porque eso significa que el libro ya se ha escrito y todos podemos
leerlo, disfrutarlo y compartirlo con los demás.
Eso es algo que he deseado que sucediera desde que escuche por primera vez
a Spencer Johnson contar su magnífica fábula del “Queso”, hace ya muchos años,
antes de que escribiéramos juntos nuestro libro El ejecutivo al minuto.
Recuerdo que en aquel entonces pensé en lo buena que era esta historia y en
lo útil que sería para mi a partir de ese momento.
¿Quién se ha llevado mi Queso? es una narración sobre el cambio que tiene
lugar en un laberinto, donde cuatro divertidos personajes buscan el “Queso”, siendo
ese queso una metáfora de lo que deseamos tener en la vida, ya sea un puesto de
trabajo, una relación, dinero, una casa grande, libertad, salud, reconocimiento, paz
espiritual, o incluso, una actividad como correr o jugar al golf.
Cada uno de nosotros tiene su propia idea de lo que es el Queso, y nos
esforzamos por encontrarlo porque estamos convencidos de que nos hará felices. Si lo
conseguimos, a menudo nos vinculamos a él. Y si lo perdemos, o nos lo arrebatan,
podemos pasar por una experiencia traumática.
El “laberinto” de la narración representa aquí el tiempo que cada uno de
nosotros dedica a buscar lo que desea. Puede ser la empresa u organización donde
se trabaja, la comunidad en la que se vive o las relaciones que se tienen en la vida.
En las conferencias que pronuncio por todo el mundo, suelo contar el relato del
Queso que usted se dispone a leer ahora y, con frecuencia, la gente me dice más
tarde la gran diferencia que supuso para ellos.
Lo crean o no, lo cierto es que esta narración tiene fama de haber salvado
carreras profesionales, matrimonios ¡y hasta vidas!.
Uno de los muchos ejemplos extraídos de la vida real procede de Charlie
Jones, un afamado presentador de la NBC-TV , quien reveló que el hecho de haber
escuchado la narración ¿Quién se ha llevado mi queso? salvó su carrera profesional.
Su trabajo como presentador es singular, pero cualquier persona puede utilizar
los principios que él aprendió.
Esto fue lo que sucedió: Charlie había trabajado duro y realizado una gran
tarea en la transmisión de las pruebas de pista y campo a través de unos Juegos
Olímpicos anteriores, por lo que se sintió muy sorprendido y alterado cuando su jefe le
comunicó que en los siguientes Juegos se le retiraría de la transmisión de esas
pruebas estelares y se le asignarían las de natación y saltos.
- 6 -
Al no conocer esos deportes tan bien, se sintió frustrado y poco apreciado lo
que provocó en él un gran enfado. Dijo sentir que aquello no era justo. A partir de
entonces, su cólera empezó a afectar a todo lo que hacía.
Fue entonces cuando escuchó el relato de ¿Quién se ha llevado mi queso?.
Después de eso, aseguró haberse reído de sí mismo y cambió por completo de
actitud. Se dio cuenta de que su jefe no había hecho sino “cambiarle el Queso de
sitio”. Así pues, se adaptó. Aprendió a conocer los dos nuevos deportes que se le
habían asignado y, a lo largo del proceso, descubrió que hacer algo nuevo le permitía
sentirse más joven.
Su jefe no tardó en reconocer esta nueva actitud y energía, y pronto le ofreció
mejores cometidos. Charlie Jones empezó a tener más éxito que nunca y más tarde
quedó incluido en el apartado de presentadores del Salón de la Fama de Fútbol.
Esta no es más que una de entre las muchas historias de la vida real que he
oído contar acerca del impacto que ha tenido esta narración sobre la gente y que ha
afectado desde su vida laboral a su vida amorosa.
Estoy absolutamente tan convencido del poder de ¿Quién se ha llevado mi
queso? que entregué un ejemplar de una edición previa a todos los que trabajan en
nuestra empresa (más de doscientas personas). ¿Por qué?
Pues porque, como toda empresa que no sólo desea sobrevivir en el futuro,
sino seguir siendo competitiva, The Ken Blanchard Companies está inmersa en un
cambio constante. Es decir, sigue cambiándonos el Queso de sitio. Aunque en el
pasado queríamos contar con empleados leales, hoy necesitamos gente flexible, que
no sea posesiva respecto de “cómo se hacen las cosas por aquí”.
Y, sin embargo, como todos sabemos muy bien, vivir en una constante
corriente de aguas bravas, con todos los cambios que ocurren en el trabajo o en la
vida, puede ser algo muy estresante, a menos que la gente tenga una forma de
considerar el cambio que la ayuda a comprenderlo. Es decir, que entre en la historia
del Queso.
Cuando le cuento esta historia a la gente y luego leen ¿Quién se ha llevado mi
queso?, casi puede percibirse cómo empieza a producirse una liberación de energía
negativa. Uno tras otro, desde todos los departamentos de la empresa, se esfuerzan
por darme las gracias por el libro y decirme lo útil que les ha sido para ver, bajo una
luz diferente, los cambios que se están produciendo en la empresa. Créanme, se
necesita muy poco tiempo para leer esta pequeña parábola, pero el impacto que causa
puede ser profundo.
A medida que vaya leyendo, encontrará tres partes. En la primera, “Una
reunión”, antiguos compañeros de escuela hablan en una reunión de clase sobre cómo
afrontar los cambios que están teniendo lugar en su vida. La segunda parte, constituye
el núcleo del libro, es “La narración: ¿Quién se ha llevado mi queso?”
En “La narración” verá que a los dos ratones les va mejor cuando se enfrentan
al cambio, porque procuran que las cosas sigan siendo simples, mientras que los dos
liliputienses, con sus complejos cerebros y emociones humanas, no hacen más que
complicarlo todo. No quiere ello decir que los ratones sean más listos. Todos sabemos
que las personas son más inteligentes que los ratones.
- 7 -
Sin embargo, a medida que se observa lo que hacen nuestro cuatro personajes
y se da uno cuenta de que los ratones y los liliputienses representan partes de
nosotros mismos (lo simple y lo complejo), se termina por comprender que tendríamos
muchas más ventajas si, cuando cambian las situaciones, hiciéramos aquellas cosas
sencillas que funcionan.
En la tercera parte, “Un debate”, la gente analiza lo que significó “La narración”
para ellos y cómo van a utilizarla en su trabajo y en su vida.
Algunos lectores del manuscrito inicial de este libro prefirieron detenerse al final
de “La narración”, sin continuar la lectura, e interpretar su significado por sí mismos.
Otros disfrutaron leyendo “Un debate” porque eso estimuló su pensamiento acerca de
cómo podrían aplicar lo aprendido a su propia situación.
En cualquier caso, confío en que cada vez que vuelvan a leer ¿Quién se ha
llevado mi queso? encuentre algo nuevo y útil, como me sucede a mí, y que eso le
ayude a afrontar el cambio y alcanzar el éxito, en aquello que usted mismo decida que
es el éxito.
Espero que disfrute con lo que se dispone a descubrir y le expreso mis mejores
deseos. Ah, y recuerde: ¡muévase con el Queso!
KEN BLANCHARD
San Diego (California)
- 8 -
¿QUIÉN SE HA LLEVADO MI QUESO?
Una reunión
Chicago
Un soleado domingo, en Chicago, varios antiguos compañeros de clase que
habían sido buenos amigos en la escuela se citaron para almorzar después de haber
asistido la noche anterior a la reunión de su escuela superior. Deseaban saber más
detalles sobre lo que sucedía en la vida de cada uno de ellos. Después de no pocas
bromas y un copioso almuerzo, iniciaron una interesante conversación.
Angela, que había sido una de las alumnas más populares de la clase, dijo:
–Desde luego, la vida resultó ser muy diferente a como creí que sería cuando
estaba en las escuela. Han cambiado muchas cosas.
–Ciertamente –asintió Nathan. Todos sabían que se había hecho cargo del
negocio de la familia, que funcionaba del mismo modo y que formaba parte de la
comunidad local desde que tenían uso de razón. Por eso se sorprendieron al
comprender que parecía preocupado–. Pero ¿os habéis dado cuenta de que no
queremos cambiar cuando las cosas cambian?
–Supongo que nos resistimos al cambio porque le tenemos miedo –Observó
Carlos.
–Carlos, tú fuiste el capitán del equipo de fútbol –intervino Jessica–. ¡Nunca
creí posible oírte decir que tienes miedo!
Todos se echaron a reír al darse cuenta de que, a pesar de haber seguido
direcciones muy diferentes, desde trabajar en casa hasta dirigir empresas,
experimentaban unos sentimientos muy similares.
Todos trataban de afrontar los inesperados cambios que les estaban
ocurriendo en los últimos años. Y la mayoría admitía no conocer una buena forma de
manejarlos.
–A mí me daba miedo cambiar –dijo entonces Michael–. Cuando se presentó
un gran cambio en nuestra empresa, no supimos que hacer. Así que no nos
adaptamos y estuvimos a punto de perderla. Pero entonces oímos contar un divertido
y breve cuento que lo cambió todo.
–¿De veras? –preguntó Nathan.
–Bueno, el caso es que esa narración transformó mi forma de considerar el
cambio, de modo que en lugar de verlo como la posibilidad de perder algo, empecé a
verlo como la oportunidad de ganar algo y comprendí cómo hacerlo. Después de eso,
las cosas mejoraron con rapidez, tanto en el trabajo como en mi vida personal.
- 9 -
“Al principio, me molestó la evidente simplicidad del relato porque parecía algo
que bien pudieran habernos contado en la escuela.
“Fue entonces cuando me di cuenta de que, en realidad, me sentía molesto
conmigo mismo, por no haber visto lo evidente ni haber hecho lo que verdaderamente
funciona cuando cambian las cosas.
“Al comprender que los cuatro personajes de ese cuento representan las
diversas partes de mí mismo, decidí cómo quería actuar y cambié.
“Más tarde, se lo conté a algunas personas de nuestra empresa, y ellas se lo
contaron a su vez a otras, y el negocio no tardó en mejorar considerablemente, gracias
a que la mayoría de nosotros aprendimos a adaptarnos mejor al cambio. Y, lo mismo
que me sucede a mí, son muchos los que afirman que también los ha ayudado en su
vida privada.
“Por otro lado, fueron pocas las personas que dijeron no haber sacado nada en
limpio de esta narración. O bien conocían ya las lecciones y las vivían y ponían en
práctica o, lo que era más habitual, creían saberlo todo y no deseaban aprender. No
se daban cuenta de la razón por la que tantos otros se benefician de ella.
“Cuando uno de nuestros altos ejecutivos, que tenía problemas para adaptarse,
dijo que el relato sólo era una pérdida de su valioso tiempo, otros se burlaron de él,
diciendo que sabían muy bien qué personaje representaba en el cuento, refiriéndose
con ello al que no aprendía nada nuevo y no cambiaba.
–¿Pero cuál es ese cuento? –preguntó Angela.
–Se titula ¿Quién se ha llevado mi queso?
Todos se echaron a reír.
–Creo que esto ya empieza a gustarme –dijo Carlos–. ¿Te importaría
contárnoslo? Quizá podamos sacarle partido.
–Pues claro –contestó Michael–. Me encantará y, además, no se necesita
mucho tiempo.
Y así fue como empezó a contarlo.
- 10 -
LA NARRACION
¿Quién se ha llevado mi queso?
Erase una vez, hace mucho tiempo, en un país muy lejano, vivían cuatro
pequeños personajes que recorrían un laberinto buscando el queso que los alimentara
y los hiciera sentirse felices.
Dos de ellos eran ratones y se llamaban “Fisgón” y “Escurridizo”, y los otros
dos eran liliputienses, seres tan pequeños como los ratones, pero cuyo aspecto y
forma de actuar se parecía mucho a las gentes de hoy día. Se llamaban “Hem” y
“Haw”.
Debido a su pequeño tamaño, sería fácil no darse cuenta de lo que estaban
haciendo los cuatro. Pero si se miraba con la suficiente atención, se descubrían las
cosas más extraordinarias.
Cada día, los ratones y los liliputienses dedicaban el tiempo en el laberinto a
buscar su propio queso especial.
Los ratones, Fisgón y Escurridizo, que sólo poseían simples cerebros de
roedores, pero muy buen instinto, buscaban un queso seco y duro de roer, como
suelen hacer los ratones.
Los dos liliputienses, Hem y Haw, utilizaban su cerebro, repleto de
convicciones y emociones, para buscar una clase muy diferente de Queso, con
mayúscula, que estaban convencidos los haría sentirse felices y alcanzar éxito.
Por muy diferentes que fuesen los ratones y los liliputienses, tenían algo en
común: cada mañana, se colocaban sus atuendos y sus zapatillas de correr,
abandonaban sus diminutas casas y se ponían a correr por el laberinto en busca de su
queso favorito.
El laberinto estaba compuesto por pasillos y cámaras, algunas de las cuales
contenían un queso delicioso. Pero también había rincones oscuros y callejones sin
salida que no conducían a ninguna parte. Era un lugar donde cualquiera podía
perderse con suma facilidad.
No obstante, el laberinto contenía secretos que permitían disfrutar de una vida
mejor a los que supieran encontrar su camino.
Los ratones, Fisgón y Escurridizo, utilizaban el sencillo método del tanteo para
encontrar el queso. Recorrían un pasadizo y, si lo encontraban vacío, se daban media
vuelta y recorrían otro. Recordaban los pasadizos donde no había queso y, de ese
modo, pronto empezaron a explorar nuevas zonas.
Fisgón utilizaba su magnífica nariz para husmear la dirección general de donde
procedía el olor del queso, mientras que Escurridizo se lanzaba hacia delante. Se
perdieron más de una vez, como no podía ser de otro modo; seguían direcciones
equivocadas y a menudo tropezaban con las paredes. Pero al cabo de un tiempo,
encontraban el camino.
- 11 -
Al igual que los ratones, Hem y Haw, los dos liliputienses, también utilizaban su
capacidad para pensar y aprender de experiencias del pasado. No obstante, se fiaban
de su complejo cerebro para desarrollar métodos más sofisticados de encontrar el
Queso.
A veces les salía bien, pero en otras ocasiones se dejaban dominar por sus
poderosas convicciones y emociones humanas, que nublaban su forma de ver las
cosas. Eso hacía que la vida en el laberinto fuese mucho más complicada y
desafiante.
A pesar de todo, Fisgón, Escurridizo, Hem y Haw terminaron por encontrar el
camino hacia lo que andaban buscando. Cada uno encontró un día su propia clase de
queso al final de uno de los pasadizos, en el depósito de Queso Q.
Después de eso, los ratones y los liliputienses se ponían cada mañana sus
atuendos para correr y se dirigían al depósito de Queso Q. Así, no tardaron mucho en
establecer cada uno su propia rutina.
Fisgón y Escurridizo continuaron levantándose pronto cada día para recorrer el
laberinto, siguiendo siempre la misma ruta.
Una vez llegados a su destino, los ratones se quitaban las zapatillas de correr,
las ataban juntas y se las colgaban del cuello, para poder utilizarlas de nuevo con
rapidez en cuanto las necesitaran. Por último, se dedicaban a disfrutar del queso.
Al principio, Hem y Haw también se apresuraban cada mañana hacia el
depósito de Queso Q, para disfrutar de los jugosos nuevos bocados que los
esperaban.
Pero al cabo de un tiempo, los liliputienses establecieron una rutina diferente.
Hem y Haw se levantaban cada día un poco más tarde, se vestían con algo
más de lentitud y, en lugar de correr, caminaban hacia el depósito de Queso Q.
Después de todo, ahora ya sabían donde estaba el Queso y cómo llegar hasta él.
No tenían la menor idea de donde provenía el Queso ni de quién lo ponía allí.
Simplemente, suponían que estaría donde esperaban que estuviese.
Cada mañana, en cuanto llegaban al depósito de queso Q, se instalaban
cómodamente, como si estuvieran en su casa. Colgaban los atuendos de correr, se
quitaban las zapatillas y se ponían las pantuflas. Ahora que habían encontrado el
Queso empezaban a sentirse muy cómodos.
–Esto es fantástico –dijo Hem–. Aquí hay Queso suficiente para toda la vida.
Los liliputienses se sentían felices; tenían la sensación de haber alcanzado el
éxito y creían estar seguros.
Hem y Haw no tardaron en considerar que el Queso encontrado en el depósito
de Queso Q era de su propiedad. Allí había tantas reservas de Queso que finalmente
trasladaron sus hogares para estar más cerca y crear su vida social alrededor de ese
lugar.
- 12 -
Para sentirse todavía más cómodos, Hem y Haw decoraron las paredes con
frases y hasta dibujaron imágenes del Queso a su alrededor, lo que los hacia sonreír.
Una de aquellas frases decía:
A veces, Hem y Haw invitaban a sus amigos para que contemplaran su montón
de Queso en el depósito de queso Q, lo mostraban con orgullo y decían: “Bonito
Queso, ¿verdad?”. Algunas veces los compartían con sus amigos. Otras veces no.
–Nos merecemos este Queso –dijo Hem, al tiempo que tomaba un trozo de
queso fresco y se lo comía–. Sin duda tuvimos que trabajar duro y durante mucho
tiempo para encontrarlo.
Después de comer, Hem se quedó dormido como solía sucederle.
Cada noche, los liliputienses regresaban lentamente a casa, repletos de
Queso, y cada mañana volvían a buscar más, sintiéndose muy seguros de sí mismos.
Así se mantuvo la situación durante algún tiempo.
Poco a poco, la seguridad que Hem y Haw tenían en sí mismos se fue
convirtiendo en la arrogancia propia del éxito. Pronto se sintieron tan sumamente a
gusto, que ni siquiera se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo.
Por su parte, Fisgón y Escurridizo continuaron con su rutina a medida que
pasaba el tiempo. Cada mañana llegaban temprano, husmeaban, marcaban la zona e
iban de un lado a otro del depósito de queso Q, comprobando si se había producido
algún cambio con respecto a la situación del día anterior. Luego, se sentaban
tranquilamente a roer el queso.
Una mañana llegaron al depósito de Queso Q y descubrieron que no había
queso.
Tener Queso
te hace feliz
- 13 -
No se sorprendieron. Desde que Fisgón y Escurridizo empezaron a notar que la
provisión de queso disminuía cada día que pasaba, se habían preparado para lo
inevitable y supieron instintivamente qué tenían que hacer.
Se miraron el uno al otro, tomaron las zapatillas de correr que llevaban atadas
y convenientemente colgadas del cuello, se las pusieron en las patas y se anudaron
los cordones.
Los ratones no se entretuvieron en analizar demasiado las cosas.
Para ellos, tanto el problema como la respuesta eran bien simples. La situación
en el depósito de Queso Q había cambiado. Así pues, Fisgón y Escurridizo decidieron
cambiar.
Ambos se quedaron mirando hacia el inescrutable laberinto. Luego, Fisgón
levantó ligeramente la nariz, husmeó y le hizo señas a Escurridizo, que echó a correr
por el laberinto siguiendo la indicación de Fisgón, seguido por éste con toda la rapidez
que pudo.
Muy pronto ya estaban en busca de Queso Nuevo.
Algo más tarde, ese mismo día, Hem y Haw llegaron al depósito de Queso Q.
No habían prestado la menor atención a los pequeños cambios que se habían ido
produciendo cada día, así que daban por sentado que allí encontrarían su Queso,
como siempre.
No estaban preparados para lo que descubrieron.
–¡Qué! ¿No hay Queso? –gritó Hem, y siguió gritando–: ¿No hay Queso? ¿No
hay nada de Queso?, –como si el hecho de gritar cada vez más fuerte bastara para
que reapareciese.
¿Quién se ha llevado mi Queso? –aulló.
Finalmente, puso los brazos en jarras, con la cara enrojecida, y gritó con toda
la fuerza de su voz:
–¡No hay derecho!
Haw, por su parte, se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad. El también
estaba seguro de encontrar Queso en el depósito de Queso Q. Se quedó allí de pie
durante largo rato, como petrificado por la conmoción. No estaba preparado para esto.
Hem gritaba algo, pero Haw no quería escucharlo. No quería tener que
enfrentarse con esta nueva situación, así que hizo oídos sordos.
El comportamiento de los liliputienses no era precisamente halagüeño no
productivo, aunque sí comprensible.
Encontrar el Queso no les había resultado fácil, y para los liliputienses
significaba mucho más que, simplemente, tener cada día qué comer.
- 14 -
Para ellos, encontrar el Queso era su forma de conseguir lo que creían
necesitar para ser felices. Tenían sus propias ideas acerca de lo que el Queso
significaba para ellos, dependiendo de su sabor.
Para algunos, encontrar Queso equivalía a tener cosas materiales. Para otros,
significaba disfrutar de buena salud o desarrollar un sentido espiritual de bienestar.
Para Haw, por ejemplo, el Queso significaba sentirse seguro, tener algún día
una familia cariñosa y vivir en una bonita casa de campo en la Vereda Cheddar.
Para Hem, el Queso significaba convertirse en un Gran Quesero que mandara
a muchos otros y en ser propietario de una gran casa en lo alto de Colina Camembert.
Puesto que el Queso era tan importante para ellos, los dos liliputienses
emplearon bastante tiempo en decidir qué hacer. Lo único que se les ocurrió fue seguir
mirando por los alrededores del depósito Sin Queso, para comprobar si el Queso
había desaparecido realmente.
Mientras que Fisgón y Escurridizo se habían puesto en movimiento con
rapidez, Hem y Haw seguían con sus indecisiones y exclamaciones.
Despotricaban y desvariaban ante la injusticia de la situación. Haw empezó a
sentirse deprimido. ¿Qué ocurriría si el Queso seguía sin estar allí a la mañana
siguiente? Precisamente había hecho planes para el futuro, basándose en la presencia
de ese Queso.
Los liliputienses no podían creer lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo podía haber
sucedido una cosa así? Nadie les había advertido de nada. No era justo. Se suponía
que las cosas no debían ser así.
Hem y Haw regresaron aquella noche a sus casas hambrientos y desanimados.
Pero antes de marcharse, Haw escribió en la pared:
Cuanto más
importante es el
Queso para ti, tanto
más deseas
conservarlo.
- 15 -
Al día siguiente, Hem y Haw abandonaron sus hogares y regresaron de nuevo
al depósito Sin Queso, confiando, de algún modo, en volver a encontrar Queso.
Pero la situación no había variado; el Queso ya no estaba allí. Los liliputienses
no sabían que hacer. Hem y Haw se quedaron allí, inmovilizados como dos estatuas.
Haw cerró los ojos con toda la fuerza que pudo y se cubrió las orejas con las
manos. Lo único que deseaba era bloquear todo tipo de percepciones. No quería
saber que la provisión de Queso había ido disminuyendo gradualmente. Estaba
convencido de que había desaparecido de repente.
Hem analizó una y otra vez la situación y, finalmente, su complicado cerebro,
con su enorme sistema de creencias, se afianzó en su lógica.
–¿Por qué me han hecho esto? –preguntó–. ¿Qué está pasando aquí?
Haw abrió los ojos, miró a su alrededor y dijo:
–Y, a propósito, ¿dónde están Fisgón y Escurridizo? ¿Crees que ellos saben
algo que nosotros no sepamos?
–¿Qué demonios podrían saber ellos? –replicó Hem con sorna–. No son más
que simples ratones. Escasamente responden a lo que sucede.
Nosotros, en cambio, somos liliputienses. Somos más inteligentes que los
ratones. Deberíamos poder encontrar una solución a esto.
–Sé que somos más inteligentes –asintió Haw–, pero por el momento no
parece que estemos actuando como tales. Las cosas están cambiando aquí, Hem.
Quizá también tengamos que cambiar nosotros y actuar de modo diferente.
–¿Y por qué íbamos a tener que cambiar? –replicó Hem–. Somos liliputienses.
Somos seres especiales. Este tipo de cosas no debería habernos ocurrido a nosotros
y, si nos ha sucedido, tendríamos que sacarle al menos algún beneficio.
–¿Y por qué crees que deberíamos obtener un beneficio? –preguntó Haw.
–Porque tenemos derecho a ello –afirmó Hem.
–¿Derecho a qué? –quiso saber Haw
–Pues derecho a nuestro Queso.
–¿Por qué? –insistió Haw
–Pues porque no fuimos nosotros los causantes de este problema –contestó
Hem–. Alguien lo ha provocado, y nosotros deberíamos aprovecharnos de la situación.
–Quizá lo que debamos hacer –sugirió Haw– sea dejar de analizar tanto las
cosas y ponernos a buscar algo de Queso Nuevo.
–Ah, no –exclamó Hem–. Estoy decidido a llegar hasta el fondo de este asunto.
¿Quién
se ha llevado
mi Queso?
Una manera sorprendente de
afrontar el cambio en el trabajo
y en la vida privada
- 2 -
Los planes mejor trazados
de hombres y ratones
suelen salir mal
ROBERT BURNS (1759-1796)
La vida no es ningún pasillo recto y fácil
que recorremos libres y sin obstáculos,
sino un laberinto de pasadizos,
en el que tenemos que buscar nuestro camino,
perdidos y confusos, detenidos,
de vez en cuando, por un callejón sin salida.
Pero, si tenemos fe, siempre se abre
una puerta ante nosotros;
quizá no sea la que imaginamos,
pero si será, finalmente,
la que demuestre ser buena
para nosotros
A. J. CRONIN
- 3 -
INDICE
LA HISTORIA DE LA NARRACIÓN 5
¿QUIÉN SE HA LLEVADO MI QUESO? 8
UNA REUNIÓN 8
LA NARRACIÓN 10
UN DEBATE 33
REFERENCIAS 43
- 4 -
PARTES DE TODOS NOSOTROS
Lo simple y lo complejo
Los cuatro personajes imaginarios presentados en esta fábula, los
ratones “Fisgón” y “Escurridizo” y los liliputienses “Hem” y “Haw”,
pretenden representar las partes simples y complejas de nosotros
mismos, independientemente de nuestra edad, sexo, raza o
nacionalidad.
A veces, podemos actuar como
Fisgón
que fisgonea y detecta pronto el cambio, o como
Escurridizo
que se apresura hacia la acción, o como
Hem
que se niega y se resiste al cambio, por temor a que conduzca a
algo peor, o como
Haw
que aprende a adaptarse a tiempo, en cuanto comprende que el
cambio puede conducir a algo mejor.
Al margen de la parte de nosotros mismos que decidamos utilizar,
todos compartimos algo en común: la necesidad de encontrar
nuestro camino en el laberinto y alcanzar éxito en unos tiempos tan
cambiantes.
- 5 -
LA HISTORIA DE LA NARRACIÓN
por Kenneth Blanchard
Me entusiasma contarles la historia de cómo se creó la narración ¿Quién se ha
llevado mi queso?, porque eso significa que el libro ya se ha escrito y todos podemos
leerlo, disfrutarlo y compartirlo con los demás.
Eso es algo que he deseado que sucediera desde que escuche por primera vez
a Spencer Johnson contar su magnífica fábula del “Queso”, hace ya muchos años,
antes de que escribiéramos juntos nuestro libro El ejecutivo al minuto.
Recuerdo que en aquel entonces pensé en lo buena que era esta historia y en
lo útil que sería para mi a partir de ese momento.
¿Quién se ha llevado mi Queso? es una narración sobre el cambio que tiene
lugar en un laberinto, donde cuatro divertidos personajes buscan el “Queso”, siendo
ese queso una metáfora de lo que deseamos tener en la vida, ya sea un puesto de
trabajo, una relación, dinero, una casa grande, libertad, salud, reconocimiento, paz
espiritual, o incluso, una actividad como correr o jugar al golf.
Cada uno de nosotros tiene su propia idea de lo que es el Queso, y nos
esforzamos por encontrarlo porque estamos convencidos de que nos hará felices. Si lo
conseguimos, a menudo nos vinculamos a él. Y si lo perdemos, o nos lo arrebatan,
podemos pasar por una experiencia traumática.
El “laberinto” de la narración representa aquí el tiempo que cada uno de
nosotros dedica a buscar lo que desea. Puede ser la empresa u organización donde
se trabaja, la comunidad en la que se vive o las relaciones que se tienen en la vida.
En las conferencias que pronuncio por todo el mundo, suelo contar el relato del
Queso que usted se dispone a leer ahora y, con frecuencia, la gente me dice más
tarde la gran diferencia que supuso para ellos.
Lo crean o no, lo cierto es que esta narración tiene fama de haber salvado
carreras profesionales, matrimonios ¡y hasta vidas!.
Uno de los muchos ejemplos extraídos de la vida real procede de Charlie
Jones, un afamado presentador de la NBC-TV , quien reveló que el hecho de haber
escuchado la narración ¿Quién se ha llevado mi queso? salvó su carrera profesional.
Su trabajo como presentador es singular, pero cualquier persona puede utilizar
los principios que él aprendió.
Esto fue lo que sucedió: Charlie había trabajado duro y realizado una gran
tarea en la transmisión de las pruebas de pista y campo a través de unos Juegos
Olímpicos anteriores, por lo que se sintió muy sorprendido y alterado cuando su jefe le
comunicó que en los siguientes Juegos se le retiraría de la transmisión de esas
pruebas estelares y se le asignarían las de natación y saltos.
- 6 -
Al no conocer esos deportes tan bien, se sintió frustrado y poco apreciado lo
que provocó en él un gran enfado. Dijo sentir que aquello no era justo. A partir de
entonces, su cólera empezó a afectar a todo lo que hacía.
Fue entonces cuando escuchó el relato de ¿Quién se ha llevado mi queso?.
Después de eso, aseguró haberse reído de sí mismo y cambió por completo de
actitud. Se dio cuenta de que su jefe no había hecho sino “cambiarle el Queso de
sitio”. Así pues, se adaptó. Aprendió a conocer los dos nuevos deportes que se le
habían asignado y, a lo largo del proceso, descubrió que hacer algo nuevo le permitía
sentirse más joven.
Su jefe no tardó en reconocer esta nueva actitud y energía, y pronto le ofreció
mejores cometidos. Charlie Jones empezó a tener más éxito que nunca y más tarde
quedó incluido en el apartado de presentadores del Salón de la Fama de Fútbol.
Esta no es más que una de entre las muchas historias de la vida real que he
oído contar acerca del impacto que ha tenido esta narración sobre la gente y que ha
afectado desde su vida laboral a su vida amorosa.
Estoy absolutamente tan convencido del poder de ¿Quién se ha llevado mi
queso? que entregué un ejemplar de una edición previa a todos los que trabajan en
nuestra empresa (más de doscientas personas). ¿Por qué?
Pues porque, como toda empresa que no sólo desea sobrevivir en el futuro,
sino seguir siendo competitiva, The Ken Blanchard Companies está inmersa en un
cambio constante. Es decir, sigue cambiándonos el Queso de sitio. Aunque en el
pasado queríamos contar con empleados leales, hoy necesitamos gente flexible, que
no sea posesiva respecto de “cómo se hacen las cosas por aquí”.
Y, sin embargo, como todos sabemos muy bien, vivir en una constante
corriente de aguas bravas, con todos los cambios que ocurren en el trabajo o en la
vida, puede ser algo muy estresante, a menos que la gente tenga una forma de
considerar el cambio que la ayuda a comprenderlo. Es decir, que entre en la historia
del Queso.
Cuando le cuento esta historia a la gente y luego leen ¿Quién se ha llevado mi
queso?, casi puede percibirse cómo empieza a producirse una liberación de energía
negativa. Uno tras otro, desde todos los departamentos de la empresa, se esfuerzan
por darme las gracias por el libro y decirme lo útil que les ha sido para ver, bajo una
luz diferente, los cambios que se están produciendo en la empresa. Créanme, se
necesita muy poco tiempo para leer esta pequeña parábola, pero el impacto que causa
puede ser profundo.
A medida que vaya leyendo, encontrará tres partes. En la primera, “Una
reunión”, antiguos compañeros de escuela hablan en una reunión de clase sobre cómo
afrontar los cambios que están teniendo lugar en su vida. La segunda parte, constituye
el núcleo del libro, es “La narración: ¿Quién se ha llevado mi queso?”
En “La narración” verá que a los dos ratones les va mejor cuando se enfrentan
al cambio, porque procuran que las cosas sigan siendo simples, mientras que los dos
liliputienses, con sus complejos cerebros y emociones humanas, no hacen más que
complicarlo todo. No quiere ello decir que los ratones sean más listos. Todos sabemos
que las personas son más inteligentes que los ratones.
- 7 -
Sin embargo, a medida que se observa lo que hacen nuestro cuatro personajes
y se da uno cuenta de que los ratones y los liliputienses representan partes de
nosotros mismos (lo simple y lo complejo), se termina por comprender que tendríamos
muchas más ventajas si, cuando cambian las situaciones, hiciéramos aquellas cosas
sencillas que funcionan.
En la tercera parte, “Un debate”, la gente analiza lo que significó “La narración”
para ellos y cómo van a utilizarla en su trabajo y en su vida.
Algunos lectores del manuscrito inicial de este libro prefirieron detenerse al final
de “La narración”, sin continuar la lectura, e interpretar su significado por sí mismos.
Otros disfrutaron leyendo “Un debate” porque eso estimuló su pensamiento acerca de
cómo podrían aplicar lo aprendido a su propia situación.
En cualquier caso, confío en que cada vez que vuelvan a leer ¿Quién se ha
llevado mi queso? encuentre algo nuevo y útil, como me sucede a mí, y que eso le
ayude a afrontar el cambio y alcanzar el éxito, en aquello que usted mismo decida que
es el éxito.
Espero que disfrute con lo que se dispone a descubrir y le expreso mis mejores
deseos. Ah, y recuerde: ¡muévase con el Queso!
KEN BLANCHARD
San Diego (California)
- 8 -
¿QUIÉN SE HA LLEVADO MI QUESO?
Una reunión
Chicago
Un soleado domingo, en Chicago, varios antiguos compañeros de clase que
habían sido buenos amigos en la escuela se citaron para almorzar después de haber
asistido la noche anterior a la reunión de su escuela superior. Deseaban saber más
detalles sobre lo que sucedía en la vida de cada uno de ellos. Después de no pocas
bromas y un copioso almuerzo, iniciaron una interesante conversación.
Angela, que había sido una de las alumnas más populares de la clase, dijo:
–Desde luego, la vida resultó ser muy diferente a como creí que sería cuando
estaba en las escuela. Han cambiado muchas cosas.
–Ciertamente –asintió Nathan. Todos sabían que se había hecho cargo del
negocio de la familia, que funcionaba del mismo modo y que formaba parte de la
comunidad local desde que tenían uso de razón. Por eso se sorprendieron al
comprender que parecía preocupado–. Pero ¿os habéis dado cuenta de que no
queremos cambiar cuando las cosas cambian?
–Supongo que nos resistimos al cambio porque le tenemos miedo –Observó
Carlos.
–Carlos, tú fuiste el capitán del equipo de fútbol –intervino Jessica–. ¡Nunca
creí posible oírte decir que tienes miedo!
Todos se echaron a reír al darse cuenta de que, a pesar de haber seguido
direcciones muy diferentes, desde trabajar en casa hasta dirigir empresas,
experimentaban unos sentimientos muy similares.
Todos trataban de afrontar los inesperados cambios que les estaban
ocurriendo en los últimos años. Y la mayoría admitía no conocer una buena forma de
manejarlos.
–A mí me daba miedo cambiar –dijo entonces Michael–. Cuando se presentó
un gran cambio en nuestra empresa, no supimos que hacer. Así que no nos
adaptamos y estuvimos a punto de perderla. Pero entonces oímos contar un divertido
y breve cuento que lo cambió todo.
–¿De veras? –preguntó Nathan.
–Bueno, el caso es que esa narración transformó mi forma de considerar el
cambio, de modo que en lugar de verlo como la posibilidad de perder algo, empecé a
verlo como la oportunidad de ganar algo y comprendí cómo hacerlo. Después de eso,
las cosas mejoraron con rapidez, tanto en el trabajo como en mi vida personal.
- 9 -
“Al principio, me molestó la evidente simplicidad del relato porque parecía algo
que bien pudieran habernos contado en la escuela.
“Fue entonces cuando me di cuenta de que, en realidad, me sentía molesto
conmigo mismo, por no haber visto lo evidente ni haber hecho lo que verdaderamente
funciona cuando cambian las cosas.
“Al comprender que los cuatro personajes de ese cuento representan las
diversas partes de mí mismo, decidí cómo quería actuar y cambié.
“Más tarde, se lo conté a algunas personas de nuestra empresa, y ellas se lo
contaron a su vez a otras, y el negocio no tardó en mejorar considerablemente, gracias
a que la mayoría de nosotros aprendimos a adaptarnos mejor al cambio. Y, lo mismo
que me sucede a mí, son muchos los que afirman que también los ha ayudado en su
vida privada.
“Por otro lado, fueron pocas las personas que dijeron no haber sacado nada en
limpio de esta narración. O bien conocían ya las lecciones y las vivían y ponían en
práctica o, lo que era más habitual, creían saberlo todo y no deseaban aprender. No
se daban cuenta de la razón por la que tantos otros se benefician de ella.
“Cuando uno de nuestros altos ejecutivos, que tenía problemas para adaptarse,
dijo que el relato sólo era una pérdida de su valioso tiempo, otros se burlaron de él,
diciendo que sabían muy bien qué personaje representaba en el cuento, refiriéndose
con ello al que no aprendía nada nuevo y no cambiaba.
–¿Pero cuál es ese cuento? –preguntó Angela.
–Se titula ¿Quién se ha llevado mi queso?
Todos se echaron a reír.
–Creo que esto ya empieza a gustarme –dijo Carlos–. ¿Te importaría
contárnoslo? Quizá podamos sacarle partido.
–Pues claro –contestó Michael–. Me encantará y, además, no se necesita
mucho tiempo.
Y así fue como empezó a contarlo.
- 10 -
LA NARRACION
¿Quién se ha llevado mi queso?
Erase una vez, hace mucho tiempo, en un país muy lejano, vivían cuatro
pequeños personajes que recorrían un laberinto buscando el queso que los alimentara
y los hiciera sentirse felices.
Dos de ellos eran ratones y se llamaban “Fisgón” y “Escurridizo”, y los otros
dos eran liliputienses, seres tan pequeños como los ratones, pero cuyo aspecto y
forma de actuar se parecía mucho a las gentes de hoy día. Se llamaban “Hem” y
“Haw”.
Debido a su pequeño tamaño, sería fácil no darse cuenta de lo que estaban
haciendo los cuatro. Pero si se miraba con la suficiente atención, se descubrían las
cosas más extraordinarias.
Cada día, los ratones y los liliputienses dedicaban el tiempo en el laberinto a
buscar su propio queso especial.
Los ratones, Fisgón y Escurridizo, que sólo poseían simples cerebros de
roedores, pero muy buen instinto, buscaban un queso seco y duro de roer, como
suelen hacer los ratones.
Los dos liliputienses, Hem y Haw, utilizaban su cerebro, repleto de
convicciones y emociones, para buscar una clase muy diferente de Queso, con
mayúscula, que estaban convencidos los haría sentirse felices y alcanzar éxito.
Por muy diferentes que fuesen los ratones y los liliputienses, tenían algo en
común: cada mañana, se colocaban sus atuendos y sus zapatillas de correr,
abandonaban sus diminutas casas y se ponían a correr por el laberinto en busca de su
queso favorito.
El laberinto estaba compuesto por pasillos y cámaras, algunas de las cuales
contenían un queso delicioso. Pero también había rincones oscuros y callejones sin
salida que no conducían a ninguna parte. Era un lugar donde cualquiera podía
perderse con suma facilidad.
No obstante, el laberinto contenía secretos que permitían disfrutar de una vida
mejor a los que supieran encontrar su camino.
Los ratones, Fisgón y Escurridizo, utilizaban el sencillo método del tanteo para
encontrar el queso. Recorrían un pasadizo y, si lo encontraban vacío, se daban media
vuelta y recorrían otro. Recordaban los pasadizos donde no había queso y, de ese
modo, pronto empezaron a explorar nuevas zonas.
Fisgón utilizaba su magnífica nariz para husmear la dirección general de donde
procedía el olor del queso, mientras que Escurridizo se lanzaba hacia delante. Se
perdieron más de una vez, como no podía ser de otro modo; seguían direcciones
equivocadas y a menudo tropezaban con las paredes. Pero al cabo de un tiempo,
encontraban el camino.
- 11 -
Al igual que los ratones, Hem y Haw, los dos liliputienses, también utilizaban su
capacidad para pensar y aprender de experiencias del pasado. No obstante, se fiaban
de su complejo cerebro para desarrollar métodos más sofisticados de encontrar el
Queso.
A veces les salía bien, pero en otras ocasiones se dejaban dominar por sus
poderosas convicciones y emociones humanas, que nublaban su forma de ver las
cosas. Eso hacía que la vida en el laberinto fuese mucho más complicada y
desafiante.
A pesar de todo, Fisgón, Escurridizo, Hem y Haw terminaron por encontrar el
camino hacia lo que andaban buscando. Cada uno encontró un día su propia clase de
queso al final de uno de los pasadizos, en el depósito de Queso Q.
Después de eso, los ratones y los liliputienses se ponían cada mañana sus
atuendos para correr y se dirigían al depósito de Queso Q. Así, no tardaron mucho en
establecer cada uno su propia rutina.
Fisgón y Escurridizo continuaron levantándose pronto cada día para recorrer el
laberinto, siguiendo siempre la misma ruta.
Una vez llegados a su destino, los ratones se quitaban las zapatillas de correr,
las ataban juntas y se las colgaban del cuello, para poder utilizarlas de nuevo con
rapidez en cuanto las necesitaran. Por último, se dedicaban a disfrutar del queso.
Al principio, Hem y Haw también se apresuraban cada mañana hacia el
depósito de Queso Q, para disfrutar de los jugosos nuevos bocados que los
esperaban.
Pero al cabo de un tiempo, los liliputienses establecieron una rutina diferente.
Hem y Haw se levantaban cada día un poco más tarde, se vestían con algo
más de lentitud y, en lugar de correr, caminaban hacia el depósito de Queso Q.
Después de todo, ahora ya sabían donde estaba el Queso y cómo llegar hasta él.
No tenían la menor idea de donde provenía el Queso ni de quién lo ponía allí.
Simplemente, suponían que estaría donde esperaban que estuviese.
Cada mañana, en cuanto llegaban al depósito de queso Q, se instalaban
cómodamente, como si estuvieran en su casa. Colgaban los atuendos de correr, se
quitaban las zapatillas y se ponían las pantuflas. Ahora que habían encontrado el
Queso empezaban a sentirse muy cómodos.
–Esto es fantástico –dijo Hem–. Aquí hay Queso suficiente para toda la vida.
Los liliputienses se sentían felices; tenían la sensación de haber alcanzado el
éxito y creían estar seguros.
Hem y Haw no tardaron en considerar que el Queso encontrado en el depósito
de Queso Q era de su propiedad. Allí había tantas reservas de Queso que finalmente
trasladaron sus hogares para estar más cerca y crear su vida social alrededor de ese
lugar.
- 12 -
Para sentirse todavía más cómodos, Hem y Haw decoraron las paredes con
frases y hasta dibujaron imágenes del Queso a su alrededor, lo que los hacia sonreír.
Una de aquellas frases decía:
A veces, Hem y Haw invitaban a sus amigos para que contemplaran su montón
de Queso en el depósito de queso Q, lo mostraban con orgullo y decían: “Bonito
Queso, ¿verdad?”. Algunas veces los compartían con sus amigos. Otras veces no.
–Nos merecemos este Queso –dijo Hem, al tiempo que tomaba un trozo de
queso fresco y se lo comía–. Sin duda tuvimos que trabajar duro y durante mucho
tiempo para encontrarlo.
Después de comer, Hem se quedó dormido como solía sucederle.
Cada noche, los liliputienses regresaban lentamente a casa, repletos de
Queso, y cada mañana volvían a buscar más, sintiéndose muy seguros de sí mismos.
Así se mantuvo la situación durante algún tiempo.
Poco a poco, la seguridad que Hem y Haw tenían en sí mismos se fue
convirtiendo en la arrogancia propia del éxito. Pronto se sintieron tan sumamente a
gusto, que ni siquiera se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo.
Por su parte, Fisgón y Escurridizo continuaron con su rutina a medida que
pasaba el tiempo. Cada mañana llegaban temprano, husmeaban, marcaban la zona e
iban de un lado a otro del depósito de queso Q, comprobando si se había producido
algún cambio con respecto a la situación del día anterior. Luego, se sentaban
tranquilamente a roer el queso.
Una mañana llegaron al depósito de Queso Q y descubrieron que no había
queso.
Tener Queso
te hace feliz
- 13 -
No se sorprendieron. Desde que Fisgón y Escurridizo empezaron a notar que la
provisión de queso disminuía cada día que pasaba, se habían preparado para lo
inevitable y supieron instintivamente qué tenían que hacer.
Se miraron el uno al otro, tomaron las zapatillas de correr que llevaban atadas
y convenientemente colgadas del cuello, se las pusieron en las patas y se anudaron
los cordones.
Los ratones no se entretuvieron en analizar demasiado las cosas.
Para ellos, tanto el problema como la respuesta eran bien simples. La situación
en el depósito de Queso Q había cambiado. Así pues, Fisgón y Escurridizo decidieron
cambiar.
Ambos se quedaron mirando hacia el inescrutable laberinto. Luego, Fisgón
levantó ligeramente la nariz, husmeó y le hizo señas a Escurridizo, que echó a correr
por el laberinto siguiendo la indicación de Fisgón, seguido por éste con toda la rapidez
que pudo.
Muy pronto ya estaban en busca de Queso Nuevo.
Algo más tarde, ese mismo día, Hem y Haw llegaron al depósito de Queso Q.
No habían prestado la menor atención a los pequeños cambios que se habían ido
produciendo cada día, así que daban por sentado que allí encontrarían su Queso,
como siempre.
No estaban preparados para lo que descubrieron.
–¡Qué! ¿No hay Queso? –gritó Hem, y siguió gritando–: ¿No hay Queso? ¿No
hay nada de Queso?, –como si el hecho de gritar cada vez más fuerte bastara para
que reapareciese.
¿Quién se ha llevado mi Queso? –aulló.
Finalmente, puso los brazos en jarras, con la cara enrojecida, y gritó con toda
la fuerza de su voz:
–¡No hay derecho!
Haw, por su parte, se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad. El también
estaba seguro de encontrar Queso en el depósito de Queso Q. Se quedó allí de pie
durante largo rato, como petrificado por la conmoción. No estaba preparado para esto.
Hem gritaba algo, pero Haw no quería escucharlo. No quería tener que
enfrentarse con esta nueva situación, así que hizo oídos sordos.
El comportamiento de los liliputienses no era precisamente halagüeño no
productivo, aunque sí comprensible.
Encontrar el Queso no les había resultado fácil, y para los liliputienses
significaba mucho más que, simplemente, tener cada día qué comer.
- 14 -
Para ellos, encontrar el Queso era su forma de conseguir lo que creían
necesitar para ser felices. Tenían sus propias ideas acerca de lo que el Queso
significaba para ellos, dependiendo de su sabor.
Para algunos, encontrar Queso equivalía a tener cosas materiales. Para otros,
significaba disfrutar de buena salud o desarrollar un sentido espiritual de bienestar.
Para Haw, por ejemplo, el Queso significaba sentirse seguro, tener algún día
una familia cariñosa y vivir en una bonita casa de campo en la Vereda Cheddar.
Para Hem, el Queso significaba convertirse en un Gran Quesero que mandara
a muchos otros y en ser propietario de una gran casa en lo alto de Colina Camembert.
Puesto que el Queso era tan importante para ellos, los dos liliputienses
emplearon bastante tiempo en decidir qué hacer. Lo único que se les ocurrió fue seguir
mirando por los alrededores del depósito Sin Queso, para comprobar si el Queso
había desaparecido realmente.
Mientras que Fisgón y Escurridizo se habían puesto en movimiento con
rapidez, Hem y Haw seguían con sus indecisiones y exclamaciones.
Despotricaban y desvariaban ante la injusticia de la situación. Haw empezó a
sentirse deprimido. ¿Qué ocurriría si el Queso seguía sin estar allí a la mañana
siguiente? Precisamente había hecho planes para el futuro, basándose en la presencia
de ese Queso.
Los liliputienses no podían creer lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo podía haber
sucedido una cosa así? Nadie les había advertido de nada. No era justo. Se suponía
que las cosas no debían ser así.
Hem y Haw regresaron aquella noche a sus casas hambrientos y desanimados.
Pero antes de marcharse, Haw escribió en la pared:
Cuanto más
importante es el
Queso para ti, tanto
más deseas
conservarlo.
- 15 -
Al día siguiente, Hem y Haw abandonaron sus hogares y regresaron de nuevo
al depósito Sin Queso, confiando, de algún modo, en volver a encontrar Queso.
Pero la situación no había variado; el Queso ya no estaba allí. Los liliputienses
no sabían que hacer. Hem y Haw se quedaron allí, inmovilizados como dos estatuas.
Haw cerró los ojos con toda la fuerza que pudo y se cubrió las orejas con las
manos. Lo único que deseaba era bloquear todo tipo de percepciones. No quería
saber que la provisión de Queso había ido disminuyendo gradualmente. Estaba
convencido de que había desaparecido de repente.
Hem analizó una y otra vez la situación y, finalmente, su complicado cerebro,
con su enorme sistema de creencias, se afianzó en su lógica.
–¿Por qué me han hecho esto? –preguntó–. ¿Qué está pasando aquí?
Haw abrió los ojos, miró a su alrededor y dijo:
–Y, a propósito, ¿dónde están Fisgón y Escurridizo? ¿Crees que ellos saben
algo que nosotros no sepamos?
–¿Qué demonios podrían saber ellos? –replicó Hem con sorna–. No son más
que simples ratones. Escasamente responden a lo que sucede.
Nosotros, en cambio, somos liliputienses. Somos más inteligentes que los
ratones. Deberíamos poder encontrar una solución a esto.
–Sé que somos más inteligentes –asintió Haw–, pero por el momento no
parece que estemos actuando como tales. Las cosas están cambiando aquí, Hem.
Quizá también tengamos que cambiar nosotros y actuar de modo diferente.
–¿Y por qué íbamos a tener que cambiar? –replicó Hem–. Somos liliputienses.
Somos seres especiales. Este tipo de cosas no debería habernos ocurrido a nosotros
y, si nos ha sucedido, tendríamos que sacarle al menos algún beneficio.
–¿Y por qué crees que deberíamos obtener un beneficio? –preguntó Haw.
–Porque tenemos derecho a ello –afirmó Hem.
–¿Derecho a qué? –quiso saber Haw
–Pues derecho a nuestro Queso.
–¿Por qué? –insistió Haw
–Pues porque no fuimos nosotros los causantes de este problema –contestó
Hem–. Alguien lo ha provocado, y nosotros deberíamos aprovecharnos de la situación.
–Quizá lo que debamos hacer –sugirió Haw– sea dejar de analizar tanto las
cosas y ponernos a buscar algo de Queso Nuevo.
–Ah, no –exclamó Hem–. Estoy decidido a llegar hasta el fondo de este asunto.
martes, 20 de agosto de 2013
arena 43 -56 fin
El soborno
La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que
intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos
que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo
harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más)
ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber
ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar
largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo
(no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos
piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y
temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola
pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el
punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los
hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del
Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya
borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es
mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a
History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas
metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por
águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando
hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi
relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi
nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un
amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo
íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es
alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo.
Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no
condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del
latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las
universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro
artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre
de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de
Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera
precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición
crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas
hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos
académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera
de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de
Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura
curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia.
Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido
nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las
universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había
tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que
preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión
en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al
sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert
Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la
Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo
de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un
diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces
inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le
granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de
Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en
el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones
estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y
de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes
iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo,
redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero
encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf,
obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario
que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una
inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja
traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se
refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por
ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se
mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente
agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su
método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de
Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no
poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson
recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el
despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas
daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no
tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en
pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que
no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no
sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de
representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen
germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor
que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también
que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse
disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo
criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino
de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le
debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967.
Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la
obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente
filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no
bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de
memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi
edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en
cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo
inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora,
justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los
inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil
intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso
vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras
anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo,
sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden
convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las
cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica.
Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era
un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al
Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo
siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas;
usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y
mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted
era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck.
Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi
inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido
Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere,
ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y
justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas
palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí
que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más
eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me
obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor
duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted,
directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de
represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no
le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo
que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había
resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings.
Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez,
mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo
sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos.
Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa
estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano
americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no
modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.
Avelino Arredondo
El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la
manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen
su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con
Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía
preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal
vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a
la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires,
estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba
el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas,
Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él
por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no
lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a
nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia;
Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que
se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le
previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía
costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido
porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo
buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero
lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba
con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de
introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y
que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el
deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No
trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola
noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a
Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso
de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor
dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera
una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero
todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque
y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba,
leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina
cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de
apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil,
porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que
no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un
vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos
menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía
sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó
por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos
museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de
cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra
oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había
remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que
levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía
cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada,
donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos,
por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata
no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó
dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en
mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En
cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve
pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi
sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le
ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo
más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio
una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga.
Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas.
Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel
pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin
perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a
balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas,
pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo
golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su
casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó
primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de
esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata
colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna;
siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para
siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos
que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que
durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí.
Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había
concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas
gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los
uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran
muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo,
sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
-Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que
traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para
no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este
acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que
ocurrieron.
El disco
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de
morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea
toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he
visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos
chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara
un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré
buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he
llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la
que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado
un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos
trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo,
envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle
dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del
bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la
gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos
cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la
noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba
cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
—¿Por qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque soy un rey —contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
—Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero
en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
—Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco.
¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía.
Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
—Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi
un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia
como si hablara con un niño:
—Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un
solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es de oro? —le dije.
—No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una
barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
—En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el
hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente.
—No quiero.
—Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero
al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y
arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
El libro de arena
... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de
líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo
de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí
un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo
asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me
falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela.
Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de
las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los
diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su
poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.
Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es
infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas
tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa
con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de
noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin
por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba
una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo
robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos
inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de
verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las
pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una
libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con
diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de
jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro
de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Epílogo
Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de
tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre
afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más
libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus
primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los
espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un
espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante
distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar
que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me
recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro
ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro. El Congreso es
quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta
que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio
quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los
éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación,
pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos
autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un
cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista
involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More
Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una
herejía posible.
La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado
que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y
la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y
melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno
quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte ("Es
acción santa matar a Rosas") y al Himno Nacional Uruguayo ("Si tiranos, de Bruto el
puñal") no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario
crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución,
pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión
celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su
nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es
el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de
incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus
sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de febrero de 1975
La historia que refiero es la de dos hombres o más bien la de un episodio en el que
intervinieron dos hombres. El hecho mismo, nada singular ni fantástico, importa menos
que el carácter de sus protagonistas. Ambos pecaron por vanidad, pero de un modo
harto distinto y con resultado distinto. La anécdota (en realidad no es mucho más)
ocurrió hace muy poco, en uno de los estados de América. Entiendo que no pudo haber
ocurrido en otro lugar.
A fines de 1961, en la Universidad de Texas, en Austin, tuve ocasión de conversar
largamente con uno de los dos, el doctor Ezra Winthrop. Era profesor de inglés antiguo
(no aprobaba el empleo de la palabra anglosajón, que sugiere un artefacto hecho de dos
piezas). Recuerdo que sin contradecirme una sola vez corrigió mis muchos errores y
temerarias presunciones. Me dijeron que en los exámenes prefería no formular una sola
pregunta; invitaba al alumno a discurrir sobre tal o cual tema, dejando a su elección el
punto preciso. De vieja raíz puritana, oriundo de Boston, le había costado hacerse a los
hábitos y prejuicios del Sur. Extrañaba la nieve, pero he observado que a la gente del
Norte le enseñan a precaverse del frío, como a nosotros del calor. Guardo la imagen ya
borrosa, de un hombre más bien alto, de pelo gris, menos ágil que fuerte. Más claro es
mi recuerdo de su colega Herbert Locke, que me dio un ejemplar de su libro Toward a
History of the Kenning, donde se lee que los sajones no tardaron en prescindir de esas
metáforas un tanto mecánicas (camino de la ballena por mar, halcón de la batalla por
águila), en tanto que los poetas escandinavos las fueron combinando y entrelazando
hasta lo inextricable. He mencionado a Herbert Locke porque es parte integral de mi
relato.
Arribo ahora al islandés Eric Einarsson, acaso el verdadero protagonista. No lo vi
nunca. Llegó a Texas en 1969, cuando yo estaba en Cambridge, pero las cartas de un
amigo común, Ramón Martínez López, me han dejado la convicción de conocerlo
íntimamente. Sé que es impetuoso, enérgico y frío; en una tierra de hombres altos es
alto. Dado su pelo rojo era inevitable que los estudiantes lo apodaran Erico el Rojo.
Opinaba que el uso del slang forzosamente erróneo, hace del extranjero un intruso y no
condescendió nunca al O.K. Buen investigador de las lenguas nórdicas, del inglés, del
latín y —aunque no lo confesara— del alemán, poco le costó abrirse paso en las
universidades de América. Su primer trabajo fue una monografía sobre los cuatro
artículos que dedicó De Quincey al influjo que ha dejado el danés en la región lacustre
de Westmoreland. La siguió una segunda sobre el dialecto de los campesinos de
Yorkshire. Ambos estudios fueron bien acogidos, pero Einarsson pensó que su carrera
precisaba algún elemento de asombro. En 1970 publicó en Yale una copiosa edición
crítica de la balada de Maldon. El scholarship de las notas era innegable, pero ciertas
hipótesis del prefacio suscitaron alguna discusión en los casi secretos círculos
académicos. Einarsson afirmaba, por ejemplo, que el estilo de la balada es afín, siquiera
de un modo lejano, al fragmento heroico de Finnsburh, no a la retórica pausada de
Beowulf, y que su manejo de conmovedores rasgos circunstanciales prefigura
curiosamente los métodos que no sin justicia admiramos en las sagas de Islandia.
Enmendó asimismo varias lecciones del texto de Elphinston. Ya en 1969 había sido
nombrado profesor en la Universidad de Texas. Según es fama, son habituales en las
universidades americanas los congresos de germanistas. Al doctor Winthrop le había
tocado en suerte en el turno anterior, en East Lansing. El jefe del departamento que
preparaba su Año Sabático, le pidió que pensara en un candidato para la próxima sesión
en Wisconsin. Por lo demás, éstos no pasaban de dos: Herbert Locke o Eric Einarsson.
Winthrop, como Carlyle, había renunciado a la fe puritana de sus mayores, pero no al
sentimiento de la ética. No había declinado dar el consejo; su deber era claro. Herbert
Locke, desde 1954, no le había escatimado su ayuda para cierta edición anotada de la
Gesta de Beowulf que, en determinadas casas de estudio, había reemplazado el manejo
de la de Klaeber; ahora estaba compilando una obra muy útil para la germanística: un
diccionario inglés-anglosajón, que ahorrara a los lectores el examen, muchas veces
inútil, de los diccionarios etimológicos. Einarsson era harto más joven; su petulancia le
granjeaba la aversión general, sin excluir la de Winthrop. La edición crítica de
Finnsburh había contribuido no poco a difundir su nombre. Era fácilmente polémico; en
el Congreso haría mejor papel que el taciturno y tímido Locke. En esas cavilaciones
estaba Winthrop cuando el hecho ocurrió.
En Yale apareció un extenso artículo sobre la enseñanza universitaria de la literatura y
de la lengua de los anglosajones. Al pie de la última página se leían las transparentes
iniciales E.E. y, como para alejar cualquier duda, el nombre de Texas. El artículo,
redactado en un correcto inglés de extranjero, no se permitía la menor incivilidad, pero
encerraba cierta violencia. Argüía que iniciar aquel estudio por la Gesta de Beowulf,
obra de fecha arcaica pero de estilo pseudo virgiliano y retórico, era no menos arbitrario
que iniciar el estudio del inglés por los intrincados versos de Milton. Aconsejaba una
inversión del orden cronológico: empezar por la Sepultura del siglo once que deja
traslucir el idioma actual, y luego retroceder hasta los orígenes. En lo que a Beowulf se
refiere, bastaba con algún fragmento extraído del tedioso conjunto de tres mil líneas; por
ejemplo los ritos funerarios de Scyld, que vuelve al mar y vino del mar. No se
mencionaba una sola vez el nombre de Winthrop, pero éste se sintió persistentemente
agredido. Tal circunstancia le importaba menos que el hecho de que impugnaran su
método pedagógico.
Faltaban pocos días. Winthrop quería ser justo y no podía permitir que el escrito de
Einarsson, ya releído y comentado por muchos, influyera en su decisión. Ésta le dio no
poco trabajo. Cierta mañana, Winthrop conversó con su jefe; esa misma tarde Einarsson
recibió el encargo oficial de viajar a Wisconsin.
La víspera del diecinueve de marzo, día de la partida, Einarsson se presentó en el
despacho de Ezra Winthrop. Venía a despedirse y a agradecerle. Una de las ventanas
daba a una calle arbolada y oblicua y los rodeaban anaqueles de libros; Einarsson no
tardó en reconocer la primera edición de la Edda Islandorum, encuadernada en
pergamino. Winthrop contestó que sabía que el otro desempeñaría bien su misión y que
no tenía nada que agradecerle. El diálogo si no me engaño fue largo.
—Hablemos con franqueza —dijo Einarsson—. No hay perro en la Universidad que no
sepa que si el doctor Lee Rosenthal, nuestro jefe, me honra con la misión de
representarnos, obra por consejo de usted. Trataré de no defraudarlo. Soy un buen
germanista; la lengua de mi infancia es la de las sagas y pronuncio el anglosajón mejor
que mis colegas británicos. Mis estudiantes dicen cyning, no cunning. Saben también
que les está absolutamente prohibido fumar en clase y que no pueden presentarse
disfrazados de hippies. En cuanto a mi frustrado rival, sería de pésimo gusto que yo lo
criticara; sobre la Kenning demuestra no sólo el examen de las fuentes originales, sino
de los pertinentes trabajos de Meissner y de Marquardt. Dejemos esas fruslerías. Yo le
debo a usted, doctor Winthrop, una explicación personal. Dejé mi patria a fines de 1967.
Cuando alguien se resuelve a emigrar a un país lejano, se impone fatalmente la
obligación de adelantar en ese país. Mis dos opúsculos iniciales, de índole estrictamente
filológica, no respondían a otro fin que probar mi capacidad. Ello, evidentemente, no
bastaba. Siempre me había interesado la balada de Maldon que puedo repetir de
memoria, con uno que otro bache. Logré que las autoridades de Yale publicaran mi
edición crítica. La balada registra, como usted sabe, una victoria escandinava, pero en
cuanto al concepto de que influyó en las ulteriores sagas de Islandia, lo juzgo
inadmisible y absurdo. Lo incluí para halagar a los lectores de habla inglesa.
»Arribo ahora a lo esencial: mi nota polémica del Yale Monthly. Como usted no ignora,
justifica, o quiere justificar, mi sistema, pero deliberadamente exagera los
inconvenientes del suyo, que, a trueque de imponer a los alumnos el tedio de tres mil
intrincados versos consecutivos que narran una historia confusa, los dota de un copioso
vocabulario que les permitirá gozar, si no han desertado, del corpus de las letras
anglosajonas. Ir a Wisconsin era mi verdadero propósito. Usted y yo, mi querido amigo,
sabemos que los congresos son tonterías, que ocasionan gastos inútiles, pero que pueden
convenir a un curriculum.
Winthrop lo miró con sorpresa. Era inteligente, pero propendía a tomar en serio las
cosas, incluso los congresos y el universo, que bien puede ser una broma cósmica.
Einarsson prosiguió:
—Usted recordará tal vez nuestro primer diálogo. Yo había llegado de New York. Era
un día domingo; el comedor de la Universidad estaba cerrado y fuimos a almorzar al
Nighthawk. Fue entonces cuando aprendí muchas cosas. Como buen europeo, yo
siempre había presupuesto que la Guerra Civil fue una cruzada contra los esclavistas;
usted argumentó que el Sur estaba en su derecho al querer separarse de la Unión y
mantener sus instituciones. Para dar mayor fuerza a lo que afirmaba, me dijo que usted
era del Norte y que uno de sus mayores había militado en las filas de Henry Halleck.
Ponderó asimismo el coraje de los confederados. A diferencia de los demás, yo sé casi
inmediatamente quién es el otro. Esta mañana me bastó. Comprendí, mi querido
Winthrop, que a usted lo rige la curiosa pasión americana de la imparcialidad. Quiere,
ante todo, ser fairminded. Precisamente por ser hombre del Norte, trató de comprender y
justificar la causa del Sur. En cuanto supe que mi viaje a Wisconsin dependía de unas
palabras suyas a Rosenthal, resolví aprovechar mi pequeño descubrimiento. Comprendí
que impugnar la metodología que usted siempre observa en la cátedra era el medio más
eficaz de obtener su voto. Redacté en el acto mi tesis. Los hábitos del Monthly me
obligaron al uso de iniciales, pero hice todo lo posible para que no quedara la menor
duda sobre la identidad del autor. La confié incluso a muchos colegas.
Hubo un largo silencio. Winthrop fue el primero en romperlo.
—Ahora comprendo —dijo—. Yo soy viejo amigo de Herbert, cuya labor estimo; usted,
directa o indirectamente, me atacó. Negarle mi voto hubiera sido una suerte de
represalia. Confronté los méritos de los dos y el resultado fue el que usted sabe.
Agregó, como si pensara en voz alta:
—He cedido tal vez a la vanidad de no ser vengativo. Como usted ve, su estratagema no
le falló.
—Estratagema es la palabra justa —replicó Einarsson—, pero no me arrepiento de lo
que hice. Actuaré del modo mejor para nuestra casa de estudios. Por lo demás yo había
resuelto ir a Wisconsin.
—Mi primer Viking —dijo Winthrop y lo miró en los ojos.
—Otra superstición romántica. No basta ser escandinavo para descender de los Vikings.
Mis padres fueron buenos pastores de la iglesia evangélica; a principios del siglo diez,
mis mayores fueron acaso buenos sacerdotes de Thor. En mi familia no hubo, que yo
sepa, gente de mar.
—En la mía hubo muchos —contestó Winthrop—. Sin embargo, no somos tan distintos.
Un pecado nos une: la vanidad. Usted me ha visitado para jactarse de su ingeniosa
estratagema; yo lo apoyé para jactarme de ser un hombre recto.
—Otra cosa nos une —respondió Einarsson—. La nacionalidad. Soy ciudadano
americano. Mi destino está aquí, no en la Última Thule. Usted dirá que un pasaporte no
modifica la índole de un hombre.
Se estrecharon la mano y se despidieron.
Avelino Arredondo
El hecho aconteció en Montevideo, en 1897.
Cada sábado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Café del Globo, a la
manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que rehúyen
su ámbito. Eran todos montevideanos; al principio les había costado amistarse con
Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permitía confidencias ni hacía
preguntas. Contaba poco más de veinte años; era flaco y moreno, más bien bajo y tal
vez algo torpe. La cara habría sido casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a
la vez dormidos y enérgicos. Dependiente de una mercería de la calle Buenos Aires,
estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba
el país y que, según era opinión general, el presidente prolongaba por razones indignas,
Arredondo se quedaba callado. También se quedaba callado cuando se burlaban de él
por tacaño.
Poco después de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compañeros que no
lo verían por un tiempo, ya que tenía que irse a Mercedes. La noticia no inquietó a
nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia;
Arredondo respondió, con una sonrisa, que no les tenía miedo a los blancos. El otro, que
se había afiliado al partido, no dijo nada.
Más le costó decirle adiós a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le
previno que no esperara cartas, porque estaría muy atareado. Clara, que no tenía
costumbre de escribir, aceptó el agregado sin protestar. Los dos se querían mucho.
Arredondo vivía en las afueras. Lo atendía una parda que llevaba el mismo apellido
porque sus mayores habían sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.
Era una mujer de toda confianza; le ordenó que dijera a cualquier persona que lo
buscara que él estaba en el campo. Ya había cobrado su último sueldo en la mercería.
Se mudó a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era inútil, pero
lo ayudaba a iniciar esa reclusión que su voluntad le imponía.
Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su hábito de sestear, miraba
con alguna tristeza un anaquel vacío. Había vendido todos sus libros, incluso los de
introducción al Derecho. No le quedaba más que una Biblia, que nunca había leído y
que no concluyó.
La cursó página por página, a veces con interés y a veces con tedio, y se impuso el
deber de aprender de memoria algún capítulo del Éxodo y el final del Ecclesiastés. No
trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola
noche sin repetir el padrenuestro que le había prometido a su madre al venir a
Montevideo. Faltar a esa promesa filial podría traerle mala suerte.
Sabía que su meta era la mañana del día veinticinco de agosto. Sabía el número preciso
de días que tenía que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesaría o, mejor
dicho, nada importaba lo que aconteciera después. Esperaba la fecha como quien espera
una dicha y una liberación. Había parado su reloj para no estar siempre mirándolo, pero
todas las noches, al oír las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque
y pensaba un día menos.
Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba,
leer y repasar una determinada cuota de páginas, tratar de conversar con Clementina
cuando ésta le traía la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de
apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en años, no era muy fácil,
porque su memoria había quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.
Disponía asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que
no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que solía suplir con una bala o con un
vintén.
Para poblar el tiempo, Arredondo se hacía la pieza cada mañana con un trapo y con un
escobillón y perseguía a las arañas. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos
menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo demás, él no sabía desempeñar.
Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo
cuando clareaba pudo más que su voluntad. Extrañaba muchísimo a sus amigos y sabía
sin amargura que éstos no lo extrañaban, dada su invencible reserva. Una tarde preguntó
por él uno de ellos y lo despacharon desde el zaguán. La parda no lo conocía;
Arredondo nunca supo quién era. Ávido lector de periódicos, le costó renunciar a esos
museos de minucias efímeras. No era hombre de pensar ni de cavilar.
Sus días y sus noches eran iguales, pero le pesaban más los domingos.
A mediados de julio conjeturó que había cometido un error al parcelar el tiempo, que de
cualquier modo nos lleva. Entonces dejó errar su imaginación por la dilatada tierra
oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde había
remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habría muerto, por el polvo que
levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que venía
cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bahía de La Agraciada,
donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y ríos,
por el Cerro que había escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata
no hay otro igual. Del cerro de la bahía pasó una vez al cerro del escudo y se quedó
dormido.
Cada noche la virazón traía la frescura, propicia al sueño. Nunca se desveló.
Quería plenamente a su novia, pero se había dicho que un hombre no debe pensar en
mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo había acostumbrado a la castidad. En
cuanto al otro asunto... trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.
El ruido de la lluvia en la azotea lo acompañaba.
Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve
pendiente. Al promediar su reclusión Arredondo logró más de una vez ese tiempo casi
sin tiempo. En el primer patio había un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le
ocurrió pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.
Cuando la fecha no estaba lejos, empezó otra vez la impaciencia. Una noche no pudo
más y salió a la calle. Todo le pareció distinto y más grande. Al doblar una esquina, vio
una luz y entró en un almacén. Para justificar su presencia, pidió una caña amarga.
Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:
—Ustedes saben que está formalmente prohibido que se den noticias de las batallas.
Ayer tarde nos ocurrió una cosa que los va a divertir. Yo y unos compañeros de cuartel
pasamos frente a La Razón. Oímos desde afuera una voz que contravenía la orden. Sin
perder tiempo entramos. La redacción estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a
balazos al que seguía hablando. Cuando se calló, lo buscamos para sacarlo por las patas,
pero vimos que era una máquina que le dicen fonógrafo y que habla sola.
Todos se rieron.
Arredondo se había quedado escuchando. El soldado le dijo:
—¿Qué le parece el chasco, aparcero?
Arredondo guardó silencio. El del uniforme le acercó la cara y le dijo:
—Gritá en seguida: ¡Viva el Presidente de la Nación, Juan Idiarte Borda!
Arredondo no desobedeció. Entre aplausos burlones ganó la puerta. Ya en la calle lo
golpeó una última injuria.
—El miedo no es sonso ni junta rabia.
Se había portado como un cobarde, pero sabía que no lo era. Volvió pausadamente a su
casa.
El día veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se recordó a las nueve pasadas. Pensó
primero en Clara y sólo después en la fecha. Se dijo con alivio: Adiós a la tarea de
esperar. Ya estoy en el día.
Se afeitó sin apuro y en el espejo lo enfrentó la cara de siempre. Eligió una corbata
colorada y sus mejores prendas. Almorzó tarde. El cielo gris amenazaba llovizna;
siempre se lo había imaginado radiante. Lo rozó un dejo de amargura al dejar para
siempre la pieza húmeda. En el zaguán se cruzó con la parda y le dio los últimos pesos
que le quedaban. En la chapa de la ferretería vio rombos de colores y reflexionó que
durante más de dos meses no había pensado en ellos. Se encaminó a la calle de Sarandí.
Era día feriado y circulaba muy poca gente.
No habían dado las tres cuando arribó a la Plaza Matriz. El Te Deum ya había
concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas
gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos aún en la mano, los
uniformes, los entorchados, las armas y las túnicas, podían crear la ilusión de que eran
muchos; en realidad, no pasarían de una treintena. Arredondo, que no sentía miedo,
sintió una suerte de respeto. Preguntó cuál era el presidente. Le contestaron:
-Ése que va al lado del arzobispo con la mitra y el báculo.
Sacó el revólver e hizo fuego.
Idiarte Borda dio unos pasos, cayó de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.
Arredondo se entregó a las autoridades. Después declararía:
—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que
traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Rompí con los amigos y con la novia, para
no complicarlos; no miré diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este
acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.
Así habrán ocurrido los hechos, aunque de un modo más complejo; así puedo soñar que
ocurrieron.
El disco
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de
morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea
toda la tierra y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he
visto. Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos
chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara
un solo árbol. Mi hermano ha muerto y ahora es otra cosa la que busco y seguiré
buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me fue infiel. No he
llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la
que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado
un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos
trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo,
envuelto en una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle
dado más autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del
bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la
gente dice Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos
cueros le armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la
noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba
cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me ordenó que lo levantara.
—¿Por qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque soy un rey —contestó.
Lo creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló con una voz distinta.
—Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero
en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como si no me oyera continuó:
—Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco.
¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía.
Fue sólo entonces que advertí que siempre la había tenido cerrada.
Dijo, mirándome con fijeza:
—Puedes tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi
un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia
como si hablara con un niño:
—Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un
solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es de oro? —le dije.
—No sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una
barra de oro y sería un rey.
Le dije al vagabundo que aún odio:
—En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el
hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente.
—No quiero.
—Entonces —dije— puedes proseguir tu camino.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero
al caer abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y
arrastré el muerto hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.
El libro de arena
... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)
La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de
líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número
infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo
de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí
un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al
principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo
asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me
falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela.
Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me
sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una
biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de
las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba
numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los
diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su
poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la
casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su
libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni
fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.
Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es
infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al
nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas
tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa
con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de
noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin
por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro
imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba
una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo
robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos
inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de
verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el
gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las
pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una
libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos
intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con
diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que
infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente
infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de
jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que
a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro
de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
Epílogo
Prologar cuentos no leídos aún es tarea casi imposible, ya que exige el análisis de
tramas que no conviene anticipar. Prefiero por consiguiente un epílogo.
El relato inicial retoma el viejo tema del doble, que movió tantas veces la siempre
afortunada pluma de Stevenson. En Inglaterra su nombre es fetch o, de manera más
libresca, wraith of the living; en Alemania, Doppelgaenger. Sospecho que uno de sus
primeros apodos fue el de alter ego. Esta aparición espectral habrá procedido de los
espejos del metal o del agua, o simplemente de la memoria, que hace de cada cual un
espectador y un actor. Mi deber era conseguir que los interlocutores fueran lo bastante
distintos para ser dos y lo bastante parecidos para ser uno. ¿Valdrá la pena declarar
que concebí la historia a orillas del río Charles, en New England, cuyo frío curso me
recordó el lejano curso del Ródano?
El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro
ejemplo que Ulrica. Los lectores advertirán su afinidad con El Otro. El Congreso es
quizá la más ambiciosa de las fábulas de este libro; su tema es una empresa tan vasta
que se confunde al fin con el cosmos y con la suma de los días. El opaco principio
quiere imitar el de las ficciones de Kafka; el fin quiere elevarse, sin duda en vano, a los
éxtasis de Chesterton o de John Bunyan. No he merecido nunca semejante revelación,
pero he procurado soñarla. En su decurso he entretejido, según es mi hábito, rasgos
autobiográficos.
El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetré un
cuento póstumo de Lovecraft, escritor que siempre he juzgado un parodista
involuntario de Poe. Acabé por ceder; el lamentable fruto se titula There Are More
Things.
La Secta de los Treinta rescata, sin el menor apoyo documental, la historia de una
herejía posible.
La noche de los dones es tal vez el relato más inocente, más violento y más exaltado
que ofrece este volumen.
La biblioteca de Babel (1941) imagina un número infinito de libros; Undr y El espejo y
la máscara, literaturas seculares que constan de una sola palabra.
Utopía de un hombre que está cansado, es, a mi juicio, la pieza más honesta y
melancólica de la serie.
Siempre me ha sorprendido la obsesión ética de los americanos del Norte; El soborno
quiere reflejar ese rasgo.
Pese a John Felton, a Charlotte Corday, a la conocida opinión de Rivera Indarte ("Es
acción santa matar a Rosas") y al Himno Nacional Uruguayo ("Si tiranos, de Bruto el
puñal") no apruebo el asesinato político. Sea lo que fuere, los lectores del solitario
crimen de Arredondo querrán saber el fin. Luis Melián Lafinur pidió su absolución,
pero los jueces Carlos Fein y Cristóbal Salvañac lo condenaron a un mes de reclusión
celular y a cinco años de cárcel. Una de las calles de Montevideo lleva ahora su
nombre.
Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. El disco es
el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; El libro de arena, un volumen de
incalculables hojas.
Espero que las notas apresuradas que acabo de dictar no agoten este libro y que sus
sueños sigan ramificándose en la hospitalaria imaginación de quienes ahora lo cierran.
J.L.B.
Buenos Aires, 3 de febrero de 1975
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